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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (19 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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—Sí.

—Bueno, creo que tienes que admitir que Joe sabe lo que quiere. —Puso una cara triste—. Deberíamos tatuárnoslo en la frente, ¿no crees? Joe sabe lo que quiere. Ojalá pudiera decirte más. Ojalá supiera más. Creo que sería mejor para todos los implicados que dejaras el tema.

—Me dio una pistola, Bill.

—Lo sé.

—Y me dijo que la usara.

Toy asintió; parecía dolido por todo esto, incluso arrepentido.

—Son malos tiempos, Marty. Todos tenemos… todos tenemos que hacer muchas cosas que no queremos, créeme.

Marty le creyó; confiaba en Toy lo bastante como para saber que si hubiese podido decirle algo al respecto, lo habría hecho. Tal vez Toy no supiera siquiera quién había roto el sello del Santuario. Si se trataba de un enfrentamiento privado entre Whitehead y el desconocido, entonces quizá el viejo fuera el único que podía ofrecerle una explicación detallada, y estaba claro que no iba a dársela.

Marty aún tenía que interrogar a otra persona. A Carys.

No la había visto desde el día en que se colara en el rellano de arriba. Lo que había visto entre Carys y su padre le había inquietado, y admitía que sentía el impulso infantil de castigarla con su ausencia. Pero se sentía impulsado a buscarla, por incómodo que pudiera resultar el encuentro.

La encontró aquella tarde, merodeando en las proximidades del palomar. Estaba envuelta en un abrigo de piel que tenía aspecto de haber sido adquirido en una tienda de segunda mano; le quedaba muy grande, y estaba comido por la polilla. Parecía demasiado abrigada. El tiempo era cálido a pesar de las ráfagas de viento, y las nubes que atravesaban el cielo azul de porcelana no eran amenazadoras: demasiado pequeñas, demasiado blancas. Eran nubes de abril, que contenían como mucho una lluvia ligera.

—Carys.

Cuando clavó los ojos en él, tenía unas ojeras de cansancio tan profundas que al principio pensó que tenía los ojos morados. En la mano llevaba un manojo de flores, más que un ramo, muchas no se habían abierto aún.

—Huele —dijo, extendiéndolas.

Él las olisqueó. Casi no tenían aroma: solo olían a ansiedad y tierra.

—No huelen mucho.

—Menos mal —dijo ella—. Pensé que estaba perdiendo el olfato.

Dejó caer las flores con impaciencia.

—No te importa que te interrumpa, ¿verdad?

Ella meneó la cabeza.

—Interrumpe lo que quieras —respondió. La extrañeza de su actitud le pareció más evidente que nunca; siempre hablaba como si estuviera pensando en una broma privada. Deseaba entrar en el juego, aprender su lenguaje secreto, pero parecía impenetrable, como un ermitaño tras un muro de sonrisas taimadas.

—Supongo que anoche oíste a los perros —dijo.

—No me acuerdo —respondió ella frunciendo el ceño—. A lo mejor.

—¿Te han dicho algo al respecto?

—¿Por qué iban a hacerlo?

—No lo sé. Pensé que…

Ella lo tranquilizó al asentir con energía.

—Ya que lo preguntas, sí. Pearl me dijo que hubo un intruso. Y que lo espantasteis, ¿verdad? Los perros y tú.

—Los perros y yo.

—¿Y quién le arrancó el dedo?

¿Pearl también le había contado lo del dedo, o había sido el viejo quien se había dignado a darle ese brutal detalle? ¿Habían estado juntos en su habitación ese día? Desterró la idea antes de que la imagen se encendiera en su cabeza.

—¿Te lo dijo Pearl? —preguntó.

—No he visto al viejo —respondió ella—, si te refieres a eso.

Había resumido su idea tan bien que resultaba siniestro. Hasta usaba sus expresiones. «El viejo», lo había llamado, y no «papá».

—¿Quieres ir al lago? —sugirió ella, sin que al parecer le importase la respuesta.

—Claro.

—Tenías razón acerca del palomar —dijo—. Es feo cuando está tan vacío. Nunca se me había ocurrido. —La imagen del palomar desierto, en efecto, parecía ponerla nerviosa. Tembló, a pesar del grueso abrigo.

—¿Has salido a correr esta mañana? —preguntó.

—No. Estaba muy cansado.

—¿Tan mala fue?

—¿Tan mala fue qué?

—La noche.

No sabía cómo empezar a responder. Sí, claro, había sido mala, pero incluso si confiaba en ella lo bastante para describirle la ilusión que había visto, y no estaba seguro en absoluto de que así fuera, no tenía el vocabulario apropiado para hacerlo.

Carys se detuvo cuando llegaron al lago. La hierba que pisaban estaba salpicada de florecillas blancas, Marty no sabía cómo se llamaban. Ella las observó y dijo:

—¿Solo es otra prisión, Marty?

—¿El qué?

—Estar aquí.

Tenía la misma habilidad que su padre para la incoherencia. No había esperado la pregunta en absoluto, y lo desconcertó. Nadie le había preguntado cómo se sentía desde su llegada. Tan solo le habían hecho alguna pregunta superficial relativa a su comodidad. Quizá por ello no se había molestado en planteárselo. Cuando al fin respondió, lo hizo entrecortadamente.

