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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (4 page)

BOOK: El Instante Aleph
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En realidad no envidiaba a mis homólogos de la era analógica; la meticulosa mecánica de su oficio me habría vuelto loco. La fase más lenta de la edición digital era la toma de decisiones, y sabía por experiencia que no conseguía acertar hasta el décimo o duodécimo intento. El programa podía forzar el ritmo de una escena, ajustar todos los cortes, eliminar paseantes inoportunos e incluso mover edificios enteros si era necesario. Se encargaba de todos los detalles del proceso; nada distraía del contenido.

Así que todo lo que tenía que hacer con
ADN basura
era transformar ciento ochenta horas de tiempo real en cincuenta minutos coherentes.

Había rodado cuatro historias y ya sabía por qué orden las pondría: una progresión gradual del gris al negro. Ned Landers, la biosfera andante. El implante de las compañías de seguros Guardián de la Salud. El grupo de presión Autistas Voluntarios. Y la reanimación de Daniel Cavolini. SeeNet me había pedido exceso, transgresión, frankenciencia; no me supondría ningún problema darles exactamente lo que querían.

Landers hizo fortuna con los ordenadores secos, sin biotecnología, pero había comprado varias empresas dedicadas a la I+D de genética molecular para que lo ayudaran en su transformación personal. Me pidió que lo grabara en una cúpula geodésica estanca llena de dióxido de azufre, óxidos de nitrógeno y compuestos de bencilo; yo en traje de buzo, él en bañador. Lo intentamos, pero el exterior del cristal de la escafandra no paraba de empañarse con residuos orgánicos cancerígenos, así que tuvimos que volver a quedar en el centro de Portland. Aunque la cúpula nociva me pareció muy prometedora, el cielo azul inmaculado del estado, que impulsaba a California a promulgar leyes de emisión nula de todos los contaminantes conocidos, resultó ser un escenario mucho más surrealista.

—No necesito respirar si no quiero —me confió Landers, rodeado de una evidente abundancia de aire limpio y puro.

Esta vez lo convencí para que se dejara entrevistar en un pequeño parque cubierto de hierba frente a la modesta oficina central del grupo NL. (Al fondo, unos niños jugaban al fútbol, pero la consola estaría atenta a cualquier problema de continuidad y me permitiría solucionarlo pulsando una tecla.) Landers rondaba los cincuenta años, pero podía pasar por un joven de veinticinco. De complexión fuerte, pelo rubio, ojos azules y reluciente piel rosada, parecía más un granjero de Kansas en versión de Hollywood (en sus buenos tiempos) que un millonario excéntrico con el cuerpo plagado de algas modificadas y genes extraños. Lo veía en la pantalla plana de la consola y lo escuchaba por unos simples altavoces. Podría haberme conectado la grabación directamente a los nervios óptico y auditivo, pero casi todos los espectadores utilizarían una pantalla o unos cascos, y necesitaba asegurarme de que el programa creaba una trama rectilínea de pixels estable y verosímil a partir de la taquigrafía visual comprimida que producían mis retinas.

—Los simbiontes que pueblan mi torrente sanguíneo pueden transformar dióxido de carbono en oxígeno indefinidamente. Consiguen energía solar a través de la piel y ceden toda la glucosa que pueden, pero con eso no me basta para vivir y necesitan una fuente alternativa de energía en la oscuridad. Ahí entran en juego los simbiontes del estómago y los intestinos; tengo treinta y siete tipos distintos, y entre todos pueden procesar cualquier cosa. Puedo comer hierba. Puedo comer papel. Podría alimentarme de neumáticos usados, si encontrara la forma de cortarlos en trozos suficientemente pequeños para tragármelos. Si mañana desapareciera de la Tierra la vida vegetal y animal, yo podría sobrevivir comiendo neumáticos usados durante mil años. Tengo un mapa que muestra todos los vertederos de neumáticos de la zona continental de los Estados Unidos. Está previsto que casi todos se sometan a recuperación biológica, pero he entablado demandas judiciales para asegurarme de que perduren unos cuantos. Aparte de mis motivos personales, creo que forman parte de nuestra herencia para las generaciones venideras y no deberíamos tocarlos.

