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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (6 page)

BOOK: El Instante Aleph
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—¿No fue en el mil novecientos setenta y algo? —Lydia me fulminó con la mirada—. Ah, el centenario de su muerte —dije—. Encantador.

—Mosala asistirá al congreso. El último día, tres de los físicos teóricos más importantes del mundo presentarán versiones rivales de la TOE, la Teoría del Todo. Y no dispones de tres intentos para adivinar quién es el gran favorito.

Me mordí la lengua y contuve las ganas de decir: «No es una carrera de caballos, Lydia. Pueden tardar cincuenta años en averiguar cuál de las teorías es la correcta».

—¿Cuándo se celebra el congreso?

—Del cinco al dieciocho de abril.

—Tres semanas a partir del lunes —palidecí.

—No te da tiempo, ¿verdad? —dijo complacida después de pensarlo un poco—. Sarah lleva meses preparándose.

—Hace un momento —contesté irritado— me hablabas de empezar la preproducción de
Angustia
en menos de tres semanas.

—Para eso no necesitas prepararte. ¿Cuánto sabes de física moderna?

—Bastante —contesté fingiendo indignación—. Y no soy estúpido. Puedo ponerme al día.

—¿Cuándo?

—Encontraré el tiempo. Trabajaré más deprisa; terminaré
ADN basura
antes de lo previsto. ¿Cuándo se emitirá el programa de Mosala?

—A principios del año que viene.

Eso significaba ocho meses de relativa cordura, en cuanto se acabara el congreso.

—No te entiendo —dijo Lydia mirando el reloj con insistencia—. Un especial de alta prioridad sobre
Angustia
sería el punto culminante lógico de todo lo que has hecho durante los últimos cinco años. Después de eso podrías pensar en dejar la biotecnología. Además, ¿a quién voy a poner en tu lugar?

—A Sarah Knight.

—No seas sarcástico.

—Le diré lo que has dicho.

—Por mí no te cortes. No me importa lo que haya hecho en política; sólo ha realizado un programa de ciencia, y trataba de cosmología alternativa. Era bueno, pero no lo bastante para que la ascienda directamente a algo como esto. Se ha ganado quince días con Violet Mosala, pero no una emisión de máxima audiencia sobre el virus más importante del mundo.

Nadie había descubierto ningún virus relacionado con la Angustia; llevaba una semana sin ver las noticias, pero mi buscador me habría avisado de una novedad de esa magnitud. Tenía la desagradable sensación de que si no hacía yo el programa se subtitularía: «Cómo un patógeno perdido del Ejército se convirtió en el sida mental del siglo XXI».

Vanidad pura. ¿Qué me creía, que era la única persona del mundo capaz de desinflar los rumores y la histeria que suscitaba la Angustia?

—Aún no he decidido nada —dije—. Debo comentarlo con Gina.

—De acuerdo —dijo Lydia con escepticismo—. Háblalo con Gina y llámame por la mañana. Escucha —volvió a mirar el reloj—, tengo que dejarte. Algunos tenemos trabajo. —Abrí la boca para protestar—. Te pillé —dijo con una dulce sonrisa, señalándome con dos dedos—. Los autoruchos no tenéis sentido del humor. Adiós.

Me aparté de la consola y me quedé sentado mirándome los puños cerrados, intentando averiguar qué sentía; aunque sólo fuera para poder dejarlo todo de lado y volver a
ADN basura
.

Había visto una breve noticia en la que salía alguien con Angustia unos meses atrás. Estaba en una habitación de hotel de Manchester, cambiando de canal entre una cita y otra. Una joven de aspecto saludable pero desaliñado estaba tumbada en el pasillo de un edificio de viviendas de Miami. Agitaba los brazos con frenesí, pegaba patadas en todas direcciones, sacudía la cabeza y todo su cuerpo se retorcía adelante y atrás. Sin embargo, no me pareció que sufriera una simple disfunción neurológica: todo estaba demasiado coordinado, era demasiado intencionado.

