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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (21 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Tenía razón, al menos en lo superficial. Pero no era tan sencillo, ¿verdad? Sí que era todo cuestión de azar; no podía negar esa condición básica. Pero una parte de Marty pensaba otra cosa, aunque no podía describir lo que era.

—¿No es eso lo que has dicho? —insistió Whitehead—. Que era accidental.

—No siempre es así.

—Algunos tenemos a la suerte de nuestra parte. ¿Es eso lo que quieres decir? Algunos tenemos el dedo… —Whitehead trazó un círculo en el aire con el índice— en la ruleta. —El dedo se detuvo. En su imaginación, Marty completó la imagen: la bola saltaba de un agujero a otro hasta encontrar un hueco, un número. El ganador gritaba de alegría.

—No siempre —dijo—, solo a veces.

—Descríbelo. Describe lo que se siente.

¿Por qué no? ¿Qué tenía de malo?

—A veces es fácil, ya sabe, como quitarle un caramelo a un niño. Iba al club y había un hormigueo en las fichas, y sabía, vaya si lo sabía, que no podía perder.

Whitehead sonrió.

—Pero sí que perdías —le recordó, con amable brutalidad —. Perdías mucho. Perdías hasta que debías cuanto tenías, y más.

—Era estúpido. Jugaba hasta cuando no había hormigueo en las fichas, cuando sabía que tenía una mala racha.

—¿Por qué?

Marty le dirigió una mirada iracunda.

—¿Qué quiere, una confesión firmada? —le espetó—. Era codicioso, ¿usted qué cree? Y me encantaba jugar, hasta cuando sabía que no tenía posibilidades de ganar. Quería jugar de todas formas.

—Solo por el juego.

—Supongo que sí. Sí. Por el juego.

Una mirada compleja hasta lo imposible atravesó el rostro de Whitehead. En ella se leía arrepentimiento, y una pérdida terrible y dolorosa; y más aún: incomprensión. Whitehead el amo, Whitehead el dueño de todo cuanto veía, de repente mostraba, por un breve instante, una cara distinta, más accesible: la de un hombre desesperadamente confuso.

—Quería a alguien con tus debilidades —explicó, y de pronto era él quien se estaba confesando—, porque pensaba que antes o después llegaría un día como hoy; y tendría que pedirte que corrieras un riesgo conmigo.

—¿Qué clase de riesgo?

—Nada tan sencillo como una ruleta, o una partida de cartas. Ojalá lo fuera. Entonces a lo mejor podría explicártelo, en lugar de pedirte un acto de fe. Pero es muy complicado. Y estoy cansado.

—Bill dijo algo…

Whitehead lo interrumpió.

—Toy ha dejado la finca. No volverás a verlo.

—¿Cuándo se fue?

—A primeros de semana. Nuestra relación se había deteriorado desde hace algún tiempo. —Se percató de la consternación de Marty—. No te preocupes. Tu puesto aquí está tan seguro como siempre. Pero debes confiar en mí plenamente.

—Señor…

—No quiero afirmaciones de lealtad; conmigo no valen. No es que no crea en tu sinceridad. Pero estoy rodeado de gente que me dice lo que creen que quiero oír. Así tienen abrigos de piel para sus esposas y cocaína para sus hijos. —Se rascó la barba de la mejilla con los dedos enguantados mientras hablaba—. Hay muy poca gente honesta. Toy era uno de ellos. Evangeline, mi esposa, era otra. Pero hay poquísimos. Tengo que fiarme de mi instinto; tengo que ignorar la palabrería, y hacer lo que me dicte mi cabeza. Y confía en ti, Marty.

Marty no dijo nada; se limitó a escuchar mientras Whitehead bajaba la voz, sus ojos eran tan intensos que una mirada suya podría haber prendido la yesca.

—Si te quedas conmigo, si me proteges, no hay nada que no puedas ser, ni tener. ¿Me entiendes? Nada.

