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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (9 page)

BOOK: El Instante Aleph
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—¿Y deberíamos sobreponernos e intentarlo con más ganas? —dijo Rourke mirando fijamente al suelo y sonriendo con indulgencia.

—Eso o permitir que les hagan un injerto para curar la lesión.

Se podía extraer una pequeña cantidad de neuronas y células gliales del cerebro sin causar daños, retrotraerlas a un estado embrionario, multiplicarlas en un tejido de cultivo y volverlas a introducir en la zona dañada. Se mantenían artificialmente los niveles hormonales que marcan el estado embrionario para engañar a las células, hacerles creer que estaban en un cerebro en desarrollo y guiarlas en un nuevo intento de crear las conexiones sinápticas necesarias. El porcentaje de éxitos era insignificante para los autistas totales, pero para los enfermos con lesiones relativamente leves se acercaba al cuarenta por ciento.

—Los Autistas Voluntarios no nos oponemos a esa opción. Lo único que pedimos es la legalización de la alternativa.

—¿El aumento de la lesión?

—Sí. Hasta incluir la extirpación del área de Lamont.

—¿Por qué?

—Esta pregunta también es complicada. Cada uno tiene sus motivos. Para empezar, diría que se trata de una cuestión de principios. Deberíamos disponer del mayor número posible de opciones. Como los transexuales.

Era una referencia a otro tipo de neurocirugía que fue muy polémico en su momento: la RNG o «reasignación neuronal de género». Hacía casi un siglo que las personas que nacían con un desequilibrio entre el género neuronal y el físico podían operarse el cuerpo, cada vez con más precisión. En los años veinte apareció otra opción: cambiar el género del cerebro, alterar el mapa neuronal integrado de la imagen corporal para que coincidiera con el cuerpo real. Muchas personas, incluso muchos transexuales, hicieron una apasionada campaña en contra de legalizar la RNG; temían coacciones y la operación de bebés. Sin embargo, en los años cuarenta ya era aceptada en general como una opción legítima, que escogía libremente alrededor del veinte por ciento de los transexuales.

Entrevisté a personas que se habían hecho todo tipo de operaciones de reasignación para
Escrutinio excesivo de la identidad sexual
. Un masc neuronal de nacimiento con cuerpo de fem proclamó en estado de éxtasis, después de que le operaran el cuerpo y lo convirtieran en masc: «¡Lo conseguí! ¡Soy libre, estoy en casa!». Y otro en las mismas circunstancias que optó por la RNG miró su cara sin cambios en un espejo y dijo: «Es como si despertara de un sueño, una alucinación. Al fin puedo verme como soy en realidad». A juzgar por la respuesta de las pruebas de audiencia de
Escrutinio
, la analogía suscitaría una enorme simpatía... si permanecía en la versión final.

—El objetivo de cualquier operación de migración sexual consiste en convertirse en un masc o una fem sano —dije—. No tiene nada que ver con volverse autista.

—Pero también sufrimos un desajuste como los transexuales —replicó Rourke—. No entre el cuerpo y el cerebro, pero sí entre el deseo de intimidad y la incapacidad de conseguirla. Nadie, excepto unos cuantos fundamentalistas religiosos, tendría la crueldad de decirle a un transexual que ha de aprender a vivir con lo que es y que esa intervención quirúrgica supondría una perversa autocomplacencia.

—Pero nadie les impide elegir la cirugía. Los injertos son legales y seguro que el porcentaje de éxitos mejora.

—Y, como he dicho, AV no se opone. Para algunas personas es la elección correcta.

—¿Cómo podría ser la incorrecta?

Rourke dudó. Sin duda se había preparado de antemano y había ensayado todo lo que quería decir, pero éste era el quid de la cuestión. Sus esperanzas de ganar el apoyo del público para su causa se basaban en que comprendiera por qué no quería que lo curaran.

