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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (29 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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—Necesito saberlo —dijo.

—Bueno, supongo que no hay razón para no decírtelo —respondió la voz muerta—, aunque Dios sabe que es una pena privada. Pero me queda muy poca gente en la que pueda confiar.

Marty intentó encontrar los ojos de Whitehead, pero la luz que había detrás de la silla lo deslumbraba. Lo único que podía hacer era escuchar la modulación uniforme de su voz, e intentar descubrir las inferencias que había bajo la corriente.

—Se la han llevado, Marty. A petición mía. A un lugar donde pueden tratar sus problemas como es debido.

—¿Las drogas?

—Seguro que te has dado cuenta de que su adicción ha empeorado considerablemente en estas últimas semanas. Yo esperaba contenerla, dándole suficiente para tenerla satisfecha, y luego ir reduciendo la dosis gradualmente. Y estaba funcionando hasta hace poco —suspiró y se llevó una mano al rostro—. He sido un estúpido. Tendría que haber admitido la derrota hace mucho tiempo y haberla enviado a una clínica. Pero no quería que me la quitaran, así de simple. Y anoche, con nuestros visitantes, y la matanza de los perros, me di cuenta de lo egoísta que era al someterla a tanta presión… Es demasiado tarde para ser posesivo, u orgulloso. Si la gente se entera de que mi hija es una yonqui, pues que así sea.

—Ya veo.

—Le tenías cariño.

—Sí.

—Es una muchacha hermosa, y tú estás solo. Ella hablaba de ti con afecto. Con el tiempo seguro que volveremos a tenerla entre nosotros.

—Me gustaría visitarla.

—Te repito que con el tiempo. Por lo visto exigen aislamiento durante las primeras semanas de tratamiento. Pero tranquilo, está en buenas manos.

Era muy convincente. Pero era mentira. Seguro que era mentira. Habían vaciado la habitación de Carys: ¿era porque volvería a estar con ellos al cabo de unas semanas? No era más que otro cuento. Pero antes de que Marty protestase, Whitehead empezó a hablar de nuevo, con una cadencia pausada.

—Eres muy importante para mí, Marty. Como antes Bill. De hecho, creo que debería darte la bienvenida al círculo de los íntimos, ¿no te parece? El próximo domingo voy a dar una cena. Me gustaría que fueras nuestro invitado de honor. —Eran palabras agradables y halagadoras. El viejo había ganado la mano sin esfuerzo—. Vete a Londres esta semana y cómprate algo de ropa decente. Me temo que mis cenas son bastante formales.

Cogió de nuevo el libro y lo abrió.

—Aquí tienes un cheque. —Estaba en el pliegue del libro, firmado y listo para Marty—. Debería bastar para un buen traje, camisas y zapatos, y cualquier otro capricho que quieras darte. —Le tendió el cheque entre los dedos índice y corazón—. Acéptalo, por favor.

Marty dio un paso al frente y cogió el cheque.

—Gracias.

—Puedes cobrarlo en mi banco en el distrito financiero. Te estarán esperando. Lo que no te gastes, quiero que lo apuestes.

—¿Señor? —Marty no estaba seguro de haber entendido la invitación.

—Insisto en que lo apuestes, Marty. A los caballos, a las cartas, a lo que quieras. Disfrútalo. ¿Harías eso por mí? Y cuando vuelvas puedes darle envidia a este viejo con la historia de tus aventuras.

Así que se trataba de un soborno, después de todo. El hecho del cheque hacía que Marty estuviese más seguro que nunca de que el viejo mentía acerca de Carys, pero le faltó valor para insistir. Sin embargo, la cobardía no era lo único que le hacía contenerse: era la creciente excitación que sentía. Le habían sobornado dos veces: una con el dinero y otra con la invitación a que lo apostara. Hacía años que no tenía una oportunidad como esa: dinero en abundancia y tiempo libre. Llegaría el día en que odiase a papá por despertar el virus que había en su interior, pero hasta entonces podía ganar una fortuna, perderla y ganarla de nuevo. Permaneció frente al viejo, sintiendo ya la fiebre.

