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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (35 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Whitehead se secó las lágrimas de las mejillas con la palma de la mano, extendiendo la sangre.

—El cabrón me mintió —dijo.

—¿Está usted herido?

—No —dijo Whitehead, como si la pregunta fuese ridícula—. No me pondría la mano encima. Es muy listo. Quiere que vaya de buena gana, ¿no lo entiendes?

Marty no lo entendía.

—Hay un cadáver en el pasillo —observó Whitehead de un modo pragmático—. La he apartado de las escaleras.

—¿Quién es?

—Stephanie.

—¿La mató él?

—¿Él? No. Tiene las manos limpias. Se podría beber leche en ellas.

—Llamaré a la Policía.

—¡No!

Whitehead atravesó el cristal con imprudencia para sujetar el brazo de Marty.

—¡No! Nada de Policía.

—Pero alguien ha muerto.

—Olvídala. Luego la escondes, ¿eh? —Tenía un tono casi obsequioso y su aliento, ahora que estaba cerca, era tóxico—. Lo harás, ¿verdad?

—¿Después de todo lo que ha hecho?

—Una bromita —dijo Whitehead. Amagó una sonrisa; apretaba tanto el brazo de Marty que le cortaba la circulación—. Venga; era una broma, eso es todo. —Era como ser amenazado por un alcohólico en una esquina; Marty se soltó.

—No pienso hacer nada más por usted —dijo.

—¿Es que quieres volver a casa? —El tono de Whitehead se agrió en un instante—. ¿Quieres volver a estar entre rejas, donde puedes esconderte?

—Ya ha usado ese truco.

—¿Así que me repito? Vaya por Dios. —Despidió a Marty con un gesto—. Pues vete. Vete a la mierda; no eres de mi clase. —Volvió a la pared dando tumbos y se apoyó en ella—. ¿Qué cojones hago esperando que te defiendas?

—¡Me ha engañado desde el principio! —gruñó Marty a modo de respuesta.

—Ya te he dicho que era una broma.

—No solo esta noche. Desde el principio. Con mentiras… con sobornos. Me dice que necesita a alguien en quien confiar, y luego me trata como una mierda. ¡No me extraña que todos lo abandonen al final!

Whitehead se volvió hacia él.

—¡De acuerdo! —gritó—. ¿Qué quieres?

—La verdad.

—¿Estás seguro?

—¡Sí, maldita sea, sí!

El viejo se humedeció el labio, debatiéndose. Cuando volvió a hablar, su voz se había tranquilizado.

—De acuerdo, chico. De acuerdo. —El antiguo brillo se encendió en sus ojos, y por un momento la derrota fue consumida por un nuevo entusiasmo—. Si tienes tantas ganas de saberla, te la diré. —Señaló a Marty con un dedo tembloroso—. Cierra la puerta.

Marty apartó una botella rota de una patada, y cerró la puerta. Era extraño cerrar la puerta frente a un asesinato solo para escuchar una historia. Pero se había esperado mucho para contar ese relato, y ya no podía retrasarse más.

—¿Cuándo naciste, Marty?

—En 1948. En diciembre.

—La guerra ya había terminado.

—Sí.

—No sabes lo que te perdiste.

Era un comienzo extraño para una confesión.

—Qué tiempos…

—¿Se lo pasó bien en la guerra?

Whitehead alargó la mano hacia una de las sillas menos dañadas y la puso de pie; luego se sentó en ella. Durante unos segundos no dijo nada.

—Yo era un ladrón, Marty —dijo al fin—. Bueno…, comerciante del mercado negro suena más impresionante, supongo, pero viene a ser lo mismo. Hablaba tres o cuatro idiomas correctamente, y siempre fui astuto. Las cosas me iban muy bien.

—Tuvo suerte.

