Authors: Frances Hodgson Burnett
El trabajo en el jardín y los acontecimientos de la tarde la dejaron cansada y pensativa. Se sentó junto a Martha y esperó la hora de la cena. Sin necesidad de hablar, ambas se sentían bien estando juntas.
Solamente cuando Martha salió a buscar su comida, le preguntó:
—¿Continúa con dolor de muelas la ayudanta de cocina?
Martha la miró con algo de susto.
—¿Por qué lo pregunta?
—Como se demoraba en llegar, caminé por el corredor para ver si venía. En ese momento volví a escuchar un llanto igual al de la otra noche. Hoy no hay viento, así es que no puede ser eso.
—¡Eh! —dijo Martha inquieta—. No debe caminar por el corredor oyendo cosas. El señor Craven se enojaría mucho si lo supiera.
—No intentaba escuchar, sólo la estaba esperando. Esta es la tercera vez que lo oigo.
—Debo irme —dijo Martha—. Está sonando la campana de la señora Medlock.
Ante lo cual salió casi corriendo de la habitación.
—Esta es la casa más extraña en que alguien pueda vivir —dijo Mary.
Apoyó la cabeza en el cojín de un sillón y pronto se quedó dormida. El aire puro, el trabajo en el jardín y la cuerda de saltar la habían dejado agradablemente cansada.
X
Durante una semana el sol brilló en el jardín secreto, como lo llamaba Mary. Le gustaba el nombre, pero lo que la hacía más feliz era que, al cerrar la puerta, le parecía estar en un lugar encantado. Afuera quedaba el resto del mundo y nadie sabía dónde se encontraba. Le recordaba los jardines secretos descritos en los libros de cuentos, aun cuando ella no pretendía dormir en él por cien años. Al contrario, cada día se sentía más alerta, le gustaba más estar fuera de la casa, amaba el viento, corría más rápido y podía saltar hasta cien. Probablemente otro tanto les sucedía a los bulbos del jardín. Les llegaban el sol y la lluvia y así cobraban nueva vida.
Mary, además de ser muy decidida, no era una niña corriente. Ahora que había encontrado algo interesante que hacer pasaba las horas absorta en la tarea de cavar y desmalezar. El trabajo era para ella como un juego fascinante. Cada día aparecían nuevos brotes verdes, algunos tan pequeños que apenas sobresalían del suelo. Al verlos, se preguntaba cuándo florecerían y trataba de imaginar cómo se vería el jardín cubierto de flores pequeñas.
Durante esa asoleada mañana creció su intimidad con Ben Weatherstaff. En más de una ocasión lo había sorprendido al aparecer repentinamente a su lado, como si brotara de la tierra. La verdad era que ella temía que él se alejara si la veía venir. Pero a él ya no le molestaba la presencia de la niña; más bien se sentía orgulloso de ver el interés con que ella lo buscaba.
Esta mañana él estaba más comunicativo que de costumbre.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —le preguntó a trompicones.
—Creo que más o menos un mes —contestó ella.
—Está empezando a darle crédito a Misselthwaite —dijo—. Está más gorda y no tan pálida como cuando llegó. Al comienzo parecía un cuervo amarillo sin plumas. Yo pensé que jamás había visto en alguien tan joven una cara tan fea y amargada.
Como a Mary no le importaba mucho su físico, no se ofendió por este comentario.
—Ya sé que estoy más gorda —dijo—. Mis medias ahora no se arrugan. ¡Mire, Ben!, ahí está el petirrojo.
A ella le pareció que el pajarito estaba más lindo que nunca con su pecho rojo brillante y haciendo gracias con su cola y cabeza. A toda costa deseaba ser admirado por Ben, pero éste había amanecido sarcástico.
—¡Ah, con que ahí estás! Ahora vienes a verme cuando no tienes a nadie más. ¿Es que durante estas dos semanas te has pasado lustrando tus alas y el pecho para cortejar a alguna dama y luego decirle que eres el petirrojo más fino del páramo y que siempre estarás listo a luchar por ella?
Mary casi no podía creer lo que veía al observar cómo el petirrojo voló y se posó en el mango de la pala de Ben. La arrugada cara del viejo se transformó, mientras se quedaba inmóvil, asustado hasta de respirar, para que el pajarito no se volara. Luego le habló en un susurro.
—¡Miren cómo sabe conquistarse a un hombre! Es casi sobrenatural.
Permaneció muy quieto hasta que el pajarito agitó sus alas y voló. El jardinero observó el mango como si tuviera poderes mágicos y, en silencio, volvió a cavar.
Mary le preguntó:
—¿Tiene usted su propio jardín?
—No, soy soltero y alojo en la casa del guarda.
—Si tuviera un jardín, ¿qué flores plantaría?
—Bulbos y flores con aroma, especialmente rosas.
