Authors: Greg Egan
Me acerqué con cautela. Mi casa debería haberme parecido un refugio después de lo ocurrido por la noche, pero me quedé dudando en la puerta, con la llave en la mano, durante casi un minuto.
Gina estaba despierta, vestida y con el desayuno a medias. No la había visto desde la misma hora del día anterior; era como si no me hubiera ido.
—¿Qué tal el rodaje? —preguntó. Le había mandado un mensaje desde el hospital explicándole que al final habíamos tenido suerte.
—No quiero hablar de ello.
Me retiré al salón y me hundí en una silla. La acción de sentarme pareció repetirse en mi oído interno; seguía bajando, una y otra vez. Fijé la vista en el dibujo de la alfombra y la sensación desapareció lentamente.
—Andrew, ¿qué ha pasado? —Me siguió hasta la habitación—. ¿Es que algo ha salido mal? ¿Tendrás que volver a grabar?
—He dicho que no quiero...
Me contuve, levanté la vista, la miré y me obligué a concentrarme. Estaba desconcertada, pero todavía no se había enfadado. «Regla número tres: cuéntale todo, por muy desagradable que sea, a la primera oportunidad. Tanto si te apetece como si no. Cualquier otra cosa la interpretará como una exclusión deliberada y se la tomará como una afrenta personal.»
—No tendré que volver a grabar —dije—. Se acabó. —Le conté lo que había pasado.
—¿Merecía la pena algo de lo que... «extrajisteis»? —Gina tenía el rostro descompuesto—. ¿La mención de su hermano tiene algún sentido, o sencillamente padecía una lesión cerebral y desvariaba?
—Aún no está claro. Es evidente que el hermano tiene un historial violento; estaba en libertad condicional por agredir a su madre. Lo han detenido para interrogarlo..., pero podría quedar en nada. Si la víctima hubiera perdido la memoria reciente, podría haber creado una reconstrucción falsa del apuñalamiento, con la primera persona capaz de hacerlo que le viniera a la mente. Y puede que no cambiara su versión para proteger a nadie, sino, simplemente, porque se hubiera dado cuenta de que tenía amnesia.
—Incluso si el hermano lo mató... —dijo Gina—, ningún jurado aceptaría un par de palabras, de las que además se retractó de inmediato, como prueba válida. Si lo condenan, no tendrá nada que ver con la reanimación.
Era difícil refutárselo; tuve que hacer un esfuerzo para recuperar algo de perspectiva.
—No, en este caso no. Pero en otras ocasiones ha sido crucial. La palabra de la víctima por sí sola nunca bastaría en un juicio, pero se ha juzgado por asesinato a personas que en otras circunstancias ni siquiera se habrían considerado sospechosas. A veces, las declaraciones efectuadas durante la reanimación ponen a los investigadores sobre la pista correcta y les permiten encontrar pruebas para obtener una condena.
—Puede que eso haya pasado una o dos veces —dijo Gina con desdén—; pero aun así, no merece la pena. Deberían prohibir todo el procedimiento: es obsceno. —Dudó—. No vas a usar esas secuencias, ¿verdad?
—Pues claro que voy a usarlas.
—¿Vas a mostrar a un hombre agonizando en una mesa de operaciones sorprendido en el momento en que se da cuenta de que aquello que le ha devuelto la vida va a arrebatársela? —Hablaba con calma. Parecía más incrédula que escandalizada.
—¿Qué quieres que utilice en su lugar? —dije—. ¿Un montaje en el que todo sale de la forma prevista?
—No. Pero ¿por qué no un montaje en el que todo sale mal? Exactamente como pasó anoche.
—¿Para qué? Ya ha pasado y lo tengo filmado. ¿A quién beneficiaría una reconstrucción?
—A la familia de la víctima, para empezar.
«Es probable —pensé—. Pero ¿acaso una reconstrucción les iba a hacer menos daño? Y en cualquier caso, nadie los obliga a ver el documental.»
—Sé razonable —dije—. Este material tiene fuerza; no puedo tirarlo a la basura así como así. Y tengo derecho a usarlo. La poli y el hospital me habían dado permiso para estar allí. Y conseguiré la autorización de la familia.
—Quieres decir que los abogados de la cadena los intimidarán para que firmen algún documento de renuncia «por el interés general».
No tenía respuesta para eso; era exactamente lo que pasaría.
—Tú has dicho que la reanimación es obscena —dije—. ¿Quieres que la prohíban? Pues esto, sin duda, favorecerá tu causa. Es la mejor dosis de frankenciencia que podría pedir un estúpido ludita.
—Me he doctorado en física de materiales, paleto —Gina parecía herida; no sabía si estaba fingiendo—, así que no me llames...
—No lo he hecho. Sabes a qué me refería.
—Si aquí hay un ludita, ése eres tú. Todo este proyecto me empieza a sonar a propaganda edenita. ¡
ADN basura
! ¿Cuál es el subtítulo? ¿«La pesadilla de la biotecnología»?
—Caliente.
—Lo que no entiendo es por qué no has incluido ni una sola historia positiva...