—La suerte no tenía nada que ver. La suerte es para los que no tienen control. Yo tenía control; aunque entonces no lo sabía. Hacía mi propia suerte, por así decir —se interrumpió—. Tienes que entender que la guerra no es como en las películas; o al menos la mía no lo fue. Europa se estaba haciendo pedazos. Todo cambiaba. Las fronteras cambiaban, la gente partía hacia el olvido: el mundo estaba al alcance de cualquiera. —Meneó la cabeza—. No puedes comprenderlo. Siempre has vivido en un período de relativa estabilidad. Pero la guerra cambia las reglas por las que vives. De pronto está bien odiar, está bien aplaudir la destrucción. La gente puede mostrar su verdadero yo…

Marty se preguntó adónde los llevaba esa introducción, pero Whitehead aún estaba cogiendo el ritmo de la narración. No había tiempo de distraerlo.

—Y cuando hay tanta incertidumbre por todas partes, el hombre que puede forjar su propio destino puede ser el rey del mundo. Perdona la hipérbole, pero así es como me sentía yo. El rey del mundo. Era listo. No tenía educación, eso vino después, pero era listo. Espabilado, como se dice ahora. Y estaba decidido a aprovechar al máximo esa guerra maravillosa que me había enviado Dios. Pasé dos o tres meses en París, justo antes de la Ocupación, luego me fui mientras aún podía. Más tarde, fui al sur. Disfruté de Italia, del Mediterráneo. No me faltaba de nada. Cuanto más empeoraba la guerra, mejor me iba. La desesperación de los demás me convirtió en un hombre rico.

»Claro que derrochaba el dinero. Las ganancias nunca me duraban más que unos pocos meses. Cuando pienso en los cuadros que pasaron por mis manos, los
objet d’art,
el puro botín. No es que supiera que cuando meaba en un cubo salpicaba un Rafael. Los compraba y los vendía a cientos.

»Hacia el final de la guerra europea me dirigí al norte, a Polonia. Los alemanes estaban en las últimas: sabían que el juego se estaba acabando, y pensé que podría hacer algunos tratos. Al final, por error, en realidad, acabé en Varsovia. Cuando llegué no quedaba prácticamente nada. Lo que no habían demolido los rusos, lo habían hecho los nazis. Era un erial de un extremo al otro —suspiró e hizo una mueca, esforzándose por encontrar las palabras—. No te lo imaginas —dijo—. Había sido una gran ciudad. ¿Pero ahora? ¿Cómo puedo hacer que lo entiendas? Si no la ves con mis ojos, nada de esto tiene sentido.

—Lo intento —dijo Marty.

—Vives en ti mismo —continuó Whitehead—, igual que yo en mí mismo. Tenemos ideas muy firmes acerca de lo que somos. Por eso nos valoramos; por lo que es único en nosotros. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

Marty estaba demasiado implicado para mentir. Meneó la cabeza.

—No; la verdad es que no.

—La esencia de las cosas: a eso me refiero. El hecho de que todo lo que tiene algún valor en el mundo es muy específicamente ello mismo. Celebramos la individualidad de la apariencia, del ser, y supongo que aceptamos que una parte de esa individualidad perdura para siempre, aunque solo sea en la memoria de la gente que la ha experimentado. Por eso apreciaba yo la colección de Evangeline, porque me complace lo especial. El jarrón que no es como ningún otro, la alfombra tejida con especial maestría.

De pronto, estaban otra vez en Varsovia…

—Allí había habido cosas gloriosas. Casas magníficas; iglesias maravillosas; grandes colecciones de cuadros. Tantas cosas… Pero cuando llegué todo había desaparecido, todo había sido reducido a polvo.

»Era lo mismo en todas partes. Había fango bajo tus pies. Fango gris. Te manchaba las botas, flotaba en el aire en forma de polvo, te cubría el fondo de la garganta. Cuando estornudabas, el moco era gris; la mierda igual. Y si mirabas con atención esa porquería veías que no era solo suciedad, era carne, era escombros, era fragmentos de porcelana, de periódicos. En ese barro estaba toda Varsovia. Las casas, los ciudadanos, el arte, la historia: todo reducido a algo que te sacudías de las botas.