No era la primera vez que el viejo intentaba seducirlo así: pero era evidente que las circunstancias habían cambiado desde que Marty llegase al Santuario. Ahora había más en juego.

—¿Qué es lo peor que puede ocurrir? —preguntó.

El rostro confuso del viejo languideció: solo sus ojos incendiarios seguían mostrando vida.

—¿Lo peor? —dijo Whitehead—. ¿Quién sabe lo peor? —Los ojos ardientes parecían a punto de apagarse por las lágrimas; las reprimió—. He visto tantas cosas… Y las he pasado de largo desde el otro lado. Nunca pensé… ni una sola vez…

Empezó un golpeteo que anunciaba lluvia; su suave percusión acompañó a Whitehead en sus esfuerzos por hablar. La facilidad de palabra lo había abandonado de repente: estaba desamparado. Pero tenía que decir algo, algo enorme:

—Nunca pensé… que me pasaría a mí.

Se interrumpió, y meneó la cabeza ante su propia incoherencia.

—¿Vas a ayudarme? —preguntó, en lugar de ofrecerle más explicaciones.

—Claro.

—Bueno —respondió—, ya veremos, ¿eh?

Sin previo aviso lo dejó atrás y volvió sobre sus pasos. Al parecer el paseo había terminado. Durante varios minutos caminaron como antes, Whitehead a la cabeza, y Marty siguiéndolo a prudente distancia. Antes de que llegaran a la vista de la casa Whitehead volvió a hablar. Esta vez no interrumpió el ritmo de sus pasos, sino que lanzó la pregunta por encima del hombro. Solo cuatro palabras.

—¿Y el diablo, Marty?

—¿Cómo dice, señor?

—El diablo. ¿Le rezaste a él alguna vez?

Era una broma. Tal vez de mal gusto, pero era el modo en que tenía el viejo de quitarle importancia a su confesión.

—¿Y bien? ¿Lo hiciste?

—Un par de veces —respondió Marty, con una sonrisa evasiva. Cuando las palabras salieron de sus labios, Whitehead se detuvo en seco y extendió una mano hacia atrás en dirección a Marty.

—¡Chsss!

Había un zorro en el camino a unos veinte metros de distancia. Aún no los había visto, pero solo era cuestión de unos momentos antes de que captara su olor.

—¿Por qué lado? —siseó Whitehead.

—¿Qué?

—¿Por qué lado saldrá corriendo? Mil libras. Todo o nada.

—No tengo… —empezó Marty.

—Contra el sueldo de una semana.

Marty empezó a sonreír. ¿Qué era el sueldo de una semana? De todas formas no podía gastarlo.

—Apuesto mil libras a que sale corriendo por la derecha —dijo Whitehead.

Marty vaciló.

—Rápido, hombre…

—Hecho.

En ese preciso instante el animal captó su olor. Levantó las orejas, volvió la cabeza y los vio. Durante un segundo estuvo demasiado estupefacto para moverse; y luego echó a correr. Durante varios metros se alejó de ellos siguiendo el camino, sin desviarse a un lado ni a otro, levantando hojas muertas con los talones al correr. Luego, sin previo aviso, se puso a cubierto entre los árboles, a la izquierda. La victoria estaba clara.

—Bien hecho —dijo Whitehead quitándose el guante y tendiéndole la mano a Marty. Cuando se la estrechó, Marty sintió un hormigueo como el de las fichas en una noche de suerte.

Cuando llegaron, estaba empezando a llover con más fuerza. Había caído un grato silencio sobre la casa: al parecer Pearl, incapaz de aguantar más a los bárbaros de la cocina, se había marchado hecha una furia. Aunque ya no estaba, los ofensores parecían escarmentados. El tumulto se había convertido en un murmullo, y fueron pocos los que intentaron acercarse a Whitehead cuando este entró. Los pocos que lo hicieron fueron desairados enseguida.

