Authors: Greg Egan
Mantener el flujo de oxígeno y nutrientes del cerebro era esencial, pero no revertiría el deterioro. Los verdaderos catalizadores de la reanimación eran los miles de millones de liposomas, cápsulas microscópicas de droga hechas con membranas lipídicas, que se administraban junto con la sangre artificial. Una proteína clave insertada en la membrana abría la barrera entre sangre y cerebro, permitiendo que los liposomas emergieran de los capilares cerebrales al espacio interneuronal. Otras proteínas hacían que la propia membrana se fundiera con la pared celular de la primera neurona adecuada que encontrase, vertiendo un elaborado paquete de maquinaria bioquímica que volvía a suministrar energía a la célula, limpiaba una parte de los detritus moleculares de las lesiones isquémicas y la protegía del shock provocado por la reoxigenación.
Le habían introducido también otros liposomas, hechos a medida para los distintos tipos de células: las fibras musculares de la cavidad bucal, la mandíbula, los labios, la lengua y los receptores del oído interno. Todos contenían drogas y enzimas de efectos similares: secuestraban la célula moribunda y la obligaban, brevemente, a reunir sus recursos en un último e insostenible estallido de actividad.
No se trataba de una reanimación total llevada hasta extremos heroicos. Este tipo de reanimación sólo se permitía cuando la supervivencia del paciente dejaba de tenerse en cuenta porque habían fallado todos los intentos de mantenerlo con vida.
La forense echó un vistazo a la pantalla del carrito del material. Seguí su mirada; había ondas que mostraban el errático ritmo del cerebro y gráficos de barras que fluctuaban midiendo la cantidad de toxinas y productos de desecho que se extraían del cuerpo. Lukowski, expectante, se acercó. Lo seguí.
El ayudante pulsó un botón de un teclado. La víctima se contorsionó y tosió sangre, en parte todavía suya, oscura y coagulada. Las ondas de la pantalla se dispararon y se volvieron más pausadas y regulares.
Lukowski agarró la mano de la víctima y la apretó. El gesto me pareció cínico, aunque no sabía si reflejaba un impulso compasivo sincero. Eché un vistazo al bioético. En ese momento, en su camiseta ponía: LA CREDIBILIDAD ES UN ARTÍCULO DE CONSUMO. No sabía si se trataba de un mensaje patrocinado o de una opinión personal.
—¿Daniel? ¿Danny? —dijo Lukowski—. ¿Me oyes?
No hubo ninguna respuesta física aparente, pero las ondas cerebrales bailaron. Daniel Cavolini era un estudiante de música de diecinueve años. Lo habían encontrado alrededor de las once, sangrando e inconsciente, en una esquina de la estación de Town Hall. Todavía conservaba el reloj, la agenda electrónica y los zapatos, por lo que era improbable que se tratara de un atraco fortuito que se hubiera desmadrado. Me había pasado quince días con la brigada antihomicidios esperando que sucediera algo como esto. Las órdenes judiciales para la reanimación sólo se expedían si había sospechas fundadas de que la víctima podía identificar a su agresor; era poco probable conseguir una descripción verbal útil de un desconocido, y mucho menos un retrato robot del asesino. Lukowski había despertado a un juez justo después de medianoche, en cuanto el dictamen estuvo claro.
A medida que más y más células reanimadas empezaban a recibir oxígeno, la piel de Cavolini adquiría un extraño tono carmesí. La molécula intrusa portadora de la sangre artificial, que le confería aquella tonalidad, era más eficaz que la hemoglobina, pero como el resto de las drogas reanimadoras, resultaba tóxica en última instancia.