Whitehead estaba encorvado. Aparentaba los setenta años que tenía; era un viejo perdido en sus recuerdos. Tenía el rostro tenso y las manos apretadas. Era mayor de lo que habría sido el padre de Marty si hubiera sobrevivido a su maltrecho corazón: pero su padre nunca habría podido hablar así. Le había faltado la capacidad de expresarse, y Marty pensaba que también la profundidad del dolor. Whitehead sufría una agonía. El recuerdo del fango. Más aún: la anticipación de este.

Al pensar en su padre, en el pasado, Marty reparó en un recuerdo que otorgó algo de sentido a las remembranzas de Whitehead. Era un chico de cinco ó seis años cuando murió una mujer que vivía tres puertas más abajo en la hilera de casas adosadas. Al parecer no tenía parientes, o ninguno a quien le importase lo bastante como para llevarse de la casa las pocas posesiones que había tenido. El ayuntamiento había expropiado la propiedad y la había vaciado sumariamente, llevando a subasta los muebles. Al día siguiente, Marty y sus compañeros de juegos encontraron algunas pertenencias de la anciana tiradas en el callejón que se extendía por detrás de la fila de casas. Los obreros del ayuntamiento andaban escasos de tiempo y se habían limitado a apilar los efectos personales sin valor que había en los cajones, y los habían dejado allí. Fajos de cartas antiguas atadas toscamente con una cinta desvaída; un álbum de fotografías (ella aparecía repetidas veces: de niña; de novia; de vieja bruja, encogiéndose a medida que se secaba); muchas cosas sin valor; cera de sellar, bolígrafos sin tinta, un abrecartas. Los chicos cayeron sobre esos restos como hienas en busca de alimento. Como no encontraron nada, rompieron las cartas y las esparcieron por el callejón; hicieron pedazos el álbum, y se partieron de risa con las fotografías, aunque alguna superstición les impidió romperlas. No tenían necesidad de hacerlo. Los elementos las destrozaron enseguida con mayor eficacia de lo que habrían hecho sus mejores esfuerzos. Al cabo de una semana de lluvia y de escarcha los rostros de las fotografías se estropearon, se ensuciaron y finalmente se borraron por completo. Quizá los últimos retratos de personas que ya estaban muertas se pudrieron en ese callejón, y Marty, que lo cruzaba todos los días, había observado su extinción gradual; había visto cómo la lluvia desteñía la tinta de las cartas esparcidas hasta que la memoria de la anciana desapareció por completo, igual que había desaparecido su cuerpo. Si se hubiera volcado la urna que contenía sus cenizas sobre los restos pisoteados de sus pertenencias habría sido virtualmente imposible distinguirlos: ambos eran polvo gris, cuya importancia se había perdido sin remedio. El barro sostenía el látigo.

Marty recordó todo eso en una ensoñación. No era tanto que viera las cartas, la lluvia, o a los muchachos, como el hecho de revivir los sentimientos que los sucesos le habían inspirado: la sensación enterrada de lo que había ocurrido en ese callejón era de una tristeza insoportable. La memoria de Marty ya estaba mezclada con la de Whitehead. Cuanto el viejo había dicho del barro y de la esencia de las cosas tenía un poco de sentido.

—Entiendo —murmuró.

Whitehead levantó la vista y lo miró.

—Quizá —dijo.

»Yo era un jugador en esa época; mucho más que ahora. Creo que la guerra te hace serlo. Oyes historias todo el tiempo, sobre cómo un hombre afortunado escapó de la muerte porque estornudó, o murió por la misma razón. Cuentos de la providencia benigna, o de la desgracia fatal. Y al cabo de un tiempo empiezas a ver el mundo de un modo un poco distinto: empiezas a ver el azar obrando en todas partes. Estás alerta a sus misterios. Y por supuesto a su otra cara; al determinismo. Porque, créeme, hay hombres que hacen su propia suerte. Hombres que moldean el azar como si fuera arcilla. Tú mismo hablabas de sentir un hormigueo en las manos. Como si ese día no pudieras perder, hicieras lo que hicieras.

