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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (7 page)

BOOK: El Instante Aleph
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—Ahora caricaturizas a los caricaturistas. —Gina me dio un golpe de amonestación en el brazo—. No creo que nadie hable así.

—Porque te mueves en los círculos equivocados. ¿O debería decir en los adecuados? Pero creía que habías visto el programa. Algunas personas que entrevisté hicieron esas mismas declaraciones, palabra por palabra.

—Entonces la culpa es de los medios de información por darles publicidad.

—En parte tienes razón —dije. Habíamos llegado al restaurante, pero nos quedamos fuera—. Aunque no sé cuál es la solución. ¿Cuándo conseguirá alguien que se alce y proclame: «Sólo hablo en mi nombre» tanta cobertura como alguien que dice hablar en nombre de la mitad de la población?

—Cuando la gente como tú se la dé.

—Sabes que no es tan sencillo. Y... piensa, ¿qué habría pasado con el feminismo o con el movimiento por los derechos civiles si no se permitiera a nadie hablar en nombre de cualquier grupo, sin su consentimiento unánime por escrito? Sólo porque algunos de los lunáticos de hoy en día sean parodias de los antiguos líderes, no significa que nos irían mejor las cosas si los productores de televisión hubieran dicho: «Lo siento, doctor King; lo siento, señora Greer; lo siento, señor Perkins, pero si no evitan esas generalizaciones y limitan sus declaraciones a sus circunstancias personales, tendremos que quitarles el micrófono».

—Eso es historia antigua. —Gina me miró con escepticismo—. Y sólo defiendes esa postura para eludir tu responsabilidad.

—Por supuesto. Pero el caso es que la migración sexual es una cuestión política en un noventa por ciento. Algunos medios de comunicación todavía la tratan como una moda decadente y arbitraria que imita la reasignación de género de los transexuales, pero la mayoría de los emigrantes de género se limita a asexuarse superficialmente. No van más allá; no lo necesitan. Es un acto de protesta, como darse de baja de un partido político, renunciar a la ciudadanía o desertar del campo de batalla. Aunque ignoro si se estabilizará en un nivel bajo y hará que se tambaleen las actitudes que provocan la emigración hasta el punto de erradicarlas, o si la población acabará dividida equitativamente entre los siete géneros dentro de un par de generaciones.

—Siete géneros —dijo con una mueca—, y todos parecen monolíticos. Todo el mundo estereotipado de una mirada. Siete etiquetas en lugar de dos no es progreso.

—No. Pero quizá a largo plazo sólo habrá ásex, umasc y ufems. Los que quieran estar encasillados lo estarán, y los que no, serán un misterio.

—No, no, a la larga no tendremos más que cuerpos virtuales y todos iremos de misteriosos o de reveladores a días, según nuestro estado de ánimo.

—Lo espero impaciente.

Entramos. Gustos Antinaturales estaba en un edificio reformado de unos antiguos grandes almacenes. Era un lugar de aspecto tenebroso aunque bien iluminado, comunicado mediante un gran agujero elíptico en el centro de cada planta. Acerqué mi agenda al torniquete de acceso, una voz nos confirmó la reserva y añadió: «Mesa quinientos diecinueve. Quinta planta».

—Quinta planta: peluches y lencería. —Gina sonrió con picardía.

—Pórtate bien —dije mientras echaba una ojeada al resto de los comensales, en su mayoría parejas de umasc y ufems—, o la próxima vez iremos a cenar a Epping.

Al menos tres cuartas partes del local estaban llenas, pero tenía menos capacidad de lo que aparentaba; el agujero central ocupaba casi todo el volumen del edificio. En lo que restaba de cada planta, camareros humanos de esmoquin se movían entre las mesas cromadas; todo muy arcaico y estilizado, casi propio de los Hermanos Marx. No era un gran admirador de la Cocina Experimental; en realidad éramos conejillos de indias que probábamos productos inocuos, pero manipulados genéticamente y sin verificar. Gina dijo que por lo menos la comida estaría subvencionada por los fabricantes, pero yo no estaba tan seguro. Últimamente, la Cocina Experimental estaba tan de moda que probablemente atraía a una muestra estadística significativa de comensales para cada novedad, incluso sin descuentos.

