Authors: Frances Hodgson Burnett
La gran puerta de entrada estaba formada por curiosos y macizos paneles de roble adornados con enormes clavos y rematados de barras de fierro. Penetraron al vestíbulo.
Una débil luz daba una sensación irreal a los rostros de los retratos que colgaban de la pared y a las armaduras que lo adornaban. Mary prefirió no mirarlos. De pie sobre el suelo de piedra, la niña se veía más pequeña y exigua que nunca y ella, por su parte, se sentía perdida e insignificante.
Un hombre pulcro y delgado esperaba cerca del empleado que les abrió la puerta.
—Deberá llevarla a su habitación —dijo con voz ronca a la señora Medlock—. El no quiere verla, porque parte mañana a Londres.
—Muy bien, señor Pitcher —contestó el ama de llaves—. Siempre puedo actuar bien cuando sé lo que se espera de mí.
—Lo que se espera de usted, señora Medlock —dijo el señor Pitcher—, es que trate de no molestar al señor y que él no tenga que mirar lo que no quiere ver.
Luego de estas palabras, Mary Lennox fue llevada al segundo piso a través de una ancha escala. Después de recorrer un largo pasadizo, subir unos peldaños y atravesar varios corredores, llegó ante una puerta abierta. Adentro la esperaban el fuego encendido y la cena servida sobre la mesa.
El ama de llaves le dijo sin ningún miramiento:
—Bien, aquí la dejo. Esta habitación y la que sigue son el lugar donde usted vivirá. Y, ¡no olvide!, no debe moverse de ellas.
Así fue como Mary Lennox llegó a Misselthwaite Manor. Nunca en su vida se había sentido más contrariada.
IV
A la mañana siguiente, Mary despertó al escuchar el ruido que hacía una joven mucama al limpiar la parrilla de la chimenea. Por unos minutos la observó; luego inspeccionó la habitación. Jamás había visto un dormitorio tan tenebroso y raro. Las enormes paredes estaban cubiertas de tapicerías bordadas, en las que bajo los árboles se veían algunas personas fantásticamente vestidas y, al fondo, aparecían las torres de un castillo. Al mirarlas, Mary sintió la impresión de que ella también formaba parte de la escena. A través de la ventana vio un paisaje sin árboles que se extendía hacia lo alto y que parecía un mar violáceo e interminable.
—¿Qué es eso? —preguntó apuntando hacia la ventana.
Martha, la joven mucama, se enderezó y respondió:
—Es el páramo. ¿Le gusta?
—No —dijo Mary—. Lo odio.
—Eso le sucede porque no está acostumbrada a él —replicó Martha, volviendo a la parrilla—. Ahora le parece grande y desolado. Pero algún día le gustará.
—¿Le gusta a usted? —inquirió Mary.
—¡Oh, sí! Claro que me gusta —contestó Martha alegremente, mientras continuaba puliendo la parrilla—. ¡Me encanta! A mí no me parece desolado. Veo en él miles de cosas; además, tiene un perfume muy agradable. Es precioso en primavera, lo mismo en el verano cuando el brezo florece y huele a miel. Hay tanto aire fresco que el cielo se ve muy alto. Entretanto, las ovejas hacen travesuras saltando y cantando. ¡Por ningún motivo viviría lejos de aquí!
Mary la escuchaba perpleja. Los sirvientes en la India eran muy diferentes a Martha. Jamás hablaban así a sus amos. Se les ordenaba trabajar y jamás preguntaban el porqué. Ella nunca había dicho a un sirviente "por favor", ni tampoco "gracias"; además, acostumbraba maltratar a su aya. Ahora se preguntaba qué haría esta muchacha si ella la tratara así. Martha era una joven regordeta y sonrosada, con cara de buena persona; pero, al mismo tiempo, tenía aspecto decidido y era bien posible que no se dejara maltratar por una niña y que, incluso, le pegara si ella no se comportaba bien.
—Usted es una mucama muy rara —dijo Mary, altaneramente.
Riendo, sin perder su buen humor, Martha se sentó sobre los talones con la escobilla en la mano.
—¡Eh! Ya lo sé —dijo—. Si hubiera una señora en Misselthwaite, seguramente no se me habría permitido ser una de las mucamas. Sólo me habrían dado trabajo en el lavadero. Sé que no soy muy bien educada, pero esta casa tampoco es corriente. Con excepción del señor Pitcher y de la señora Medlock, nadie lleva las riendas de la casa. Al señor Craven no le interesa lo que sucede aquí y, además, generalmente está de viaje. Mi puesto se lo debo a la bondad de la señora Medlock.