—Muchos autistas totales padecen daños cerebrales adicionales y diversos grados de retraso mental —dijo con cuidado—. En general, en nuestro caso no es así. Sea cual sea el daño en el área de Lamont, la mayoría somos suficientemente inteligentes para entender nuestra condición. Sabemos que los no autistas pueden creer que han conseguido la intimidad. Pero en AV hemos decidido que nos iría mejor sin ese talento.

—¿Por qué mejor?

—Porque es un talento de autoengaño.

—Si el autismo implica la imposibilidad de comprender a los demás —dije— y la cura de la lesión les garantizara que esa pérdida...

—Pero ¿cuánto es comprensión y cuánto una vana ilusión de comprensión? —interrumpió Rourke—. ¿Es la intimidad una forma de conocimiento o sólo una falsa creencia reconfortante? A la evolución no le interesa si percibimos la verdad, excepto en el sentido más práctico. Y puede haber falsedades igual de prácticas. Si el cerebro necesita dotarnos de un sentido exagerado de nuestra capacidad de conocer a los demás para que el emparejamiento resulte compatible con la conciencia de la propia identidad, mentirá sin reparos tanto como sea necesario para que su estrategia tenga éxito.

Me había quedado callado, sin saber qué responder. Viendo a Rourke en pantalla mientras esperaba a que yo continuara, parecía tan cohibido y tímido como siempre, pero había algo en su expresión que me dejó helado. Creía sinceramente que su condición le otorgaba una sagacidad que no compartía ninguna persona normal, y aunque no le diéramos exactamente lástima con nuestra capacidad integrada de plácido autoengaño, no podía evitar considerarse dotado de una visión más amplia, más clara.

—El autismo es... una enfermedad trágica, una discapacidad —dije titubeando—. ¿Cómo puede... idealizarla en... un simple estilo de vida alternativo?

—No hago eso en absoluto —dijo Rourke con cortesía, pero desdeñoso—. He conocido a más de cien autistas totales y a sus familias. Sé cuánto sufren. Si mañana pudiera erradicar esa condición, lo haría.

»Pero tenemos nuestras propias historias, nuestros problemas y nuestras aspiraciones. No somos autistas totales; la extirpación del área de Lamont en la madurez no nos dejará en el mismo estado que a alguien que haya nacido así. Casi todos hemos aprendido a compensar la carencia creando modelos de los demás de manera consciente, explícita. Supone un esfuerzo mucho mayor que el que requiere la habilidad innata, pero aunque perdamos lo poco que tenemos no nos quedaremos desamparados. Ni seremos egoístas, despiadados o incapaces de identificarnos con los demás, o cualquiera de las otras cosas que le gusta decir a la prensa amarilla. Y que nos concedan la cirugía que pedimos no implica que perdamos nuestros empleos ni mucho menos que tengamos que ingresar en una institución. Por lo tanto, no le supondrá un gasto a la comunidad...

—El gasto es el menor de los problemas —dije enfadado—. Está hablando de deshacerse deliberadamente, por medio de la cirugía, de algo que es... fundamental para los sentimientos humanos.

—Exacto —dijo Rourke después de levantar la vista del suelo y asentir, como si al fin hubiera dicho algo en lo que estábamos totalmente de acuerdo—. Y hemos vivido durante décadas con una verdad fundamental sobre las relaciones humanas: que elegimos no rendirnos a los reconfortantes efectos de un injerto cerebral. Todo lo que queremos hacer ahora es completar nuestra elección. Que dejen de castigarnos por nuestra renuncia a vivir engañados.

