Authors: Frances Hodgson Burnett
—Martha, esto es parte de su salario. ¡Muchas gracias! —dijo muy rígida. No estaba acostumbrada a agradecer y ni siquiera se daba cuenta cuando las personas hacían algo por ella—. Gracias —repitió, y le dio la mano porque no sabía qué otra cosa podía hacer.
Martha estrechó su mano torpemente, como si tampoco estuviera acostumbrada a esta clase de cosas. Luego rió.
—¡Eh! —dijo—. Esto es costumbre de viejas. Si hubiera sido mi hermana, me habría besado.
Mary la miró más rígida que nunca.
—¿Quiere que la bese?
Martha rió nuevamente.
—¡No, por supuesto que no! Y ahora salga a jugar con su cuerda.
Mary se sintió molesta. Las personas de Yorkshire actuaban en forma extraña y ella no entendía bien a Martha, a pesar de que ahora le gustaba, lo que no sucedía cuando recién la conoció.
La cuerda de saltar era maravillosa. Ella contó y saltó, saltó y contó hasta que sus mejillas se colorearon. Nunca había estado tan contenta. El sol resplandecía y una leve brisa soplaba trayendo oleadas de tierra recién removida. Siguió saltando por el jardín hasta llegar a la huerta donde Ben cavaba, al mismo tiempo que hablaba al petirrojo que brincaba a su alrededor. Ella continuó saltando confiada en que él la vería y, en efecto, Ben la miró con curiosidad.
—¡Bueno, quién lo diría! —exclamó—. Después de todo, tiene sangre joven en las venas en vez de leche agria. El saltar con la cuerda ha coloreado sus mejillas. ¡Jamás lo hubiera creído!
—Nunca había saltado con una cuerda —dijo Mary—. Estoy empezando y sólo puedo contar hasta veinte.
—Entonces continúe —dijo Ben—. La cuerda es estupenda para la gente joven. Mire cómo la observa el petirrojo. Ayer la acechó y hoy continúa haciéndolo. Quiere saber en qué consiste saltar la cuerda, puesto que no lo había visto antes. La curiosidad lo perderá si no anda con cuidado.
Mary continuó saltando alrededor del jardín. Finalmente llegó al sendero que tanto la atraía y quiso probar si podía llegar al final sin parar. Pero, antes de la mitad, tenía tanto calor que casi sin resuello se vio obligada a detenerse; sin embargo, había contado hasta treinta y esto la tenía muy contenta. El petirrojo, que la seguía, la saludó con un gorjeo. Al verlo, la niña le dijo riendo:
—Ayer encontraste la llave y hoy debes mostrarme la puerta, aunque no creo que sepas dónde está.
Mary Lennox había escuchado a su aya contar muchas historias sobre magia, por eso pensó que lo que sucedió a continuación no tenía otra explicación.
Una fuerte ráfaga de viento sopló a través del sendero, agitó las ramas de los árboles y removió las hiedras trepadoras que habían llamado la atención de la niña porque no estaban podadas como las demás. Mary, que se había acercado al petirrojo, vio que repentinamente algunas hiedras se balanceaban hacia un lado. Con gran rapidez, ella saltó hacia adelante y cogió la rama. Bajo la hiedra vio un pomo redondo que, hasta entonces, había estado cubierto por las hojas. Era el pomo de una puerta.
Mary empujó las hojas hacia un lado. La hiedra caía suelta como una cortina, aunque algunas hojas se habían introducido entre la madera y el fierro. El corazón de Mary latía fuertemente mientras sus manos temblaban por la emoción y la alegría. Entretanto, el petirrojo, tan entusiasmado como ella, gorjeaba y brincaba de lado a lado con su cabecita inclinada. ¿Qué era esto que tocaban sus manos?
¡Era la cerradura de la puerta que había sido cerrada diez años atrás! Sacó la llave de su bolsillo y la encajó. Dio vuelta a la llave y, aun cuando tuvo que hacerlo con ambas manos, la puerta se abrió. Miró hacia atrás para ver si venía alguien, pero parecía que jamás iba nadie hacia ese lado del jardín.
Respiró profundamente, echó hacia atrás la cortina de hiedra, empujó la puerta, que se abrió con lentitud, y la atravesó, cerrando tras de sí. Con la espalda apoyada contra la puerta, miró a su alrededor mientras respiraba muy rápido casi ahogada por la emoción y el asombro que le produjo su descubrimiento.
¡Estaba en el jardín secreto!