—Ya lo hemos discutido otras veces —dije agotado—. No depende de mí. Las cadenas no compran nada a no ser que tenga un enfoque claro. En este caso, los inconvenientes de la biotecnología. Ése es el tema elegido, es de lo que va. No pretende ser objetivo. La objetividad desconcierta al personal de marketing; no se puede dar mucho bombo a algo que contiene dos mensajes contradictorios. Pero al menos contrarrestará los himnos de alabanza a la ingeniería genética que todo el mundo entona últimamente. Y junto con el resto, sí que muestra una visión de conjunto, añadiendo lo que los demás han obviado.
—Eso es tendencioso. —Gina seguía impertérrita—. «Nuestro sensacionalismo compensa su sensacionalismo.» Es mentira. Sólo consigue polarizar la opinión pública. ¿Qué hay de malo en presentar los hechos de forma tranquila y razonable? Contribuiría a que la reanimación y unas cuantas atrocidades degradantes más quedaran al margen de la ley, sin recurrir a toda la consabida mierda de la transgresión contra la naturaleza. Mostrando los excesos, pero poniéndolos en su contexto, ayudarías a la gente a tomar decisiones con conocimiento de causa sobre lo que le pide a las autoridades reglamentarias. Me parece que
ADN basura
va a incitar al público a salir a la calle y poner una bomba en el laboratorio biotecnológico más cercano.
—Vale, me rindo —dije después de acurrucarme en el sillón y apoyar la cabeza en las rodillas—. Todo lo que dices es verdad. Soy un gacetillero anticientífico, manipulador y sensacionalista.
—¿Anticientífico? —dijo frunciendo el ceño—. Yo no diría tanto. Eres sobornable, vago e irresponsable, pero todavía no eres terreno abonado para las Sectas de la Ignorancia.
—Tanta fe me conmueve.
Me dio con un cojín afectuosamente, creo, y volvió a la cocina. Me tapé la cara con las manos y la habitación empezó a dar vueltas.
Debería haber estado radiante. Se había acabado. La reanimación era la última secuencia de rodaje para
ADN basura.
Se acabaron los multimillonarios paranoicos que se convertían en ecosistemas autónomos andantes. Se acabaron las aseguradoras que diseñaban implantes actuariales de uso personal para vigilar la dieta, el ejercicio y la exposición a la polución de sus clientes, con el fin de calcular una y otra vez la fecha y el motivo más probables de su muerte. Se acabaron los Autistas Voluntarios que presionaban por el derecho a mutilarse quirúrgicamente el cerebro para alcanzar la condición que la naturaleza les había negado...
Entré en mi estudio y desenrollé el umbilical de fibra óptica del costado de la consola de edición. Me levanté la camisa, me quité un resto incalificable del ombligo y extraje la tapa de color carne con las uñas, dejando al descubierto un pequeño tubo de acero inoxidable que terminaba en un puerto láser opalescente.
—¿Estás haciendo otra vez cosas obscenas con esa máquina? —me gritó Gina desde la cocina.
Estaba demasiado cansado para pensar en una réplica ingeniosa. Conecté el cable y la consola se encendió.
La pantalla lo mostraba todo a medida que se descargaba. Ocho horas de trabajo en sesenta segundos. La mayor parte era una imagen borrosa incomprensible, pero de todos modos aparté la mirada. No me apetecía revivir nada de lo que había pasado esa noche, por muy brevemente que fuera.
Gina entró con un plato de tostadas; pulsé un botón para ocultar la imagen.
—Sigo sin entender cómo puedes tener cuatro mil terabytes de RAM en la cavidad abdominal y ninguna cicatriz visible —me dijo.
—¿A esto lo llamas tú invisible? —le pregunté mirando el conector.
—Demasiado pequeño. Los chips de ochocientos terabytes tienen una anchura de treinta milímetros. Me he leído el catálogo del fabricante.
—Ya estamos. Más puntillosa que Sherlock... Pero las cicatrices se pueden borrar, ¿no?
—Sí. Pero... ¿te habrías borrado las marcas de tu principal rito de iniciación?
—Ahórrate el rollo antropológico.
—Tengo una teoría alternativa.
—No confirmo ni niego nada.
Deslizó la mirada por la pantalla en blanco de la consola, hasta fijarla en el póster de Repo Man que había en la pared: un policía motorizado de pie tras un coche desvencijado. Me llamó la atención y señaló el rótulo: ¡NO MIRES EN EL MALETERO!
—¿Por qué no? ¿Qué hay en el maletero?
—No puedes aguantarlo más, ¿verdad? —dije riéndome—. Necesitas ver la película.
—Sí, sí.
La consola pitó. Me desenganché. Gina me miró con curiosidad; la expresión de mi rostro debió de dejar traslucir algo.
—Entonces ¿a qué se parece más? ¿A follar o a cagar?
—Yo diría que a confesarse.
—Tú no te has confesado en la vida.
—No, pero lo he visto en el cine. Era una broma. No se parece a nada en absoluto.
Echó un vistazo al reloj y me besó en la mejilla, dejándome pegadas migas de tostada.
—Tengo prisa. Duerme un poco, so idiota. Tienes una pinta horrible.
