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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (51 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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—Cierra la puerta —le dijo el Europeo al rubio—. Y busca algo para atar a este hombre.

Breer sonrió.

—Me has desobedecido —dijo el Europeo—. Te dije que acabaras el trabajo en Caliban Street.

—Quería verla.

—No puedes verla cuando quieras. Hice un trato contigo, y como todos los demás, has traicionado mi confianza.

—Un jueguecito —dijo Breer.

—No hay juego pequeño, Anthony. ¿No lo entiendes, después del tiempo que has pasado conmigo? Toda acción conlleva un peso de importancia. Sobre todo los juegos.

—No me importa lo que digas. Palabras; no son más que palabras.

—Eres despreciable —dijo el Europeo.

El rostro manchado de Breer le devolvió la mirada sin asomo de ansiedad ni de contrición. El Europeo era consciente de su superioridad, pero había algo en la mirada de Breer que lo inquietaba. En el pasado Mamoulian había tenido a su servicio a criaturas mucho más viles. El pobre Konstantin, por ejemplo, cuyos apetitos post mórtem se extendían mucho más que a los besos. ¿Por qué, pues, lo turbaba Breer?

San Chad había desgarrado un conjunto de prendas; una corbata y un cinturón, bastaban para los propósitos de Mamoulian.

—Átalo a la cama.

Chad apenas tuvo presencia de ánimo para tocar a Breer, aunque este al menos no se resistió. Se sometió a aquel juego de castigo con la misma sonrisa idiota contrayendo su rostro. Le parecía que su piel era blanda, como si bajo su superficie tensa y brillante el músculo se hubiera convertido en gelatina y pus. El santo trabajó con la mayor eficiencia que pudo para cumplir su deber mientras el prisionero se divertía siguiendo el vuelo de las moscas en torno a su cabeza.

Al cabo de tres o cuatro minutos Breer estuvo atado de pies y manos. Mamoulian asintió para expresar su satisfacción.

—Está bien. Reúnete con Tom en el coche. Bajaré en unos instantes.

Chad se retiró respetuosamente, limpiándose las manos en el pañuelo. Breer seguía observando a las moscas.

—Ahora tengo que dejarte —dijo el Europeo.

—¿Cuándo vas a volver? —preguntó el Tragasables.

—Nunca.

Breer sonrió.

—Entonces soy libre.

—Estás muerto, Anthony —respondió Mamoulian.

—¿Qué? —La sonrisa de Breer empezó a desvanecerse.

—Has estado muerto desde el día en que te encontré colgando del techo. Me parece que quizá sabías que iba a venir, y te suicidaste para escapar de mí. Pero te necesitaba. Así que te concedí un poco de mi vida, para mantenerte a mi servicio.

La sonrisa de Breer había desaparecido por completo.

—Por eso eres insensible al dolor; eres un cadáver ambulante. He mantenido a raya el deterioro que tu cuerpo debería haber sufrido en estos meses calurosos. No lo he evitado por completo, me temo, pero lo he retrasado considerablemente.

Breer meneó la cabeza. ¿Ese era el milagro de la redención?

—Ya no te necesito. Así que retiro mi don…

—¡No!

Intentó hacer un gesto de súplica, pero tenía las muñecas atadas, y las ligaduras se hundían en el músculo haciendo que este se combara y surcándolo como arcilla blanda.

—Dime cómo puedo compensarte —ofreció—. Lo que sea.

—Es imposible.

—Pídeme lo que quieras. Por favor.

—Te pido que sufras —respondió el Europeo.

—¿Por qué?

—Por traicionarme. Porque al final has sido igual que los demás.

—No… solo era un jueguecito…

—Pues tómatelo como un juego, si te divierte. Seis meses de deterioro concentrados en otras tantas horas.

Mamoulian se acercó a la cama y tapó la boca sollozante de Breer, haciendo un gesto muy parecido a un pellizco.

—Se acabó, Anthony —dijo.

