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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (46 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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—¿Le das a la heroína?

—La necesito para un amigo. —Marty podía percibir la sonrisa que se extendía en el rostro de Flynn—. ¿Puedes conseguirme un poco? Rápido.

—¿Cuánto?

—Tengo cien libras.

—No es imposible.

—¿Pronto?

—Sí. Si quieres. ¿Qué hora es? —La idea del dinero fácil y de un cliente desesperado había engrasado la mente de Flynn, y estaba listo para ponerse en marcha—. ¿La una y cuarto? Vale. —Se interrumpió para calcular—. Pásate en tres cuartos de hora, más o menos.

Era eficiente, a menos que, como Marty sospechaba, Flynn estuviera tan metido en el mercado que tuviera fácil acceso a la mercancía: el bolsillo de la chaqueta, por ejemplo.

—No te lo garantizo, claro —dijo, solo para que la desesperación siguiera borboteando—. Pero haré lo que pueda. Es justo, ¿no?

—Gracias —respondió Marty—. Te lo agradezco.

—Tú trae la pasta, Marty. Ese es el único agradecimiento que necesito.

El teléfono se cortó. Flynn tenía un don para decir la última palabra.

—Cabrón —le dijo Marty al auricular, y lo estrelló contra la horquilla.

Estaba temblando ligeramente; tenía los nervios crispados. Se metió en un quiosco, compró un paquete de cigarrillos y volvió al coche. Era la hora de comer; el tráfico en el centro de Londres sería denso, y tardaría casi cuarenta y cinco minutos en llegar al antiguo barrio. No tenía tiempo para volver a ver a Carys. Además, supuso que ella no le daría las gracias por posponer la compra. Necesitaba la droga más que a él.

La aparición del Europeo fue demasiado repentina para que Carys pudiese mantener a raya su insinuante presencia. Pero aunque se sentía débil, tenía que luchar. Y había algo en este asalto que lo hacía distinto de los anteriores. ¿Sería que se había acercado de un modo más desesperado? Su entrada le había magullado la nuca físicamente. Se la frotó con una mano sudorosa.

Te he encontrado,
dijo él en su cabeza.

Ella miró en torno a la habitación buscando un modo de expulsarlo.

Es inútil,
le dijo.

—Déjanos en paz.

Me has tratado mal, Carys. Debería castigarte. Pero no lo haré si me entregas a tu padre. ¿Es tanto pedir? Tengo derecho a él. En el fondo lo sabes. Me pertenece.

Sabía que no era sensato fiarse de su tono persuasivo. ¿Qué haría, si encontraba a papá? ¿La dejaría vivir en paz? No; se la llevaría también, igual que a Evangeline y a Toy y solo él sabía a cuántos más; al árbol, a la Nada.

Sus ojos se posaron en el hornillo eléctrico que había en el rincón. Se levantó, con los miembros temblorosos, y fue tambaleándose hacia él. Si el Europeo había adivinado su plan, pues mucho mejor. Estaba débil, lo percibía. Estaba cansado y triste; su concentración vacilaba, como si tuviera un ojo en el cielo buscando cometas. Pero su presencia seguía siendo lo bastante inquietante como para embarrar sus procesos mentales. Cuando llegó al horno apenas recordaba por qué estaba allí. Puso una marcha más alta en su cerebro. ¡Negación! Eso era. ¡El horno era negación! Alargó la mano y encendió uno de los dos círculos eléctricos.

No, Carys,
le dijo.
No seas tonta.

Su rostro apareció en su mente. Era inmenso, y bloqueaba la habitación que la rodeaba. Meneó la cabeza para librarse de él, pero no estaba dispuesto a irse. También había otra ilusión, además del rostro. Sentía unos brazos en torno a ella, pero no la estrangulaban, sino que la envolvían en un abrazo protector. Aquellos brazos la acunaban.

—No te pertenezco —dijo resistiendo el impulso de sucumbir a su arrullo. En la parte posterior de la cabeza oía una canción, cuyo ritmo armonizaba con el ritmo soporífero del arrullo. La letra no era inglesa, sino rusa. Era una canción de cuna, lo supo aunque no entendía las palabras, y a medida que transcurría, y la escuchaba, parecía que desaparecía todo el sufrimiento que había soportado. Volvía a ser un bebé; en sus brazos. La mecía para que se durmiera con esa canción murmurada.

A través del encaje del sueño inminente vislumbró un diseño brillante. No podía precisar su significado, pero recordaba que esa espiral naranja que brillaba cerca de ella había sido importante. Pero ¿qué significaba? El problema la enfurecía, y mantenía a raya al sueño que tanto deseaba. Así que abrió los ojos un poco más para desentrañar el diseño, de una vez por todas, y así acabar por fin.

El horno apareció frente a ella, con el círculo brillante. El aire se estremecía a causa del calor que despedía. Ahora recordaba, y el recuerdo venció al sueño. Extendió el brazo hacia el calor.

No lo hagas,
le aconsejó la voz de su cabeza.
Solo conseguirás hacerte daño.