La mesa nos mostró la carta cuando nos sentamos, y los precios parecían confirmar mis dudas sobre la subvención.

—¿Ensalada de alubias carmesí? —gemí—. No me importa de qué color sean, quiero que me digan a qué saben. Lo último que comí aquí tenía el aspecto de las judías y sabía igual que la col hervida.

Gina se tomó su tiempo, seleccionó los nombres de media docena de platos para ver el producto acabado y las pantallas de datos sobre el diseño de los ingredientes.

—Es posible averiguarlo si se presta un poco de atención —dijo—. Sabiendo qué genes han cogido, de dónde y por qué, se puede hacer una buena predicción del sabor y la textura.

—Sigue, deslúmbrame con tu ciencia.

—La cosa verde con forma de hojas será como pasta con sabor a espinacas —dijo después de pulsar el botón de CONFIRMAR PEDIDO—, pero el hierro que contenga lo absorberemos con tanta facilidad como el de la carne, y las espinacas pasarán a la historia. Las cosas amarillas que parecen maíz sabrán como un cruce de tomate con pimiento verde aromatizado con orégano, pero los nutrientes y el sabor se ven menos afectados por las malas condiciones de almacenamiento y la excesiva cocción. Y el puré azul sabrá casi a queso parmesano.

—¿Por qué azul?

—Lleva un pigmento azul, una enzima fotoactiva, en las nuevas lactobayas de autofermentación. Podrían eliminarlo cuando lo procesan, pero resulta que se convierte directamente en vitamina D y es mucho más seguro que metabolizarla de la manera normal, con rayos ultravioleta en la piel.

—Alimentos para gente que nunca ve el sol. ¿Cómo podría resistirme? —Pedí lo mismo.

El servicio fue rápido y las predicciones de Gina más o menos correctas. En conjunto resultó bastante agradable.

—Es un desperdicio que te dediques a las turbinas eólicas —dije—. Podrías diseñar la colección de primavera de Agrónomos Unidos.

—No me digas. Gracias, pero ya tengo todo el estímulo intelectual que necesito.

—Por cierto, ¿qué tal va el gran Harold?

—Sigue siendo el pequeño Harold y es probable que continúe así una temporada. —El pequeño Harold era el prototipo a escala 1:1000 de una turbina de doscientos megavatios—. Aparecen modos de resonancia caótica que se nos habían escapado en las simulaciones, y todo indica que tendremos que volver a evaluar la mitad de los supuestos del modelo del programa.

—No lo entenderé nunca. Conocéis toda la física básica, las ecuaciones básicas de la dinámica de la circulación del aire y disponéis de tiempo de acceso ilimitado a superordenadores...

—¿Cómo es posible que metamos la pata? Porque no podemos calcular el comportamiento de miles de toneladas de aire en circulación por una estructura compleja a partir de un análisis molécula por molécula. Todas las ecuaciones de grandes cantidades de fluidos son aproximaciones y estamos trabajando deliberadamente en una región en la que fallan las aproximaciones que mejor se entienden. No es que entre en juego nada nuevo ni mágico en la física, sino que estamos en una zona de penumbra, a medio camino entre dos conjuntos de supuestos sencillos muy cómodos de usar. Y hasta ahora, el mejor grupo nuevo de supuestos no es ni cómodo ni sencillo. Ni siquiera es correcto, a la vista de los resultados.

—Lo siento.

—Es frustrante —dijo encogiéndose de hombros—, pero de una forma interesante que evita que me vuelva loca.

