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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (43 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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—¡Muévete! —le gritó. Esperó un instante para asegurarse de que había reaccionado y luego se dirigió a las escaleras. Mientras ascendía los escalones hacia la luz, haciendo un ruido estrepitoso, oyó al Tragasables detrás de Marty, gritando: «¡No! ¡No!». Miró por encima del hombro. Marty acababa de ganar el pie de las escaleras cuando las manos de Breer, bien cuidadas, perfumadas y letales, lo agarraron. Marty lanzó un golpe a ciegas hacia atrás, y Breer lo dejó escapar. Pero solo fue un momento de gracia, nada más. Marty había recorrido la mitad de las escaleras cuando su atacante volvió a alcanzarlo. El colorete del rostro de Breer se había corrido, y lo miraba desde lo profundo del sótano con los rasgos tan contorsionados por la indignación que apenas parecían humanos.

Esta vez Breer aferró los pantalones de Marty, y hundió los dedos con fuerza en el músculo que había bajo la piel. Marty gritó cuando la tela se desgarró y brotó la sangre. Tendió una mano a Carys, que le prestó la poca fuerza que le quedaba y tiró de él hacia sí. Breer perdió el equilibrio y volvió a soltarse, y Marty ascendió las escaleras tropezando y empujó a Carys. La muchacha salió al pasillo dando tumbos, y Marty la siguió, con Breer detrás. En lo alto de las escaleras Marty se volvió de repente y dio una patada. Golpeó la barriga perforada del Tragasables con el talón. Breer cayó hacia atrás, asiendo el aire en busca de apoyo; pero no había ninguno. Arañó el ladrillo al derrumbarse y caer pesadamente, golpeando el suelo de piedra con un ruido sordo y perezoso. Allí yació inmóvil, despatarrado; un gigante pintado.

Marty dio un portazo y pasó el cerrojo. Tenía miedo de mirar el agujero de la pierna, pero sabía, por la calidez que empapaba el calcetín y el zapato, que estaba sangrando mucho.

—¿Puedes… coger algo… —dijo— para taponarla?

Carys asintió, sin aliento para responder, y dobló la esquina en dirección a la cocina. Había una toalla tendida, pero era demasiado asquerosa para usarla en una herida abierta. Empezó a buscar algo limpio, aunque fuera tosco. Era hora de irse; Mamoulian no estaría fuera toda la noche.

En el pasillo, Marty aguzó el oído para captar cualquier sonido procedente del sótano. No oyó ninguno.

Pero otro ruido se infiltró en su cabeza, uno del que casi se había olvidado. El zumbido de la casa había regresado, y aquella voz suave estaba hilada en él, como un trasfondo de ensueño. El sentido común le aconsejó que no le prestase atención. Pero cuando escuchó, intentando distinguir las sílabas, sintió que las náuseas, así como el dolor de la pierna, remitían.

Carys encontró una de las camisas gris oscuro de Mamoulian en el respaldo de una silla. El Europeo era escrupuloso con su vestuario. La camisa estaba recién lavada; era un vendaje ideal. La desgarró, aunque el algodón de buena calidad se resistió, luego empapó una parte con agua fría para limpiar la herida, e hizo tiras con el resto para vendar la pierna. Cuando terminó, salió al pasillo. Pero Marty había desaparecido.

55

Tenía que ver. Y si ver no era suficiente, pues ¿qué era ver, de todas formas, sino mera sensualidad?, aprendería un nuevo modo de saber. Esa era la promesa que la habitación le susurraba al oído: algo nuevo que saber, y un modo de saberlo. Subió apoyándose en la barandilla, una mano tras otra, y a medida que ascendía hacia la oscuridad susurrante era cada vez menos consciente del dolor. Quería subir al túnel del terror. Allí había sueños que nunca había soñado, y que nunca tendría ocasión de soñar de nuevo. La sangre le chapoteaba en el zapato; se rió de ella. La pierna había empezado a sufrir un espasmo; lo ignoró. Llegó a los últimos escalones, y los subió con un esfuerzo constante. La puerta estaba entreabierta.

Coronó las escaleras y fue cojeando hacia ella.

La oscuridad en el sótano era completa, pero al Tragasables apenas le preocupaba. Los ojos no le funcionaban como antes desde hacía semanas, y había aprendido a valerse del tacto en lugar de la vista. Se levantó y trató de pensar con claridad. El Europeo volvería pronto a casa. Le impondría un castigo por dejar la casa sin vigilancia y permitir que la muchacha se fugase. Pero lo peor sería dejar de verla; ya no podría observarla mientras hacía aguas, las aguas fragantes que conservaba para las ocasiones especiales. Estaba desolado.

Entonces la oyó moverse en el pasillo, por encima de su cabeza; estaba subiendo las escaleras. El ritmo de sus diminutos pies le resultaba familiar, había escuchado sus pasos silenciosos mientras recorría la celda durante largos días con sus noches. El techo del sótano se volvió transparente en su imaginación; miró entre las piernas de la muchacha mientras ascendía las escaleras, y vio aquella pródiga raja abierta. Le enfurecía perderla, y a ella. Era vieja, por supuesto, no como la niña bonita de la mesa, o las que había en la calle, pero en ocasiones su presencia había sido lo único que le había impedido perder el juicio.

