En voz baja, y sin previo aviso, empezó a llorar.
Dejaron a Carys en el vestidor junto al dormitorio principal de la suite. Estaba vacío a excepción de un armario empotrado y una pila de cortinas, que se habían descolgado de las ventanas y luego se habían olvidado. La muchacha se fabricó un nido en sus pliegues mohosos y se tumbó. Una sola idea le daba vueltas en la cabeza:
Lo he matado.
Había sentido su resistencia a su investigación; la tensión que se acumulaba en su interior. Y luego, nada.
La suite, que ocupaba la cuarta parte del último piso, dominaba dos vistas. Una era de la autopista: una cinta chillona de faros. La otra, que daba al lado este del hotel, era más lúgubre. La ventana del pequeño vestidor dominaba esta segunda vista: una extensión de páramo, luego la verja y más allá la ciudad. Pero ella no veía nada de eso desde el suelo. Solo veía el firmamento atravesado por las luces intermitentes de un avión.
Observó su descenso en espiral, pensando en el nombre de Marty.
—Marty.
Lo estaban metiendo en una ambulancia. Aún se sentía enfermo por la montaña rusa en la que había estado. No deseaba estar consciente, porque así sentía náuseas. Pero ya no oía aquel siseo; y tenía la visión intacta.
—¿Qué ha pasado? ¿Lo han atropellado? —le preguntó alguien.
—Se ha caído —respondió un testigo—. Yo lo vi. Se cayó en medio de la acera. Yo estaba saliendo del quiosco cuando…
—Marty.
—Y allí estaba…
—Marty.
Su nombre estaba sonando en su cabeza, tan claro como una campana en una mañana primaveral. Le brotó otro hilillo de sangre de la nariz, pero esta sin dolor. Se llevó la mano al rostro para detener el flujo, pero ya había una mano allí, que contenía la sangre y se la limpiaba.
—Se pondrá bien —dijo la voz de un hombre. De algún modo, Marty sintió que eso era indiscutiblemente cierto, aunque no tenía nada que ver con sus cuidados. El dolor había desaparecido, y el miedo había desaparecido con él. La que hablaba en su cabeza era Carys. Había sido ella desde el principio. Se había abierto una brecha en una pared en su interior, quizá por la fuerza, y dolorosamente, pero ya había pasado lo peor, y ella estaba pensando en su nombre, y él captaba su pensamiento como si fuera una pelota de tenis que rebotaba. Las dudas que había sentido hasta entonces le parecieron ingenuas. Captar pensamientos era sencillo cuando se le cogía el tranquillo.
Carys sintió que Marty se despertaba hacia ella.
Durante unos segundos yació en su lecho de cortinas mientras el avión parpadeaba en la ventana, sin atreverse a creer lo que le decía su instinto: que la oía, que estaba vivo.
¿Marty?,
pensó. Esta vez, la palabra no se perdió en la oscuridad que mediaba entre ellos, sino que llegó directamente a su destino, fue recibida en su cerebro. Marty no era lo bastante hábil como para articular una respuesta, pero eso era irrelevante ahora. Mientras pudiera oírla y entenderla, podría ir.
El hotel,
pensó.
¿Lo entiendes, Marty? Estoy con el Europeo en el hotel.
Intentó recordar el nombre que había vislumbrado encima de la puerta.
Orfeo;
eso era. No tenía la dirección, pero se esforzó por describirle el edificio, esperando que entendiera sus instrucciones impresionistas.
Se sentó en la ambulancia.
—No se preocupe. Alguien se ocupará de su coche —le dijo el enfermero, apretándole el hombro para que volviera a tumbarse.
Lo habían envuelto con una manta de color escarlata. Roja, para que no se viera la sangre, comprendió mientras se la quitaba.
»No se levante —le dijo el enfermero—. No se encuentra bien.
—Estoy bien —insistió Marty, apartando la mano solícita—. Han sido ustedes muy amables. Pero tengo un compromiso anterior.
El conductor estaba cerrando la puerta doble de la parte trasera de la ambulancia. A través de la rendija que se estrechaba, Marty vio un círculo de público profesional que intentaba echar un último vistazo al espectáculo. Se lanzó hacia la puerta.
Los espectadores se disgustaron al ver que Lázaro se levantaba, y peor aún, que sonreía como un lunático al salir, disculpándose, de la parte trasera del vehículo. ¿Acaso no tenía sentido de la oportunidad?
—Estoy bien —le dijo al conductor mientras se alejaba entre la multitud—. Me habrá sentado mal algo.
El conductor lo miraba fijamente, sin entender.
—Está cubierto de sangre —consiguió farfullar.
—Nunca me he sentido mejor —respondió Marty, y de algún modo, a pesar del agotamiento que sentía en los huesos, era cierto. Ella estaba allí, en su cabeza, y todavía podía arreglar las cosas, si se apresuraba.
El Citroën estaba unos metros más allá, en la carretera; la acera estaba salpicada con su sangre. La llave seguía en el contacto.
—Espérame, nena —dijo, y partió de nuevo rumbo al hotel Pandemonio.
