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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (33 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Whitehead advirtió la mirada de Marty.

—Te estamos divirtiendo, ¿verdad? —dijo.

Marty borró la sonrisa incipiente de su rostro.

—¿No lo ves con buenos ojos? —Ottaway le preguntó a Marty.

—No es cosa mía.

—Siempre he pensado que los criminales en el fondo son muy puritanos. ¿Es cierto?

Marty apartó la mirada de los rasgos del Contorsionista, congestionados por la bebida, y meneó la cabeza. Ignoró la burla y a quien la hacía.

—Si yo fuese tú, Marty —dijo Whitehead al otro extremo de la mesa—, le rompería el cuello.

Marty se encogió de hombros:

—No merece la pena.

—Me parece que no eres tan peligroso, después de todo —continuó Ottaway.

—¿Quién ha dicho que yo sea peligroso?

La sonrisa del abogado se ensanchó.

—Es que esperábamos una animalada, ¿sabes? —Ottaway apartó una botella para ver mejor a Marty—. Nos lo habían prometido. .. —La conversación en torno a la mesa se había interrumpido, pero al parecer Ottaway no se había dado cuenta—. Pero nada es como dicen en los anuncios, ¿verdad? —dijo—. Si no, pregúntale a cualquiera de estos descreídos caballeros. —La mesa era un bodegón; Ottaway los incluyó a todos en su discurso con un movimiento del brazo—. Lo sabemos, ¿verdad? Sabemos lo decepcionante que puede ser la vida.

—Cállate —espetó Curtsinger mirando a Ottaway, mareado—, no queremos oírte.

—Puede que no tengamos otra oportunidad, mi querido James —respondió Ottaway, con una cortesía desdeñosa—. ¿No crees que deberíamos admitir la verdad? ¡Estamos
in extremis
! Oh sí, amigos míos. ¡Deberíamos ponernos de rodillas y confesar!

—Sí, sí —dijo Stephanie. Intentó levantarse, pero las piernas no le respondían. El vestido tenía la espalda desabrochada y amenazaba con resbalarse—. Vamos todos a confesar —dijo.

Dwoskin la obligó a sentarse de un empujón.

—Nos pasaremos aquí toda la noche —dijo. Emily se rió. Ottaway seguía hablando sin inmutarse.

—Me parece —dijo— que él es el único inocente entre nosotros. —Señaló a Marty—. Si no, miradle. Ni siquiera sabe de qué estoy hablando.

Los comentarios estaban empezando a irritar a Marty. Pero amenazar al abogado le daría muy poca satisfacción. En su estado, Ottaway se derrumbaría al primer golpe. Tenía los ojos vidriosos y parecía próximo a la inconsciencia.

—Me decepcionas —murmuró Ottaway, con auténtica lástima en la voz—, pensé que terminaríamos mejor…

Dwoskin se levantó.

—Tengo un brindis —anunció—. Quiero brindar con las mujeres.

—Esa sí que es una buena idea —dijo Curtsinger—. Pero vamos a necesitar copas más grandes. —Oriana pensó que ese era el comentario más gracioso que había oído en toda la noche.

—¡Por las mujeres! —declaró Dwoskin alzando su vaso. Pero nadie lo estaba escuchando. A Emily, que hasta entonces había sido un corderito, de pronto se le había metido en la cabeza desnudarse. Había apartado la silla y se estaba desabrochando la blusa. No llevaba nada debajo; parecía que se había puesto colorete en los pezones, como si se hubiera preparado para esa exhibición. Curtsinger aplaudía; Ottaway y Whitehead se unieron a él con un coro de comentarios alentadores.

—¿Qué te parece? —Curtsinger le preguntó a Marty—. Es tu tipo, ¿verdad? Y son naturales, ¿verdad, cariño?

—¿Quieres tocarlas? —propuso Emily. Se había quitado la blusa; estaba desnuda de cintura para arriba—. Vamos —dijo tomando la mano de Marty y apretándola contra su pecho, restregándosela una y otra vez.