Sentí una punzada de añoranza; sabía muy poco de esa parte de su vida. Me explicaba todo lo que yo podía entender, pero seguía sin tener ni idea de qué le rondaba por la cabeza cuando estaba sentada en su puesto de trabajo haciendo malabarismos con simulaciones sobre la circulación del aire o cuando trepaba por el túnel de viento haciendo ajustes en el pequeño Harold.

—Ojalá me dejaras grabarlo.

—Ni lo sueñes, señor Frankenciencia —dijo lanzándome una mirada torva—. No antes de que me digas categóricamente si las turbinas eólicas son buenas o malas.

—Sabes que no depende de mí —contesté encogiendo los hombros—. Y cambia todos los años. Se publican nuevos estudios, el apoyo a las alternativas viene y va...

—¿Alternativas? —Me interrumpió con amargura—. Plantar bosques transgénicos fotovoltaicos que ocupan diez mil veces el terreno necesario por megavatio me suena a vandalismo medioambiental.

—No te lo discuto. Podría hacer un documental en el que presentara las turbinas como algo positivo, y si no lo vendo de inmediato, esperar a que vuelva a cambiar la tendencia.

—No puedes permitirte hacer nada por libre.

—Cierto, tendré que encontrar un hueco entre otras grabaciones.

—Yo no lo intentaría —dijo Gina riéndose—. Ni siquiera puedes arreglártelas para...

—¿Qué?

—Nada. Olvídalo. —Hizo un gesto con la mano, retractándose del comentario. Podría haberla presionado, pero habría sido una pérdida de tiempo.

—Hablando de rodar... —dije. Le describí los dos proyectos que me había ofrecido Lydia. Gina me escuchó pacientemente, pero cuando le pedí su opinión creo que la desconcerté.

—Si no quieres hacer
Angustia
, no lo hagas. No es asunto mío.

—También te afecta a ti —dije dolido—. Supondría un montón de dinero. —Noté cómo se ofendía—. Lo único que digo es que podríamos irnos de vacaciones o algo así. Salir al extranjero la próxima vez que tengas un permiso. Si es que te apetece.

—No voy a tomarme un permiso en los próximos dieciocho meses —dijo Gina con frialdad—. Y puedo pagarme mis vacaciones.

—Olvídalo. —Me acerqué para cogerle la mano; se apartó irritada.

Comimos en silencio. Miraba fijamente el plato, repasando las reglas, e intentaba averiguar en qué me había equivocado. ¿Habría roto algún tabú sobre el dinero? Teníamos cuentas separadas y pagábamos el alquiler a medias, pero los dos nos ayudábamos en muchas ocasiones y nos permitíamos pequeños lujos. ¿Qué debería haber hecho? ¿Aceptar
Angustia
sólo por el dinero y preguntarle después si le apetecía que nos lo gastáramos en algo que valiera la pena?

Quizá dedujo que esperaba que ella eligiera mis proyectos y se ofendió porque no sabía apreciar la independencia que me ofrecía. La cabeza me daba vueltas. La verdad era que no tenía ni idea de lo que ella pensaba. Era todo demasiado difícil, demasiado resbaladizo. Y no encontraba nada que decir para arreglar las cosas sin arriesgarme a empeorarlas más.

—¿Dónde se celebrará el congreso? —preguntó Gina al rato.

Abrí la boca y me di cuenta de que no lo sabía. Saqué la agenda y consulté rápidamente el resumen que había preparado
Sísifo.

—Ah, en Anarkia.

—¿Anarkia? —Se rió—. Con lo quemado que estás de tanta biotecnología, te mandan a la isla de coral artificial más grande del mundo.

—Sólo huyo de la mala biotecnología. La de Anarkia es buena.

—Oh, ¿en serio? Díselo a los gobiernos que mantienen el embargo. ¿Estás seguro de que no te meterán en la cárcel cuando vuelvas a casa?

