Authors: Greg Egan
—De acuerdo —dije sin convicción—. Quizá debería haberme expresado de otro modo ayer. No pretendía insultarlo.
—No me ha ofendido —dijo Rourke divertido, negando con un gesto—. Es una batalla, a fin de cuentas, no debo esperar una rendición inmediata. Es usted leal a una definición restrictiva de la gran «S» y quizá incluso cree sinceramente que los demás la comparten. Yo apoyo una definición más amplia. Estaremos de acuerdo en discrepar. Nos veremos en las trincheras.
¿Restrictiva? Abrí la boca para negar la acusación, pero no supe cómo defenderme. ¿Qué podría haber dicho? ¿Que una vez hice un documental que simpatizaba con los que emigraban de género? (Qué magnánimo.) ¿Y que ahora tenía que compensarlo con una historia de frankenciencia sobre los Autistas Voluntarios?
Así que él dijo la última palabra (por lo menos en tiempo real). Me dio la mano y nos despedimos.
Volví a pasar la toma una vez más. Rourke resultaba sorprendentemente elocuente, casi carismático, a su extraña manera, y todo lo que decía era relevante. Pero su terminología particular, los estallidos maníacos... Resultaba demasiado raro, confuso y polémico.
Dejé la toma sin utilizar; no incluí nada.
Había acudido a otra cita en la universidad: una tarde con el famoso GIVM (Grupo de Investigación de Visualización Médica) de Manchester. Me pareció una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla; al fin y al cabo, la visualización estaba detrás de la identificación definitiva del autismo parcial.
Eché un vistazo a lo que había rodado. Gran parte del material era bueno y probablemente podría sacar un reportaje independiente de cinco minutos que valiera la pena para uno de los programas de entrevistas de SeeNet, pero estaba claro que la concisa presentación de la agenda de Rourke me había proporcionado todas las imágenes de escáner cerebral que necesitaba para
ADN basura
.
En el principal experimento que grabé, una estudiante voluntaria leía poesía en silencio mientras el escáner subtitulaba la imagen de su cerebro con cada verso que leía. Había tres subtítulos que se calculaban de manera independiente, basados en los datos primarios visuales, en el reconocimiento de la forma de las palabras y en las representaciones semánticas del cerebro. El último sólo coincidía con los otros brevemente, antes de que el significado estricto de la palabra se difuminara en una nube de asociaciones. Sin embargo, por muy convincente e inquietante que resultara, no tenía nada que ver con el área de Lamont.
Al final de la jornada, una de las investigadoras, Margaret Williams, directora del equipo de desarrollo del programa, me propuso que me metiera en el escáner. Quizá querían darle la vuelta a la tortilla, escrutarme y grabarme con sus máquinas como yo había hecho con ellos durante las últimas cuatro horas. Williams fue muy insistente, como si creyera que se trataba de una cuestión de justicia.
—Podrías grabar el punto de vista del sujeto —dijo—. Y podríamos echar una ojeada a tus extras ocultos.
—No sé si los campos magnéticos afectarán al equipo —me resistí.
—En absoluto, te lo prometo. Casi todo debe de ser óptico y lo demás lo protegeremos. Coges aviones constantemente, ¿verdad? ¿Pasas por los detectores de seguridad?
—Sí, pero...
—Nuestros campos no son más potentes. Incluso podríamos intentar leer la actividad de tu nervio óptico con el escáner y comparar los datos con tu grabación directa.
—No llevo el módulo de descarga encima. Está en el hotel.
—Qué pena —dijo frunciendo los labios, frustrada; obviamente se moría de ganas de decirme que me callara, obedeciera y entrara en el escáner—. Y supongo que tendrás problemas con la garantía si improvisamos un cable y una interfaz.
—Me temo que sí. El programa registraría el uso de un equipo no estándar y me vería en un grave aprieto en la próxima revisión anual.
—Antes hablabas de los Autistas Voluntarios. —Aún no estaba dispuesta a rendirse—. Si quieres algo espectacular para ilustrarlo, podríamos visualizar tu área Lamont mientras piensas en una serie de personas. Lo grabamos todo y te lo ponemos luego. Así podrías mostrar a los espectadores una copia en tiempo real de cómo funciona el asunto. No una animación pulcra, sino en carne y hueso, capturada en el acto. Las neuronas bombeando iones de calcio, las sinapsis disparándose. Podríamos transformar la arquitectura neuronal en un diagrama funcional; calibrar e identificar los rasgos simbólicos. Disponemos de todo el programa...
—Te agradezco mucho la oferta —dije—, pero... ¿qué clase de periodista de segunda sería si recurriera a utilizarme como sujeto de mis historias?
Dos semanas antes de la fecha prevista para el comienzo del congreso del Centenario de Einstein firmé un contrato con SeeNet para
Violet Mosala: defensora de la simetría.