—¿Va a ser mi mucama? —preguntó Mary, con la misma voz imperiosa que usaba en la India.
Martha siguió restregando la parrilla.
—Soy la mucama de la señora Medlock —dijo con firmeza—. Y ella, a su vez, lo es del señor Craven. Pero en algunas ocasiones seré su mucama, aunque estoy segura de que no necesitará demasiada ayuda.
—¿Pero quién me ayudará a vestirme? —preguntó Mary.
—¿Es que no puede vestirse sola? —dijo Martha mirándola fijamente.
—¡Por cierto que no! —contestó Mary indignada—. Jamás lo he hecho. Naturalmente, mi aya era quien me vestía.
—Bueno, ya es tiempo de que aprenda —dijo Martha sin darse cuenta de su insolencia—. No hay duda de que le hará muy bien. Mi mamá dice que algunos hijos de señores son tontos, porque tienen empleados que los bañan, los visten o los llevan de paseo, como si fueran títeres.
—Es diferente en la India —dijo Mary desdeñosamente, aunque casi no podía tolerar lo que oía.
Pero Martha no se abrumaba con facilidad.
—¡Eh!, no dudo de que debe ser diferente —contestó con simpatía—. Es probable que eso se deba a la enorme cantidad de gente de color que vive allí. Cuando supe que usted venía de la India, creí que era de color.
Mary se sentó furiosa en la cama.
—¡Qué! —exclamó—. ¿Pensó que yo era una nativa? ¡Hija de cerdos!
Martha la miró muy colorada.
—¿A quién cree que está insultando? —dijo—. Esta no es la forma como se comporta una señorita; además no debe molestarse por lo que he dicho. Créame, no tengo nada en contra de la gente de color, jamás he visto uno. Esta mañana, cuando entré a encender el fuego, me acerqué en puntillas a su cama y con cuidado levanté la sábana para mirarla bien. Ahí estaba usted tan blanca como yo, aunque su cara tiene un color bastante amarillo.
Mary ni siquiera trató de controlar su rabia y su humillación.
Estaba furiosa, pero se encontraba tan desamparada que, ante la sincera mirada de la mucama, se sintió de pronto horriblemente sola, lejos de todo lo que había sido su vida y de los que la conocían. Se tiró boca abajo sobre las almohadas y empezó a sollozar tan desesperadamente, que la buena Martha, un poco asustada y llena de compasión, se acercó a la cama y le dijo:
—¡Eh!, no llore. No me di cuenta de que la estaba disgustando. Tal como usted dijo, yo no sé nada de nada. Le pido perdón; pero, por favor, deje de llorar.
El tono amistoso y consolador de la joven mucama tuvo buen efecto. Al poco rato Mary dejó de llorar y se quedó quieta. Martha la miró con verdadero alivio.
—Ya es hora de levantarse —le dijo luego—. La señora Medlock me ordenó traerle la bandeja con su desayuno a la otra sala, que ha sido arreglada especialmente para usted. Ahora levántese y la ayudaré con los botones que, estoy segura, es lo único que no puede hacer sola.
Cuando por fin Mary decidió levantarse, observó que los vestidos que Martha sacó del ropero para ella no eran los que había usado al llegar.
—Esos no son mis vestidos —dijo—. Los míos son negros.
—Esta es la ropa que deberá ponerse —contestó Martha—. El señor Craven ordenó a la señora Medlock que la comprara en Londres. El no quiere verla de negro vagando como alma en pena por la casa, la que se vería aun más triste de lo que es. Mi madre, que siempre sabe lo que se debe hacer, opina que tiene toda la razón; a ella tampoco le gusta el negro.
—Yo también odio las cosas negras —dijo Mary.
Martha, acostumbrada a abotonar a sus hermanitas, jamás se había encontrado con una niña que se mantenía inmóvil para que la vistieran, como si no tuviera pies ni manos.
—¿Por qué no se pone usted misma los zapatos? —preguntó a Mary, cuando ella extendió el pie.
—Mi aya lo hacía —dijo Mary, mirándola fijamente—; ésa era la costumbre.