Al final conseguí dar forma a la entrevista. Me aterrorizaba parafrasear a James Rourke; con casi todas las personas resultaba bastante fácil juzgar lo que era justo y lo que no, pero aquí pisaba terreno resbaladizo. Ni siquiera estaba seguro de que la consola pudiera imitar sus gestos de forma convincente; cuando lo intenté, el lenguaje corporal parecía absolutamente incorrecto, como si el programa, para llenar el vacío, bombeara uno tras otro todos sus supuestos predeterminados (que normalmente servían para desarrollar un perfil gestual casi completo a partir del sujeto). Acabé por no cambiar nada; simplemente extraje las mejores frases, las monté con otro material y recurrí a la narración cuando no me quedaba otro remedio.

Hice que la consola me mostrara un diagrama de los segmentos que había utilizado en el montaje, cortes diseminados a lo largo de toda la secuencia lineal del metraje completo. Cada toma y cada secuencia entera de película estaba claramente marcada: etiquetadas con la hora, el lugar y un fotograma de muestra al principio y al final. Había unas cuantas tomas de las que no había sacado nada. Las puse por última vez para asegurarme de que no me había dejado nada importante.

Había unas secuencias en las que Rourke me enseñaba su «despacho», un rincón de un piso de dos habitaciones. Vi una fotografía suya, en la que tendría veintipocos años, con una fem de la misma edad aproximadamente.

—Mi ex mujer —contestó cuando le pregunté quién era.

La pareja estaba en una playa abarrotada, algún sitio con aspecto mediterráneo. Estaban cogidos de la mano e intentaban mirar a la cámara, pero los habían sorprendido, incapaces de resistirse, mientras intercambiaban una mirada cómplice. Con mucha carga sexual, pero también conocimiento mutuo. Si esto no era un retrato de intimidad, era una imitación muy buena.

«A veces, incluso podemos convencernos de que nada va mal. Durante un tiempo.»

—¿Cuánto tiempo estuvo casado?

—Casi un año.

Sentía curiosidad, por supuesto, pero no le pedí más detalles.
ADN basura
era un documental científico, no un reportaje sórdido; su vida privada no era asunto mío.

También había una conversación informal que mantuve con Rourke un día después de la entrevista. Paseábamos por los jardines de la universidad, justo después de grabarlo mientras trabajaba ayudando a un ordenador a examinar las pautas del habla hindi en busca de cambios vocálicos. (Normalmente trabajaba en su casa, pero yo estaba desesperado por cambiar de escenario, aunque supusiera distorsionar la realidad.) La Universidad de Manchester tenía ocho recintos universitarios repartidos por la ciudad y estábamos en el más moderno. A los paisajistas se les había ido la mano con la vegetación manipulada: hasta la hierba tenía un verdor imposible. Durante los primeros cinco segundos, incluso a mí me pareció que la toma era un fotomontaje mal hecho, con el cielo rodado en Inglaterra y la tierra en Brunei.

—¿Sabe? —dijo Rourke—. Envidio su trabajo. Con AV tengo que concentrarme en una estrecha área de cambios, pero usted tiene una visión global de todo.

—¿De todo? ¿Se refiere a los avances en biotecnología?

—Biotecnología, visualización, inteligencia artificial... todo. Toda la batalla de las palabras «S».

—¿Las palabras «S»?

—La pequeña y la grande —dijo con una sonrisa enigmática—. Es por lo que se recordará este siglo. Una batalla de dos palabras. Dos definiciones.

—No tengo ni la más remota idea de lo que dice. —Pasábamos por un bosque en miniatura en mitad del patio interior, denso y exótico, tan caprichoso e inquietante como una jungla pintada por un surrealista.

—¿Qué es lo más condescendiente que puede ofrecerse a hacer por las personas con las que no está de acuerdo o a las que no entiende? —me preguntó mirándome.

—No lo sé. ¿Qué?

—Curarlas. De ahí la primera «S». De salud.

—Ah.

