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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (45 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Se sintieron como en casa. Las paredes y el suelo desnudos; el olor a desinfectante y a incienso, como si acabaran de limpiar algo. A decir verdad, Tom pensó que aquel tío había llevado el ascetismo a extremos. La habitación donde los condujo no tenía más que dos sillas.

—Me llamo Mamoulian.

—¿Cómo está? Yo soy Chad Schuckman, y este es Thomas Loomis.

—Los dos santos, ¿eh? —Los jóvenes se quedaron perplejos—. Vuestros nombres. Los dos son nombres de santos.

—¿San Chad? —Aventuró el rubio.

—Oh, así es. Era un obispo inglés del siglo séptimo. Tomás, por supuesto, era el gran escéptico.

Los dejó un momento para traer agua. Tom se agitó en su silla.

—¿Qué te pasa? —le espetó Chad—. Es el primer converso que encontramos.

—Es muy raro.

—¿Tú crees que al Señor le importa si es raro? —dijo Chad. Era una buena pregunta, y Tom estaba formulando una respuesta para ella cuando regresó su anfitrión.

—El agua.

—¿Vive solo? —preguntó Chad—. Es una casa muy grande para una sola persona.

—Últimamente he estado solo —dijo Mamoulian ofreciéndoles los vasos de agua—. Y debo admitir que estoy muy necesitado de ayuda.

Apuesto a que sí,
pensó Tom. El hombre lo miró como si la idea hubiese destellado a través de su cabeza, casi como si lo hubiera dicho en voz alta. Tom se sonrojó, y se bebió el agua para ocultar su embarazo. Estaba caliente. ¿Acaso los ingleses no habían oído hablar de los frigoríficos? Mamoulian volvió a dirigir su atención a san Chad.

—¿Qué vais a hacer los próximos días?

—La obra del Señor —respondió Chad acertadamente.

Mamoulian asintió.

—Bien —dijo.

—Divulgar la palabra.

—«Yo os haré pescadores de hombres».

—Mateo. Capítulo 4 —respondió Chad.

—Si os dejo salvar mi alma inmortal —dijo Mamoulian—, ¿me ayudaréis?

—¿A hacer qué?

Mamoulian se encogió de hombros:

—Necesito la asistencia de dos animales jóvenes y saludables como vosotros.

¿Animales? Eso no sonaba muy fundamentalista. ¿Acaso este pobre pecador nunca había oído hablar del Edén?
No,
pensó Tom, mirándolo a los ojos;
no, probablemente no.

—Me temo que tenemos otros compromisos —respondió Chad con amabilidad—. Pero nos encantaría que viniese cuando llegue el reverendo, para bautizarlo.

—Me gustaría conocer al reverendo —respondió el hombre. Tom no estaba seguro de que todo esto no fuese una charada—. Falta poco para que caiga sobre nosotros la ira del Creador —decía Mamoulian. Chad asintió con fervor—. Entonces seremos como náufragos, ¿verdad?, como náufragos a la deriva.

Las palabras eran casi idénticas a las del reverendo. Cuando Tom las oyó de los finos labios de aquel hombre le hizo efecto la acusación de ser un escéptico. Pero Chad estaba en trance. Tenía la expresión evangélica que le sobrevenía durante los sermones; Tom siempre había envidiado aquella expresión, pero ahora le pareció absolutamente rabiosa.

—Chad… —empezó.

—Náufragos a la deriva —repitió Chad—. Aleluya.

Tom dejó el vaso en el suelo junto a la silla.

—Me parece que deberíamos irnos —dijo, y se levantó. Por alguna razón, los tablones desnudos del suelo parecían a más de dos metros de distancia de sus ojos, más bien a veinte, como si fuera una torre a punto de derrumbarse, con los cimientos socavados—. Tenemos que cubrir muchas calles —dijo, intentando concentrarse en el problema que tenía entre manos, que era, en pocas palabras, cómo salir de aquella casa antes de que ocurriera algo terrible.

—El Diluvio —anunció Mamoulian— se cierne sobre nosotros.

Tom alargó la mano hacia Chad para despertarlo de su trance. Le parecía que sus dedos estaban a mil kilómetros de sus ojos.

—Chad —dijo. San Chad; el chico de la aureola, el meapilas.

—¿Estás bien, chico? —preguntó el desconocido, volviendo hacia Tom sus ojos de pez.

—Me… siento…

—¿Qué sientes? —preguntó Mamoulian.

Chad también lo estaba mirando, su rostro estaba exento de preocupaciones; exento, de hecho, de cualquier sentimiento. Quizá, se le ocurrió a Tom por primera vez, por eso era tan perfecto el rostro de Chad. Blanco, simétrico y completamente vacío.

—Siéntate antes de que te caigas —dijo el extraño.

—No pasa nada —le tranquilizó Chad.

—No —dijo Tom. Las rodillas no le obedecían. Sospechaba que cederían muy pronto.

—Confía en mí —dijo Chad. Tom quería hacerlo. Chad solía tener razón—. Créeme, hemos encontrado algo bueno. Siéntate, como te ha dicho el caballero.

—¿Es el calor?