Continuamente usaba esas mismas palabras en la India, pues sabía que, al decirlas, se acababan las discusiones. Mas ahora se daba cuenta de que en Misselthwaite Manor le enseñarían nuevas cosas, como colocarse los zapatos y los calcetines, o levantar las prendas esparcidas por el suelo. Si Martha hubiera sido una mucama bien entrenada, probablemente habría asumido una actitud más sumisa y respetuosa y habría ayudado mucho más a la niña. Pero ella era sólo una rústica joven de la región de Yorkshire, educada en una cabaña con un enjambre de hermanos que aprendían desde muy jóvenes a cuidar de sí mismos. Por su parte, si Mary Lennox hubiera sido una niña dispuesta a entretenerse, habría reído de la soltura con que Martha hablaba de sus cosas. En cambio, la escuchaba muy sorprendida por las libertades que se tomaba. En un comienzo, no se interesó por la charla familiar y bondadosa de la joven; sólo gradualmente fue fijando en ella su atención.
—¡Si usted los viera! —decía Martha—. Somos doce, y mi padre gana dieciséis chelines a la semana. Mamá tiene que hacer milagros para dar a mis hermanos su plato de avena. Como ellos juegan y se revuelcan todo el día en el páramo, mamá dice que el aire los engorda y que comen pasto como los mampatos. Mi hermano Dickon tiene doce años y tiene su propio mampato.
—¿De dónde lo sacó? —preguntó Mary. —Lo encontró en el páramo. Cuando era pequeñito se hicieron amigos y ahora lo sigue e incluso deja que se suba sobre él. Dickon es muy amable con los animales y ellos lo quieren mucho.
Mary jamás había tenido un animal regalón, a pesar de que siempre quiso tener uno. Así, empezó a interesarse por Dickon como jamás se había interesado por nadie, y éste fue el comienzo de un sentimiento muy beneficioso para la niña. Al pasar a la habitación contigua para tomar el desayuno, vio que en la sala que, según Martha, habían transformado para ella, no había nada con lo que un niño pudiera entretenerse. De las paredes colgaban viejos y tenebrosos cuadros y alrededor había pesadas sillas de roble. Sobre la mesa, al centro de la sala, la esperaba un suculento desayuno; mas, como era una persona de escaso apetito, miró con indiferencia el plato que Martha le ofrecía.
—No quiero —dijo.
—¿Que no quiere su plato de avena? —preguntó incrédula Martha.
—No.
—Quiere decir que no sabe lo buena que es. Si lo desea, puede agregarle un poco de melaza o azúcar.
—No lo quiero —repitió Mary.
—¡Eh! —dijo la mucama—. No puedo permitir que se pierda la buena comida. Si mis hermanos estuvieran en su lugar, ya se la habrían comido.
—¿Por qué? —preguntó fríamente la niña.
—¡Por qué! —repitió Martha—. Porque casi nunca tienen sus estómagos llenos. Están siempre tan hambrientos como los jóvenes halcones o los zorros.
—Yo no sé lo que es tener hambre —dijo Mary, con la indiferencia que da la ignorancia.
Martha la miró indignada.
—¡Le haría muy bien saberlo! —dijo con claridad—. Yo no tengo paciencia con la gente que sólo se sienta y mira la buena comida. ¡Cómo me gustaría que Dickon o mis otros hermanos tuvieran esta rica avena en sus estómagos!
—¿Y por qué no se la lleva? —inquirió Mary.
—No es mía —respondió firmemente Martha—. Además, hoy no es mi día de salida. Voy a mi casa sólo una vez al mes. Entonces ayudo a mi mamá con la limpieza y así ella puede tener un día de descanso.
Mary tomó solamente un poco de té y comió una pequeña tostada con mermelada.
—Abríguese y salga a jugar afuera —le dijo Martha—. Le hará bien y volverá con apetito.
Mary se asomó a la ventana. Vio jardines, senderos y grandes árboles, pero el día estaba lóbrego y ventoso.
—¿Ir fuera? ¿Por qué debo salir en un día como éste?
—Bueno, si no quiere ir fuera, tendrá que quedarse aquí y no veo en qué podrá entretenerse.
La niña miró a su alrededor y reconoció que no había nada con qué jugar. Al preparar las habitaciones, la señora Medlock no pensó en buscar entretenciones para niños. Sin lugar a dudas era preferible salir afuera y ver el jardín. —¿Quién irá conmigo? —preguntó. Martha la quedó mirando.
—Tendrá que ir sola —contestó—. Pronto aprenderá a jugar como los niños que no tienen hermanos. Por ejemplo, Dickon pasa horas jugando a solas en el páramo. Así fue como se hizo amigo del mampato. También tiene una oveja que lo reconoce y pájaros que comen de su mano. Aunque tenga hambre, siempre aparta unas migas para sus regalones.