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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (17 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Ignorando la cháchara del comentarista de la pelea, Marty volvió a la cocina para coger otras dos cervezas del frigorífico. En ese lado de la casa no se oía un solo ruido de los invitados. Pero por otra parte, un grupo tan civilizado sería discreto, ¿verdad? Brindarían con cristal tallado, y hablarían de los placeres de los ricos.

Que
se jodan,
pensó.
Whitehead y Carys, y los demás.
No era su mundo, y no quería formar parte de él, ni de ellos, ni de ella. Podía tener cuantas mujeres quisiera en cualquier momento, solo tenía que descolgar el teléfono y llamar a Flynn. Ningún problema. Que jugaran a sus juegos estúpidos: no le interesaban. Bebió la primera lata de cerveza en la cocina, luego sacó dos más y se las llevó al salón. Iba a ponerse ciego esa noche. Claro que sí. Se iba a emborrachar tanto que nada le importaría. Especialmente ella. Porque no le importaba. No le importaba.

La cinta había terminado, y la pantalla se había quedado en blanco. Zumbaba con una imagen de puntos en movimiento. Ruido blanco. ¿No se llamaba así? Era un retrato del caos, ese siseo, esos puntos retorciéndose; el universo zumbando para sus adentros. Las ondas vacías nunca estaban vacías del todo.

Apagó la televisión. No quería ver más combates. Le zumbaba la cabeza igual que la caja; allí dentro también había ruido blanco.

Se retrepó en la silla y se bebió la segunda lata de cerveza de dos tragos. Volvió a ver la imagen de Carys con Whitehead. «Vete», le dijo en voz alta; pero la imagen siguió allí. ¿Acaso la deseaba, era eso? ¿Se quedaría tranquilo si se la llevaba al palomar una tarde y se la tiraba hasta que le suplicara que no parase nunca? La mezquina idea solo lo asqueó; no podía resolver esas ambigüedades con pornografía.

Cuando abrió la tercera lata de cerveza descubrió que le sudaban las manos, un sudor frío que asociaba con la enfermedad, como los primeros síntomas de la gripe. Se secó las palmas en los vaqueros y dejó la cerveza. El encaprichamiento no era lo único que alimentaba su nerviosismo. Algo iba mal. Se levantó y se acercó a la ventana de la sala. Contemplaba la profunda oscuridad al otro lado del cristal, cuando se percató de cuál podía ser el problema. Las luces del césped y de la valla exterior estaban apagadas. Tendría que encenderlas él mismo. Por primera vez desde que llegase a la casa, fuera había una noche auténtica, la noche más negra que había visto en muchos años. En Wandsworth siempre había luz: los focos abrasaban los muros durante toda la noche. Pero allí ni siquiera había farolas, fuera solo había noche.

Noche; y ruido blanco.

26

Aunque Marty hubiese imaginado lo contrario, Carys no había asistido a la cena. Le quedaban muy pocas libertades; rechazar las invitaciones para cenar de su padre era una de ellas. Había soportado sus inesperadas lágrimas durante toda la tarde, así como sus acusaciones, igual de inesperadas. Estaba cansada de sus besos y de sus dudas. Así que esa noche se había concedido una dosis mayor de lo habitual, hambrienta de olvido. Solo quería tumbarse y disfrutar de la no existencia.

En el instante en que apoyaba la cabeza en la almohada, algo, o alguien, la tocó. Recuperó la conciencia sobresaltada. La habitación estaba vacía. Las lámparas estaban encendidas, y las cortinas corridas. No había nadie: los sentidos le habían jugado una mala pasada. Sin embargo, todavía sentía un cosquilleo en las terminaciones nerviosas de la nuca, que respondían a la intromisión como anémonas, allí donde le había parecido que la tocaban. Se masajeó la zona. El susto le impediría dormir durante un rato. No podría tumbarse hasta que el corazón dejase de latirle con tanta fuerza.

Se incorporó y se preguntó dónde estaría su corredor. Probablemente cenando con el resto de la corte de papá. Eso les gustaría: tenerlo entre ellos y así tratarlo con condescendencia. Ya no pensaba en él como en un ángel. Después de todo ahora tenía un nombre, y una historia (Toy le había contado cuanto sabía). Había perdido su divinidad tiempo atrás. Era el que era, Martin Francis Strauss, un hombre de ojos de color verde y gris, con una cicatriz en la mejilla y manos elocuentes como las de un actor, aunque no creía que fuese un buen mentiroso profesional: los ojos lo traicionaban con demasiada facilidad.

Entonces volvió a sentir el toque, y esta vez sintió claramente que unos dedos le agarraban la nuca, como si alguien le pellizcase el hueso de la columna entre el pulgar y el índice con muchísima suavidad. Era una ilusión absurda, pero demasiado intensa para ignorarla.

Se sentó en la mesa del tocador y sintió una inquietud en el estómago que recorrió su cuerpo y la hizo temblar. ¿Sería el resultado de un mal viaje? Hasta entonces no había tenido problemas: la heroína que Luther compraba a sus proveedores en Stratford era siempre de la mejor calidad: papá podía permitírsela.

