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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (16 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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El resto del grupo no intentó interrumpir al maestro, y empezaron a hablar entre ellos, dejando a Marty a merced de Flynn. Había cambiado muy poco. La ropa era distinta, desde luego: llevaba la moda del año anterior, como siempre; también había perdido bastante pelo; pero por lo demás era el mismo mentiroso bromista de siempre, sometiendo a su aprobación su colección de invenciones, como su participación en el negocio de la música, sus contactos en Los Ángeles, o sus planes para abrir un estudio de grabación en el barrio.

—He pensado mucho en ti —dijo—. Me preguntaba cómo te iba. Iba a visitarte, pero pensé que no me lo agradecerías —tenía razón—. Además, siempre estoy fuera, ¿sabes? Así que dime, colega, ¿qué haces por aquí?

—He venido a ver a Charmaine.

—Ah. —Parecía casi como si se hubiera olvidado de quién era—. ¿Está bien?

—Más o menos. A ti parece que te va bien.

—He tenido mis problemillas, ya sabes, como todo el mundo. Pero me va bien, ya sabes —bajó la voz hasta que fue casi inaudible—. Ahora la pasta está en las drogas. No en la hierba, en las duras. Paso sobre todo cocaína; heroína de vez en cuando. No me gusta tocarla… pero tengo gustos caros —puso cara de «qué mundo este», volvió a la barra a pedir más bebidas, y siguió hablando, un discurso incoherente de autobombo y observaciones de mal gusto. Marty se resistió al principio, pero luego sucumbió ante él. Su inventiva era tan irresistible como siempre. Solo se interrumpía de vez en cuando para hacerle alguna pregunta a su público. A Marty le parecía bien. No tenía ganas de hablar. Siempre había sido así. Flynn era el grosero, el ingenioso, el simpático; Marty el callado, el dubitativo. Eran como dos álter ego. Al estar otra vez con Flynn, Marty sentía un alivio más profundo.

La tarde pasó volando. La gente se acercaba a Flynn, se tomaba una copa con él y se iba, después de que el bufón de la corte los hubiera entretenido. Entre ellos había algunos individuos que Marty conocía, y se produjeron algunos encuentros incómodos, pero todo fue más sencillo de lo que había esperado. La bonhomía de Flynn facilitaba las cosas. Alrededor de las diez y cuarto desapareció discretamente durante un cuarto de hora («Tengo que ocuparme de un asuntillo», dijo), volvió con un fajo de billetes en el bolsillo, y empezó a gastarlos de inmediato.

—Lo que necesitas —le dijo a Marty cuando se hubieron emborrachado—, lo que necesitas es una buena mujer. No… —Se rió—. No, no, no. Lo que necesitas es una mala mujer.

Marty asintió; la cabeza se le iba.

—Eso mismo —dijo.

—Pues vamos a por una chica, ¿eh? ¿Hacemos eso?

—Me parece bien.

—Lo que digo es que necesitas compañía, tío, y yo también. Y también hago un poquito de eso aparte, ¿sabes? Tengo algunas chicas disponibles. Me aseguraré de que te traten bien.

Marty estaba demasiado borracho para discutir. Además, la idea de una mujer (comprada o seducida, ¿qué demonios importaba?) era la mejor que había oído en mucho tiempo. Flynn se fue, hizo una llamada telefónica, y volvió con una mirada maliciosa.

—Ningún problema —dijo—. Ningún problema en absoluto. Otra copa, y nos ponemos en marcha.

Marty lo obedeció como un cordero. Se tomaron otra copa, salieron de El Eclipse dando tumbos, doblaron la esquina y llegaron al coche de Flynn, un Volvo que había visto mejores días. Cinco minutos después llegaron a una casa en una urbanización. Una mujer negra y atractiva les abrió la puerta.

—Úrsula, este es mi amigo Marty. Marty, dile «hola» a Úrsula.

—Hola, Úrsula.

—¿Dónde están los vasos, cariño? Papá ha traído una botella.