—Oh, sí —dijo Curtsinger, dirigiéndole a Marty una mirada lasciva—. Le gusta. Está claro que le gusta.

—Por supuesto que sí —Marty oyó decir a Whitehead. Su mirada borrosa tropezó en la dirección del viejo. Whitehead salió a su encuentro: sus ojos entornados carecían de humor o excitación.

»Adelante —dijo—, es toda tuya. Para eso ha venido. —Marty oyó las palabras, pero no pudo entenderlas bien. Retiró la mano de la carne de la muchacha como si le quemase.

—Vete al infierno —dijo.

Curtsinger se había levantado.

—No seas aguafiestas —regañó a Marty—, solo queremos ver de qué estás hecho.

Más allá, Oriana había empezado a reírse otra vez, Marty no estaba seguro de por qué. Dwoskin estaba dando palmadas en la mesa, haciendo saltar las botellas al compás.

—Sigue —dijo Whitehead a Marty. Todos lo estaban mirando. Marty se volvió hacia Emily. Estaba a metro y medio de distancia, forcejeando con el cierre de su falda. El exhibicionismo de la muchacha tenía algo erótico sin duda. A Marty le apretaban los pantalones, y la cabeza. Curtsinger le había puesto las manos sobre los hombros y estaba intentando quitarle la chaqueta. El ritmo que Dwoskin estaba marcando en la mesa, al que ya se había unido Ottaway, hacía que la cabeza le diera vueltas.

Emily había tenido éxito con el cierre, y la falda estaba a sus pies. Entonces se quitó las bragas y se quedó frente a los invitados sin más que joyas y zapatos de tacón alto. Desnuda, parecía lo bastante joven como para ser delito: aparentaba catorce, quince años como mucho. Tenía la piel cremosa. Una mano (la de Oriana, pensó él) estaba acariciando la erección de Marty. Miró por encima del hombro: no era ella, sino Curtsinger. Le apartó la mano. Emily se había acercado a él y le estaba desabrochando la camisa de abajo arriba. Marty intentó levantarse para decirle algo a Whitehead. Aún no había encontrado las palabras, pero las buscaba desesperadamente: quería decirle al viejo lo mentiroso que era. Más que un mentiroso: era un ser despreciable; despreciable y pervertido. Por eso le habían invitado a subir, y le habían agasajado con vino y palabras obscenas. El viejo quería verlo desnudo y en celo.

Marty volvió a apartarle la mano a Curtsinger: el tacto era terriblemente experto. Miró a Whitehead, que se estaba sirviendo otro vaso de vino. La mirada de Dwoskin estaba clavada en el cuerpo desnudo de Emily; la de Ottaway, en Marty. Los dos habían dejado de dar palmadas en la mesa. La mirada del abogado lo decía todo: tenía una palidez enfermiza y sudaba debido a la expectación.

—Sigue —dijo con la respiración entrecortada—, sigue, tómala. Danos un espectáculo inolvidable. ¿O es que no tienes nada que merezca la pena enseñar?

Marty comprendió lo que quería decir demasiado tarde para responder; la niña desnuda se estaba apretando contra él, y alguien (Curtsinger) estaba intentando desabrocharle los pantalones. Hizo un último intento desmañado por recuperar el equilibrio.

—Pare —murmuró mirando al viejo.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Whitehead a la ligera.

—Se acabó la broma —dijo Marty. Tenía una mano en los pantalones, alargándose hacia su erección—. ¡No me toques, hostia! —Empujó a Curtsinger hacia atrás con más fuerza de lo que había planeado. El grandullón tropezó y cayó contra la pared—. ¿Qué os pasa? —Emily dio un paso atrás para esquivar los aspavientos de Marty. El vino le quemaba en el estómago y la garganta. Tenía un bulto en los pantalones. Estaba ridículo, lo sabía. Oriana seguía riéndose: no solo ella, sino Dwoskin y Stephanie. Ottaway se limitaba a mirarlo fijamente.