—Sí —respondió Chad, en nombre de Tom—. Es el calor. En Memphis hace calor; pero tenemos aire acondicionado. —Se volvió hacia su compañero y le puso la mano en el hombro. Tom se rindió a la debilidad, y se sentó. Sentía un aleteo en la nuca, como si un colibrí estuviese planeando por allí, pero no tenía fuerza de voluntad para espantarlo.

—¿Vosotros os llamáis agentes? —dijo el hombre, en voz baja—. No creo que conozcáis el significado de esa palabra.

Chad se apresuró a salir en defensa de ambos.

—El reverendo dice…

—¿El reverendo? —le interrumpió el hombre con desprecio—. ¿Tú crees que tiene la más remota idea de lo que valéis?

Chad se quedó atónito. Tom intentó decirle a su amigo que no se dejase adular, pero no le salían las palabras. Sentía la lengua como si fuera un pez muerto en su boca.
Pase lo que pase,
pensó,
por lo menos nos pasará a los dos juntos.
Eran amigos desde primero; habían compartido la adolescencia y la metafísica; Tom creía que eran inseparables. Esperaba que el hombre entendiese que donde iba Chad, iba Tom. El aleteo en el cuello había cesado; una cálida tranquilidad se extendió en silencio por su cabeza. Las cosas no estaban tan mal después de todo.

—Necesito vuestra ayuda, jóvenes.

—¿Para qué? —preguntó Chad.

—Para empezar el Diluvio —respondió Mamoulian. En el rostro de Chad apareció una sonrisa; al principio era insegura, pero se ensanchó a medida que la idea cautivaba su imaginación. Sus rasgos, casi siempre sobrios por el celo religioso, se inflamaron.

—Oh, sí —dijo, y miró a Tom—. ¿Has oído lo que ha dicho este hombre?

Tom asintió.

—¿Lo has oído, hombre?

—Lo he oído. Lo he oído.

Chad había esperado aquella invitación toda su bienaventurada existencia. Por primera vez imaginaba la realidad literal tras la destrucción con la que había amenazado en un centenar de portales. En su imaginación, las aguas, aguas rojas, encrespadas, crecían hasta convertirse en olas coronadas de espuma y se abatían sobre aquella ciudad pagana.
Somos como náufragos a la deriva,
se dijo, y las palabras trajeron consigo imágenes. Hombres y mujeres, pero sobre todo mujeres, que huían desnudos del torrente embravecido. El agua estaba caliente; caía en forma de lluvia sobre sus rostros que gritaban, y sus pechos relucientes, temblorosos. Era lo que el reverendo había prometido desde el principio; y allí estaba ese hombre pidiéndoles ayuda para hacerlo posible, para que se consumase ese día aciago, destructor y espumoso. ¿Cómo podían negarse? Sintió el impulso de darle las gracias por considerarlos dignos. La idea dio pie a la acción. Se hincó de rodillas, y cayó al suelo a los pies de Mamoulian.

—Gracias —le dijo al hombre del traje oscuro.

—Entonces, ¿me ayudaréis?

—Sí… —respondió Chad; ¿acaso su homenaje no era muestra suficiente?—. Por supuesto.

Detrás de él, Tom murmuró su aprobación.

—Gracias —dijo Chad—. Gracias.

Pero cuando alzó la vista el hombre, convencido al parecer por su devoción, ya había salido de la habitación.

57

Marty y Carys durmieron juntos en la cama individual: un sueño largo y gratificante. Si el bebé de la habitación de abajo lloró durante la noche, no lo oyeron. Ni oyeron las sirenas en Kilburn High Road, de la Policía y de los bomberos que se dirigían a un incendio en Maida Vale. Tampoco los despertó el amanecer a través de las ventanas sucias, aunque no habían corrido las cortinas. Pero una vez, de madrugada, Marty se volvió en sueños, parpadeó y vio la primera luz del día en el cristal. En lugar de apartarse de ella, dejó que cayera sobre sus párpados mientras estos volvían a cerrarse.

Pasaron juntos la mitad del día en el estudio hasta que empezó la necesidad; se bañaron, tomaron café, se dijeron muy poco. Carys lavó y vendó la herida de la pierna de Marty; se cambiaron de ropa, y tiraron las que habían llevado la noche anterior.

No empezaron a hablar hasta media tarde. El diálogo empezó con calma, pero el nerviosismo de Carys aumentó cuando empezó a sentir el ansia de chutarse, y la conversación se convirtió rápidamente en un intento desesperado por distraerla de su estómago tembloroso. Le explicó a Marty cómo había sido la vida con el Europeo: las humillaciones, los engaños, la sensación que había tenido de que los conocía a su padre y a ella misma mejor de lo que había supuesto. Marty, a su vez, intentó parafrasear la historia que Whitehead le había contado la última noche, pero ella estaba demasiado distraída para concentrarse debidamente. Hablaba con cada vez más nerviosismo.

—Tengo que chutarme, Marty.

—¿Ya?

—Dentro de poco.

Marty había esperado y temido ese momento. No porque no pudiera conseguirle material; sabía que podía. Sino porque había esperado que, de algún modo, ella pudiese resistir la necesidad cuando estuviera con él.