El ayudante de la forense pulsó unas cuantas teclas más. Cavolini empezó a contorsionarse y a toser de nuevo. Había que mantener un delicado equilibrio: era necesario aplicar pequeñas descargas eléctricas al cerebro para restablecer la coherencia de los impulsos principales que producían la consciencia, pero demasiada intromisión externa podía borrar los restos de la memoria reciente. Incluso después de la muerte legal, las neuronas podían permanecer activas en lo más recóndito del cerebro y mantener la representación simbólica de los patrones asociados a los recuerdos recientes durante varios minutos. La reanimación podía restablecer de forma temporal la infraestructura neuronal necesaria para extraer esos vestigios, pero si ya se habían extinguido, o si se sepultaban en el intento de recuperarlos, el interrogatorio no tenía sentido.
—Ya estás bien, Danny —dijo Lukowski con voz tranquilizadora—. Estás en el hospital. A salvo. Pero tienes que decirme quién te ha hecho esto. Dime quién empuñaba el cuchillo.
Un suspiro ronco surgió de la boca de Cavolini: una sílaba débil, aspirada, y luego silencio. Se me puso la carne de gallina con un horror premonitorio de pata de mono, pero al mismo tiempo sentí un estúpido arranque de júbilo, como si una parte de mí se negara a aceptar que ese signo de vida no era un signo de esperanza.
Cavolini lo intentó de nuevo y la segunda tentativa fue más prolongada. Su exhalación artificial, desprovista de control voluntario, hizo que sonara como si se estuviera ahogando; el efecto era digno de lástima, pero en realidad no le faltaba oxígeno. Su discurso era tan entrecortado y tortuoso que no pude entender ni una palabra, pero tenía una matriz de sensores piezoeléctricos pegada a la garganta y conectada a un ordenador. Dirigí la vista hacia la pantalla.
¿Por qué no puedo ver?
—Llevas los ojos vendados —dijo Lukowski—. Tenías un par de venas dañadas, pero ya te las han curado; no habrá secuelas, te lo prometo. Así que... quédate quieto y relájate. Cuéntame qué ha pasado.
¿Qué hora es? Por favor, tengo que llamar a casa. Tengo que decirles...
—Ya hemos hablado con tus padres. Están de camino y llegarán enseguida.
Eso era cierto, pero aunque hubieran aparecido dentro de los noventa segundos siguientes, no les habrían permitido entrar en la habitación.
—Estabas esperando el tren para volver a casa, ¿verdad? Andén cuatro. ¿Te acuerdas? El de las diez y media para Strathfield. Pero no has llegado a cogerlo. ¿Qué ha pasado?
Vi cómo la mirada de Lukowski se fijaba en el gráfico que había debajo de la ventana de transcripción, en el que media docena de curvas ascendentes, que registraban las constantes vitales restablecidas, se completaban con los pronósticos intermitentes del ordenador. Todas las estimaciones alcanzaban su cota más alta en un plazo aproximado de un minuto y luego descendían de forma abrupta.
Tenía un cuchillo.
El brazo derecho de Cavolini empezó a temblar, y sus laxos músculos faciales volvieron a la vida por primera vez, adoptando una mueca de dolor.
Todavía me duele. Ayúdeme, por favor.
Eil bioético observó con calma unas cifras de la pantalla, pero decidió no intervenir. Cualquier anestesia eficaz mermaría demasiado la actividad neuronal e impediría continuar con el interrogatorio. Era todo o nada, abandonar o proseguir.
—La enfermera ha ido a buscar analgésicos —dijo Lukowski suavemente—. Aguanta, tío, no tardará. Pero dime, ¿quién tenía el cuchillo?
En ese momento, ambos tenían la cara empapada de sudor; el brazo de Lukowski estaba rojo hasta la altura del codo.
«Si te encontraras a alguien en el suelo agonizando en un charco de sangre —pensé—, le harías las mismas preguntas, ¿verdad? Y le dirías las mismas mentiras alentadoras.»
—¿Quién ha sido, Danny?
Mi hermano.
—¿Tu hermano tenía el cuchillo?
No, él no. No recuerdo qué ha pasado. Pregúntemelo después. Ahora estoy demasiado confuso.