Pero ella sabía que no. Dormirse en sus brazos era más peligroso que cualquier dolor que trajeran los próximos momentos. El calor era incómodo, aunque su piel todavía estaba a unos centímetros de la fuente, y por un momento desesperado su fuerza de voluntad flaqueó.

Quedarás marcada de por vida,
dijo el Europeo, sintiendo sus dudas.

—Déjame en paz.

Es que no quiero que te hagas daño, niña. Te quiero demasiado.
La mentira le sirvió de estímulo. Encontró la porción vital de coraje, alzó la mano y apretó la palma contra el círculo eléctrico.

El Europeo gritó primero; oyó que su voz se alzaba un instante antes de que empezara su propio grito. Retiró la mano del horno cuando el olor a quemado llegó hasta ella. Mamoulian se retiró; ella sintió su huida. El alivio inundó su interior. Luego el dolor la abrumó, y una rápida oscuridad descendió sobre ella. Pero no la temía. Aquella oscuridad era segura. Él no estaba dentro.

«Se ha ido», dijo, y se derrumbó.

Cuando recuperó la conciencia, en menos de cinco minutos, lo primero que pensó fue que estaba sujetando un puñado de cuchillas.

Se dirigió lentamente a la cama y apoyó la cabeza en ella hasta que recuperó la conciencia por completo. Cuando reunió el valor suficiente, se miró la mano. El diseño de los anillos se había grabado en la palma con claridad, como si fuera un tatuaje en espiral. Se levantó y fue al lavabo para lavar la herida con agua fría. El proceso calmó un poco el dolor; el daño no era tan grave como había pensado. Aunque le había parecido una eternidad, probablemente la palma solo había estado en contacto directo con el anillo durante un par de segundos. Se envolvió la mano en una de las camisetas de Marty. Luego recordó que había leído en alguna parte que era mejor dejar las quemaduras al aire, y deshizo el vendaje. Se tumbó en la cama, agotada, y esperó a que Marty le llevase un fragmento de la Isla.

59

Los muchachos del reverendo Bliss se quedaron en la habitación de la planta baja de la casa de Caliban Street, perdidos en una fantasía de muerte acuosa, durante más de una hora. Mientras tanto, Mamoulian había ido en busca de Carys, la había encontrado y había sido expulsado de nuevo. Pero había descubierto su paradero. Más aún, había deducido que Strauss, el hombre que había ignorado en el Santuario de un modo tan estúpido, había salido a buscarle heroína. Ya era hora, pensó, de dejar de ser tan compasivo.

Se sentía como un perro apaleado: sólo quería tumbarse y morir. Parecía que aquel día, sobre todo desde el habilidoso rechazo de la muchacha, sentía cada hora de su dilatada vida en las sienes. Se miró la mano, que aún le dolía por la quemadura que había recibido a través de Carys. Quizá la muchacha entendería finalmente que todo aquello era inevitable. Que el desenlace que estaba a punto de acometer era más importante que su vida, o la de Strauss, o la de Breer, o la de los dos idiotas de Memphis que había dejado soñando dos pisos más abajo.

Bajó a la primera planta y entró en la habitación de Breer. El Tragasables estaba recostado en el colchón, en el rincón, con el cuello torcido y el estómago empalado, mirándolo como un pez lunático. Al pie del colchón, cada vez más próxima debido a la visión mermada de Breer, la televisión farfullaba necedades.

—Pronto nos marcharemos —dijo Mamoulian.

—¿La has encontrado?

—Sí, la he encontrado. Está en un sitio llamado Bright Street. La casa… —al parecer encontraba divertida la idea— está pintada de amarillo. Está en el segundo piso, creo.

—Bright Street —caviló Breer—. ¿Vamos a por ella, entonces?

—No, nosotros no.

Breer se volvió un poco más hacia el Europeo; se había sujetado el cuello roto con un collarín improvisado que le dificultaba los movimientos.

—Quiero verla —dijo.

—Pues no haberla dejado escapar, para empezar.

—Vino él; el de la casa. Te lo dije.

—Oh, sí —dijo Mamoulian—. Tengo planes para Strauss.

—¿Quieres que lo encuentre para ti? —dijo Breer. Las antiguas imágenes de ejecuciones se encendieron en su cabeza, como recién salidas de un libro de atrocidades. Algunas eran más nítidas que nunca, como si estuvieran a punto de hacerse realidad.

—No hace falta —respondió el Europeo—. Tengo a dos acólitos dispuestos a hacer el trabajo por mí.

Breer se enfurruñó.

—Pues, ¿qué hago?

—Prepara la casa para nuestra partida. Quiero que quemes las pocas posesiones que tenemos. Quiero que sea como si nunca hubiéramos existido, tú y yo.

—El final se acerca, ¿verdad?

—Ahora que sé dónde está, sí.

—Podría escaparse.

—Está demasiado débil. No podrá moverse hasta que Strauss le lleve droga. Y por supuesto nunca lo hará.

—¿Vas a hacer que lo maten?