Bebieron un poco más los tres juntos, y luego subieron; fue entonces cuando Marty se dio cuenta de que Flynn no iba a marcharse. Iba a ser un
ménage a trois,
como en los viejos tiempos. Su inquietud inicial se desvaneció cuando la chica empezó a desnudarse para ellos. La bebida lo había desinhibido, y se sentó en la cama, jaleándola mientras se quitaba la ropa, apenas consciente de que probablemente a Flynn le divertía tanto su evidente necesidad como la chica.
Que mire,
pensó Marty, es
su fiesta.

En el dormitorio pequeño y mal iluminado, el cuerpo de Úrsula parecía esculpido en mantequilla negra. Una crucecita de oro brillante descansaba entre sus grandes pechos. Su piel también brillaba; cada poro estaba marcado por una gota de sudor. Flynn también había empezado a desnudarse, y Marty lo secundó, quitándose los pantalones vaqueros con cierta dificultad, reacio a perder de vista a la chica mientras esta se sentaba en la cama y se llevaba las manos a la entrepierna.

A continuación recibió una rápida reeducación en el arte del sexo. Como un nadador que volviese al agua después de años de ausencia, enseguida recordó los movimientos. Durante las dos horas siguientes acumuló recuerdos para llevarse consigo: la expresión divertida de Úrsula mientras Flynn, arrodillado a los pies de la cama, le chupaba los dedos de los pies; Úrsula gorjeando sobre su erección como una paloma negra antes de devorarla hasta la raíz; Flynn lamiéndose las manos y sonriendo, lamiendo y sonriendo. Y al fin los dos compartiendo a Úrsula, Flynn enterrado en su trasero, corroborando lo que a los once años había asegurado que se hacía con las mujeres.

Después se durmieron juntos. En algún momento en mitad de la noche Marty se despertó y vio a Flynn vistiéndose y escabullándose, seguramente a casa; dondequiera que esta estuviese esos días y noches.

24

Se despertó poco antes del amanecer, y se sintió desorientado durante unos segundos hasta que oyó la pausada respiración de Ursula junto a él. Le dijo «adiós» mientras ella dormitaba, y cogió un taxi hasta su coche. Llegó al Santuario a las ocho y media. El agotamiento acabaría por alcanzarlo, y también la resaca, pero conocía bien su reloj interno, y sabía que aún tendría unas horas de gracia antes de saldar la deuda.

Pearl estaba recogiendo la cocina después del desayuno. Intercambiaron algunas cortesías, y Marty se sentó a tomar tres tazas de café solo, una detrás de otra. Tenía un horrible sabor de boca, y el perfume de Úrsula, que le había parecido exquisito la noche anterior, era empalagoso esta mañana. Se le había quedado en las manos y en el pelo.

—¿Has tenido una buena noche? —preguntó Pearl. Marty asintió sin responder—. Será mejor que te metas un buen desayuno, porque hoy no podré prepararte nada de comer.

—¿Por qué no?

—Estoy muy ocupada con la cena.

—¿Qué cena?

—Que te lo cuente Bill. Quiere verte. Está en la biblioteca.

Toy parecía cansado, pero no tan enfermo como la última vez que se vieran. Tal vez hubiese visto a un médico desde entonces, o se hubiese tomado unas vacaciones.

—¿Quería hablar conmigo?

—Sí, Marty, sí. ¿Disfrutaste de tu noche en la ciudad?

—Mucho. Gracias por hacerla posible.

—No fue cosa mía; fue Joe. Le caes bien, Marty. Lillian me ha dicho que hasta los perros te han cogido cariño.

Toy se acercó a la mesa, abrió la cigarrera y escogió un cigarrillo. Marty nunca le había visto fumar.

—Hoy no vas a ver al señor Whitehead; va a haber una pequeña reunión esta noche…

—Sí, Pearl me lo ha contado.

—No es nada especial. De vez en cuando el señor Whitehead celebra cenas para unos pocos escogidos. Le gusta que sean reuniones privadas, así que no te necesitará.

Marty estaba conforme. Por lo menos podría tumbarse y recuperar algo de sueño.