—¿Por qué has dicho que ha sido tu hermano? ¿Ha sido él o no?
Claro que no ha sido él. No le diga a nadie que he dicho eso. Estaré bien si deja de confundirme. ¿Puede darme los calmantes, por favor?
Su cara se contrajo y se paralizó, se contrajo y se paralizó, como una secuencia de máscaras, haciendo que su sufrimiento pareciera estilizado, abstracto. Empezó a mover la cabeza adelante y atrás; débilmente al principio, luego con velocidad y energía frenéticas. Supuse que sufría algún tipo de ataque: las drogas reanimadoras estarían estimulando en exceso alguna vía neuronal dañada.
Entonces levantó la mano derecha y se arrancó la venda.
Su cabeza dejó de dar sacudidas de inmediato; tal vez la piel se había vuelto hipersensible y la venda le provocaba una molestia insoportable. Parpadeó varias veces y miró con los ojos entrecerrados hacia las brillantes luces de la habitación. Pude ver cómo se le contraían las pupilas, mientras movía los ojos resueltamente. Levantó un poco la cabeza y examinó a Lukowski; a continuación bajó la vista y miró su cuerpo y los extraños adornos que lo decoraban: el chillón cable plano del marcapasos, los pesados tubos de plástico del suministro de sangre, las heridas de cuchillo llenas de gusanos blancos resplandecientes. Nadie se movió, nadie habló, mientras inspeccionaba las agujas y los electrodos enterrados en su pecho, el extraño torrente rosa que fluía de él, los pulmones destrozados, el respirador artificial. La pantalla quedaba a su espalda, pero todo lo demás estaba ahí y podía asimilarlo de un vistazo. Lo supo casi de inmediato; pude ver cómo caía sobre él el peso de la comprensión.
Abrió la boca y la volvió a cerrar. Su expresión cambió deprisa; a través del dolor asomó un repentino destello de puro asombro, y luego una casi placentera comprensión de toda la extrañeza, y puede que incluso el perverso virtuosismo, de la hazaña a la que lo habían sometido. Durante un instante pareció realmente alguien que admiraba una broma genial, atroz y sanguinaria hecha a su costa.
Entonces, entre los jadeos de la respiración asistida se oyó claramente su voz.
—No... creo... que... esto... sea... una... buena... id... dea —dijo—. No... quie... ro... hablar... más.
Cerró los ojos y se hundió en la mesa. Las constantes vitales descendían rápidamente.
—¿Cómo es que le han funcionado las retinas? —preguntó Lukowski girándose hacia la forense. Estaba pálido, pero aún sujetaba la mano del chico—. ¿Qué ha hecho? Estúpida... —Levantó la otra mano como si fuera a golpearla, pero se contuvo. En la camiseta del bioético ponía: EL AMOR ETERNO ES UNA MASCOTA. HECHA CON EL ADN DE TU SER QUERIDO.
—Tenía que forzarlo, ¿verdad? —le gritó la forense a Lukowski, sin ceder terreno—. ¡Tenía que insistir una y otra vez en lo del hermano, mientras su índice de tensión hormonal subía directamente al rojo!
Me pregunté quién decidía cuál era el índice de adrenalina normal para el caso de haber muerto por heridas de arma blanca, pero por lo demás estar relajado. A mi espalda, alguien soltó una larga lista de obscenidades incoherentes. Me volví y vi al enfermero, que había venido con Cavolini desde la ambulancia; ni siquiera me había dado cuenta de que seguía en la habitación. Miraba fijamente al suelo, con los puños cerrados, y temblaba de ira.
Lukowski me cogió por el codo manchándome de sangre sintética.
—Podrás filmar la siguiente, ¿de acuerdo? —me susurró, como si esperara que sus palabras no quedaran registradas en la pista de sonido—. Nunca había ocurrido algo así, nunca, y si le enseñas a la gente un problema técnico entre un millón como si fuera...