—Me encuentro muy mal —dijo ella.

—Estás bien. Estás conmigo.

—Sabes que vendrá, ¿no?

—No, ahora no.

—Estará furioso, y vendrá.

La mente de Marty volvía una y otra vez a su experiencia en la habitación del último piso de Caliban Street. Lo que había visto allí, o más bien lo que no había visto, le había aterrorizado mucho más que los perros o Breer. Esos solo eran peligros físicos. Pero lo que había sucedido en la habitación era un peligro de un orden completamente distinto. Había sentido, quizá por primera vez en su vida, que su alma, una noción que hasta entonces había considerado una bobada cristiana, estaba amenazada. No estaba seguro de lo que quería decir la palabra; sospechaba que ni siquiera el papa lo estaba. Pero una parte de él, más esencial que el cuerpo o la vida, había sido eclipsada, y Mamoulian había sido el responsable de ello. ¿Qué más podría desatar la criatura si se sentía acorralada? La curiosidad de Marty era más que un vago deseo de saber lo que había detrás del velo: se había convertido en una necesidad. ¿Cómo podían esperar defenderse de ese demagogo sin conocer su naturaleza?

—No quiero saberlo —dijo Carys leyendo sus pensamientos—. Si viene, pues que venga. No podemos hacer nada al respecto.

—Anoche… —empezó él, a punto de recordarle cómo habían ganado la escaramuza. Ella desechó la idea antes de que la terminara. La tensión de su rostro era insoportable; la necesidad la estaba torturando.

—Marty…

La miró.

—Me lo prometiste —lo acusó.

—No lo he olvidado.

Había hecho el cálculo mental: no el coste de la droga en sí, sino el del orgullo perdido. Tendría que recurrir a Flynn para obtener la heroína; no conocía a nadie más en quien pudiese confiar. Los dos eran fugitivos, de Mamoulian y de la ley.

—Tendré que hacer una llamada de teléfono —dijo.

—Pues hazla —respondió ella.

Parecía haber cambiado físicamente en la última media hora. Tenía la piel del color de la cera, y un brillo desesperado en los ojos; los temblores empeoraban cada minuto.

—No se lo pongas fácil —dijo.

Él frunció el ceño.

—¿Fácil?

—Puede obligarme a hacer cosas que no quiero —dijo ella. Las lágrimas habían empezado a manar. No las acompañaba sollozo alguno, solo era una caída libre desde los ojos—. Podría obligarme a hacerte daño.

—Vale. Ahora voy. Hay un tío que vive con Charmaine que puede conseguir material, no te preocupes. ¿Quieres venir?

Ella se abrazó.

—No —dijo—. Te retrasaré. Ve tú.

Marty se puso la chaqueta, intentando no mirarla; la mezcla de fragilidad y apetito lo asustaba. El cuerpo de la muchacha estaba cubierto de sudor fresco, que se acumulaba en el suave pasaje entre las clavículas y fluía sobre su rostro.

—No dejes entrar a nadie, ¿vale?

Cuando él se fue, ella cerró la puerta con llave y volvió a sentarse en la cama. Las lágrimas brotaron de nuevo, sin freno. No eran lágrimas de pena, sino tan solo agua salada. Bueno, quizá hubiera algo de pena en ellas: por esa fragilidad que había vuelto a descubrir, y por el hombre que había bajado las escaleras.

Pensó que él era el responsable de su incomodidad actual. La había seducido para que pensara que podía mantenerse por su propio pie. ¿Y dónde la había llevado eso; donde los había llevado a ambos? A aquel invernadero, en mitad de una tarde de julio, a punto de ser rodeados por la maldad.

Lo que sentía por él no era amor. Esa era una carga emocional demasiado pesada. Era como mucho enamoramiento, mezclado con la sensación de pérdida inminente que siempre experimentaba cuando estaba cerca de alguien, como si cada instante que pasara en su presencia lamentara por dentro el momento en que ya no pudiera estar allí.

Abajo, la puerta se cerró de un portazo cuando Marty salió a la calle. Volvió a tumbarse en la cama, pensando en la primera vez que habían hecho el amor. En cómo el Europeo había observado incluso ese acto tan íntimo. Cuando pensó en Mamoulian, la idea se convirtió en una bola de nieve en una pendiente pronunciada. Rodó, acumulando velocidad y tamaño a su paso, hasta que fue monstruosa. Una avalancha, un alud.

Por un instante dudó que solo estuviera recordando: la sensación era muy nítida, muy real. Entonces ya no tuvo dudas.

Se levantó, los muelles del colchón crujieron. No era un recuerdo en absoluto.

Mamoulian estaba allí.

58

—¿Flynn?

—Hola. —La voz al otro lado de la línea era áspera a causa del sueño—. ¿Quién es?

—Soy Marty. ¿Te he despertado?

—¿Qué demonios quieres?

—Necesito ayuda.

Hubo un largo silencio al otro lado del teléfono.

—¿Sigues ahí?

—Sí. Sí.

—Necesito heroína.

La aspereza desapareció de la voz de Flynn, y fue reemplazada por la incredulidad.

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