Volvió, tropezando en la oscuridad, a su pequeña autocaníbal, cuya cena habían interrumpido con tanta grosería. Antes de llegar, golpeó con el pie uno de los cuchillos de trinchar que había dejado en la mesa, por si ella quería servirse. Se puso a cuatro patas y palpó el suelo hasta encontrarlo, y luego se arrastró por las escaleras y empezó a acuchillar la madera allí donde la luz que se filtraba por el resquicio de la puerta indicaba que estaba el cerrojo.

Carys no quería volver al último piso. Allí había muchas cosas que la asustaban. Eran insinuaciones, más que hechos, pero bastaban para debilitarla. No alcanzaba a comprender por qué había subido Marty, y era el único sitio al que podía haber ido. Aunque aseguraba que entendía, todavía le quedaba mucho que aprender.

—¿Marty? —lo llamó al pie de las escaleras, esperando que apareciese en lo alto, sonriendo, y bajase cojeando para que no tuviese que subir a buscarlo. Pero el silencio respondió a su pregunta, y la noche no se hacía más joven. El Europeo podría llegar a la puerta en cualquier momento.

De mala gana, empezó a subir las escaleras.

Marty no había entendido hasta ahora. Había sido virgen, había vivido en un mundo privado de aquella profunda y estimulante penetración, no solo del cuerpo, sino también de la mente. La atmósfera de la habitación se cerró en torno a su cabeza en cuanto entró. Parecía que los huesos del cráneo rechinaban unos contra otros; la voz de la habitación, que ya no necesitaba susurrar, gritaba en su cerebro.
¿Así que has venido? Claro que has venido. Bienvenido al país de las maravillas.
Marty era vagamente consciente de que era su propia voz la que decía esas palabras. Probablemente lo había sido desde el principio. Había estado hablando solo como un lunático. Aunque había descubierto el truco, la voz regresó, más baja,
se está bien aquí, ¿no te parece?

Ante la pregunta, miró en derredor. No había nada que ver, ni siquiera paredes. Si había ventanas en la habitación, estaban selladas herméticamente. Allí no había ni un resquicio del mundo exterior.

—No veo nada —murmuró en respuesta a los alardes de la habitación.

La voz se rió; él se rió con ella.

Aquí no hay nada que temer,
dijo. A continuación, tras una pausa sonriente, añadió:
Nada en absoluto.

Y así era, ¿verdad? Nada en absoluto. La oscuridad no era lo único que lo cegaba, era la habitación en sí. Echó un vistazo por encima del hombro, mareado: ya no veía la puerta detrás de él, aunque sabía que la había dejado abierta al entrar. Tendría que haber habido al menos un asomo de la luz de abajo que desembocara en la habitación. Pero esta la había devorado, igual que la luz de la linterna. Había una niebla gris, asfixiante, tan cerca de sus ojos que aunque alzase la mano frente a él no veía nada.

Estás bien aquí,
lo confortó la habitación.
Aquí no hay jueces; aquí no hay barrotes.

—¿Estoy ciego? —preguntó.

No,
respondió la habitación.
Estás viendo de verdad por primera vez.

—No… me… gusta.

Claro que no. Pero aprenderás con el tiempo. La vida no es para ti. Los vivos son fantasmas de fantasmas. Quieres tumbarte; dejar de saltar. Nada es esencial, chico.

—Quiero irme.

¿Acaso te mentiría?

—Quiero irme… por favor.

Estás en buenas manos.

—Por favor.

Se tambaleó hacia delante, sin saber dónde estaba la puerta. ¿Delante, o detrás? Vaciló con los brazos extendidos, como un ciego al borde de un precipicio, buscando un punto seguro. Esta no era la aventura que había esperado; no era nada.
Nada es esencial.
En esta nada infinita no había distancia ni profundidad, norte ni sur. Y cuanto había en el exterior, las escaleras, el rellano, el segundo tramo de escaleras, el pasillo, Carys, todo era una invención, una ilusión de realidad, en lugar de un sitio auténtico. Este era el único sitio auténtico. Cuanto había vivido, cuanto había experimentado, cuanto había disfrutado y sufrido, era insustancial. La pasión era polvo. Optimismo, autoengaño. Cuestionó hasta la memoria de los sentidos: las texturas, las temperaturas. El color, la forma, el diseño. No eran más que distracciones, juegos que la mente había inventado para disfrazar ese cero insoportable. ¿Y por qué no? Uno podía volverse loco si miraba demasiado tiempo al vacío.

No estás loco, ¿verdad?,
dijo la habitación paladeando la idea.

Siempre, hasta en sus peores momentos (tumbado en la litera de una celda cálida como un invernadero, escuchando a un loco sollozar en sueños en la cama de abajo), había tenido algo a lo que aferrarse: una carta, un amanecer, la libertad; algún atisbo de significado.