Antes de que la policía o los enfermeros pudieran mantenerla inmóvil, al menos lo bastante para clavarle una aguja e inyectarle algún tranquilizante muy potente por orden judicial, como el Camisa de fuerza o el Medusa —ya lo habían intentado sin éxito con los aerosoles—, se desmoronó y gritó como un animal agonizante, como un niño poseído por una furia solipsística, como un adulto en las garras de la más negra desesperación.

No podía dar crédito a lo que veía y oía, y cuando piadosamente la dejaron en estado de coma y se la llevaron, me esforcé por convencerme de que no había sido nada fuera de lo normal, sino una especie de ataque epiléptico, alguna rabieta psicótica, o en el peor de los casos, un dolor físico insufrible cuya causa se identificaría con facilidad y se trataría.

Nada de lo cual resultó cierto. Las víctimas de Angustia rara vez tenían un historial de enfermedades neurológicas o mentales, y no mostraban síntomas de lesiones o enfermedades. Nadie tenía la más remota idea de cómo tratar la causa de su sufrimiento; el único «tratamiento» en curso consistía en la administración continuada de fuertes sedantes.

Cogí mi agenda y toqué el icono de
Sísifo
, mi buscador inteligente.

—Prepara un resumen sobre Violet Mosala —dije—, el congreso del centenario de Einstein y los avances de los últimos diez años en teoría de campo unificado. Necesito digerirlo todo en unas... ciento veinte horas. ¿Es factible?

Hubo una pausa mientras
Sísifo
se bajaba las fuentes relevantes y las examinaba.

—¿Sabes qué es un MTT? —me preguntó.

—¿Un Monstruo de Tripa Tensa?

—No. En este contexto, un MTT es un Modelo de Todas las Topologías.

Me sonaba vagamente; probablemente había ojeado un breve artículo sobre el tema cinco años atrás.

Hubo otra pausa, mientras se bajaba y evaluaba más material introductorio elemental.

—Ciento veinte horas bastarían para escuchar y asentir —añadió—. No para hacer preguntas inteligentes.

—¿Cuánto para...? —gemí.

—Ciento cincuenta.

—Adelante.

Pulsé el icono de la unidad farmacéutica.

—Vuelve a calcular mi dosis de melatonina. Dame dos horas más de atención máxima al día, desde este momento.

—¿Hasta cuándo?

El congreso empezaba el cinco de abril. Si entonces no era un experto en Violet Mosala, sería demasiado tarde. Pero no podía correr el riesgo de desligarme de los ritmos forzados de la melatonina y caer en patrones erráticos de sueño a mitad de rodaje.

—Hasta el dieciocho de abril.

—Lo lamentarás —dijo la farmacia.

No era una advertencia genérica, sino una predicción basada en la experiencia de cinco años de íntimo conocimiento bioquímico. Pero no tenía elección, y si pasaba la semana posterior al congreso sufriendo una arritmia circadiana grave, sería desagradable, pero no acabaría conmigo.

Hice unos cálculos mentales. De alguna manera, acababa de sacar de la nada cinco o seis horas de tiempo libre.

Era viernes. Llamé a Gina al trabajo.

«Regla número seis: Sé imprevisible. Pero no demasiado a menudo.»

—A la mierda
ADN basura
—dije—. ¿Quieres ir a bailar?

5

Fue idea de Gina que nos adentráramos en la ciudad. Las Ruinas no me atraían en absoluto y la vida nocturna cerca de casa era mucho mejor, pero (regla número siete) no valía la pena discutirlo. Después de que el tren entrara en la estación de Town Hall y subiéramos con las escaleras mecánicas dejando atrás el andén donde habían matado a Daniel Cavolini a puñaladas, me olvidé de todo y sonreí.

—Hay algo aquí que no siento en ningún otro lugar —dijo Gina mientras se colgaba de mi brazo—. Una energía, una vibración. ¿Lo notas?