—Sí… supongo que sigue siendo una prisión, no lo había pensado… no puedo irme cuando me apetezca, ¿verdad? Pero no se puede comparar… con Wandsworth… —Volvió a quedarse sin palabras—. Esto es otro mundo.

Quería decir que le encantaban los árboles, la extensión del cielo, las flores blancas que pisaban al andar, pero sabía que tales expresiones sonarían cargadas viniendo de él. No tenía talento para hablar así: no era como Flynn, que podía balbucear poesía al instante, como si fuera una segunda lengua. «Sangre irlandesa», solía decir, para explicar su labia. Marty solo dijo:

—Aquí puedo correr.

Ella murmuró algo que no entendió; quizá su asentimiento. Sea como fuere, la respuesta pareció satisfacerla, y él sintió que se disolvía la rabia con la que había empezado, su resentimiento por su astuta forma de hablar y su vida secreta con papá.

—¿Juegas al tenis? —Le preguntó ella, de nuevo sin razón aparente.

—No; no he jugado nunca.

—¿Te gustaría aprender? —sugirió mirándolo de reojo y sonriendo—. Yo podría enseñarte. Cuando mejore el tiempo.

Parecía demasiado frágil para cualquier ejercicio agotador; parecía que le agotaba vivir siempre al límite, aunque Marty no sabía al límite de qué.

—Si me enseñas, juego —dijo, satisfecho con el trato.

—¿Trato hecho? —preguntó ella.

—Trato hecho.

Y
sus ojos,
pensó,
son tan oscuros… ojos ambiguos que a veces te esquivan y te miran de soslayo, y a veces, cuando menos te lo esperas, te miran con tal franqueza que piensas que está desnudando tu alma.

Y
no es guapo,
pensó ella;
está acostumbrado a ser guapo, y corre para mantenerse en forma, porque si no lo hiciera, engordaría. Seguro que es un presumido: apuesto a que se pone delante del espejo todas las noches y se mira y le gustaría seguir siendo un chico guapo en lugar de un hombre fornido y sombrío.

Ella captó un pensamiento suyo, su mente se alzó con suavidad sobre su cabeza (al menos así lo imaginaba ella) y lo atrapó en el aire. Lo hacía todo el tiempo, con Pearl, con su padre, olvidando a menudo que los demás no tenían la habilidad para espiar tan a la ligera.

El pensamiento que había captado era:
tendría que aprender a ser amable;
o algo parecido. Tenía miedo de hacerle daño, por amor de Dios. Por eso se contenía tanto cuando estaba con ella, y se comportaba con tanta cautela.

—No me voy a romper —dijo, y él enrojeció.

—Perdona —respondió él. No sabía si estaba admitiendo su error, o que no había entendido su observación.

—No hace falta que me trates como si fuera una niña. No quiero que lo hagas. Todo el mundo lo hace.

Él le dedicó una mirada desconsolada. ¿Por qué no creía lo que decía? Ella aguantó, esperando alguna indicación, por tentativa que fuese.

Habían llegado a la presa que alimentaba el lago. Era alta, y la corriente rápida. Le habían dicho que algunas personas se habían ahogado en ella tan solo un par de décadas atrás, justo antes de que papá comprase la finca. Empezó a explicarle a Marty cómo un carruaje había ido a parar al lago durante una tormenta, hablando sin escucharse a sí misma, intentando averiguar cómo superar la barrera de su cortesía y su machismo para llegar a la parte que podría serle de utilidad.

—¿Y el carruaje sigue ahí? —preguntó él, mirando al torrente de agua.

—Supongo —dijo. La historia ya había perdido encanto.

»¿Por qué no confías en mí? —le preguntó directamente.

Él no respondió; pero estaba claro que se estaba debatiendo con algo. El ceño de desconcierto se convirtió en consternación.
Maldita sea,
pensó,
ahora sí que lo he estropeado.
Pero ya estaba hecho. Le había hecho una pregunta directa, y estaba dispuesta a oír las malas noticias, cualesquiera que fuesen.

Casi sin querer, le robó otro pensamiento, y este fue asombrosamente claro: como si lo estuviera viviendo. A través de sus ojos vio la puerta de su dormitorio, y se vio a sí misma tendida en la cama, con los ojos vidriosos, y vio a papá sentado junto a ella. Se preguntó cuándo había ocurrido eso. ¿Ayer? ¿Antes de ayer? ¿Les había oído hablar de ello? ¿Eso era lo que le disgustaba tanto? Había jugado a detective, y no le había gustado lo que había descubierto.

—No soy muy sociable —dijo él, en respuesta a su pregunta sobre la confianza—. Nunca lo he sido.

Cómo escurría el bulto en lugar de decir la verdad… Era amable con ella hasta extremos obscenos. Quiso retorcerle el cuello.

