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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (24 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Sin embargo, en su interior se acumulaba un resentimiento sordo. No solo por el modo en que lo trataban en el barrio. El Europeo, después de un cortejo amable, lo trataba cada vez con mayor desprecio: como si fuera un lacayo, en lugar de un aliado. Le irritaba que lo enviase de un sitio a otro buscando a Toy, y le pidiera que peinase una ciudad de millones de habitantes en busca de un viejo arrugado al que había visto por última vez encaramado a un muro, desnudo, con las flacas nalgas blancas a la luz de la luna. El Europeo estaba perdiendo el sentido de la proporción. Cualesquiera que fuesen los crímenes que el tal Toy hubiese cometido contra Mamoulian, no podían ser graves, y a Breer le agotaba pensar en otro día vagando por las calles.

Pero a pesar del cansancio, la capacidad de dormir lo había abandonado por completo. Y aunque la fatiga le crispaba los nervios, su cuerpo se negaba a apagarse más que unos minutos intranquilos, e incluso entonces, soñaba con tales cosas, cosas tan horribles, que no podía decirse que fuera un sueño reparador. El único placer que le quedaba eran las niñas bonitas.

Era una de las pocas ventajas de la casa: tenía sótano. No era más que un espacio fresco y seco del que estaba limpiando sistemáticamente la basura que habían dejado los anteriores propietarios. Era un trabajo farragoso, pero poco a poco lo estaba dejando como quería, y aunque nunca le habían gustado mucho los espacios cerrados, había algo en la oscuridad, y en la sensación de estar bajo tierra, que respondía a una necesidad imprecisa en su interior. Pronto lo tendría todo limpio. Pondría cadenas de papel de colores en las paredes, y jarrones con flores en el suelo; quizá una mesa, con un mantel que oliese a violetas; y sillas cómodas para sus invitadas. Entonces podría empezar a recibir a sus amigas de un modo al que esperaba que se acostumbrasen pronto.

Los preparativos avanzarían con mucha más rapidez si el Europeo no le interrumpiera constantemente para encomendarle recados estúpidos. Pero había decidido que la época de servidumbre se había acabado. Ese día le diría a Mamoulian que no cedería al chantaje ni a los abusos. En el peor de los casos, lo amenazaría con marcharse. Iría al norte. Había leído que en el norte había sitios donde no salía el sol durante cinco meses, y eso le parecía muy bien. Sin sol; y profundas cavernas para vivir, agujeros donde ni siquiera la luz de la luna pudiera extraviarse. Había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.

Si el aire de la casa era frío, en la habitación de Mamoulian lo era aún más. El Europeo exhalaba un aliento tan gélido como un depósito de cadáveres.

Breer se detuvo en la puerta. Solo había entrado una vez en esa habitación, y le daba un miedo espantoso. Era demasiado sencilla. El Europeo le había pedido que tapara la ventana con tablones: lo había hecho. A la luz de una sola vela, que ardía en un plato de aceite en el suelo, la habitación parecía sombría y gris; todo en ella parecía insustancial, incluso el Europeo. Estaba sentado en una silla de madera oscura, el único mueble que había, y miraba a Breer con ojos tan vidriosos que podría haber estado ciego.

—No te he llamado —dijo Mamoulian.

—Quería… hablar contigo.

—Pues cierra la puerta.

El sentido común le aconsejó que no lo hiciera, pero Breer obedeció. El cerrojo hizo
clic
a sus espaldas; la habitación pasó a centrarse en esa única llama y la luz temblorosa que ofrecía. Breer recorrió la habitación con la mirada, buscando un sitio donde sentarse, o al menos apoyarse, pero allí no había comodidades: la austeridad habría avergonzado a un asceta. Tan solo unas mantas en el rincón, sobre las tablas desnudas, donde dormía el gran hombre; algunos libros apilados contra la pared; una baraja de cartas; una jarra de agua y un vaso; y poco más. Las paredes estaban desnudas, excepto por el rosario que colgaba de un gancho.

—¿Qué quieres, Anthony?

Lo único que Breer podía pensar era:
Odio esta habitación.

—Di lo que tengas que decir.

—Quiero irme…

—¿Irte?

—Lejos. Las moscas me molestan. Hay muchas moscas.

—Las mismas que todos los años. Quizá este sea un poco más caluroso. Todo apunta a que el verano será abrasador.

Breer se puso enfermo al pensar en la luz y el calor. Y otra cosa: el modo en que su estómago se sublevaba si le echaba comida. El Europeo le había prometido un mundo nuevo, salud, riqueza y felicidad, pero, en cambio, sufría los tormentos de los condenados. Era mentira: todo era mentira.

—¿Por qué no me dejaste morir? —dijo, sin pensar en lo que decía.

—Te necesito.

—Pero me siento enfermo.

—Pronto se acabará el trabajo.

Breer miró directamente a Mamoulian, algo a lo que pocas veces se atrevía. Pero la desesperación le servía de estímulo.

—¿Te refieres a Toy? —dijo—. No lo encontraremos. Es imposible.