—No más que en Pompeya —contesté después de mirar las paredes de la estación alicatadas con azulejos blancos y negros, a prueba de pintadas y literalmente asépticas.

El centro demográfico de Sydney quedaba al oeste de Parramatta desde hacía por lo menos medio siglo, y probablemente ya se habría extendido hasta Blacktown a aquellas alturas. Pero la muerte del centro histórico empezó en los años treinta cuando las oficinas, los cines, los teatros, las galerías de arte reales y los museos públicos se quedaron obsoletos más o menos a la vez. Desde la primera década del siglo se habían conectado cables de fibra óptica de banda ancha a todas las fincas de viviendas, pero la red tardó veinte años más en madurar. En los años veinte se demolieron los edificios desvencijados, de normas incompatibles, equipo informático ineficaz y sistemas operativos arcaicos que habían improvisado los dinosaurios de la informática y las comunicaciones de final de siglo. Y sólo entonces, después de años de prematuro despliegue publicitario y merecidas burlas y reacciones adversas, el uso de la red para el ocio y el teletrabajo pasó de ser una modalidad de tortura psicológica a convertirse en una alternativa natural y cómoda al noventa por ciento de los desplazamientos físicos.

Salimos a George Street. No estaba desierta ni mucho menos, pero había visto imágenes de la época en la que la población del país era la mitad y aun así dejaba en evidencia aquel exiguo gentío. Gina alzó la mirada y sus ojos reflejaron las luces; muchas de las antiguas torres de oficinas aún resplandecían, sus ventanas decoradas con baratas cubiertas luminiscentes que acumulaban la luz del sol para los turistas. Lo de «las Ruinas» era una broma, por supuesto: ni el vandalismo ni el tiempo habían dejado mucha huella, pero aquí todos éramos turistas que veníamos para quedarnos boquiabiertos con los monumentos legados, no por nuestros antepasados, sino por nuestros hermanos mayores.

Se reformaron pocos edificios para uso residencial, ya que la arquitectura y la economía nunca habían ido de la mano y algunos tradicionalistas urbanos hicieron una activa campaña en contra. Había okupas, desde luego, probablemente un par de miles, diseminados por todo lo que aún se llamaba el Distrito Central de Negocios, pero sólo contribuían a enfatizar la atmósfera postapocalíptica. El teatro y la música en directo sobrevivían en las afueras, con pequeñas representaciones en escenarios pequeños o grupos colosales que arrastraban a las masas en estadios, pero la tendencia dominante era el teatro representado en la red en tiempo real y escenarios virtuales. (Se pronosticaba que la Ópera, cuyos cimientos estaban descomponiéndose, se hundiría en el puerto de Sydney en el año 2065, una idea muy agradable, aunque sospechaba que algún grupo de aguafiestas con sangre de horchata reuniría el dinero necesario para rescatar el inútil icono en el último momento.) Hacía mucho tiempo que el pequeño comercio tradicional se había desplazado por completo a los centros regionales. Algunos hoteles seguían abiertos en la periferia, pero en el corazón muerto sólo quedaban restaurantes y locales nocturnos diseminados entre las torres vacías como puestos de recuerdos entre las pirámides del Valle de los Reyes.

Nos dirigimos hacia el sur, a lo que antes había sido Chinatown; las fachadas decorativas semiderruidas de los desiertos emporios todavía lo atestiguaban, aunque no así la comida.

Gina me dio un ligero codazo y me llamó la atención sobre un grupo de personas que paseaba hacia el norte, al otro lado de la calle.

—¿Eran...? —preguntó cuando ya habían pasado.

—¿Qué? ¿Ásex? Creo que sí.

—Nunca estoy segura. Hay naturales que tienen el mismo aspecto.

—De eso se trata. Nunca se puede estar seguro, pero ¿por qué nos empeñamos en pensar que se puede descubrir algo importante de un desconocido a primera vista?