—A él y a cualquiera que se interponga en mi camino a partir de ahora. No me queda energía para la compasión. Ese ha sido mi error muchas veces: dejar escapar a los inocentes. Te he dado instrucciones, Anthony. Ponte a trabajar.

Se retiró de la fétida habitación, y bajó a reunirse con sus nuevos agentes. Los americanos se levantaron respetuosamente cuando abrió la puerta.

—¿Estáis listos? —preguntó.

El rubio, que había sido el más obediente desde el principio, empezó a expresar de nuevo su eterno agradecimiento, pero Mamoulian lo silenció. Les dio sus órdenes, y ellos las aceptaron como si les estuviera regalando caramelos.

—Hay cuchillos en la cocina —dijo—. Cogedlos y usadlos bien.

Chad sonrió.

—¿Quiere que matemos también a la esposa?

—El Diluvio no tiene tiempo de ser selectivo.

—¿Y si no ha pecado? —dijo Tom sin saber por qué se le había ocurrido esa absurda idea.

—Oh, ha pecado —respondió con ojos brillantes, y eso fue suficiente para los muchachos del reverendo Bliss.

Arriba, Breer se levantó del colchón con dificultad, y fue dando tumbos hasta el baño para mirarse en el espejo roto. Sus heridas habían dejado de supurar hacía tiempo, pero tenía un aspecto horrible.

—Afeitado —se dijo—. Y sándalo.

Temía que las cosas fueran demasiado rápido y si no tenía cuidado lo excluyeran de los cálculos. Era hora de actuar en su propio beneficio. Se pondría una camisa limpia, una corbata y una chaqueta, y saldría a cortejar a la muchacha. Si el final estaba tan próximo que las pruebas tenían que ser destruidas, era mejor que se diera prisa. Mejor terminar su romance con ella antes de que siguiera el camino de toda la carne.

60

Tardó mucho más de tres cuartos de hora en atravesar Londres. Se celebraba una gran marcha antinuclear; diversas secciones del grupo principal se habían reunido por toda la ciudad para dirigirse a un mitin masivo en Hyde Park. El centro de la ciudad, por el que, en el mejor de los casos, era difícil circular, estaba tan congestionado a causa de los participantes y de los atascos que se encontraba intransitable. Marty no se dio cuenta de nada hasta que se encontró en medio de todo ello, y para entonces era imposible echarse atrás y trazar una ruta diferente. Maldijo su falta de atención: seguro que había habido señales policiales, advirtiendo del retraso a los conductores entrantes. No se había percatado de ninguna.

Pero no podía hacer nada, excepto quizás abandonar el coche y seguir a pie o en metro. Ninguna de las dos opciones era especialmente atractiva. El metro estaría abarrotado, y caminar bajo el calor abrasador de aquel día lo dejaría sin fuerzas. Necesitaba las pocas reservas de energía que le quedaban. Había vivido a base de adrenalina y cigarrillos durante demasiado tiempo. Estaba débil. Tan solo esperaba, aunque fuese una esperanza vana, que la oposición estuviese más débil que él.

Era media tarde cuando llegó a casa de Charmaine. Dio una vuelta a la manzana, buscando un sitio donde aparcar, y al fin encontró un espacio al doblar la esquina. Sus pies se mostraban algo reacios; la inminente degradación no era especialmente atrayente. Pero Carys estaba esperando.

La puerta principal estaba ligeramente entreabierta, pero llamó al timbre de todas formas, y esperó en la acera. No estaba dispuesto a entrar en la casa por las buenas. Tal vez estuvieran arriba en la cama, o dándose una ducha fría juntos. El calor seguía siendo sofocante, aunque la tarde estaba muy avanzada.

Al final de la calle apareció una furgoneta de helados que tocaba una versión desafinada de
El Danubio azul
y se detuvo en la acera a esperar a los compradores. Marty echó un vistazo en su dirección. El vals ya había atraído a dos clientes. Llamaron su atención por un momento: eran jóvenes, vestidos con trajes sobrios, y le daban la espalda. Uno de ellos alardeaba de un cabello rubio tan brillante que reflejaba el sol. Tomaron posesión de sus helados; el dinero cambió de mano. Satisfechos, doblaron la esquina y desaparecieron sin mirar por encima del hombro.

Cansado de esperar respuesta a sus llamadas, Marty empujó la puerta. Esta chirrió sobre el felpudo de coco que lucía un ajado «Bienvenido». Un panfleto que sobresalía del buzón resbaló y cayó boca abajo en el interior. La tapa levantada del buzón volvió a cerrarse con estrépito.

—¿Flynn? ¿Charmaine?

Su voz era una intromisión; subió por las escaleras, donde las motas de polvo poblaban la luz del sol que entraba por la ventana del descansillo; corrió a la cocina, donde la leche del día anterior se cortaba en la encimera junto al fregadero.

—¿Hay alguien en casa?

En el pasillo, oyó a una mosca. Volaba en círculos en torno a su cabeza, y la espantó. Sin inmutarse, atravesó el pasillo zumbando hasta la cocina, atraída por algo. Marty la siguió, llamando a Charmaine.

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