»¿Es que nunca habéis visto a un tío empalmado? —les escupió a todos.

—¿Dónde está tu sentido del humor? —dijo Ottaway—. Solo queremos un poco de espectáculo. ¿Qué tiene de malo?

Marty apuntó a Whitehead con el dedo.

—Confiaba en usted —dijo. Fue lo único que se le ocurrió para expresar su dolor.

—Pues fue un error, ¿verdad? —comentó Dwoskin. Le habló como si fuera imbécil.

—¡Cierra la puta boca! —Reprimiendo el impulso de partirle la cara a alguien (cualquiera serviría), Marty se puso la chaqueta y con un revés de la mano barrió de la mesa una docena de botellas, la mayoría llenas. Emily gritó cuando se hicieron añicos a sus pies, pero Marty no esperó a ver cuánto daño había causado. Se apartó de la mesa y fue tambaleándose a la puerta. La llave estaba puesta; la abrió y salió al pasillo. Detrás de él, Emily había empezado a lloriquear como un niño que hubiese despertado de una pesadilla; la oyó mientras recorría el pasillo a oscuras. Rogó a sus miembros temblorosos que lo sostuvieran. Quería salir: al aire libre, a la noche. Bajó a trompicones la escalera de atrás, apoyándose en la pared, mientras los escalones retrocedían bajo sus pies. Cuando llegó a la cocina solo se había caído una vez. Abrió la puerta de atrás. La noche esperaba. No había nada que lo viera; nada que lo conociera. Inhaló el aire frío y negro, que le quemó las ventanillas de la nariz y los pulmones. Fue dando tumbos por el césped, casi a ciegas, sin saber en qué dirección iba, hasta que pensó en los bosques. Entonces se tomó un momento para volver a orientarse y corrió hacia ellos, suplicándoles discreción.

46

Corrió mientras la maleza se enredaba en sus piernas, hasta que se adentró tanto en la arboleda que ya no veía la casa ni sus luces. Entonces se detuvo. Le palpitaba todo el cuerpo, como si fuera un gran corazón. Su cabeza se sostenía apenas sobre su cuello; la bilis borboteaba en el fondo de su garganta.

—Dios. Dios. Dios.

La cabeza le daba vueltas, y por un momento perdió el control sobre ella: le zumbaban los oídos, tenía los ojos empañados. De pronto ya no estaba seguro de nada, ni siquiera de su existencia física. El pánico se arrastraba desde sus entrañas, arañando a su paso el tejido de su vientre y de su estómago.

—Baja —le ordenó. Solo una vez se había sentido tan próximo a volverse loco, a echar la cabeza hacia atrás y gritar, y había sido la primera noche en Wandsworth, la primera de muchas noches que al cabo de los años había pasado encerrado en una celda de cuatro por dos. Se había sentado en el borde del colchón y había sentido lo que sentía ahora: la bestia ciega que ascendía, extrayendo adrenalina del rencor. Había dominado su terror entonces, y podía volver a hacerlo. Brutalmente, se metió los dedos en la garganta tanto como pudo, y fue recompensado con una oleada de náuseas. Una vez empezó el reflejo, dejó que su cuerpo hiciera el resto, vomitando el vino sin digerir. Fue una experiencia asquerosa y purificadora, y no hizo esfuerzo alguno por controlar los espasmos hasta que no le quedó nada que vomitar.

Los músculos del estómago le dolían a causa de las contracciones. Arrancó algunos helechos y se limpió la boca y la barbilla, luego se limpió las manos en la tierra húmeda y se levantó. El crudo tratamiento había funcionado; se sentía mucho mejor.

Le volvió la espalda al contenido de su estómago y se alejó aún más de la casa. El techo de hojas y ramas que se extendía sobre su cabeza era denso, pero la luz de las estrellas lo atravesaba en forma de gotas, que daban luz suficiente para otorgar una tenue solidez a los troncos y a los arbustos. Le fascinaba caminar en el bosque fantasmal. El suave espectáculo de luces y sombras consiguió sanar su orgullo herido. Comprendió que sus sueños de encontrar un lugar permanente y de confianza en el mundo de Whitehead no habían sido más que pretensión. Era un hombre marcado, y siempre lo sería.