No era la primera vez que la madre de Sharon la echaba de casa para recibir a un hombre que la niña nunca había visto antes, y que según la experiencia, no volvería a ver de nuevo; pero la expulsión de aquella noche había sido especialmente ingrata. Le parecía que estaba incubando un resfriado de verano, y quería estar en casa frente al televisor, y no en la calle, después del anochecer, intentando en vano inventarse nuevos juegos para saltar a la comba. Recorrió la calle, empezó un solitario juego de rayuela y lo dejó en el quinto cuadrado. Estaba justo delante del número ochenta y dos. Su madre le había advertido que no se acercara a aquella casa. Una familia de asiáticos vivía en la planta baja, en condiciones de pobreza criminal, durmiendo doce en la misma cama, o eso le había dicho la señora Lennox a la madre de Sharon. Pero a pesar de su reputación, el número ochenta y dos había sido decepcionante durante todo el verano: hasta ese día. Ese día Sharon había observado extraños movimientos en la casa. Habían llegado unas personas en un coche grande y se habían llevado a una mujer que parecía enferma. Y ahora, mientras se demoraba en la rayuela, había alguien en una ventana de la primera planta, una figura grande y sombría que la estaba llamando.
Sharon tenía diez años. Pasaría un año hasta su primer período, y aunque tenía una noción de la cuestión entre los hombres y las mujeres gracias a su hermanastra, le parecía una molestia ridícula. Los chicos que jugaban al fútbol en la calle eran criaturas malhabladas y sucias; apenas podía imaginarse suspirando por su cariño.
Pero la encantadora figura de la ventana era masculina, y encontró algo en Sharon; le dio la vuelta a una piedra, y bajo ella empezaban a moverse vidas que aún no estaban preparadas para salir a la luz. Se retorcían; le producían picor en las piernas. Para poner fin a ese picor desobedeció las prohibiciones relativas al número ochenta y dos y se coló en la casa cuando se abrió la puerta principal, y ascendió hasta donde sabía que se encontraba el desconocido.
—¿Hola? —dijo en el rellano en el exterior de la habitación.
—Entra —dijo el hombre.
Sharon nunca había olido la muerte hasta entonces, pero la reconoció instintivamente: las presentaciones eran superfluas. Se detuvo en la puerta y miró al hombre. Todavía podía correr si así lo deseaba, también lo sabía. La tranquilizaba aún más el hecho de que el hombre estuviese atado a la cama. Podía verlo, aunque la habitación estaba sumida en la oscuridad. La mente inquisitiva de la niña no lo encontró nada extraño; los adultos tenían juegos, igual que los niños.
—Enciende la luz —sugirió el hombre. Ella alargó la mano hacia el interruptor junto a la puerta y lo encendió. La débil luz iluminó al prisionero de un modo extraño; parecía más enfermo que nadie que Sharon hubiese visto antes. Estaba claro que había arrastrado la cama por la habitación hasta la ventana, y que al hacerlo las cuerdas que lo mantenían sujeto se habían hundido en su piel gris, de modo que tenía las manos y los pantalones cubiertos de fluidos brillantes y marrones, no exactamente como la sangre, que salpicaban el suelo a sus pies. Tenía el rostro moteado de manchas negras, que también brillaban.
»Hola —dijo. Su voz sonaba adulterada, como si hablara por una radio barata. Su extrañeza le divirtió.
—Hola —respondió.
La miró de soslayo, y la bombilla reveló la humedad de sus ojos, que estaban tan hundidos en su cabeza que apenas podía distinguirlos. Pero cuando se movían, como hicieron entonces, la piel que los rodeaba se agitaba.
—Lamento apartarte de tus juegos —dijo.
Ella se demoró en la puerta, sin saber si debía marcharse o quedarse.
—La verdad es que no debería estar aquí —le provocó.
—Oh… —dijo él, volviendo los ojos hacia arriba hasta mostrar el blanco—. Por favor, no te vayas.
Pensó que tenía un aspecto gracioso con la chaqueta sucia y la mirada errática.
—Si Marilyn se entera de que he estado aquí…
—¿Es tu hermana?
—Mi madre. Me pegará.
El hombre parecía triste.
—No debería hacerlo —dijo.
—Pues lo hace.
—Es una vergüenza —respondió afligido.
—Oh, no se va a enterar —lo tranquilizó Sharon. Se había apenado al mencionar el maltrato más de lo que había pretendido—. Nadie sabe que he venido.
—Bien —dijo—. No querría que te pasara nada malo por mi culpa.
—¿Por qué estás atado? —preguntó ella—. ¿Es un juego?
—Sí. Exacto. Dime, ¿cómo te llamas?
—Sharon.
—Tienes mucha razón, Sharon, es un juego. Pero ya no quiero jugar más. Me duele. Ya lo ves.
Levantó las manos tanto como pudo para mostrarle cómo se le clavaban las ligaduras. Un grupo de moscas a las que interrumpió mientras ponían sus huevos empezaron a zumbar en torno a su cabeza.
—¿Se te da bien deshacer nudos? —le preguntó.