La cara de Mary se iluminó.
—¿Le gustan las rosas?
—Aprendí sobre ellas de una joven para la cual trabajaba de jardinero. Ella tenía un lugar cubierto de rosas y las amaba como a hijos, incluso las besaba. Esto sucedió hace diez años.
—¿En dónde se encuentra ella? —preguntó Mary muy interesada.
—En el cielo, según dicen algunos.
—¿Qué pasó con sus rosas? —preguntó la niña más interesada que nunca.
—Están abandonadas.
—¿Las rosas mueren cuando no se las cuida? —aventuró.
—Bueno, como ambos las amábamos, una o dos veces al año voy a podarlas y arreglo la tierra. Las que sobrevivieron crecen en forma silvestre.
—Cuando están sin hojas y tienen color gris o café, ¿cómo se sabe si están vivas? —preguntó Mary.
—Espere a que llegue la primavera y verá lo que sucede. Busque entre los tallos y ramitas, y si encuentra pequeñas protuberancias observe lo que pasa luego de una lluvia tibia —respondió; pero de pronto miró con curiosidad la cara expectante de la niña y preguntó—: ¿Qué significa este repentino interés por las rosas?
La cara de Mary enrojeció y con algo de miedo contestó:
—Quiero jugar a que tengo mi propio jardín —tartamudeó—. No tengo nada que hacer ni nadie con quien jugar.
—Bueno —dijo Ben, mientras la observaba—, es muy cierto.
Lo dijo de tan extraña manera que Mary se preguntó si él sentiría pena por ella. Ella jamás se había compadecido de sí misma; sólo se había sentido cansada y enojada porque no le gustaba la gente que la rodeaba. Ahora su mundo estaba cambiando para mejor y si nadie descubría su secreto, lo gozaría para siempre.
Se quedó junto a Ben tratando de averiguar lo más que pudo mientras él contestaba con sus acostumbrados gruñidos.
—¿Ha vuelto a ver las rosas? —preguntó ella.
—Este año no he estado por culpa del reumatismo.
Luego, enojado, le pidió que lo dejara tranquilo y no le hiciera más preguntas.
Mary tomó un camino rodeado de laureles que daba vuelta alrededor del jardín secreto y terminaba en una puerta que comunicaba con el bosque. En ese momento sintió un suave y peculiar sonido y abrió la puerta para saber de dónde provenía.
Era algo extraordinario y Mary, al observarlo, dejó de respirar. Un niño de cerca de doce años, de aspecto divertido, estaba sentado bajo un árbol tocando una flauta de madera. Se le veía limpio y tenía la nariz respingada y las mejillas rojas como amapolas. Mary jamás había visto a un niño de ojos tan azules. Junto a él, sobre un tronco, una ardilla café lo observaba y detrás de un arbusto un faisán estiraba el cuello para ver qué pasaba. Cerca del niño, dos conejos sentados olfateaban con narices trémulas. Daba la impresión de que, poco a poco, se iban acercando para escuchar el curioso sonido de la flauta.
Al ver a Mary, le habló con una voz tan suave como la misma flauta.
—¡No se mueva! —le dijo—, o los asustará.
Mary se quedó inmóvil. El dejó de tocar y se levantó calladamente, como si no se moviera. Entonces, la ardilla correteó hacia los matorrales, el faisán volvió la cabeza y los conejos saltaron lejos, pero ninguno de los animales parecía asustado.
—Soy Dickon —dijo el niño—. Y tú eres la señorita Mary. Me levanté despacio porque si el cuerpo se mueve rápido, los animales salvajes se asustan.
El habló como si se conocieran de siempre; en cambio Mary, que no conocía otros niños, por cortedad le habló rígidamente a pesar de que le habría encantado poder hablarle con naturalidad.
—¿Recibiste la carta de Martha? —preguntó.
—Por eso he venido —asintió moviendo su roja cabeza—. Aquí tengo las herramientas y también te traje un desplantador.
—¿Podrías mostrarme las semillas? —pidió Mary.
Al acercarse, ella notó que él olía a brezo fresco, a pasto y a hojas. A Mary le gustó y, al mirarlo de cerca, se olvidó de su cortedad de genio. Juntos se sentaron sobre el tronco y esparcieron los paquetes de semillas con los dibujos de las flores, mientras Dickon le explicaba los nombres y si eran fáciles de cultivar.
—Las amapolas son preciosas y crecen con sólo silbarles.
Repentinamente calló, y, volviendo su cara sonriente, preguntó:
—¿Dónde está el petirrojo que nos llama?
—¿De verdad que nos llama? —preguntó ella.
—Por supuesto —contestó Dickon como si fuera lo más natural del mundo—. El está llamando a su amigo y le dice: "Aquí estoy, mírame, quiero conversar". ¿De quién es?