—¿Todavía estás aquí, Munrow? —le dijo a uno de sus devotos; a otro, que cometió el error de estamparle un fajo de papeles, le dijo que se los comiera. Llegaron al estudio sin apenas interrupciones. Whitehead abrió la caja fuerte.

»Seguro que prefieres efectivo.

Marty estudió la alfombra. Había ganado la apuesta limpiamente, pero el pago le avergonzaba.

—En efectivo está bien —murmuró.

Whitehead contó un fajo de billetes de veinte libras y se los tendió.

—Disfrútalos —dijo.

—Gracias.

—No me des las gracias —dijo Whitehead—, era todo o nada. Perdí.

Hubo un silencio incómodo mientras Marty se guardaba el dinero en el bolsillo.

—Nuestra conversación… —dijo el viejo— es estrictamente confidencial, ¿entendido?

—Claro. Yo no…

Whitehead alzó la mano para atajar sus protestas.

—Estrictamente confidencial. Mis enemigos tienen agentes.

Marty asintió como si le entendiera. De algún modo lo hacía, por supuesto. Tal vez Whitehead sospechase de Luther, o de Pearl. Tal vez incluso de Toy, que se había convertido en persona non grata de la noche a la mañana.

—Esa gente es responsable de mi desgracia actual. Lo han planeado con todo detalle. —Se encogió de hombros, entrecerrando los ojos.
Dios,
pensó Marty,
no me gustaría ser su enemigo—.
No me importa. Si quieren planear mi ruina, que lo hagan. Pero no me gustaría que tuvieran acceso a mis sentimientos más íntimos. ¿Me entiendes?

—No lo harán.

—No.

Whitehead frunció los labios; un frío beso de satisfacción.

—Tengo entendido que has conocido a Carys. Pearl dice que pasáis tiempo juntos, ¿es cierto?

—Sí.

Whitehead respondió con un tono de indiferencia que era claramente falso.

—Parece estable casi siempre, pero es puro teatro. Me temo que no está bien, y no lo ha estado desde hace años. Por supuesto, ha visto a los mejores psiquiatras que el dinero puede pagar, pero me temo que no le ha servido de nada. Su madre acabó igual.

—¿Me está diciendo que no la vea?

Whitehead parecía sinceramente sorprendido.

—No, en absoluto. La compañía puede hacerle bien. Pero por favor, ten presente que es una chica muy perturbada. No hay que tomársela demasiado en serio. La mitad del tiempo no sabe lo que dice. Bueno, creo que eso es todo. Será mejor que vayas a darle su parte al zorro.

Se rió con suavidad.

—Un zorro listo —dijo.

Marty había pasado dos meses y medio en el Santuario, y durante ese tiempo Whitehead había sido un iceberg. Ahora tendría que replantearse esa descripción. Ese día había vislumbrado a un hombre completamente distinto: incoherente, solo, que hablaba de Dios y de oraciones. No únicamente de Dios. Estaba la última pregunta, la que le había hecho tan a la ligera: «¿Y al diablo? ¿Le rezaste a él alguna vez?».

Marty se sentía como si le hubieran dado un montón de piezas de un puzle, y ninguna de ellas encajara en la misma imagen. Eran fragmentos de una docena de escenas: Whitehead deslumbrante entre sus acólitos; o sentado junto a la ventana observando la noche; Whitehead el potentado, el dueño de todo cuanto veía; o apostando como un portero borracho hacia dónde correría un zorro.

El último fragmento era el que más le confundía. Pensaba que era la clave para unir aquellas imágenes dispares. Tenía la extraña sensación de que la apuesta del zorro había sido amañada. Era imposible, por supuesto, y sin embargo, sin embargo… ¿Y si Whitehead pudiera poner el dedo en la ruleta cuando quisiera, de modo que estuviera a su alcance hasta la remota posibilidad de que un zorro corriese hacia la derecha o hacia la izquierda? ¿Podía ver el futuro antes de que ocurriese, y por eso las fichas, y los dedos, hormigueaban? O ¿acaso lo decidía él?