—Eres un buen hombre, Strauss. —Las palabras de Whitehead se alzaron de la silla en sombras como las de un profeta desde una grieta en la roca. Aunque Marty no podía ver el rostro del potentado, sabía que sonreía.

42

A pesar de los años que había pasado en la isla del sol, Carys tenía un saludable sentido de la realidad. O lo había tenido hasta que la llevaron a la casa fría y vacía de Caliban Street. Allí ya no había nada seguro. Era obra de Mamoulian. Tal vez eso fuese lo único seguro. Las casas no estaban embrujadas, solo lo estaba la mente humana. Lo que allí se movía en el aire, o se arrastraba sobre los tablones desnudos con las pelusas y las cucarachas, lo que centelleaba como la luz sobre la superficie del agua por el rabillo del ojo, todo era creación de Mamoulian.

Durante los tres días que siguieron a su llegada a la casa se había negado a hablar con su anfitrión, o secuestrador, lo que fuese. No recordaba por qué había ido allí, pero sabía que Mamoulian la había engañado para que lo hiciera, había sentido el aliento de su mente en su cuello, y le enfurecía que la hubiese manipulado. Breer, el gordo, le había llevado comida, y el segundo día también droga, pero ella no había comido ni había dicho una sola palabra. La habitación donde la habían encerrado era bastante cómoda: tenía libros, y también una televisión, pero la atmósfera era demasiado inestable para que estuviese a gusto. No podía leer, ni mirar las tonterías de la caja. A veces le costaba hasta recordar su propio nombre; era como si la constante cercanía de Mamoulian la dejase en blanco. Tal vez fuese capaz de hacerlo. Después de todo, se había metido en su cabeza, ¿verdad? Dios sabe cuántas veces se había abierto paso furtivamente en su psique. Había estado en su interior, en su interior, por amor de Dios, y ella nunca se había dado cuenta.

—No tengas miedo.

Eran las tres de la madrugada del cuarto día, otra noche sin dormir. Mamoulian había entrado en su habitación tan silenciosamente que la muchacha bajó la vista para ver si sus pies estaban en contacto con el suelo.

—Odio este lugar —le anunció.

—¿Te gustaría explorar, en lugar de estar encerrada aquí arriba?

—La casa está embrujada —dijo Carys. Esperaba que se riera de ella. No lo hizo, sin embargo. Así que continuó—. ¿Tú eres el fantasma?

—Lo que soy es un misterio —respondió él— hasta para mí. —La introspección suavizaba su voz—. Pero no soy un fantasma, te lo aseguro. No me tengas miedo, Carys. Comparto todo lo que sientes, en cierto grado.

Ella recordó vividamente su repulsión ante el acto sexual. Qué cosa tan pálida y enfermiza era, a pesar de todos sus poderes. No podía odiarlo, aunque tenía razones suficientes.

—No me gusta que me utilicen —dijo.

—No te he hecho ningún daño. No te hago daño ahora, ¿verdad?

—Quiero ver a Marty.

Mamoulian intentaba cerrar la mano mutilada.

—Me temo que no es posible —dijo. El tejido de la cicatriz brillaba cuando lo apretaba, pero la anatomía mal curada no cedía.

—¿Por qué no? ¿Por qué no me dejas verlo?

—Tendrás todo lo que necesites. Comida y heroína en abundancia.

A Carys se le ocurrió de repente que Marty podía estar en la lista negra del Europeo. Que de hecho ya podía estar muerto.

—Por favor, no le hagas daño —dijo.

—Los ladrones van y vienen —respondió él—. No puedo hacerme responsable de lo que le ocurra.

—Nunca te lo perdonaré —dijo ella.