Me senté y la oí moverse de un lado a otro, muy deprisa. Todas las mañanas tenía que hacer un viaje de noventa minutos en tren hasta el centro de investigación de turbinas eólicas del CSIRO, al oeste de las Montañas Azules. Normalmente me levantaba a la misma hora que ella; era mejor que despertarse solo.
«La quiero —pensé—. Y si me concentro, si sigo las reglas, no hay razón para que no dure.»
Mi récord de dieciocho meses se aproximaba, pero no tenía nada que temer. Lo batiríamos fácilmente.
—Entonces —dijo asomándose por la entrada—, ¿de cuánto tiempo dispones para el montaje?
—Ah. Tres semanas exactamente. Contando hoy. —La verdad es que no quería que me lo recordaran.
—Hoy no cuenta. Duerme un poco.
Nos besamos. Se marchó. Giré la silla para colocarme frente a la consola en blanco.
Nada había terminado. Tendría que ver morir a Daniel Cavolini cien veces más antes de poder librarme de él.
Me arrastré hasta el dormitorio y me desnudé. Colgué la ropa en el armario de limpieza y lo encendí. Los polímeros de los diversos tejidos expulsaron toda la humedad en una suave exhalación, convirtieron los restos de suciedad y el sudor seco en un polvillo fino y lo expelieron electrostáticamente. Observé cómo se amontonaba en el receptáculo; siempre era de un azul desconcertante: algo relacionado con el tamaño de las partículas. Me di una ducha rápida y me metí en la cama.
Puse el despertador a las dos de la tarde.
—¿Quiere que le prepare un tratamiento de melatonina para que se despierte a tono mañana por la noche? —preguntó la unidad farmacéutica que había junto al reloj.
—Sí, vale.
Pegué el dedo al tubo que recogía las muestras, cuando me extrajo sangre sentí un pinchazo apenas perceptible. Los modelos no invasivos de RMN llevaban en venta un par de años, pero todavía eran caros.
—¿Quiere algo que le ayude a dormir en este momento?
—Sí.
La farmacia emitió un débil zumbido mientras creaba un sedante a la medida de mi estado bioquímico actual, en una dosis proporcional al tiempo que me proponía dormir. El sintetizador interno empleaba una gama impresionante de catalizadores programables, diez billones de enzimas electrónicamente reconfigurables unidas a un chip semiconductor. Cuando se sumergía en el pequeño depósito de moléculas precursoras, el chip era capaz de reunir unos cuantos miligramos de cualquiera de las diez mil drogas disponibles. O al menos, de cualquiera para la que yo tuviera software, siempre que siguiera pagando la cuota por las licencias.
La máquina vomitó una pequeña pastilla, todavía tibia. La mastiqué.
—¡Con sabor a naranja después de una noche dura! ¡Te has acordado!
Me tumbé y esperé a que la droga me hiciera efecto.
Había visto la expresión de su cara, pero sus músculos estaban agarrotados, sin control. Había oído su voz, pero el hálito con el que hablaba no era suyo. No tenía forma de saber lo que él había experimentado.
Ni «La pata de mono» ni «El corazón delator».
Más bien «El entierro prematuro».
Pero no tenía ningún derecho a llorar por Daniel Cavolini. Iba a vender su muerte al mundo.
Ni siquiera tenía derecho a sentirme identificado con él, a imaginarme en su lugar.
Como indicó Lukowski, no podría haberme pasado a mí.
Una vez vi una moviola en una urna de cristal de un museo. El celuloide de treinta y cinco milímetros recorría un camino tortuoso a través de las entrañas de la máquina, pasando adelante y atrás entre dos carretes impulsados por correas que estaban sujetos por unos brazos verticales tras la diminuta pantalla. El gemido del motor, el rechinar de los engranajes, el zumbido de helicóptero de las palas del obturador —sonidos que procedían de una grabación de la máquina en funcionamiento que se mostraba en un panel de la parte inferior de la urna— hacían que pareciera más una trituradora que una herramienta de montaje.
Una imagen sugerente. «Lo siento mucho, pero esa escena se ha perdido para siempre. La moviola se la ha comido.» La práctica habitual, por supuesto, era trabajar con una copia del original (normalmente un negativo imposible de ver, de todos modos), pero la idea de que el desliz de un diente del engranaje convirtiera en confeti varios metros de valioso celuloide se me quedó grabada desde entonces, una fantasía gloriosa e ilícita.
La consola de montaje 2052 Affine Graphics que tenía desde hacía tres años era incapaz de destrozar nada. Todas las tomas que le cargaba se grababan en dos chips de memoria independientes de sólo lectura, y además se codificaban y se enviaban a las filmotecas de Mandela, Estocolmo y Toronto. Todas las modificaciones que se llevaran a cabo posteriormente suponían sólo una reordenación de las referencias del intocable original. Podía escoger fragmentos del metraje original (y era metraje, sólo los horteras usaban el pretencioso neologismo «bytaje») con un criterio tan selectivo como deseara. Podía parafrasear, sustituir e improvisar sin que ningún fotograma del original resultara dañado o se descolocara hasta el punto de no poderse reparar o recuperar.