Antes habría ignorado estas sutilezas. Pero Marty había cambiado. La estancia en el Santuario lo había cambiado, las elipsis de Carys lo habían cambiado. En muchos aspectos era más complicado que antes, y una parte de él deseaba recuperar la claridad del blanco y negro. Pero sabía muy bien que tal simplicidad era falsa. La experiencia estaba hecha de interminables ambigüedades, de motivos, de sentimientos, de causas y efectos, y para ganar en semejantes circunstancias, tendría que comprender cómo funcionaban esas ambigüedades.

No; ganar no. No había victoria ni derrota: no del modo en que las había entendido antes. El zorro había corrido hacia la izquierda, y él tenía mil libras en el bolsillo, pero no sentía el entusiasmo de cuando ganaba en las carreras de caballos, o en el casino. Tan solo el negro que sangraba y se convertía en blanco, y viceversa, hasta que apenas distinguía el bien del mal.

30

Toy había llamado a la finca a media tarde, había hablado con Pearl, que estaba a punto de marcharse, y le había dejado un mensaje a Marty para que lo llamase al número de Pimlico. Pero Marty no le había devuelto la llamada. Toy se preguntaba si Pearl le habría dado el mensaje, o si Whitehead lo habría interceptado de algún modo, evitando que se hiciera la llamada. Cualquiera que fuese la razón, no había hablado con Marty, y se sentía culpable por ello. Le había prometido a Strauss que lo avisaría si las cosas empezaban a ponerse realmente feas. Y ya lo estaban. Quizá no fuese nada perceptible; las ansiedades que experimentaba Toy eran producto de su instinto, más que de los hechos. Pero Yvonne lo había enseñado a confiar en el corazón y no en la cabeza. Las cosas iban a venirse abajo después de todo; y no había avisado a Marty. Tal vez por eso tenía tan malos sueños, y se despertaba con la cabeza llena de recuerdos desagradables.

Algunos no sobrevivían a la juventud. Algunos morían a una edad temprana, víctimas de su propia hambre de vida. Toy no había sido una de tales víctimas, pero había estado peligrosamente cerca de serlo. Entonces no se había dado cuenta. Estaba tan deslumbrado por las aguas en las que Whitehead lo había introducido que no se había percatado de lo letales que podían ser. Y había acatado fielmente los deseos del gran hombre sin hacer preguntas, ¿verdad? Nunca había vacilado en cumplir su deber, por criminal que pareciese. ¿Por qué había de sorprenderse si al cabo de tantos años los crímenes que había cometido tan a la ligera lo perseguían en silencio? Por eso yacía en un sudor frío, junto a Yvonne que dormía, y una frase le daba vueltas en la cabeza:
Mamoulian vendrá.

Era lo único que tenía claro. El resto (los pensamientos de Marty y de Whitehead) era una mezcla de vergüenzas y acusaciones. Pero esa simple frase, «Mamoulian vendrá», destacaba en la escoria de la incertidumbre como un punto fijo al que se adherían todos sus temores.

Las disculpas no serían suficientes. La humillación no aplacaría al Ultimo Europeo. Porque Toy había sido joven y violento, y había tenido un lado malvado. Una vez, cuando era demasiado joven para saber lo que hacía, había hecho sufrir a Mamoulian, y el arrepentimiento que ahora sentía llegaba demasiado tarde (veinte o treinta años demasiado tarde), y después de todo, ¿acaso no se había beneficiado de su brutalidad durante todos estos años?

—Dios mío —dijo con la respiración entrecortada—, ayúdame.

Asustado, y dispuesto a admitir que lo estaba, si así ella lo consolaba, se dio la vuelta y extendió el brazo hacia Yvonne. Pero ella no estaba, y su lado de la cama estaba frío.

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