Breer percibió un movimiento en el bajo vientre, como si una criatura temblorosa se hubiese retorcido y muerto de repente allí dentro. Siguió al Europeo mientras salía, con los ojos vueltos hacia arriba. En ellos no se acumulaban lágrimas, sino materia.

—Perdóname —le rogó a su salvador—. Por favor, perdóname.

Pero el Europeo se había ido sin hacer ruido, cerrando la puerta al salir.

Se produjo un alboroto en la repisa. Breer apartó la mirada de la puerta y la dirigió a la ventana. Dos palomas se alejaban volando después de haberse disputado un trozo de pan. Sus pequeñas plumas blancas se posaban en la repisa, como nieve de verano.

66

—El señor Halifax, ¿verdad?

El hombre que inspeccionaba las cajas de fruta se volvió hacia Marty. En el patio henchido de avispas que se abría detrás de la tienda no soplaba una brizna de aire.

—Sí. ¿Qué puedo hacer por usted?

El señor Halifax se había expuesto al sol sin tomar precauciones. Tenía el rostro pelado en algunas zonas, y parecía irritado. Tenía calor, estaba incómodo y, según supuso Marty, tenía el genio fácil. El tacto estaba a la orden del día, si esperaba ganarse su confianza.

—¿Qué tal va el negocio? —preguntó Marty.

Halifax se encogió de hombros.

—Tirando —dijo, reacio a hablar del tema—. Muchos clientes habituales están de vacaciones en esta época del año —le echó un vistazo a Marty—. ¿Lo conozco?

—Sí. He acudido varias veces —mintió Marty— por las fresas del señor Whitehead. Por eso he venido. El pedido de siempre.

Halifax no acusó reconocimiento alguno; dejó la bandeja de melocotones que sujetaba.

—Lo siento. No atiendo a ningún Whitehead.

—Fresas —le instó Marty.

—Le he oído —respondió Halifax, de mal humor—, pero no conozco a nadie que se llame así. Debe de haberse equivocado.

—¿No se acuerda de mí?

—No. Ahora bien, si quiere hacer un pedido, Theresa lo atenderá —asintió en dirección a la tienda—. Me gustaría acabar aquí antes de asarme en este maldito calor.

—Pero tengo que recoger las fresas.

—Llévese las que quiera —dijo Halifax extendiendo los brazos—. Hay de sobra. Pídaselas a Theresa.

Marty veía que se avecinaba el fracaso. El hombre no estaba dispuesto a ceder ni un centímetro. Probó una última táctica.

—¿No tiene fruta aparte para el señor Whitehead? Normalmente la tiene empaquetada, lista para llevar.

Aquel detalle significativo pareció suavizar el rechazo del rostro de Halifax. Surgió la duda.

—Mire… —dijo— me parece que no lo entiende… —bajó la voz, aunque no había nadie más en el patio— Joe Whitehead está muerto. ¿Es que no lee los periódicos?

Una gran avispa se posó en el brazo de Halifax, atravesando el vello rojizo con dificultad. Este dejó que se arrastrara, sin inmutarse.

—No me creo todo lo que leo en los periódicos —respondió Marty en voz baja—. ¿Y usted?

—No sé de qué me habla —contestó el otro.

—Las fresas —dijo Marty—. Es lo único que me interesa.

—El señor Whitehead está muerto.

—No, señor Halifax; Joe no está muerto. Usted y yo lo sabemos.

La avispa se alzó del brazo de Halifax y recorrió el aire que los separaba. Marty la espantó; ella volvió, zumbando con más fuerza.

—¿Quién es usted? —dijo Halifax.

—El guardaespaldas del señor Whitehead. Ya le he dicho que he venido antes.

Halifax se inclinó a por la bandeja de melocotones; las avispas se congregaban en torno a una maca en uno de ellos.

—Lo siento, no puedo ayudarlo —dijo.

—Ya se las ha llevado, ¿no? —Marty le puso una mano en el hombro—. ¿No?

—No puedo decirle nada.

—Soy un amigo.

Halifax se volvió a mirar a Marty.