«Ásex» no era nada más que un término que englobaba una amplia gama de filosofías, formas de vestir, cambios cosmeticoquirúrgicos y profundas alteraciones biológicas. Lo único que les ásex tenían en común entre sí era que sus parámetros sexuales (neuronales, endocrinos, cromosómicos y genitales) sólo eran asunto suyo, normalmente (pero no siempre) de sus amantes, probablemente de su médico y en ocasiones de unos pocos amigos íntimos. Lo que en realidad hacían para reflejar esa actitud iba desde algo tan nimio como marcar la casilla «A» en los impresos del censo hasta elegir un nombre ásex, reducirse el pecho o el vello corporal, modificarse el timbre de la voz, operarse la cara, hacerse un embolsamiento (cirugía para retrotraer los genitales masculinos) y someterse a todos los cambios necesarios hasta alcanzar la completa asexualidad física y neuronal, hermafroditismo o exotismo.

—¿Y por qué molestarse en mirar a la gente para intentar adivinar? —dije—. Masc, fem, ásex... ¿A quién le importa?

—No me hagas quedar como una intolerante cualquiera —dijo Gina frunciendo el ceño—. Sólo siento curiosidad.

—Perdona —me disculpé apretándole la mano—. No quería decir eso.

—Tú te pasaste un año sin pensar en nada más —dijo soltándose—; fuiste tan mirón y metomentodo como te dio la gana. Y encima te pagaban. Yo sólo vi el documental terminado. No entiendo por qué supones que debería tener una opinión formada sobre la migración sexual, por el simple hecho de que tú hayas dado el tema por zanjado. —Me incliné y le di un beso en la frente—. ¿A qué ha venido eso?

—Porque eres la espectadora ideal, por no mencionar todas tus otras virtudes.

—Creo que voy a vomitar.

Giramos hacia el este, en dirección a Surry Hills, y entramos en una calle aún más tranquila. Un joven meditabundo caminaba a solas con paso enérgico, era muy musculoso y probablemente se había hecho la cirugía facial..., aunque, de nuevo, no había manera de saberlo con certeza. Gina me miró, todavía enfadada, pero incapaz de resistirse.

—Eso —dijo, suponiendo que era un umasc— aún lo entiendo menos. Si alguien quiere una complexión como ésa..., bueno. Pero ¿para qué cambiarse la cara? Como mucho, lo podrían tomar por un masc sin ella.

—Cierto, pero que lo confundieran con un masc sería un insulto: ha emigrado de ese género con tanta convicción como cualquier ásex. Si se hacen umasc es para distanciarse de la debilidad patente de los mascs naturales de hoy día. Declaran que su «identidad consensual», y deja de reírte, es mucho menos masculina que la nuestra, que efectivamente pertenecen a otro sexo. Con eso pretenden decir que «un simple masc no puede hablar en mi nombre, como tampoco podría hacerlo una fem».

—Ninguna fem puede hablar en nombre de todas las fems, en lo que a mí respecta —dijo Gina fingiendo mesarse los cabellos—. ¡Pero no me siento en la obligación de transformarme en ufem o ifem para demostrarlo!

—Bueno, claro. Yo opino lo mismo. Siempre que un cretino engreído escribe un manifiesto en nombre de todos los mascs, prefiero decirle a la cara que no dice más que chorradas en lugar de desertar del género y dejar que se crea que habla en nombre de los que quedan. Pero ésa es la razón más común que las personas aducen para la migración sexual, que están hartas de tantos autoproclamados figurones sexopolíticos y pretenciosos gurús de Renacimiento Místico que afirman representarlas. Y hartas de que las calumnien por crímenes sexistas reales e imaginarios. Si todos los mascs son violentos, egoístas, dominantes, jerárquicos... ¿qué se puede hacer salvo cortarse las venas o migrar de masc a imasc o a ásex? Si todas las fems fueran víctimas débiles, pasivas, irracionales...

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