—Obviamente nos gustaría que estuvieras en la casa, por si te necesitásemos por alguna razón, pero creo que no es probable.

—Gracias, señor.

—Puedes llamarme Bill en privado, Marty; ya no hace falta que seamos formales.

—Vale.

—Quiero decir… —Hizo una pausa para encender el cigarrillo—. Aquí todos somos criados, ¿no? De un modo u otro.

Después de ducharse, pensó en salir a correr, pero desechó la idea por masoquista, y luego se tumbó a echar una cabezada. Empezaba a sentir los primeros síntomas de la inevitable resaca. No había cura conocida. La única opción era dormirla.

Se despertó a media tarde, acuciado por el hambre. La casa estaba en silencio. La cocina estaba vacía, y solo el zumbido de una mosca en la ventana (la primera que Marty veía esa estación) interrumpía el silencio glacial. Pearl habría terminado los preparativos de la cena de esa noche, y se había ido; quizá volviera más tarde. Marty fue al frigorífico y buscó algo que acallase los rugidos de su estómago. El sándwich que se hizo parecía una cama sin hacer, con las lonchas de jamón cayéndose de las mantas de pan, pero sirvió. Puso la cafetera y fue a buscar compañía.

Era como si todos hubiesen desaparecido de la faz de la tierra. Mientras recorría la casa desierta, el abismo de la tarde se lo tragó. La calma y los restos del dolor de cabeza conspiraban para ponerlo nervioso. Miraba hacia atrás como un hombre en una calle mal iluminada. Arriba el silencio era mayor todavía; la moqueta del rellano amortiguaba sus pasos hasta tal punto que Marty podría haber sido ingrávido. A pesar de todo, caminaba con sigilo.

A mitad del rellano (el rellano de Whitehead) estaba la frontera que le habían ordenado que no cruzase. Los aposentos privados del viejo estaban en ese extremo de la casa, así como el dormitorio de Carys. ¿Qué habitación sería? Intentó recrear el exterior de la casa, para localizar la habitación por eliminación, pero le faltaba imaginación para relacionar el exterior con las puertas cerradas del pasillo que se extendía frente a él.

No estaban todas cerradas. La tercera por su derecha estaba ligeramente entreabierta: y ahora que sus oídos estaban afinados hasta el límite de lo audible, podía oír movimiento en el interior. Seguro que era ella. Traspuso el umbral invisible y se adentró en territorio prohibido, sin pensar en el castigo que la transgresión pudiese acarrear; estaba ansioso por ver su cara, y quizá hablar con ella. Llegó a la puerta, y miró en el interior.

Carys estaba allí. Estaba recostada en la cama y miraba fijamente a media distancia. Marty estaba a punto de entrar a hablar con ella cuando alguien más se movió en la habitación, oculto por la puerta. Supo que era Whitehead antes de oír su voz.

—¿Por qué me tratas tan mal? —le preguntaba en un susurro—. Ya sabes cómo me duele que te pongas así.

Ella no dijo nada: ni siquiera dio muestras de haberlo oído.

—No te pido mucho, ¿verdad? —preguntó. Ella parpadeó en su dirección—. ¿Verdad?

Al fin, se dignó contestar. Cuando lo hizo habló en voz tan baja que Marty apenas pudo entender sus palabras.

—¿No te da vergüenza? —le preguntó.

—Hay cosas peores, Carys, que tener a alguien que te necesita; créeme.

—Lo sé —respondió ella, apartando los ojos de él. Había mucho dolor, y sumisión en el rostro de dicho dolor, en esas dos palabras: «Lo sé». De repente Marty se puso enfermo de deseo por ella; por tocarla, por intentar aliviar el dolor desconocido. Whitehead atravesó la habitación y se sentó en el borde de la cama junto a ella. Marty retrocedió un paso, por miedo a ser descubierto, pero la atención de Whitehead se concentraba en el enigma que tenía delante.

—¿Qué sabrás tú? —Le preguntó. La amabilidad anterior se había evaporado de repente—. ¿Me estás ocultando algo?