Vuelve a tumbarte,
se dijo.
Aunque no puedas dormir, túmbate.
Pero cuando se levantó y empezó a caminar hacia la cama, esta retrocedió, la habitación entera retrocedió hacia el rincón como si estuviera pintada en un lienzo y una mano oculta tirase de ella.

Entonces le pareció que los dedos volvían a su cuello con mayor insistencia, como si se abrieran paso hacia su interior. Se frotó la nuca con fuerza, maldiciendo a Luther en voz alta por traerle material de mala calidad. Probablemente compraba heroína cortada en lugar de pura, y se embolsaba la diferencia. La rabia le despejó la cabeza por un momento, o eso le pareció, pues no ocurrió nada más. Volvió tranquilamente a la cama, apoyándose en la pared de papel de flores. Las cosas empezaban a corregirse; la habitación tenía otra vez la perspectiva correcta. Suspiró aliviada, se tumbó sobre las mantas, y cerró los ojos. Algo se movió detrás de sus párpados. Figuras que se formaban, se deshacían y volvían a formarse. Ninguna tenía el menor sentido: eran como salpicaduras y manchas, el grafiti de un lunático. Las observó, fascinada por sus fluidas transformaciones, consciente apenas de que los dedos invisibles habían vuelto a encontrar su cuello y se insinuaban en su sustancia con la sutil eficacia de un buen masajista.

Y luego el sueño.

Carys no oyó a los perros cuando empezaron a ladrar: Marty, sí. Al principio solo fue un ladrido aislado en algún punto al sudeste de la casa, pero la voz de alarma se extendió y un coro de voces se alzó casi de inmediato.

Marty se levantó embotado por el alcohol y volvió a la ventana.

Se había levantado viento. Probablemente había derribado una rama muerta, y eso había alarmado a los perros. En un extremo de la finca había visto varios olmos muertos que necesitaban una poda; era probable que uno de ellos fuera el culpable. Pero sería mejor que echase un vistazo. Fue a la cocina y encendió las pantallas de vídeo, pasando de una cámara a otra por la valla exterior. No se veía nada. Sin embargo, cuando pasó a las cámaras situadas al este de los bosques las imágenes desaparecieron. El ruido blanco reemplazó a la visión del césped iluminado. Había un total de tres cámaras desconectadas.

—Mierda —dijo. Si se había caído un árbol, y parecía más probable que así fuera, si las cámaras no funcionaban, tendría entre manos un trabajo de limpieza. Pero era extraño que las alarmas no hubiesen saltado. Una caída que había inutilizado tres cámaras tendría que haber abierto una brecha en los sistemas de la valla: pero no sonaban las alarmas, ni aullaban las sirenas. Descolgó su chaqueta del perchero que había junto a la puerta de atrás, cogió una linterna, y salió.

Las luces de la valla estaban encendidas hasta donde alcanzaba la vista; las comprobó rápidamente, pero no vio ninguna apagada. Se dirigió hacia donde ladraban los perros. Era una noche cálida, a pesar del viento: el primer calor confiado de la primavera. Se alegraba de pasear, incluso si se trataba de una pérdida de tiempo. Tal vez ni siquiera hubiese sido un árbol, sino un fallo eléctrico. No había nada infalible. Se alejó de la casa, las ventanas iluminadas se hicieron más pequeñas. La oscuridad lo rodeó por completo. Lo separaban doscientos metros de las luces de la valla y de la casa, se encontraba aislado en tierra de nadie, tropezando, pues la linterna iluminaba débilmente el césped a una distancia de pocos pasos. En los bosques, el viento encontraba alguna voz ocasional; de lo contrario había silencio.

Finalmente llegó a la valla, donde calculaba que había oído a los perros. Las luces funcionaban en ambas direcciones: no había signos visibles de perturbación. Pero a pesar de la tranquilizadora normalidad de la escena, había algo extraño en ella, en la noche y el viento cálido. Tal vez la oscuridad no fuese tan benigna al fin y al cabo, y la tibieza del aire no fuese totalmente natural para la época del año. Había empezado a sentir un tic en el estómago, y tenía la vejiga llena de cerveza. Le irritaba no ver ni oír a los perros. Tal vez hubiese cometido un error de juicio al calcular su posición, o hubieran salido en persecución de algo. O, se le ocurrió la absurda idea, perseguidos.

Las cabezas encapuchadas de los focos en los postes de la valla se balancearon en una nueva ráfaga de viento; la escena dio vueltas bajo la intensa luz. Decidió que no podría seguir adelante hasta que hubiese vaciado su dolorida vejiga. Apagó la linterna, se la guardó, y se bajó la cremallera, volviendo la espalda a la valla y a la luz. Sintió un gran alivio al mear en el césped; la satisfacción física le hizo gemir.

En ello estaba cuando las luces a su espalda parpadearon. Al principio pensó que se trataba de un efecto del viento. Pero no, se estaban apagando de verdad. En el mismo momento en que se apagaron, los perros empezaron de nuevo a ladrar, con rabia y con pánico, siguiendo la valla por su derecha.