IX
Era el lugar más encantador y misterioso que hubiera podido encontrar. En él había una enorme variedad de rosas. Algunas trepadoras cubrían los altos muros con tupidos y enmarañados tallos. También en el suelo cubierto de pasto sobresalían grupos de arbustos que, con toda probabilidad, habían sido rosales. Otros crecían muy alto, y los más cubrían los árboles con sus ramas formando verdaderas cortinas oscilantes que daban al lugar un carácter extraño y a la vez maravilloso. Aquí y allá, algunos rosales se habían enlazado unos con otros componiendo arcos de ramas secas, por lo que Mary se preguntó si volverían a florecer. Estas ramas grises que se esparcían como un manto nebuloso sobre murallas, árboles y pasto, formaban una maraña misteriosa que hacía del jardín un lugar aun más escondido. Mary siempre pensó que este jardín sería muy distinto, pero en realidad tenía un aspecto completamente diferente a todo cuanto ella había visto con anterioridad.
—¡Qué tranquilo está! —susurró—. ¡Qué quieto!
Esperó un momento y escuchó el silencio que la rodeaba. Incluso el petirrojo posaba inmóvil sobre la copa de un árbol, sin ni siquiera mover las alas; sólo miraba a Mary.
—No me extraña que esté tan quieto —susurró nuevamente—. En diez años soy la primera persona que ha hablado aquí.
Se alejó de la puerta pisando con suavidad, como si temiera despertar a alguien.
—¿Habrán muerto todas las plantas? ¿Será éste un jardín quieto y sin vida? —murmuró.
Con seguridad Ben Weatherstaff habría podido contestarle; ella, en cambio, sólo veía ramilletes grises y cafés, o ramas que no mostraban señales de vida.
El sol brillaba aun con mayor intensidad dentro de estas cuatro paredes, que en el resto de la propiedad o en el páramo. A medida que Mary avanzaba, el petirrojo la seguía brincando y gorjeando como si quisiera mostrarle el lugar. El jardín le parecía extraño y le daba la sensación de estar a cientos de millas del resto del mundo; pero no se sentía sola. Su única preocupación era saber si las rosas volverían a florecer. Ella no quería un jardín sin vida; lo quería cubierto de rosas.
Como tenía consigo la cuerda de saltar, decidió recorrer saltando los senderos de pasto que aún existían y detenerse cuando quisiera ver algo. En cada rincón podía distinguir montones de hojas bajo las cuales había piedras cubiertas de musgo que servían de asiento. De repente vio cómo, entre las hojas, sobresalían de la negra tierra algunas puntas verdes muy afiladas, lo que la hizo recordar lo que Ben había dicho.
—Si hay pequeños brotes es posible que sean azafranes o narcisos —susurró, mientras se agachaba para oler la fragancia de la tierra mojada.
—Quizás hay otros brotes —dijo—. Daré una vuelta para ver.
Dejó de saltar y caminó lentamente con los ojos fijos en el suelo. Su entusiasmo aumentó al descubrir que había innumerables brotes más.
—Después de todo no es un jardín muerto —dijo—. Incluso, si las rosas no florecen, otras plantas lo harán.
Ella no sabía nada sobre jardines pero, sin embargo, pensó que los pequeños brotes que intentaban salir a la luz no tenían sitio suficiente para crecer. Con un palo puntiagudo sacó malezas y pasto dejándoles espacio.
—Ahora ya pueden respirar —dijo—. Haré lo mismo con los otros y si no alcanzo hoy, volveré mañana.
Inconscientemente, sonreía mientras trabajaba con entusiasmo desmalezando todo lo que podía. Por su parte, el petirrojo parecía encantado al ver que esta niñita cavaba la tierra desenterrando comida para él.
Tan entretenida estaba que, sin darse cuenta, se atrasó para el almuerzo y quedó muy sorprendida al advertir que había trabajado más de dos horas.
—Volveré esta tarde —dijo mirando su nuevo reino y hablando a los árboles y a las rosas como si pudieran oírla.
Martha se sintió muy contenta al verla llegar con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Además, se sirvió dos porciones de carne y dos de budín de arroz.
—Mi mamá estará feliz al saber lo bien que le ha hecho saltar con la cuerda —dijo.
En el jardín Mary había descubierto una raíz blanca que parecía cebolla y aprovechó de preguntar a Martha qué era.
—Son bulbos —contestó Martha—. De ellos crecen lindas flores en primavera. Dickon plantó varios en nuestro jardín.
—¿Entonces Dickon conoce los bulbos? —preguntó Mary mientras se le ocurría una nueva idea.
—¡Dickon! ¡El puede hacer crecer flores en una muralla de ladrillos! Mi mamá dice que las hace crecer con sólo murmurarles cuando todavía están bajo tierra.
—¿Cuántos años viven los bulbos? ¿Viven sin que nadie los ayude? —preguntó Mary ansiosamente.
—Ellos se ayudan a sí mismos. Esta es la razón por la que la gente pobre puede tenerlos. Si no se les destruye, toda una vida trabajan bajo tierra esparciéndose y reproduciéndose.
—¡Cómo deseo que llegue la primavera! —exclamó Mary—. Quiero ver todo lo que crece en Inglaterra.