Retrocedí e intercalé imágenes de microscopio de las algas y bacterias hechas a medida que poblaban su sangre y su aparato digestivo, y a continuación puse un plano del mapa de los vertederos de neumáticos que me había enseñado en su agenda. Jugueteé con una animación que había preparado, un esquema de sus ciclos personales de carbono, oxígeno y energía, pero todavía no tenía claro dónde quedaría bien.

—Así que es usted inmune al hambre y a las extinciones masivas, pero ¿y los virus? —provoqué—. ¿Qué hay de las armas biológicas y las epidemias accidentales? —Eliminé mis palabras; eran redundantes y prefería inmiscuirme lo menos posible.

Sin embargo, el cambio de tema resultaba un poco incongruente tal y como estaban las cosas, así que sinteticé una toma de Landers diciendo:

—Además de usar simbiontes —programé la voz para que se fundiera a la perfección con sus verdaderas palabras—, estoy reemplazando gradualmente las estirpes celulares con mayor potencial de infección vírica. Los virus se componen de ADN o ARN, comparten la composición química básica con cualquier otro organismo del planeta. Por eso pueden infiltrarse en las células humanas para reproducirse. Pero el ADN y el ARN se pueden elaborar con una composición química totalmente nueva: con pares base no estándar que ocupen el lugar de los normales. Un nuevo alfabeto para el código genético: en lugar de guanina con citosina, adenina con timina, en lugar de G con C, A con T; puedo tener X con Y, W con Z.

Cambié sus palabras a partir de «timina» por: «Se pueden utilizar cuatro moléculas alternativas que no se dan en la naturaleza». Tenía el mismo sentido y dejaba más clara la cuestión. Pero cuando pasé la escena otra vez no sonaba auténtica, así que volví al original.

Todos los periodistas parafraseaban a los entrevistados; si me negara rotundamente a usar esa técnica no tendría trabajo. El truco era hacerlo con honradez, lo que resultaba tan difícil como imponer el mismo criterio a todo el proceso de montaje.

Inserté unos cuantos gráficos de patrones moleculares de ADN normal que mostraban cada uno de los átomos de los pares base que enlazaban los filamentos de la hélice, y codifiqué con colores y rotulé un ejemplo de cada base. Landers se había negado a especificar las bases no estándar que utilizaba, pero encontré muchas posibilidades en la bibliografía. Hice que el programa de gráficos sustituyera las bases de la hélice por cuatro nuevas bases posibles, y repetí el zoom a cámara lenta y la rotación de la primera toma con este hipotético segmento del ADN de Landers. Corté y volví a su cabeza parlante.

—Por supuesto, la simple sustitución de base por base en el ADN no es suficiente. Las células necesitan enzimas íntegramente nuevas para sintetizar las nuevas bases, y casi todas las proteínas que interaccionan con el ADN y el ARN han de adaptarse al cambio, así que los genes de esas proteínas se tienen que «traducir»; no basta con volver a escribirlos en el nuevo alfabeto. —Improvisé unos cuantos gráficos que ilustraban la cuestión, robando un ejemplo de cierta proteína de enlace nuclear de uno de los artículos científicos que había leído, pero volviendo a dibujar las moléculas con un estilo distinto para no violar los derechos de autor—. Todavía no somos capaces de manipular todos los genes humanos que hay que traducir, pero hemos creado unas estirpes celulares específicas que funcionan bien, con minicromosomas que sólo contienen los genes necesarios.