—Sí que lo haremos, Anthony. Insisto en ello.

Breer suspiró.

—Me gustaría estar muerto —dijo.

—No digas eso. Tienes toda la libertad que deseas, ¿verdad? Ya no te sientes culpable, ¿verdad?

—No…

—Mucha gente sufriría encantada esas pequeñas molestias para librarse de la culpa, Anthony: para satisfacer sus deseos carnales sin tener que arrepentirse nunca. Descansa el resto del día. Mañana vamos a estar ocupados, tú y yo.

—¿Por qué?

—Vamos a visitar al señor Whitehead.

Mamoulian le había hablado de Whitehead, de la casa y los perros. El daño que le habían hecho al Europeo era evidente. La mano herida se había curado enseguida, pero el daño del tejido era irreparable. Le faltaba un dedo y medio, tenía cicatrices horribles que le atravesaban las manos y la cara, y no volvería a mover bien el pulgar: había perdido su habilidad con las cartas para siempre. Le había contado una larga y triste historia el día que había vuelto cubierto de sangre de su encuentro con los perros. Una historia de promesas rotas y de confianza traicionada; de atrocidades cometidas contra la amistad. El Europeo había llorado sin freno al contársela, y Breer había vislumbrado la profundidad del dolor que albergaba. Los dos eran objeto de desprecio, de conspiraciones y de ultrajes. Al recordar la confesión del Europeo, la sensación de injusticia que Breer había tenido entonces se reavivó. Y allí estaba él, que le debía tanto (la vida, la cordura), planeando darle la espalda a su salvador. El Tragasables se sintió avergonzado.

—Por favor —dijo ansioso por compensar sus insignificantes protestas—, déjame matarlo por ti.

—No, Anthony.

—Puedo hacerlo —insistió Breer—. No me dan miedo los perros. No siento dolor; ya no, desde que volviste. Puedo matarlo en la cama.

—Ya sé que podrías. Y seguro que te necesitaré para que alejes a los perros de mí.

—Los haré pedazos.

Mamoulian parecía muy complacido.

—Hazlo, Anthony. Odio a todos los de su especie. Siempre los he odiado. Tú ocúpate de ellos mientras yo tengo unas palabras con Joseph.

—¿Por qué te molestas con él? Es muy viejo.

—Yo también —respondió Mamoulian—. Más de lo que parezco, créeme. Pero un trato es un trato.

—Es difícil —dijo Breer con los ojos húmedos por lágrimas flemosas.

—¿El qué?

—Ser el Último.

—Oh, sí.

—Tener que hacerlo todo bien; para que la tribu sea recordada… —La voz de Breer se rompió. Todas las maravillas que se había perdido al no nacer en una Edad de Oro. ¿Cómo habría sido aquella época de ensueño, cuando los Tragasables y los Europeos, y las demás tribus, tenían el mundo en sus manos? Nunca volvería a haber una edad como esa; Mamoulian se lo había dicho.

—A ti no te olvidarán —prometió el Europeo.

—Yo creo que sí.

El Europeo se levantó. Parecía más grande de lo que Breer recordaba; y más oscuro.

—Ten un poco de fe, Anthony. Tenemos mucho por delante.

Breer sintió un toque en la nuca, como si una polilla se hubiera posado allí y le acariciase con sus peludas antenas. Le zumbaba la cabeza, como si las moscas que lo asediaban hubieran puesto huevos en sus orejas y estos se hubieran abierto de repente. Meneó la cabeza para apartar la sensación.

—No pasa nada —oyó que decía el Europeo por encima del ruido de las alas—. Cálmate.

—No me siento bien —protestó Breer mansamente, esperando que Mamoulian se compadeciera de su debilidad. La habitación se estaba fragmentando a su alrededor, las paredes se estaban separando del suelo y del techo, los seis lados de esa caja gris se estaban desgarrando por las costuras, dando paso a la nada. La niebla se tragó todo: los muebles, las mantas, incluso a Mamoulian.

—Tenemos mucho por delante —oyó que repetía el Europeo, ¿o era el eco, que le llegaba desde el borde de un precipicio lejano? Breer estaba aterrorizado. Ya no veía ni su propio brazo extendido, pero sabía que ese lugar era infinito y que estaba perdido en él. Las lágrimas se hicieron más densas. Le goteaba la nariz, y tenía un nudo en el estómago.

Cuando ya pensaba que si no gritaba perdería el juicio, el Europeo salió de la nada, y en el destello relampagueante de su eclipsada conciencia Breer lo vio transformado. Era la fuente de las moscas, de los veranos abrasadores y los inviernos crudos, de la pérdida, del miedo, y flotaba frente a él más desnudo de lo que ningún hombre tenía derecho a estar, desnudo hasta el punto de no existir. Le tendía la mano buena a Breer. Sostenía unos dados hechos de huesos, con caras grabadas que Breer casi reconoció, y el Ultimo Europeo se puso en cuclillas, y arrojó los dados al vacío, con caras y todo, mientras en algún lugar cercano una cosa con cabeza de fuego lloraba sin cesar, hasta que pareció que todos se ahogarían en lágrimas.