Terminado el almuerzo se sentó junto a Martha al lado de la chimenea.
—Me gustaría tener una pequeña pala —dijo la niña.
—¿Para qué desea una pala? —preguntó Martha—. ¿Quiere cavar?
Mary miró el fuego pensando que debía ser cuidadosa si quería mantener su reino en secreto. Aun cuando estaba segura de que no le hacía daño a nadie, sabía que si el señor Craven se enteraba, se enojaría y le quitaría la llave. Sólo la idea de no volver a entrar en el jardín le era insoportable.
—Este es un lugar tan grande y aislado —dijo lentamente, como si pensara las palabras a medida que hablaba—. Todo es solitario, tanto la casa como el jardín. Además, hay tantos lugares cerrados. En la India yo no hacía demasiadas cosas pero, al menos, había gente a quien mirar. Observaba a los nativos, o a los soldados marchando, o las bandas de música. También mi aya me contaba historias. Aquí con excepción de usted y de Ben Weatherstaff, no tengo con quién hablar. Pero ambos deben trabajar y no me hablan a menudo. Creo que si tuviera una pala podría cavar, y si consiguiera unas semillas, tendría un jardín.
La cara de Martha se iluminó.
—¡Pero si eso fue lo que dijo mi mamá! Que hay tanto espacio que bien podrían darle un pedacito y así plantar aunque fuera perejil o rabanitos.
—¡Qué cantidad de cosas sabe su mamá!
—Claro —dijo Martha—. Ella dice: "Una mujer que cría doce hijos, aprende algo más que leer y escribir".
—¿Cuánto cuesta una pala pequeña? —preguntó Mary.
—Bueno —dijo Martha reflexionando—. En una de las tiendas de la aldea de Thwaite venden un juego de jardín por dos chelines. Y me parecieron lo suficientemente firmes como para trabajar con ellas.
—¡Tengo más que eso en mi billetera! —dijo Mary—. Antes de llegar tenía algo de dinero y la señora Medlock me da un chelín a la semana a nombre del señor Craven. No sabía en qué gastarlo.
—¡Eso sí que es riqueza! ¡Vaya, por lo menos él se acordó de eso! —exclamó Martha—. Con ese dinero puede comprar lo que quiera. Pero se me ocurre algo —agregó poniendo las manos en sus caderas.
—¿Qué? —dijo ansiosamente Mary.
—En la tienda de Thwaite venden paquetes de semillas de flores por un penique cada una y Dickon conoce las más bellas y sabe cultivarlas... ¿Puede escribir con letra de imprenta? —preguntó repentinamente.
—Sí —contestó Mary.
Martha movió la cabeza.
—Dickon sólo puede leer letras impresas. Escríbale y pídale que le compre las herramientas y las semillas.
—Realmente usted es muy buena. ¡No sabía cuan bondadosa es! Si hago un esfuerzo, puedo escribir con letras de imprenta. Pidámosle al ama de llaves papel y tinta.
—Yo tengo —dijo Martha—. Iré a buscarlo.
Mientras Martha corría en busca del papel, Mary, de pie frente a la chimenea, se retorcía las manos de puro gusto.
—Si consigo una pala —murmuró—, podré arreglar la tierra y sacar las malezas. Con las semillas haré crecer flores y el jardín, una vez más, cobrará vida.
Ese día Mary no volvió a salir, sino que se quedó esperando que Martha terminara con sus obligaciones. No le era fácil escribir, puesto que apenas le habían enseñado y su ortografía no era buena, pero con esfuerzo podía imprimir las letras. Al fin terminó la carta que Martha le dictó, en la que pedía a Dickon herramientas y semillas bonitas y fáciles de cuidar.
—Pondremos el dinero en el sobre y el carnicero se lo entregará. Son buenos amigos. Dickon comprará todo y se lo traerá personalmente. Le encanta venir por estos lados.
—¿Entonces veré a Dickon? No pensé que lo conocería.
—¿De verdad que lo quiere conocer? —le preguntó Martha al ver tan contenta a la niña.
—¡Por supuesto! Jamás conocí a alguien a quien los zorros y los cuervos quieran.
Martha se sobresaltó como si recordara algo.
—¡Pensar que casi lo olvido! Mamá me dijo que le preguntara a la señora Medlock si puedo llevarla un día a mi casa a comer queque de avena caliente y un vaso de leche.
Parecía que todas las cosas buenas le estaban sucediendo al mismo tiempo. ¡Pensar que atravesaría el páramo a plena luz del día y conocería una pequeña casa en la que vivían tantos niños!
—¿Cree que la señora Medlock me dará permiso? —preguntó ansiosamente.
—Sí, creo que sí. Conoce lo limpia y ordenada que es mamá.
—Entonces podré conocer a su mamá también —dijo Mary muy contenta—. Ella no se parece en nada a las mamas que conocí en la India.