—Creo que las directrices del Comité Taylor sobre limitaciones opcionales —aventuró con timidez eil bioético— establecen que...
—¿Quién ha pedido tu opinión? —dijo el ayudante de la forense, encarándose con éil—. El procedimiento no es asunto tuyo, patética...
Una alarma estridente se disparó en alguna parte de las entrañas electrónicas del equipo de reanimación. Como un niño frustrado que ataca un juguete roto, el ayudante de la forense se inclinó sobre el teclado y lo aporreó hasta que cesó el ruido.
En el silencio que siguió entrecerré los ojos, invoqué a
Testigo
y dejé de grabar. Había visto suficiente.
Entonces Daniel Cavolini volvió en sí y empezó a gritar.
Vi cómo lo llenaban hasta arriba de morfina mientras esperaban a que las drogas reanimadoras acabaran con él.
Acababan de dar las cinco cuando bajé por la colina desde la estación de Eastwood. El cielo estaba pálido e incoloro y Venus se apagaba lentamente en el este, pero la calle ya tenía el mismo aspecto que tendría durante el día. Sólo que en aquel momento estaba inexplicablemente desierta. En el vagón también había viajado solo. Era la hora del último hombre vivo.
Los pájaros trinaban con fuerza en la tupida línea de arbustos que delimitaba las vías del tren y en el laberinto de parques arbolados que se desplegaba por el barrio residencial colindante. Muchos de los parques parecían auténticos bosques, pero todos los árboles, todos los arbustos, se habían creado artificialmente, como mínimo a prueba de incendios y sequías, diseñados para no tener que despojarse de molestas e inflamables ramitas, cortezas y hojas. El tejido muerto de la planta se reabsorbía, se canibalizaba. Lo había visto en secuencias fotográficas a intervalos definidos (un tipo de fotografía que yo nunca hacía): una rama marchita entera de color marrón se encogía y volvía al tronco vivo. Casi todos los árboles producían una pequeña cantidad de electricidad, en última instancia a partir de la luz solar, pero la química del proceso era compleja y permitía la emisión continua de la energía almacenada veinticuatro horas al día. Raíces especializadas buscaban los superconductores del subsuelo, serpenteando a través de los parques, y descargaban su aportación. Una corriente de dos voltios y cuarto se podía considerar segura, pero se requería una resistencia cero para que la transmisión fuera eficaz.
También se había modificado parte de la fauna: las urracas eran dóciles incluso en primavera, los mosquitos odiaban la sangre de los mamíferos y las serpientes más venenosas eran incapaces de hacer daño a un niño. Ligeras ventajas sobre sus primos salvajes, vinculadas a la bioquímica de la vegetación artificial, garantizaban a las especies alteradas el dominio de esta microecología, y pequeños inconvenientes les impedían prosperar si conseguían escapar a una de las verdaderas reservas naturales, alejadas de la población humana.
Tenía alquilado un pequeño módulo independiente dentro de un grupo de cuatro. Estaba rodeado por un jardín que no requería mantenimiento y que se mezclaba a la perfección con la vegetación de las zonas verdes al final de un callejón sin salida. Llevaba ocho años viviendo allí, justo desde mi primer trabajo para SeeNet, pero aún me sentía un intruso. Eastwood estaba a sólo dieciocho kilómetros del centro de Sydney, lo que todavía parecía tener un inexplicable peso sobre los precios inmobiliarios, aunque cada vez menos gente tuviera motivos para ir allí. No me podría haber comprado la vivienda ni en cien años. El alquiler, que apenas podía permitirme, era simplemente un oportuno subproducto de los elaborados planes de evasión de impuestos de su propietario, y probablemente era cuestión de tiempo que el aleteo de una mariposa en los mercados del mundo financiero volviera a las cadenas de televisión algo menos generosas, o al dueño menos necesitado de infravalorar sus propiedades, para que me echaran y me dejaran caer cincuenta kilómetros al oeste, de vuelta a las afueras a las que pertenecía.