—Sí que lo harás —respondió él, su voz sonaba tan suave que era prácticamente una ilusión—. Ahora soy tu protector, Carys. Si me hubieran dejado, te habría criado desde niña, y te habrías ahorrado las humillaciones que él te ha hecho sufrir. Pero es demasiado tarde. Lo único que puedo hacer es protegerte para que no te corrompan más.

Dejó de intentar cerrar el puño. Carys advirtió que la mano herida le daba asco.
Se la cortaría si pudiera,
pensó;
el sexo no es lo único que odia, es la carne.

—Ya basta —dijo él, ya fuese a propósito de la mano, la discusión, o de nada en absoluto.

Cuando salió para dejarla dormir, no cerró la puerta con llave.

Al día siguiente empezó a explorar la casa. No tenía nada extraordinario; solo era una casa de tres pisos, grande y vacía. En la calle, al otro lado de las ventanas sucias, la gente normal pasaba de largo, demasiado absorta en sí misma para mirar a su alrededor. El primer instinto de Carys fue golpear el cristal y pedir ayuda de algún modo, pero la razón dominó el impulso fácilmente. ¿De qué escaparía, y adónde iría? Allí estaba segura, de algún modo, y tenía drogas. Al principio se había resistido, pero eran demasiado atractivas para tirarlas por el retrete. Y al cabo de unos días a base de pastillas, también se había rendido a la heroína. El suministro era constante: nunca era demasiado, ni demasiado poco, y siempre era de buena calidad.

Únicamente la molestaba Breer, el gordo. A veces la observaba con los ojos casi líquidos, como huevos parcialmente escalfados. Entonces ella se lo decía a Mamoulian, y al día siguiente Breer no se demoraba en su habitación; le llevaba las pastillas y se marchaba enseguida. Y pasaban los días; y a veces no recordaba dónde estaba ni cómo había llegado allí; a veces recordaba su nombre, y a veces no. Una vez, puede que dos, intentó llegar mentalmente hasta Marty, pero este estaba demasiado lejos. Era eso, o que la casa debilitaba sus poderes. Por la razón que fuera, sus pensamientos se perdían a unos cuantos kilómetros de Caliban Street, y volvía sudorosa y asustada.

Había pasado casi una semana en la casa cuando las cosas cambiaron para peor.

—Me gustaría que hicieras algo por mí —dijo el Europeo.

—¿Qué?

—Me gustaría que encontraras al señor Toy. Te acuerdas del señor Toy, ¿verdad?

Por supuesto que lo recordaba. No muy bien, pero lo recordaba. La nariz rota, aquellos ojos cautos que siempre la habían mirado con tanta tristeza.

—¿Crees que puedes encontrarlo?

—No sé cómo hacerlo.

—Deja que tu mente vaya hasta él. Ya sabes cómo, Carys.

—¿Por qué no lo haces tú?

—Porque me estará esperando. Tendrá defensas, y estoy demasiado cansado para luchar con él en este momento.

—¿Tiene miedo de ti?

—Probablemente.

—¿Por qué?

—Eras un bebé la última vez que el señor Toy y yo nos vimos. Nos despedimos como enemigos; cree que seguimos siéndolo…

—Vas a hacerle daño… —dijo ella.

—Eso es asunto mío, Carys.

Ella se levantó, deslizándose por la pared contra la que se había agazapado.

—Me parece que no quiero encontrarlo para ti.

—¿Es que no somos amigos?

—No —dijo ella—. No. Nunca.

—No seas así.

Dio un paso hacia ella. La tocó con la mano rota: su contacto era ligero como una pluma.

—Me parece que sí eres un fantasma —dijo ella.

Lo dejó en el pasillo y subió al baño para pensar bien en todo esto; corrió el cerrojo tras ella. No le cabía la menor duda de que Mamoulian haría daño a Toy si lo llevaba hasta él.

—Carys —dijo él en voz baja. Estaba al otro lado de la puerta. Su cercanía le producía escalofríos.