Mientras garabateaba mi nombre en el documento digital con el lápiz electrónico de la agenda, intentaba convencerme de que me habían dado el trabajo porque lo haría bien, no simplemente porque había abusado de mi posición para pedir un favor. Sin duda, a Sarah Knight le faltaba experiencia, tenía cinco años menos que yo y había dedicado su carrera principalmente al periodismo político. Confesar que era una fan de Mosala incluso podía haberla perjudicado; nadie de SeeNet quería una efusiva hagiografía. Pero a pesar de toda la profesionalidad que alegué, sólo había podido echar un vistazo al resumen de
Sísifo
y seguía sin tener una idea exacta de lo que estaba aceptando.
Lo cierto era que no me importaban los detalles; lo único que contaba era dejar atrás
ADN basura
y huir tan lejos como pudiera de
Angustia
. Después de doce meses sumergido en los peores excesos de la biotecnología, el mundo prístino de la física teórica relucía en mi mente como un paraíso matemático anestesiado, donde todo era frío, abstracto y gloriosamente intrascendente..., una imagen que se fundía a la perfección con el copo de coral blanco de Anarkia, que se extendía por el Pacífico azul como una estrella fractal perfecta. Una parte de mí entendía demasiado bien que si me tomaba a pecho esos preciosos espejismos acabaría decepcionado, e incluso me esforcé por imaginarme las maneras más desagradables en las que me devolverían a la realidad. Podía contraer una variedad de neumonía o de malaria resistente a múltiples medicamentos, cepas a las que los nativos eran inmunes. Por culpa del bloqueo no dispondría de las farmacias avanzadas que analizaban los organismos patógenos y diseñaban una cura en el acto, y estaría demasiado débil para coger un vuelo de vuelta a la civilización. No era una hipótesis descabellada; el bloqueo había matado a cientos de personas a lo largo de los años.
Aun así, cualquier cosa sería mejor que encontrarme cara a cara con una víctima de Angustia.
Dejé un mensaje para Violet Mosala. Supuse que todavía estaba en su casa de Ciudad del Cabo, aunque el programa que contestaba su teléfono no daba ningún detalle. Me presenté, le agradecí su generosidad por concedernos parte de su tiempo para el proyecto y solté un montón de clichés de cortesía. No dije nada que la animara a devolverme la llamada; sabía que en una conversación en tiempo real no tardaría mucho en revelar mi ignorancia total sobre su vida y obra. Neumonía, malaria..., ponerme en ridículo. No me importaba. Sólo podía pensar en escapar.
Me mentalicé para obligarme a revivir la reanimación de Daniel Cavolini, pero debería haber sabido desde el principio que era absurdo. El proceso de montaje nunca era una recreación del pasado; recordaba más a una autopsia. Trabajé en la secuencia con frialdad, y a medida que le daba forma, la tarea de imaginarme la reacción de un espectador que la viera por primera vez se convirtió más en una cuestión de cálculo e instinto que en algo relacionado con lo que sentí durante el suceso. Incluso la versión final, superficialmente fluida e inmediata, me parecía una reanimación
post mortem
de una reanimación
post mortem.
Había sucedido, y se había acabado; la fugaz ilusión de vida que creó la tecnología daba igual, y era tan incapaz de salir de la pantalla y caminar por la calle como cualquier otro cadáver inquieto.
Luke, el hermano de Daniel, fue acusado de asesinato y declarado culpable. Me conecté al sistema de los archivos del juzgado y eché una ojeada a la grabación de las tres vistas que se habían hecho hasta el momento. El juez había solicitado un informe psiquiátrico en el que se concluía que Luke Cavolini padecía ataques esporádicos de «ira injustificada» que no lo distanciaban lo suficiente de la realidad para declararlo enfermo mental y administrarle un tratamiento contra su voluntad. Estaba capacitado y era culpable, y entendía perfectamente lo que había hecho, incluso tenía un «motivo»: una discusión la noche anterior por una cazadora que le había cogido a Daniel. Acabaría en una cárcel normal, por lo menos durante quince años.
La grabación del juicio era de dominio público, pero no tenía tiempo para utilizarla en la versión que se emitiría. Así que redacté un breve epílogo para el reportaje de la reanimación ciñéndome estrictamente a los hechos: los cargos presentados y la declaración de culpabilidad. No mencioné el informe psiquiátrico; no quería enredar las cosas. La consola leyó las palabras sobre una imagen congelada de Daniel Cavolini gritando.
—Fundido a negro —dije—. Pasa los rótulos.
Eran las cuatro y siete minutos de la tarde del martes veintitrés de marzo.
Había terminado
ADN basura
.