35

Whitehead cogió el vaso de vodka y la botella y bajó a la sauna, que se había convertido en su refugio favorito durante las semanas de crisis. El peligro estaba lejos de haber pasado, pero ya había perdido interés en la situación del imperio. Habían vendido amplios sectores de las operaciones de la corporación en Europa y Extremo Oriente para reducir las pérdidas; habían suspendido pagos en un par de empresas menores; habían planeado despidos masivos en algunas plantas químicas de Alemania y Escandinavia: intentos desesperados por aplazar el cierre o la venta. Pero Joe tenía otros problemas en la cabeza. Los imperios se podían recuperar, la vida y la cordura no. Había echado a los financieros y a los expertos del Gobierno; los había devuelto a sus bancos y a sus despachos llenos de informes en Whitehall. No podían decirle nada que quisiera oír. No le interesaban los gráficos, las pantallas de ordenador, ni las predicciones. La única conversación que recordaba con interés en las cinco semanas transcurridas desde el comienzo la crisis era la discusión que había mantenido con Strauss.

Le caía bien Strauss. Para ser exactos, confiaba en Strauss, y en el bazar donde trapicheaba Joe la confianza era un artículo más raro que el uranio. El instinto de Toy acerca de Strauss había sido acertado; Bill tenía olfato para la integridad en los demás. A veces le echaba mucho de menos, sobre todo cuando el vodka lo llenaba de sentimentalismo y remordimientos. Pero no pensaba llorar: nunca había sido su estilo, y no iba a empezar ahora. Se sirvió otro vaso de vodka y lo alzó.

—Por la caída —dijo, y bebió.

Había acumulado una buena nube de vapor en la habitación de azulejos blancos, y sentado en el banco a media luz, colorado, se sentía como una planta de carne. Le encantaba la sensación del sudor en los pliegues de la barriga, las axilas y la entrepierna; simples estímulos físicos que lo apartaban de los malos pensamientos.

A lo mejor el Europeo no viene, después de todo,
pensó.
Dios lo quiera.

En algún lugar en la casa sumida en la oscuridad se abrió y se cerró una puerta, pero el alcohol y el vapor le hacían sentirse ajeno a los sucesos que sucedieran en otra parte. La sauna era otro planeta; suyo y de nadie más. Dejó el vaso vacío en los azulejos y cerró los ojos, esperando adormecerse.

Breer se dirigió a la puerta. Esta emitía un zumbido eléctrico, y el aire hedía a energía.

—Eres fuerte —dijo el Europeo—. Me lo has dicho. Abre la puerta.

Breer puso la mano en la verja. Sus alardes eran ciertos: no sintió más que una levísima sacudida. Cuando empezó a desencajar la puerta solo advirtió un olor de cocina y el castañeteo de sus dientes. Era más fuerte de lo que había imaginado. No tenía miedo, y su ausencia lo hacía hercúleo. Los perros empezaron a ladrar en algún punto de la valla, pero pensó:
que vengan.
No iba a morir. Quizá no moriría nunca.

Riendo como un loco, arrancó la puerta; el zumbido se interrumpió al romperse el circuito. El aire se tiñó de humo azul.

—Muy bien —dijo el Europeo.

Breer intentó soltar la sección de verja que sostenía, pero una parte se había soldado a la palma de su mano. Tuvo que arrancársela con la otra. Miró incrédulo la carne chamuscada: estaba ennegrecida, y desprendía un olor apetitoso. Seguro que pronto empezaría a dolerle un poco. Nadie, ni siquiera un hombre como él, que no tenía remordimientos y estaba dotado de una fuerza sublime, podía recibir una herida así sin sufrir daño. Pero no sentía nada.

De repente, un perro surgió de la oscuridad.

Mamoulian retrocedió temblando, pero Breer era la víctima que había escogido. El perro saltó a unos pasos de su objetivo, y su mole lo golpeó en el centro del pecho. El impacto le derribó de espaldas, y el perro pronto estuvo sobre él, buscando su garganta con las mandíbulas. Breer iba armado con un largo cuchillo de carnicero, pero no parecía interesado en él, aunque estaba a su alcance. Su rostro grueso rompió a reír mientras el perro intentaba alcanzar su cuello. Breer se limitó a asir la mandíbula inferior del perro. El animal cerró sus fauces, atrapando la mano de Breer en su boca. Enseguida se dio cuenta de su error. Breer agarró un puñado de pelo y músculo de la parte posterior de la cabeza del perro con la mano libre, y tiró del cuello y de la cabeza en direcciones opuestas. Hubo un chasquido. El perro emitió un rugido cavernoso, resistiéndose aún a soltar la mano de su ejecutor, aunque escupía sangre entre los dientes apretados. Breer le hizo al perro otra llave mortal. Este puso los ojos en blanco y se puso rígido. Cayó sobre el pecho de Breer, muerto.

Los demás perros ladraban a lo lejos, respondiendo al estertor que habían oído. El Europeo miró nerviosamente a derecha e izquierda de la valla.

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