—No puedes obligarme —dijo ella.

—No me tientes.

El rostro del Europeo apareció de pronto en su cabeza. Volvió a hablar:

—Te conocí antes de que aprendieras a andar, Carys. Te he tenido en brazos muchas veces. Me has chupado el dedo —tenía los labios junto a la puerta y su voz grave reverberaba en la madera contra la que se apoyaba ella.

»No es culpa nuestra que nos separaran. Créeme, me alegro de que tengas los dones de tu padre, porque él nunca los ha utilizado. Nunca ha entendido la sabiduría que podía obtener con ellos. Lo derrochó todo por la fama y la riqueza. Pero tú… Podría enseñarte, Carys. Las cosas que podría enseñarte…

Su voz era tan seductora que parecía atravesar la puerta y envolverla, como habían hecho sus brazos tantos años antes. De pronto volvió a ser pequeña en su abrazo; él la arrullaba y ponía caras tontas para que floreciera una sonrisa de querubín en su rostro.

—Encuentra a Toy por mí. ¿Es mucho pedir después de todos los favores que te he hecho?

Ella se mecía al ritmo que él la acunaba.

—Toy no te quiso nunca —decía—, nadie te ha querido nunca.

Eso era mentira, y un error táctico. Las palabras fueron un jarro de agua fría en el rostro adormilado de Carys. ¡Sí que la querían! Marty la quería. El corredor; su corredor.

Mamoulian advirtió su error de cálculo.

—No me desafíes —dijo; había dejado de arrullarla.

—Vete al infierno —respondió ella.

—Como quieras…

Había una nota descendente en las palabras de Mamoulian, como si diese por terminada la cuestión. Pero no abandonó su puesto junto a la puerta. Ella lo sentía cerca. Se preguntó si esperaría a que se cansara y saliera. Seguro que la persuasión por medio de la violencia física no era su estilo; a menos que fuera a usar a Breer. Se preparó para la eventualidad. Le arrancaría los ojos acuosos.

Pasaron los minutos, y estaba segura de que el Europeo seguía fuera, aunque no le oyera moverse, ni respirar.

Y entonces las cañerías empezaron a retumbar. Había una corriente en algún punto del sistema. El lavabo hacía un sonido absorbente, el agua de la taza se agitaba, la tapa se levantó y volvió a cerrarse, y una ráfaga de aire fétido salió del interior. Era cosa suya de algún modo, aunque pareciese un esfuerzo inútil. La taza volvió a eructar: el olor era nauseabundo.

—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja.

Una masa repugnante había empezado a resbalar por el borde de la taza hasta el suelo, y en ella se movían formas agusanadas. Cerró los ojos. Era una ilusión conjurada por el Europeo para someterla, y debía ignorarla. Pero aunque no la viese, la ilusión persistía. El agua salpicaba con más fuerza a medida que subía la marea, y en la corriente oyó cosas, húmedas y pesadas, que se dejaban caer al suelo del baño.

—¿Y bien? —dijo Mamoulian.

Ella maldijo las ilusiones, y a su encantador, con un jadeo vitriólico.

Algo se arrastró sobre sus pies descalzos. De ningún modo abriría los ojos para que Mamoulian atacase otro de sus sentidos, pero la curiosidad le obligó a abrirlos.

La taza manaba como si las cloacas hubiesen retrocedido y estuvieran descargando su contenido a sus pies. No eran solo excrementos y agua: el caldo de cálida suciedad había engendrado monstruos, criaturas que no se encontraban en ninguna zoología cuerda, cosas que antaño fueron peces, o cangrejos; fetos arrojados por los desagües de las clínicas antes de que sus madres despertasen y gritaran; bestias que se alimentaban de excrementos, cuyos cuerpos remedaban aquello que devoraban. Las vísceras y los desechos se alzaban sobre miembros temblorosos por toda la materia cenagosa, chapoteando y avanzando hacia ella.

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