Dejé una nota en la entrada para Gina y fui andando hasta Epping a vacunarme para el viaje que se avecinaba. Los científicos de Anarkia publicaban «informes del tiempo» locales, meteorológicos y epidemiológicos en la red, y a pesar de los demás extraños actos de ostracismo político, los organismos pertinentes de la ONU trataban estos datos como si procedieran de un estado miembro consagrado. Resultó que no se registraban brotes de neumonía ni malaria, pero había estallidos recientes de varias cepas nuevas de adenovirus. Ninguna era mortal, pero todas podían debilitarme y arruinar mi estancia. Alice Tomasz, mi médico de cabecera, descargó secuencias de péptidos que mimetizaban las proteínas virales de superficie adecuadas, sintetizaban su ARN y ensamblaban los fragmentos creando un adenovirus inocuo a medida. Todo el proceso duró unos diez minutos.
—Me gustó
Escrutinio excesivo de la identidad sexual
—dijo Alice mientras yo inhalaba la vacuna viva.
—Gracias.
—Aunque lo del final, lo de Elaine Ho sobre el género y la evolución, ¿de verdad te lo crees?
Ho afirmaba que los humanos se habían pasado los últimos millones de años invirtiendo el dimorfismo sexual y las diferencias de comportamiento de los antiguos mamíferos. De forma gradual habíamos desarrollado anomalías bioquímicas que interferían activamente en los antiguos programas genéticos de las vías neuronales específicas de cada sexo. Los esquemas independientes todavía eran hereditarios, pero el efecto de las hormonas sobre el útero impedía que se desarrollaran por completo: en esencia, «masculinizaban» el cerebro de los embriones femeninos y «feminizaban» el cerebro de los masculinos. (La homosexualidad era el resultado que se obtenía cuando el proceso sobrepasaba, muy ligeramente, el límite normal.) A largo plazo, incluso si adoptábamos una postura edenita y renunciábamos a la ingeniería genética, los sexos seguirían convergiendo. Alteráramos o no la naturaleza, la naturaleza se alteraba a sí misma.
—Me pareció una buena manera de acabar el programa. Y todo lo que decía era cierto, ¿no?
—¿En qué estás trabajando ahora? —preguntó Alice sin comprometerse.
No me apetecía confesar que era el autor de
ADN basura
, pero también me asustaba mencionar a Violet Mosala por si resultaba que mi doctora sabía más sobre la TOE en la que trabajaba Mosala que yo. No era un temor infundado; daba asco lo mucho que sabía Alice sobre cualquier tema.
—En nada, en realidad. Estoy de vacaciones.
—Me alegro por ti. Pero no te relajes demasiado —dijo mientras volvía a mirar mi expediente en la pantalla del escritorio que incluía los datos de mi farmacia.
Me sentí como un idiota al que han pillado mintiendo descaradamente, pero al salir de la consulta dejó de importarme. La sombra de las hojas moteaba la calle y la brisa del sur era suave y fresca. Había terminado
ADN basura
y me sentía aliviado, como si sufriera una enfermedad que creía mortal y acabaran de anunciarme que tenía curación. Epping era una tranquila zona residencial de las afueras: un médico, un dentista, un pequeño supermercado, una floristería, una peluquería y un par de restaurantes (no experimentales). Sin Ruinas; demolieron la zona comercial quince años atrás y destinaron el terreno a bosques manipulados. Sin vallas publicitarias (aunque las camisetas con anuncios casi compensaban la pérdida). Las pocas tardes de domingo en que no teníamos nada que hacer, Gina y yo veníamos paseando hasta aquí sin ningún motivo especial y nos sentábamos junto a la fuente. Cuando volviera de Anarkia, con ocho meses enteros para montar lo de Violet Mosala, disfrutaríamos de más días así de los que habíamos disfrutado en mucho tiempo.
Cuando abrí la puerta de la entrada, Gina estaba de pie en el recibidor, como si me estuviera esperando. Parecía nerviosa. Preocupada.
—¿Qué pasa? —le pregunté, acercándome a ella.
—Andrew, sé que ningún momento es bueno, pero he esperado... —dijo apartándose y levantando los brazos, casi como si se defendiera de un atacante.
Al final del recibidor había tres maletas.
El mundo se alejó de mí. Todo lo que estaba a mi alrededor dio un paso atrás.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
—No te enfades.
—No estoy enfadado. —Era cierto—. Pero no entiendo nada.
—Te he dado todas las oportunidades posibles de arreglar las cosas —dijo Gina—. Y tú has seguido igual, como si nada hubiera cambiado.
Algo raro le pasaba a mi sentido del equilibrio; sentía como si oscilara violentamente, aunque sabía que estaba totalmente quieto. Gina tenía un aspecto triste y le tendí los brazos como si pudiera consolarla.
—¿No podías decirme que algo iba mal? —pregunté.
—¿Era necesario? ¿Estás ciego?
—Puede que sí.
—No eres un niño, ¿verdad? No eres estúpido.
—Sinceramente, no sé qué debería haber hecho.