—Nos espiaste —dijo con una franqueza brutal—. Eso es lo que pasa, ¿no? Nos has visto a papá y a mí juntos…

Intentó enunciar la observación de modo que pareciese una suposición al azar. No resultaba muy convincente, y lo sabía. Pero qué diablos, ya lo había dicho, y él tendría que inventar sus propias razones para explicarse cómo había llegado a esa conclusión.

—¿Qué oíste? —exigió, pero no obtuvo respuesta. No era la rabia lo que le hacía callar, sino la vergüenza que sentía por haberlos espiado. Se había sonrojado de oreja a oreja.

—Te trata como si le pertenecieras —murmuró él, sin apartar la mirada del agua turbia.

—Y así es, de alguna manera.

—¿Por qué?

—Soy lo único que tiene. Está solo…

—Sí.

—Y asustado.

—¿Te deja salir del Santuario alguna vez?

—No quiero irme —dijo—. Aquí tengo todo lo que quiero.

Él quiso preguntarle cómo encontraba amantes, pero ya estaba bastante avergonzado. Ella encontró el pensamiento de todas formas, seguido rápidamente por la imagen de Whitehead inclinándose para besarla. Quizá fuera más que un beso paternal. Aunque intentaba no pensar mucho en esa posibilidad, no podía descartarla. Marty era más agudo de lo que había creído; había entendido el trasfondo, aunque era sutil.

—No confío en él —dijo Marty. Apartó los ojos del agua para mirarla. Su confusión era evidente a todas luces.

—Sé cómo manejarlo —respondió ella—. He hecho un trato con él. Él entiende de tratos. Yo me quedo con él, y él me da lo que quiero.

—¿Y qué es?

Entonces fue ella la que apartó la mirada. La espuma del agua era de un marrón sucio.

—Un poco de sol —respondió al fin.

—Pensaba que eso era gratis —dijo Marty confundido.

—El que a mí me gusta no —replicó ella. ¿Qué quería de ella? ¿Disculpas? Si así era, quedaría decepcionado.

—Debería volver a la casa —dijo Marty.

De repente, dijo:

—No me odies, Marty.

—No lo hago —respondió él.

—Muchos somos así.

—¿Así?

—De su propiedad.

Otra fea verdad. Ese día estaba llena a rebosar de ellas.

—Podrías largarte si quisieras de verdad, ¿no?—dijo él malhumorado.

Ella asintió.

—Supongo que sí. Pero ¿adónde?

La pregunta no tenía sentido para él. Había todo un mundo al otro lado de las vallas, y seguro que no le faltaban recursos para explorarlo, siendo la hija de Joseph Whitehead. ¿Tan aburrida le parecía la idea? Hacían una pareja muy extraña. Él, cuya experiencia había sido reducida de un modo tan antinatural (años de su vida desperdiciados), y que estaba ansioso por recuperar el tiempo perdido. Ella, tan apática que le fatigaba hasta la idea de escapar de la prisión que ella misma había construido.

—Podrías ir a cualquier sitio —dijo.

—Eso es lo mismo que a ningún sitio —respondió ella sin emoción; era un destino en el que pensaba con frecuencia. Lo miró, esperando que se hubiese encendido alguna luz, pero no mostraba ni un ápice de comprensión.

»Es igual —dijo.

—¿Vienes?

—No. Me voy a quedar aquí un rato.

—No te tires.

—No sabes nadar, ¿eh? —respondió ella con impertinencia. Él frunció el ceño sin entender—. No importa. Nunca te he tomado por un héroe.

La dejó a escasos centímetros del borde, observando el agua. Lo que le había dicho era cierto; no era muy sociable. Pero con las mujeres era aún peor. Tendría que haberse metido a cura, como siempre había querido su madre. Así habría resuelto el problema; pero tampoco entendía la religión, ni lo había hecho nunca. Tal vez eso fuese una parte del problema entre la muchacha y él: que ninguno de los dos creía en una maldita cosa. No había nada que decir, no había temas que discutir. Miró por encima del hombro. Carys se había alejado un poco del punto en que la había dejado. El sol arrancaba destellos de la superficie del agua y su silueta se recortaba contra él. Era casi como si no fuera real.

Tercera parte

Deuce

1. deuce: El dos en los juegos de dados o cartas; (Tenis) situación del marcador en la que ambos jugadores deben hacerse con dos puntos o juegos consecutivos para ganar.

2. deuce: Plaga, jaleo, confusión, el Demonio

V

Superstición

29

Menos de una semana después de la conversación en la presa, aparecieron las primeras grietas en los pilares del imperio Whitehead. Al principio eran delgadas como cabellos, pero pronto se ensancharon. Empezó la venta espontánea en los mercados de valores de todo el mundo, una súbita pérdida de fe en la credibilidad del imperio. Las abrumadoras pérdidas de valor de las acciones aumentaron enseguida. La fiebre por vender, una vez contraída, parecía casi incurable. En el espacio de un día hubo más visitantes en la finca de los que Marty había visto nunca. Entre ellos se encontraban los rostros familiares, por supuesto, pero también había muchos otros, suponía que analistas financieros. Los visitantes japoneses y europeos se mezclaban con los ingleses, hasta que en la casa se oían más acentos que en las Naciones Unidas.

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