»Me han cambiado el sesenta por ciento de las células madre de la médula ósea y del timo por versiones que usan neoADN. Las células madre dan origen a las células sanguíneas y a las del sistema inmunológico. Mi sistema inmunológico ha tenido que retroceder temporalmente a un estado de inmadurez para que la transición se lleve a cabo sin complicaciones. He tenido que pasar de nuevo por algunas de las fases infantiles de supresión para eliminar cualquier cosa que pudiera provocar una respuesta autoinmune. Pero, fundamentalmente, ahora soy capaz de meterme un chute de VIH puro y reírme de ello.

—Pero existe una vacuna totalmente eficaz...

—Desde luego. —Corté mis palabras e hice que Landers dijera: «Desde luego, existe una vacuna adecuada».

—Y además —continuó—, tengo simbiontes que me dotan de un segundo sistema inmunológico independiente. Pero ¿quién sabe lo que nos depara el futuro? Sea lo que sea, estaré preparado. No anticipándome a los detalles, cosa que nadie puede hacer, sino asegurándome de que ninguna célula vulnerable de mi organismo hable el mismo lenguaje bioquímico que cualquier virus de la Tierra.

—¿Y a largo plazo? Se requiere un montón de infraestructura muy caro para dotarle de todas esas salvaguardas. ¿Y si esa tecnología no perdura lo suficiente para sus hijos y nietos? —Todo esto resultaba redundante, así que lo deseché.

—A largo plazo, por supuesto, mi objetivo es modificar las células madre que producen mi esperma. Carol, mi mujer, ya ha empezado un programa de recolección de óvulos. Cuando hayamos traducido todo el genoma humano y sustituido los veintitrés cromosomas del esperma y los óvulos, todo lo que hagamos será hereditario. Cualquier hijo nuestro tendrá neoADN puro, y todos los simbiontes se transmitirán de madre a hijo en el útero.

»También traduciremos el genoma de los simbiontes a un tercer alfabeto genético para protegerlo de los virus y eliminar cualquier riesgo de intercambio de genes accidental. Será nuestra cosecha y rebaño, nuestro por derecho de nacimiento, un dominio inalienable que vivirá en nuestra sangre para siempre.

»Y nuestros hijos serán una nueva especie. Más que una nueva especie: todo un nuevo reino.

Los futbolistas del parque gritaron entusiasmados; alguien había metido un gol. Lo dejé en la cinta.

De repente, Landers sonrió radiante, como si estuviera imaginando esa extraña Arcadia por primera vez.

—Eso es lo que estoy creando. Un nuevo reino.

Me pasaba dieciocho horas al día sentado frente a la consola, y me obligaba a vivir como si el mundo se hubiera reducido no ya a la habitación misma, sino a las horas y lugares atrapados en el metraje. Gina me dejaba hacer; había sobrevivido al montaje de
Escrutinio excesivo de la identidad sexual
, así que ya sabía lo que le esperaba.

—Me comportaré como si te hubieras ido de la ciudad —dijo alegremente—. Y como si el bulto de la cama fuera una gran bolsa de agua caliente.

La farmacia me programó un pequeño parche cutáneo para el hombro que administraba dosis de melatonina o de un bloqueante de melatonina, cuidadosamente sincronizadas y calibradas, que incrementaban o reducían la señal bioquímica normal de la glándula pineal, transformando los altibajos habituales de la capacidad de atención en una planicie seguida de una sima muy profunda. Todas las mañanas me despertaba, tras cinco horas de sueño REM enriquecido, con los ojos tan abiertos y con tanta energía como un niño hiperactivo y con la cabeza dándole vueltas a miles de sueños evanescentes (la mayoría elaboradas mezclas del trabajo de montaje del día anterior). Hasta las doce menos cuarto de la noche ni siquiera bostezaba, pero quince minutos después me extinguía como una llama. La melatonina es una hormona circadiana natural, mucho más segura y precisa que los estimulantes rudimentarios como la cafeína o las anfetaminas. (He probado la cafeína varias veces; me hacía sentir concentrado y lleno de energía, pero mi criterio se iba a la mierda. El uso generalizado de la cafeína explicaba muchas cosas sobre el siglo XX.) Sabía que cuando dejara la melatonina sufriría una breve fase de insomnio y somnolencia diurna: una sobredosis provocada por los intentos del cerebro de contrarrestar el ritmo impuesto. Pero los efectos secundarios de las alternativas eran peores.