—Lo he jurado —dijo con la resolución de un negociador experimentado. Marty había contemplado todas las posibilidades hasta este punto muerto: que Halifax confesara que sabía algo, pero se negara a darle los detalles. ¿Ahora qué? ¿Le ponía las manos encima? ¿Se lo sacaba a golpes?

—Joe está en grave peligro.

—Oh, sí —murmuró Halifax—. ¿Cree que no me doy cuenta?

—Puedo ayudarlo.

Halifax meneó la cabeza.

—El señor Whitehead ha sido un cliente valioso durante muchos años —explicó—. Siempre me ha comprado fresas. Nunca he conocido a nadie al que le gusten las fresas tanto como a él.

—Tiempo presente —comentó Marty.

Halifax continuó como si no lo hubieran interrumpido.

—Solía venir en persona, antes de que muriera su esposa. Luego dejó de venir. Seguía comprándome fruta, pero enviaba a alguien a recogerla. Y en Navidad siempre había un cheque para los chicos. Todavía lo hay, ahora que lo pienso. Les sigue enviando dinero.

La avispa se había posado en el dorso de su mano, donde se había secado el dulce jugo de alguna fruta. Halifax le permitió saciarse. A Marty le caía bien. Si no estaba dispuesto a ofrecerle la información de buena gana no podría arrancársela por la fuerza.

—Ahora viene usted y me dice que es amigo suyo —dijo Halifax—. ¿Cómo sé que dice la verdad? La gente tiene amigos que luego les cortan la garganta.

—Sobre todo él.

—Cierto. Tanto dinero y tan poca gente que lo quiera. —Halifax tenía una mirada triste—. Me parece que debería guardar el secreto de su escondite, ¿no cree? Si no, ¿en quién va a confiar de todo el mundo?

—Sí —admitió Marty. Lo que Halifax había dicho tenía una lógica perfecta y compasiva, y no estaba dispuesto a hacer nada para obligarlo a retractarse.

»Gracias —dijo, escarmentado por la lección—. Lamento haberlo apartado de su trabajo.

Se dirigió de nuevo a la tienda. Había avanzado algunos pasos cuando Halifax dijo:

—Era usted.

Marty se giró sobre los talones.

—¿Qué?

—Era usted el que venía a por las fresas. Lo recuerdo. Es que entonces parecía diferente.

Marty se pasó la mano por la barba de varios días; afeitarse era un arte olvidado últimamente.

—No es por el pelo —dijo Halifax—. Era más duro. No me caía bien.

Marty esperó con cierta impaciencia a que Halifax terminase aquel discurso de despedida. En su mente ya estaba considerando otras posibilidades. Pero cuando prestó atención a las palabras de Halifax se dio cuenta de que había cambiado de opinión. Iba a decírselo. Le hizo un gesto a Marty para que se acercase de nuevo.

—¿Cree que puede ayudarlo?

—Tal vez.

—Espero que alguien pueda.

—¿Lo ha visto?

—Se lo diré. Llamó a la tienda y preguntó por mí. Es gracioso, reconocí su voz de inmediato, incluso después de tantos años. Me pidió que le llevara fresas. Dijo que no podía venir en persona. Fue terrible.

—¿Por qué?

—Está muy asustado. —Halifax vaciló, buscando las palabras adecuadas—. Lo recuerdo cuando era grande, ¿sabe? Impresionante. Entraba en la tienda y todo el mundo se apartaba para dejarlo pasar. ¿Y ahora? Está hecho un guiñapo. Es por el miedo. Ya lo he visto antes. A mi cuñada le pasó lo mismo. Tenía cáncer. El miedo la mató meses antes que el tumor.

—¿Dónde está?

—Le aseguro que volví a casa y no le dije una palabra a nadie, pero cogí y me bebí media botella de güisqui de un tirón. No lo había hecho en mi vida. Solo quería olvidarme del aspecto que tenía. Me revolvió el estómago oírlo y verlo así. Quiero decir, si la gente como él está asustada, ¿qué posibilidades tenemos los demás?