No podía dejar de mear una vez había empezado, y durante unos segundos preciosos maldijo su falta de control sobre la vejiga. Cuando acabó, se subió la cremallera y echó a correr en dirección a la algarabía. Entonces las luces volvieron a encenderse, vacilantes, con los circuitos zumbando. Pero estaban muy lejos unas de otras, y no le ofrecían mucho consuelo. Entre ellas se extendían parcelas de oscuridad, de modo que cada diez pasos había claridad, y en los otros nueve, oscuridad. El miedo le oprimía las entrañas, pero corrió tanto como pudo. La valla parpadeaba frente a él. Luz, oscuridad, luz, oscuridad…

Una escena dramática se presentó a su vista. Había un intruso en el límite del círculo de luz que proyectaba uno de los focos. Los perros lo rodeaban, lo mordían, lo desgarraban, los talones, el pecho. El hombre se mantenía en pie con las piernas separadas mientras le hacían pedazos.

Marty se dio cuenta de que estaba a punto de presenciar una masacre. Los perros estaban fuera de sí, y se abatían sobre el intruso con toda la furia con que eran capaces. Curiosamente, a pesar de la ferocidad de su ataque, tenían el rabo entre las piernas, y los gruñidos graves que emitían mientras lo rodeaban buscando otra brecha eran sin duda de temor.
Job
ni siquiera intentaba lanzarse al ataque: se movía con sigilo, con los ojos entornados, contemplando el heroísmo de los demás.

Marty empezó a llamarlos por su nombre, utilizando las órdenes enérgicas y sencillas que Lillian le había enseñado:

—¡Quieto!
¡Saúl!
¡Quieto!
¡Dido!

Los perros estaban adiestrados a la perfección: los había visto realizar esos ejercicios una docena de veces. Cuando oyeron la orden renunciaron a su víctima, a pesar de la intensidad de su rabia. Retrocedieron de mala gana, con las orejas gachas, enseñando los dientes, clavando sus ojos en el hombre.

Marty se dirigió lentamente hacia el intruso, que se había quedado en medio de un círculo de perros vigilantes, dispuestos a saltar y sedientos de sangre. No llevaba armas a la vista; a decir verdad parecía más un mendigo que un asesino en potencia. Llevaba una chaqueta oscura, que los perros habían desgarrado en una docena de sitios, y donde asomaba la piel relucía la sangre.

—Aléjalos… de mí —dijo con voz dolorida. Lo habían mordido por todo el cuerpo. Le habían arrancado trozos de carne en algunas partes, sobre todo en las piernas. Le habían atravesado el dedo corazón de la mano izquierda en la segunda falange, y colgaba de un trozo de tendón. La sangre salpicaba la hierba. Era asombroso que siguiera en pie.

Los perros todavía lo rodeaban, dispuestos a reanudar el asalto en cuanto se lo ordenasen; algunos miraban a Marty con impaciencia. Estaban ansiosos por rematar a la víctima herida. Pero el mendigo no daba muestras de miedo. Solo tenía ojos para Marty, y esos ojos eran como alfileres sobre un blanco lívido.

—No te muevas si no quieres que te maten —dijo Marty—. Si intentas escapar te derribarán. ¿Entiendes? No tengo tanto control sobre ellos.

El otro no dijo nada: solo lo miró. Marty sabía que debía sufrir una intensa agonía. Ni siquiera era joven. La barba rala de varios días era más gris que negra. El cráneo que había bajo la carne laxa y cerúlea era duro, los rasgos viejos y cansados: incluso trágicos. Únicamente el brillo grasiento de la piel y los músculos faciales inmóviles, delataban su sufrimiento. Su mirada tenía la serenidad del ojo de un huracán, y la misma amenaza.

—¿Cómo has entrado? —preguntó Marty.

—Llévatelos —dijo el hombre. Hablaba como si esperase que lo obedecieran.

—Entra en la casa conmigo.

El otro meneó la cabeza, negándose siquiera a tener en cuenta esa posibilidad.

—Llévatelos —repitió.

Marty acató su autoridad, aunque no estaba seguro de por qué. Llamó a los perros por su nombre, y estos acudieron con miradas de reproche, reacios a abandonar su presa.

—Ahora entra en casa —dijo Marty.

—No hace falta.

—Por amor de Dios, te vas a desangrar.

—Odio a los perros —dijo sin quitarle los ojos de encima—. Igual que tú.

Marty no tenía tiempo para pensar detenidamente en lo que decía, solo quería evitar que la situación volviese a descontrolarse. Sin duda la pérdida de sangre lo había debilitado. Si se caía, Marty no sabía si podría evitar que los perros entrasen a matar. Daban vueltas en torno a sus piernas, mirándolo con irritación; sentía su cálido aliento.

—Si no vienes por las buenas, te llevaré a la fuerza.

—No. —El intruso alzó la mano herida hasta el pecho y la miró—. No necesito tus atenciones, gracias —dijo.

Mordió el tendón del dedo mutilado, como haría una costurera con un hilo. Las falanges desechadas cayeron sobre la hierba. Luego cerró la mano ensangrentada y se la guardó en la andrajosa chaqueta.

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