—No voy a comerciar con los malvados anarkistas. Ni siquiera voy a grabarlos.

—Anarcosindicalistas, dilo bien. Aunque ellos no utilizan esa denominación, ¿verdad?

—¿A quién te refieres con «ellos»? —dije—. Dependerá de a quién se lo preguntes.

—Deberías haber incluido un fragmento sobre Anarkia en
ADN basura
. A pesar del embargo, prosperan, y todo gracias a la biotecnología. Compensaría lo del cadáver parlante.

—Pero entonces no podría haberlo titulado
ADN basura
, ¿verdad?

—Cierto. —Sonrió.

No sabía qué había hecho, pero me había perdonado. Sentí que el corazón me latía con fuerza, como si me hubieran rescatado en el último momento del borde de un abismo.

El postre que elegimos sabía a cartón con nieve, pero rellenamos con amabilidad el cuestionario de la mesa antes de irnos.

Nos dirigimos hacia el norte subiendo por George Street hasta Martin Place. En el antiguo edificio de correos había un local nocturno llamado Cuarto de Clasificación. Ponían música
njari
de Zimbabue, con temas múltiples, hipnótica, martilleante pero no metronómica, y que dejaba marcas de ritmo en el cerebro igual que los arañazos rastrillan la carne. Gina bailaba extasiada y la música estaba tan alta que hablar resultaba, afortunadamente, casi imposible. En este lugar sin palabras no podía meter la pata.

Nos fuimos poco después de la una. En el tren de vuelta a Eastwood nos sentamos en un extremo del vagón y nos besamos como adolescentes. Me preguntaba cómo se las apañaban en la generación de mis padres mientras conducían sus preciosos coches en aquel estado. (Mal, sin duda.) El viaje a casa duró diez minutos, casi demasiado poco. Quería que todo se desarrollara lo más despacio posible. Quería que durara horas.

Paramos una docena de veces mientras bajábamos por el camino de la estación. Nos quedamos tanto tiempo frente a la puerta de casa que el sistema de seguridad nos preguntó si habíamos perdido las llaves.

Cuando nos desvestimos, nos metimos juntos en la cama y se me nubló la vista, pensé que era un efecto secundario de la pasión. Pero cuando se me durmieron los brazos me di cuenta de lo que pasaba.

Me había pasado con los bloqueantes de melatonina, y eso había mermado las reservas de neurotransmisores de la región del hipotálamo donde se controla la capacidad de atención. Había tomado prestado demasiado tiempo y la planicie se derrumbaba.

—No me lo puedo creer —dije afligido—. Lo siento.

—¿El qué?

Todavía mantenía la erección. Me obligué a concentrarme, me estiré y pulsé un botón de la farmacia.

—Dame media hora —dije.

—No. Límite de seguridad...

—Quince minutos —rogué—. Se trata de una emergencia.

—No hay ninguna emergencia —dijo la farmacia después de dudar y consultar el sistema de seguridad—. Estás a salvo en la cama y la casa no sufre ninguna amenaza.

—Despedida, a reciclar.

—¿Ves lo que pasa cuando transgredes los límites naturales? —dijo Gina más divertida que decepcionada—. Espero que grabes esto para
ADN basura
. —La burla sólo la hacía mil veces más deseable, pero yo ya sufría lapsos de microsueños.

—¿Me perdonas? —dije apesadumbrado—. Quizá mañana podamos...

—No creo. Mañana te quedarás trabajando hasta la una de la madrugada y no voy a esperarte levantada. —Me cogió por los hombros y me volvió boca arriba, se arrodilló y se puso a horcajadas sobre mi estómago. Protesté un poco. Se inclinó sobre mí y me besó en la boca con ternura—. Vamos. No querrás desperdiciar esta oportunidad única, ¿verdad? —añadió mientras extendía la mano y me tocaba la polla. Noté que respondía a su tacto, pero ya apenas parecía formar parte de mi cuerpo.

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