Carol Landers no quiso que la entrevistara. Qué pena, habría sido un golpe maestro conversar con la próxima Eva mitocondrial. Landers no quiso comentar si su mujer usaba o no los simbiontes; quizá esperaba a ver si él seguía floreciendo o alguna cepa de bacterias mutantes experimentaba una explosión demográfica y le provocaba una crisis tóxica.

Se me permitió hablar con algunos de los directivos de Landers, entre los que se encontraban dos genetistas encargados de casi toda la I+D. Se mostraron evasivos cuando hablaba de cualquier cosa que no fueran tecnicismos, pero su actitud en general parecía indicar que cualquier tratamiento voluntario que contribuyera a proteger la salud de un individuo y que no supusiera una amenaza para el público era éticamente intachable. Tenían algo de razón, al menos desde el punto de vista del riesgo biológico; trabajar con neoADN no implicaba ningún peligro de recombinaciones accidentales. Incluso si tiraban al váter todos sus experimentos fallidos e iban a parar directamente al río más cercano, ninguna bacteria natural podría absorber los genes y utilizarlos.

Sin embargo se necesitaba algo más que I+D para convertir en realidad la visión de Landers de la perfecta familia superviviente. Realizar cambios hereditarios en cualquier gen humano era ilegal en los Estados Unidos (y en casi todos los lugares), exceptuando una lista de unas cuantas «reparaciones autorizadas» para erradicar enfermedades como la distrofia muscular y la fibrosis quística. La leyes podían revocarse, claro, pero hasta el principal abogado especializado en biotecnología de Landers insistía en que cambiar los pares base, e incluso traducir unos cuantos genes para albergar ese cambio, no violaría en realidad el espíritu antieugenésico de las leyes vigentes. No alteraría el aspecto de los niños en lo tocante a la altura, la complexión y el color. No afectaría a su coeficiente de inteligencia, ni a su personalidad. Cuando mencioné la cuestión de su presunta esterilidad (exceptuando el incesto), adoptó la interesante postura de que no sería culpa de Ned Landers el que los hijos de otras personas fueran estériles con respecto a los suyos. A fin de cuentas, no había personas estériles, sino parejas estériles.

Un experto en la materia de la Universidad de Columbia dijo que todo eso era una gilipollez: sustituir cromosomas enteros, cualesquiera que fueran sus efectos sobre el fenotipo era, sencillamente, ilegal. Otro experto de la Universidad de Washington no estaba tan seguro. Si hubiera dispuesto de tiempo, probablemente habría reunido un centenar de comentarios irrebatibles de eminentes juristas que expresaran todos los matices de opinión imaginables sobre el tema.

Hablé con unos cuantos detractores de Landers, entre los que se encontraba Jane Summers, una asesora biotecnológica independiente establecida en San Francisco y miembro destacado del grupo Biólogos Moleculares por la Responsabilidad Social. Seis meses antes (en un artículo para la revista electrónica semipública del BMRS, que mi buscador siempre escrutaba con diligencia) afirmó tener pruebas de que varios miles de personas acaudaladas de los Estados Unidos y otros lugares habían encargado una traducción de su ADN, célula tipo por célula tipo. Afirmaba que Landers era el único que lo había hecho público para servir de señuelo: un excéntrico solitario, que restaba importancia al asunto convirtiéndose en la fantasía ridícula (casi quijotesca) de un hombre. Si los medios de comunicación hubieran hecho pública la investigación sin asociarla a una persona en concreto, se habría desatado la paranoia: no habrían existido límites para los posibles miembros de la anónima elite que planeaba divorciarse de la biosfera. Pero como todo había salido a la luz y se limitaba al inofensivo Ned Landers, en realidad no había nada que temer.

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