—Está usted a salvo —dijo Marty, rogando por que la venganza del Europeo no alcanzara al viejo vendedor de fresas. Halifax era un buen hombre. Marty se aferró a este hallazgo mirando su rostro redondo y rojo. Había bondad en él. También defectos, sin duda: montones de pecados, quizá. Pero valía la pena celebrar el bien, por muchas faltas que tuviera. Marty quiso tatuarse la fecha de este descubrimiento en la frente.

—Hay un hotel —decía Halifax—. Se llamaba Orfeo, al parecer. Está en Edgware Road; haciendo esquina con Staple. Un lugar terrible, ruinoso. No me sorprendería que estuvieran a punto de demolerlo.

—¿Está allí solo?

—Sí. —Halifax suspiró, pensando en cómo había caído el poderoso—. Quizá —sugirió al cabo de un momento— podría llevarle también unos melocotones.

Entró en la tienda y volvió con una copia gastada del
Callejero de Londres de la A a la Z.
Repasó las páginas blanqueadas por el tiempo en busca del mapa apropiado, expresando entretanto su consternación por el desarrollo de los acontecimientos, y cómo esperaba que las cosas salieran bien a pesar de todo.

—Se han demolido muchas calles en torno al hotel —explicó—. Me temo que estos mapas están muy anticuados.

Marty miró la página que había seleccionado Halifax. Una nube, cargada con la lluvia que ya había bañado Kilburn y otros puntos al noroeste, oscureció el sol mientras el índice sucio de Halifax trazaba una ruta en el mapa desde las calles de Holborn hasta el hotel Pandemonio.

XIII

En el hotel Pandemonio

67

Cada generación imagina de nuevo el Infierno. Explora su terreno en busca de incongruencias, y lo recrea en un molde más nuevo; escudriña sus terrores y si es necesario los reinventa para adecuarlos al clima actual de atrocidad; vuelve a diseñar su arquitectura para que horrorice al ojo de los condenados modernos. En otra época, Pandemonio, la primera ciudad del Infierno, se erguía sobre una montaña de lava mientras los relámpagos desgarraban las nubes por encima de ella y las almenaras ardían en los muros para convocar a los ángeles caídos. En la actualidad, ese espectáculo es propio de Hollywood. El Infierno se ha transformado. No hay relámpagos, ni pozos de fuego.

En un solar a unos cuantos cientos de metros de un paso elevado de la autopista, encuentra una nueva encarnación: decadente, degenerado, abandonado. Pero aquí, donde los gases envenenan la atmósfera, los pequeños terrores adquieren una nueva brutalidad. El cielo, por la noche, tendría el aspecto del Infierno. Así el hotel Orfeo, en adelante llamado Pandemonio.

Antaño había sido un edificio impresionante, y podría haber vuelto a serlo si los propietarios hubieran estado dispuestos a invertir en él. Pero, probablemente, reconstruir y acondicionar de nuevo un hotel tan grande y anticuado no era viable desde el punto de vista financiero. En algún momento del pasado el fuego lo había devorado, y había destruido la planta baja y los dos primeros pisos antes de extinguirse. El humo había deslucido el tercer piso, así como aquellos por encima del mismo, y solo había dejado vestigios desvaídos del antiguo encanto del hotel.

Los caprichos del departamento de obras públicas se habían cobrado aún otro precio en las posibilidades de restauración del edificio. Como había explicado Halifax, los terrenos que lo rodeaban se habían despejado para emprender un proyecto de renovación, que sin embargo nunca se había llevado a cabo. El hotel se erguía en medio de un magnífico aislamiento, rodeado de un laberinto de carreteras que afluían a la MI, a menos de trescientos metros de una de las extensiones de cemento y asfalto más transitadas del sur de Inglaterra. Miles de conductores la recorrían cada día, pero para entonces la grandeza depauperada del hotel les resultaba tan familiar que probablemente apenas eran conscientes de su existencia. Whitehead había sido muy astuto, pensó Marty, escondiéndose a la vista de todo el mundo.

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