—Solo sueños —respondió ella—. Cada vez más.

—¿De qué?

—Ya lo sabes. Lo de siempre.

—¿Tu madre?

Carys asintió, casi imperceptiblemente.

—Y otros —dijo.

—¿Quiénes?

—Nunca se muestran.

El viejo suspiró, y apartó la vista de ella.

—¿Y en los sueños? —preguntó—. ¿Qué pasa?

—Ella intenta hablar conmigo. Intenta decirme algo.

Whitehead no le hizo más preguntas: parecía que ya no le quedaban. Tenía los hombros caídos. Carys lo miró, percibiendo su derrota.

—¿Dónde está, papá? —Le preguntó inclinándose hacia delante por primera vez, y rodeándole el cuello con el brazo. Era un gesto claramente manipulador; le ofrecía esa intimidad solo para obtener lo que deseaba. ¿Cuánto le habría ofrecido, y cuánto habría tomado él, en el tiempo que habían pasado juntos? Su rostro se acercó al suyo; la luz de última hora de la tarde le daba un aire encantador—. Dime, papá —volvió a preguntarle—, ¿dónde crees que está? —Y entonces Marty advirtió la burla que encerraba la pregunta, en apariencia inocente. No sabía lo que significaba. Lo que querría decir esta escena, con sus palabras de frío y vergüenza, tampoco estaba nada claro. De algún modo, se alegraba de no saberlo. Pero aquella pregunta, que ella le había formulado con fingido afecto, ya estaba hecha, y tenía que esperar un momento más, hasta que el anciano la hubiese respondido—. ¿Dónde está, papá?

—En sueños —respondió él, apartando el rostro de ella—. Solo en sueños.

Ella retiró el brazo de su hombro.

—No me mientas nunca —lo acusó fríamente.

—Es lo único que puedo decirte —respondió él; su tono era casi lastimoso—. Si sabes más que yo… —Whitehead se volvió a mirarla, con urgencia en su voz—. ¿Sabes algo?

—Oh, papá —murmuró ella en tono de reproche—. ¿Más conspiraciones? —Marty se preguntó cuántas fintas habría en esta conversación—. ¿No sospecharás de mí ahora, verdad?

Whitehead frunció el ceño.

—No, de ti nunca, cariño —dijo—. De ti nunca.

Levantó la mano hasta su rostro y se inclinó para poner sus labios resecos sobre los suyos. Antes de que se tocaran, Marty se alejó de la puerta y desapareció en silencio.

Había cosas que no tenía estómago para mirar.

25

Hacia las siete empezaron a llegar coches a la casa. Marty reconoció algunas voces en el pasillo. Supuso que sería el grupo habitual; entre ellos el Contorsionista y sus camaradas; Ottaway, Curtsinger y Dwoskin. También oyó voces de mujeres. Habrían traído a sus esposas, o a sus amantes. Se preguntó qué clase de mujeres serían. Antaño hermosas, ahora ajadas y faltas de amor. Sin duda estarían aburridas de sus maridos, que pensaban más en hacer dinero que en ellas. Captó el olor de su risa en el pasillo, y luego el de su perfume. Siempre había tenido buen olfato.
Saúl
habría estado orgulloso de él.

Hacia las ocho y cuarto fue a la cocina y calentó el plato de
raviolis
que le había dejado Pearl, y luego se retiró a la biblioteca a ver vídeos de boxeo. Los sucesos de la tarde todavía le inquietaban. Por mucho que lo intentaba no podía quitarse a Carys de la cabeza, y le irritaba su propio estado emocional, sobre el que tenía tan poco control. ¿Por qué no podía ser como Flynn, que compraba a una mujer por la noche y se marchaba a la mañana siguiente? ¿Por qué se mezclaban siempre sus sentimientos, de modo que no podía distinguir uno de otro? En la pantalla, el combate se recrudecía, pero apenas era consciente del castigo ni la victoria. Su imaginación conjuraba el rostro impenetrable de Carys tendida en la cama, y lo observaba con atención, buscando una explicación.

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