Pero allí el significado estaba muerto. El futuro y el pasado estaban muertos. El amor y la vida estaban muertos. Hasta la muerte estaba muerta, porque nada que inspirase emoción alguna era bienvenido en este lugar. Solo la nada; de una vez por todas, la nada.

—Socorro —dijo como un niño perdido.

Vete al infierno,
respondió la habitación respetuosamente; y por primera vez en su vida, Marty supo exactamente lo que eso significaba.

Carys se detuvo en el segundo rellano. Oía voces; escuchó con más atención, y decidió que no eran voces, en plural, sino una sola voz, la de Marty, que hablaba y se respondía a sí misma. Era difícil saber de dónde venía la conversación; las palabras parecían estar en todas partes y en ninguna. Echó un vistazo en su habitación; luego en la de Breer. Al fin, reunió fuerzas para revivir su pesadilla y miró en el baño. No estaba en ninguna parte. No había modo de evitar la desagradable conclusión. Había vuelto a subir a la habitación de Mamoulian.

Cuando atravesaba el rellano hacia el tramo de escaleras que conducían al último piso, otro sonido atrajo su atención: abajo, en alguna parte, una hoja estaba golpeando la madera. Supo al instante que era el Tragasables. Había despertado y quería atraparla. Menuda casa, pensó, pese a la insulsa fachada. Habría hecho falta otro Dante para describir las profundidades y las alturas de su interior: niños muertos, Tragasables, adictos y locos. Seguro que las estrellas suspendidas en su cenit se estremecían en su puesto; y que abajo en la tierra el magma se coagulaba.

En la habitación del Europeo, Marty gritó, una súplica confusa. Carys gritó su nombre a modo de respuesta, y rogando para que la oyese se apresuró hasta la cima de las escaleras y corrió hacia la puerta, con el corazón en un puño.

Marty había caído de rodillas; lo que le quedaba de instinto de conservación era una idea desgarrada y sin esperanza, gris sobre gris. Hasta la voz había cesado. Se había cansado de la broma. Además, ya le había enseñado bien la lección.
Nada es esencial
, le había dicho, y le había explicado por qué, y cómo; o más bien había exhumado la parte de él que lo había sabido desde el principio. Decidió esperar a que el creador de aquel elegante silogismo llegase y lo despachara. Se tumbó, sin saber si estaba vivo o muerto, si el hombre que estaba a punto de llegar lo mataría o lo resucitaría: solo sabía que tumbarse era lo más sencillo en ese mundo, el más vacío de todos.

Carys había estado antes en esta Nada. Había probado su atmósfera sin vida y fútil. Pero en las últimas horas había vislumbrado algo más allá de su aridez. Había habido victorias ese día; pequeñas, tal vez, pero victorias pese a todo. Pensó en cómo había llegado Marty, con más que lujuria en los ojos. Eso era una victoria, ¿verdad? Le había ganado ese sentimiento, se lo había merecido de algún modo incalculable. No estaba dispuesta a que la derrotase este último opresor, esta bestia rancia que asfixiaba los sentidos. Después de todo, solo era un residuo del Europeo, un cenagal que había dejado para decorar su guarida, un despojo, escoria. Los dos eran despreciables.

—Marty —dijo—, ¿dónde estás?

—En ninguna parte… —llegó una voz.

Ella la siguió, tropezando. La desolación la rodeó con insistencia…

Breer se detuvo un momento. Oyó voces a lo lejos. No distinguía las palabras, pero el sentido era académico. Todavía no se habían escapado, eso era lo importante. Tenía planes para ellos cuando saliera: sobre todo para el hombre. Lo cortaría en trozos tan pequeños que ni siquiera sus seres queridos sabrían qué parte era el dedo, y cuál la cara.

Empezó a acuchillar la madera con un fervor renovado. La puerta empezó a astillarse al fin bajo su implacable ataque.

Carys siguió la voz de Marty a través de la niebla, pero esta la eludía: o bien se estaba moviendo, o bien la habitación la estaba engañando de algún modo, haciendo que su voz reverberase en las paredes, o incluso imitándolo. Entonces la voz de Marty pronunció su nombre, muy cerca. Se volvió en la oscuridad, completamente desorientada. No había rastro de la puerta por donde había entrado: había desaparecido, al igual que las ventanas. Su resolución empezó a flaquear. La duda se infiltró en ella, sonriendo.

Vaya, vaya. ¿Y tú quién eres?,
le preguntó alguien. Quizá ella misma.

—Sé cómo me llamo —susurró. No iba a desequilibrarla así—. Sé cómo me llamo.

¡Era una pragmática, maldición! No se inclinaba a pensar que el mundo era imaginario. Por eso había recurrido a la heroína: porque el mundo era demasiado real. Y allí estaba ese vapor, diciéndole al oído que no era nada, que todo era nada; fango sin nombre.

—Mierda —le dijo—. Eres mierda. ¡La mierda de él!

La voz no se dignó responder; aprovechó la ventaja mientras podía.

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