—Sí… —aquella conversación parecía haber tenido lugar hacía un siglo; era historia antigua.

—Bueno, mientras estaba en Varsovia, oí hablar de un hombre que nunca perdía una partida. Un jugador.

—¿Que nunca perdía? —Marty se mostraba incrédulo.

—Sí, yo era tan cínico como tú. Pensaba que las historias que oía eran fábulas, al menos durante un tiempo. Pero allí donde iba, la gente me hablaba de él. Empecé a sentir curiosidad. De hecho decidí quedarme en la ciudad, aunque Dios sabe que había muy poco que me retuviese allí, y encontrar a ese milagrero.

—¿Con quién jugaba?

—Con cualquiera, al parecer. Decían que había estado allí en los últimos días antes del avance de los rusos, jugando con los nazis, y que luego, cuando el ejército rojo entró en la ciudad, se quedó.

—¿Por qué jugaba en mitad de la nada? No podía haber mucho dinero allí.

—Prácticamente nada. Los rusos apostaban sus raciones, o sus botas.

—Repito: ¿por qué?

—Eso era lo que me fascinaba. Yo tampoco lo entendía. Ni creía que ganase siempre, por muy buen jugador que fuese.

—No entiendo cómo aún encontraba a gente dispuesta a jugar con él.

—Porque siempre hay alguien que piensa que puede derrotar al campeón. Yo era uno de esos. Fui a buscarlo para demostrar que las historias eran falsas. Ofendían mi sentido de la realidad, por así decir. Pasé cada hora de vigilia de cada día buscándolo por toda la ciudad. Al fin encontré a un soldado que había jugado con él, y había perdido, por supuesto. El teniente Konstantin Vasiliev.

—Y el jugador… ¿Cómo se llamaba?

—Creo que ya lo sabes… —dijo Whitehead.

—Sí —respondió Marty al cabo de un momento—. Sí, ya sabe que lo he visto. En el club de Bill.

—¿Cuándo fue eso?

—Cuando fui a comprarme el traje. Me dijo que apostase lo que quedara del dinero.

—¿Mamoulian estaba en el Academy? ¿Y jugó?

—No. Parece que nunca lo hace.

—Intenté convencerlo para que jugase la última vez que vino, pero no quiso.

—¿Y en Varsovia? ¿Jugó con él allí?

—Oh, sí. Era lo que él había estado esperando. Ahora lo entiendo. Todos estos años me he engañado pensando que estaba al mando, ¿sabes? Que yo había acudido a él, que había ganado por mi propia habilidad…

—¿Ganó? —exclamó Marty.

—Claro que gané. Pero me dejó. Fue su modo de seducirme, y funcionó. Me lo puso difícil, por supuesto, para darle algo de peso a la ilusión, pero yo era tan arrogante que ni una sola vez contemplé la posibilidad de que hubiera perdido la partida deliberadamente. No tenía ninguna razón para hacerlo, ¿verdad? No que yo supiera. No en ese momento.

—¿Por qué le dejó ganar?

—Ya te lo he dicho: para seducirme.

—¿Qué?, ¿quiere decir que quería acostarse con usted?

Whitehead se encogió de hombros muy suavemente.

—Es posible, sí. —La idea pareció divertirle; la vanidad floreció en su rostro—. Sí, creo que es probable que yo fuese una tentación. —Luego la sonrisa se desvaneció—. Pero el sexo no es nada, ¿verdad? Es decir, cuando se trata de posesiones, follarse a alguien es algo muy común. Me quería para algo mucho más profundo y permanente que cualquier acto físico.

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