—No mucho.
—¿Podrías intentarlo? ¿Por mí?
—Supongo —dijo ella.
—Es que estoy muy cansado. Entra, Sharon. Cierra la puerta.
Ella hizo lo que le decía. Allí no había amenaza alguna. Solo un misterio (o quizá dos: la muerte y los hombres) y ella quería saber más. Igualmente, estaba enfermo: no podía hacerle daño en su actual estado. Cuanto más se acercaba, peor aspecto tenía. Le estaban saliendo ampollas en la piel, y su rostro estaba punteado de gotas de algo parecido a aceite negro. Había algo amargo bajo el fuerte olor de su perfume. No quería tocarlo, aunque le inspiraba lástima.
—Por favor… —dijo él, extendiendo las manos atadas. Las moscas vagaban a su alrededor, irritadas. Había muchas, y todas estaban interesadas en él; en sus ojos, en sus orejas.
—Debería llamar a un médico —dijo—. No estás bien.
—No hay tiempo para eso —insistió él—. Tú desátame, que yo iré al médico, y nadie sabrá que has estado aquí arriba.
Ella asintió al comprender la lógica de aquello, y atravesó las nubes de moscas para acercarse a él y desatarlo. No tenía dedos fuertes, se había mordido las uñas hasta la carne, pero se afanó con los nudos, con decisión, mientras un ceño encantador estropeaba el plano perfecto de su frente. El fluido pegajoso parecido a la yema de huevo que surgía de la carne desgarrada malograba sus esfuerzos. De vez en cuando volvía hacia él sus ojos de color avellana; él se preguntó si vería la degeneración que tenía lugar frente a ella. Si así era, estaba demasiado absorta en el desafío de los nudos para marcharse; o bien lo desataba de buena gana, consciente del poder que ejercía al hacerlo.
Solo una vez dio muestras de ansiedad, cuando algo en su pecho pareció fallar, una pieza de maquinaria interna que resbaló hacia el lago que rodeaba sus intestinos. Tosió, y el aliento que exhaló hizo que las cloacas olieran a primavera en comparación. Ella apartó la cabeza e hizo una mueca. Él se disculpó amablemente, ella le pidió que no volviese a hacerlo y luego retomó el problema que tenía entre manos. Él aguardó con paciencia, sabiendo que si intentaba apresurarla la desconcentraría. Pero al cabo de un rato le tomó la medida al rompecabezas, y las ligaduras empezaron a aflojarse. Su carne, que ya tenía la consistencia del jabón blando, resbaló sobre el hueso de las muñecas cuando se soltó las manos.
—Gracias —le dijo—. Gracias. Has sido muy amable.
Se inclinó para desatarse los pies. Su aliento, o lo que pasaba por ello, era un estertor arenoso en su pecho.
—Me voy a ir —dijo ella.
—Todavía no, Sharon —respondió él; hablar se había convertido en un penoso esfuerzo—. Por favor, no te vayas todavía.
—Es que me tengo que ir a casa.
El Tragasables miró el rostro cremoso de la niña: bajo la luz parecía muy frágil. Ella se había apartado de su cercanía inmediata cuando acabó de desatar los nudos, como si hubiera vuelto a sentir la turbación inicial. Él intentó sonreír, para asegurarle que todo iba bien, pero su rostro no la obedecía. La grasa y el músculo resbalaban sobre el cráneo; los labios parecían inútiles. Sabía que las palabras estaban a punto de abandonarlo. En adelante habría de valerse de signos. Se estaba adentrando en un mundo más puro, uno de símbolos, de rituales, el verdadero mundo de los Tragasables.
Se había desatado los pies. En cuestión de segundos podía atravesar la habitación y llegar hasta ella. Si se volvía y echaba a correr, podía atraparla. Nadie lo vería ni lo oiría; y si lo hacían, ¿cómo iban a castigarlo? Estaba muerto.
Se acercó a ella. La pequeña criatura viva no se movió de su sombra, ni hizo el menor esfuerzo por escapar. ¿Acaso también había calculado sus posibilidades, y había comprendido que sería inútil? No; tan solo era confiada.
Extendió una mano sórdida para acariciarle la cabeza. Ella pestañeó, y contuvo el aliento cuando se acercó, pero no intentó evitar su contacto. Deseó tener sensibilidad en los dedos, para sentir el lustre de su piel. Era tan perfecta… sería una bendición comerse un pedacito de ella, para mostrarlo como prueba de amor a las puertas del Paraíso.
Pero su mirada era suficiente. Se la llevaría consigo, y se daría por satisfecho; únicamente su dulzura sombría como señal, como monedas en los ojos para pagar el pasaje.
—Adiós —dijo, y se dirigió a la puerta con paso desigual. Ella lo adelantó y le abrió la puerta, y luego lo condujo escaleras abajo. Un niño lloraba en una de las habitaciones adyacentes, el chillido del bebé que sabe que no vendrá nadie. En el portal, Breer volvió a darle las gracias a Sharon, y se separaron. La observó mientras volvía corriendo a casa.