—Es de Ben Weatherstaff, pero creo que a mí también me conoce.
—¡Claro que te conoce y le gustas! —dijo Dickon con voz suave—. En un minuto me contará todo sobre ti.
Con movimientos lentos, él se acercó al matorral y dio sonidos casi iguales a los del petirrojo; éste contestó como si respondiera a su pregunta.
—Dice que es tu amigo.
—¿Tú crees que lo es? —preguntó ansiosamente Mary.
—No se acercaría si no fuera tu amigo y le gustaras —contestó Dickon.
—¿Entiendes todo lo que dicen los pájaros? —inquirió Mary.
La sonrisa de Dickon se acentuó al mismo tiempo que se frotaba su áspera cabeza.
—Creo que sí y creo que ellos también me entienden —dijo—. He vivido por tanto tiempo en el páramo, que me siento como si fuera uno de ellos.
Volvió a sentarse a su lado y continuó explicándole la manera de plantar las flores, observarlas y alimentarlas.
—Oye —le dijo—, si tú quieres, te las plantaré. ¿Dónde está tu jardín?
Mary unió fuertemente sus manos y cambió de color. Se sentía miserable y no sabía qué decir. No había previsto esta eventualidad.
—Porque te dieron un pedazo de jardín, ¿verdad? —dijo Dickon sorprendido al advertir su turbación—. ¿O es que no te lo quieren dar?
Apretando aun más las manos ella volvió sus ojos hacia él.
—Yo no conozco otros niños —dijo lentamente—. ¿Puedes guardarme una confidencia? Es un jardín secreto y creo que me moriría si lo descubren —terminó diciendo con fiereza.
Dickon estaba cada vez más extrañado. Volvió a rascarse la cabeza y respondió con buen humor:
—Yo siempre guardo los secretos. Si no lo hiciera, otros niños sabrían dónde se encuentran las crías de los zorros o los nidos de los pájaros y nada estaría a salvo en el páramo. ¡Sí, sé guardar secretos!
—He robado un jardín —dijo rápidamente Mary—. No es mío, pero tampoco le pertenece a nadie. No lo quieren y no entran en él. Por eso no tienen derecho a quitármelo porque lo han dejado destruirse —terminó diciendo apasionadamente mientras se cubría su cara con los brazos y rompía a llorar. ¡Pobre pequeña Mary!
Los curiosos ojos de Dickon reflejaron simpatía, lo que alentó a la niña.
—¿Dónde se encuentra? —preguntó Dickon, bajando la voz.
Sin importarle lo que pudiera suceder, ella se levantó y, en un instante, volvió a ser la imperiosa niña de antes.
—Ven conmigo y te lo mostraré —dijo.
Dickon la siguió con una mirada extraña y triste. Tenía la sensación de que lo único que iba a descubrir era algún nido de pájaro. Mas, cuando Mary levantó la cortina de hiedra, se sobresaltó al ver que cubría una puerta. La niña empujó suavemente y entraron juntos.
Mary se detuvo, agitó su mano provocativamente y dijo:
—¡Este es el jardín secreto y soy la única que quiere que sobreviva!
Dickon miró a su alrededor una y otra vez.
—¡Eh! —murmuró—, es un extraño y precioso lugar; me parece estar soñando.
XI
Por dos o tres minutos, Dickon se quedó inmóvil mirando a su alrededor, mientras Mary lo observaba. Luego empezó a caminar lentamente. Sus ojos parecían ver y apreciar todo al mismo tiempo.
—Jamás pensé que vería este lugar —dijo en un murmullo.
—¿Entonces sabías que existía? —preguntó Mary.
Ella habló fuerte y él le indicó que bajara la voz.
—Debemos hablar bajo, puesto que si nos escuchan se preguntarán qué hacemos aquí.
—¡Lo olvidé! —dijo Mary asustada tapándose la boca con sus manos—. Pero dime, ¿sabías que había un jardín cerrado?
—Martha me contó que existía un jardín al que nadie había entrado y yo tenía deseos de saber cómo era.
Se detuvo mirando encantado la gris maraña de ramas que lo rodeaba.
—En la primavera todos los pájaros harán sus nidos aquí —dijo—. No hay un lugar más seguro en toda Inglaterra.
Sin darse cuenta, Mary le puso la mano sobre el brazo y susurró:
—¿Puedes decirme si habrá rosas o están todas muertas?
El se adelantó hacia el árbol más cercano y sacó un grueso cuchillo de su bolsillo para hacer algunos cortes en las ramas.
—Hay mucha madera seca que debe ser cortada —dijo—. Pero algunas ramas florecieron el año pasado y aquí viene un nuevo brote.
—¿De verdad que florecerá? —preguntó Mary, tocando el brote con reverencia.