Caminó con lentitud donde los árboles se espesaban y la maleza privada de luz se aclaraba. Los animalillos huían de él; los insectos nocturnos zumbaban en la hierba. Se detuvo para escuchar la música nocturna, y entonces advirtió un movimiento por el rabillo del ojo. Miró hacia él, concentrándose en el pasillo de árboles en retirada. No era una ilusión… Había alguien, tan gris como los mismos árboles, a unos treinta metros de distancia, que tan pronto se detenía como se ponía otra vez en movimiento. Concentrándose, precisó la figura en la matriz de sombra y de oscuridad.

Seguro que era un fantasma: tan silencioso, tan tranquilo… Lo observó como un ciervo observaría a un cazador; sin saber si lo había visto a él, pero temeroso de abandonar su escondite. El miedo le produjo escalofríos. No a un cuchillo; hacía mucho que se había enfrentado a esos terrores y los había dominado. Era el miedo febril de la niñez; el miedo esencial. Y paradójicamente, dicho miedo le hizo sentirse completo. No importaba que tuviera cuatro años, o treinta y cuatro, en el fondo era la misma criatura. Había soñado con esos bosques, con esa noche infinita. Tocó su terror con reverencia, sin moverse, mientras la figura gris, demasiado absorta en sus propios asuntos para advertir su presencia, observaba la tierra entre los árboles.

Así estuvieron, el fantasma y él, durante varios minutos, o eso le pareció. Desde luego pasó algún tiempo hasta que oyó un ruido filtrarse a través de los árboles, que no era un búho, ni un roedor. Había estado allí desde el principio, pero no había comprendido lo que era en realidad: el sonido de una excavación. El ruido de las piedrecillas, y de la tierra al caer. El niño que había en su interior dijo:
malo, no vayas, ni te acerques.
Pero era demasiado curioso para ignorarlo. Dio dos pasos tentativos hacia el fantasma. Este no dio muestras de verlo, ni de oírlo. Entonces reunió valor y avanzó algunos pasos más, procurando mantenerse lo más cerca posible de los árboles, de modo que si el fantasma miraba en su dirección pudiera ocultarse rápidamente. Así avanzó diez metros hacia su presa. Estaba lo bastante cerca para reconocer al fantasma.

Era Mamoulian.

El Europeo seguía mirando fijamente la tierra a sus pies. Marty se ocultó tras el tronco de un árbol y se aplastó contra él, volviendo la espalda a la escena. Era evidente que había alguien cavando a los pies de Mamoulian: era posible que hubiera otros en las inmediaciones. Lo único seguro era hacerse el muerto y rezar por que nadie le hubiera espiado a él, como él había espiado al Europeo.

La excavación se interrumpió al fin; y lo mismo hicieron los sonidos de la noche, como si obedecieran una orden silenciosa. Era extraño. La asamblea entera, los insectos y los animales por igual, parecían contener la respiración, horrorizados.

Marty se deslizó por el tronco hasta quedarse tumbado, aguzando el oído para percatarse de cualquier indicio de lo que estaba ocurriendo. Luego se arriesgó a mirar. Mamoulian se estaba alejando en la que Marty suponía era la dirección de la casa. La maleza dificultaba la visión: no veía al excavador, ni a los demás acompañantes del Europeo, pero les oía caminar, arrastrando los pies.
Que se vayan,
pensó. Ya no tenía que proteger a Whitehead. Ese trato había expirado.

Se sentó, abrazándose las rodillas contra el pecho, y esperó a que Mamoulian se hubiese abierto camino entre los árboles y desapareciera. Luego contó hasta veinte y se levantó. Se le habían dormido las pantorrillas, y tuvo que frotárselas para que la sangre volviese a circular por ellas. Entonces se dirigió al punto donde había estado Mamoulian.

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