—La tecnología médica está a punto de convertirse en supernova, por si no lo había notado. Así que, ¿con qué fin se va a utilizar todo ese poder? El mantenimiento o la creación de la salud. Pero ¿qué es la salud? Olvide las gilipolleces obvias que todo el mundo supone. Cuando el último virus, el último parásito y el último oncogén se borren del mapa, ¿cuál será el objetivo final de la sanidad? ¿Que todos representemos nuestro papel predestinado en algún orden natural paradisíaco? —Se detuvo para señalar con gesto irónico las orquídeas y las azucenas que florecían a nuestro alrededor—. Y devolvernos a la única condición para la que nuestra biología está optimizada: cazar y recolectar, y morir a los treinta o los cuarenta. ¿Es eso? O... ¿poner a nuestra disposición todas las formas de existencia técnicamente posibles? Quien se apropia la autoridad de delimitar la frontera entre la salud y la enfermedad se apropia de... todo.

—Tiene razón —dije—. Es una palabra insidiosa, de significado variable, y probablemente siempre será polémica. —Tampoco podía discutirle lo de la condescendencia. Los de Renacimiento Místico siempre se ofrecían para «curar» a la población mundial de su «entumecimiento psíquico» y transformarnos en seres humanos perfectamente equilibrados. En otras palabras: copias perfectas suyas, con las mismas creencias, prioridades, neurosis y supersticiones.

—¿Cuál es la otra palabra «S»? La grande.

—¿De verdad no la adivina? —dijo inclinando la cabeza, y mirándome con astucia—. Le daré una pista. ¿Cuál es la forma más pobre intelectualmente que se le ocurre para ganar una discusión?

—Va a tener que explicármelo. No se me dan bien los acertijos.

—Decir que su oponente carece de sentimientos.

Me había quedado callado, avergonzado de repente o por lo menos incómodo, preguntándome hasta qué punto lo habían ofendido algunas de las cosas que dije el día anterior. El problema de volver a ver a las personas después de entrevistarlas es que a menudo se pasan todo el tiempo analizando la conversación, minuto a minuto, y llegan a la conclusión de que han quedado mal.

—Es el arma semántica más antigua que existe —añadió Rourke—. Piense en todas las categorías de personas a las que se califica como carentes de sentimientos o faltas de humanidad en distintas culturas y en diferentes épocas. Personas de otras tribus. Personas con distinto color de piel. Esclavos. Fems. Enfermos mentales. Sordos. Homosexuales. Judíos. Bosnios, croatas, serbios, armenios, kurdos...

—¿No cree que hay una ligera diferencia entre meter a alguien en una cámara de gas y usar la frase de forma retórica? —dije a la defensiva.

—Por supuesto. Pero suponga que me acusa de carecer de sentimientos. ¿Qué significa en realidad? ¿Qué se supone que he hecho? ¿Asesinar a alguien a sangre fría? ¿Ahogar a un cachorro? ¿Comer carne? ¿No haberme emocionado con la Quinta de Beethoven? ¿O sólo ser incapaz de tener, o buscar, una vida emocional idéntica a la suya en todos los aspectos? No ser capaz de compartir todos sus valores y aspiraciones.

No contesté. Oía el zumbido de los ciclistas en la oscura jungla detrás de mí. Empezó a llover, pero la cubierta nos protegía.

—La respuesta correcta es: cualquiera de las anteriores —continuó Rourke alegremente—. Por eso es tan jodidamente pobre. Cuestionar la humanidad de alguien es situarlo en el mismo grupo que a los asesinos en serie, lo que evita el problema de decir nada inteligente sobre sus opiniones. Y exige un vasto consenso imaginario, el respaldo completo de una mayoría indignada. Cuando afirma que los Autistas Voluntarios intentan librarse de sus sentimientos, no sólo define esa palabra como si tuviera un derecho divino que se lo permite, sino que también da a entender que cualquier otro habitante del planeta, reencarnaciones de Adolf Hitler y Pol Pot aparte, está de acuerdo con usted punto por punto. ¡Depongan ese bisturí —declamó a los árboles con los brazos extendidos—, se lo imploro... en nombre de la humanidad!

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