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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (41 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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—¿Qué tienes que decir? —preguntó Mamoulian.

—No está muerto —respondió Luther. Ya, no era tan difícil, ¿verdad?—. Todo fue un montaje. Solo lo sabían dos o tres personas, incluyéndome a mí.

—¿Por qué tú?

Luther no estaba seguro de ello.

—Supongo que confiaba en mí —dijo encogiéndose de hombros.

—Ah.

—Además, alguien tenía que encontrar el cadáver, y yo era el candidato más creíble. Solo quería escapar limpiamente y volver a empezar donde nunca lo encontrasen.

—¿Y dónde era eso?

Luther meneó la cabeza.

—No lo sé, tío. Supongo que en cualquier parte, donde nadie conociera su cara. No me lo dijo.

—Seguro que te dio alguna pista.

—No.

Breer se animó ante la reticencia de Luther; su mirada se encendió.

—Venga ya —insistió Mamoulian—, ya me has contado el principio; ¿qué hay de malo en contarme lo demás?

—Es que no hay nada más.

—¿Por qué sufrir?

—¡Que no me lo dijo, tío! —Breer subió un escalón; y luego otro; y otro.

—Seguro que te dio alguna idea —dijo Mamoulian—. ¡Piensa! ¡Piensa! Has dicho que confiaba en ti.

—¡No tanto! Oye, aléjalo de mí, ¿quieres?

Los punzones resplandecieron.

—¡Por amor de Dios, aléjalo de mí!

Había muchas cosas que lamentar. La primera era que un ser humano fuese capaz de infligirle a otro un daño tan brutal, sin dejar de sonreír. La segunda era que Luther no hubiese sabido nada. Las reservas de información que tenía eran muy limitadas, como había afirmado. Pero cuando el Europeo se aseguró de la ignorancia de Luther, su estado era irreversible. Bueno; eso no era estrictamente cierto. Podría muy bien resucitarlo. Pero Mamoulian tenía mejores cosas que hacer con la energía que le restaba; y además, permitir que el chófer siguiese muerto era el único modo en que podía compensarlo por el sufrimiento que había soportado en vano.

—Joseph. Joseph. Joseph —refunfuñó el Europeo.

Y la oscuridad siguió avanzando.

X

Nada; y después

54

Después de procurarse cuanto necesitaba para una larga vigilia frente a la casa de Caliban Street (lectura, comida y bebida), Marty regresó y se pasó casi toda la noche al acecho, en compañía de una botella de Chivas Regal y de la radio del coche. Poco antes del amanecer abandonó su puesto y condujo ebrio de vuelta a su habitación, donde durmió hasta casi el mediodía. Cuando despertó tenía la cabeza del tamaño de un globo, y llena del mismo aire rancio; pero el día tenía un propósito. Había dejado de soñar con Kansas; solo pensaba en la realidad de la casa y de Carys encerrada en ella.

Desayunó hamburguesas y volvió a la calle Caliban. Aparcó lo bastante lejos como para no llamar la atención, pero lo bastante cerca como para observar los movimientos de la casa. Pasó los tres días siguientes en el mismo sitio, mientras la temperatura subía desde los veinticinco hasta los treinta grados. A veces dormitaba unos minutos en el coche, agarrotado; con más frecuencia, volvía a Kilburn para sestear una hora o dos. Se familiarizó con la tórrida calle en todos sus estados de ánimo. La vio poco antes del amanecer, cuando la imagen vacilaba hasta adquirir solidez. La vio a media mañana, cuando las esposas jóvenes salían con sus hijos, apresuradas; por la tarde luminosa; y a última hora, cuando la azucarada luz rosa del sol poniente exultaba el ladrillo y la pizarra. Las vidas públicas y privadas de sus habitantes se desplegaron ante él. El niño espástico del veintisiete, cuya rabia era un vicio secreto. La mujer del ochenta y uno, que todos los días recibía la visita de un hombre a la una menos cuarto, y su marido (un policía, a juzgar por la camisa y la corbata), al que recibía cada noche en el umbral con una pasión directamente proporcional al tiempo que hubiera pasado con su amante. Y más aún: una docena o dos de historias, que se entremezclaban y volvían a separarse.

En cuanto a la casa, de vez en cuando veía actividad en el interior, pero no divisó a Carys ni una sola vez. Las persianas de la entreplanta estaban bajadas todo el día y solo se subían a media tarde, cuando el sol perdía fuerza. En el piso superior había una sola ventana, cuyos postigos siempre parecían cerrados desde dentro.

Marty concluyó que únicamente había dos personas en la casa, además de Carys. Una era el Europeo, por supuesto. La otra era el carnicero al que casi se habían enfrentado en el Santuario; el asesino de perros. Entraba y salía una o dos veces al día; casi siempre por algún asunto sin importancia. Ofrecía una imagen de mal gusto, con los rasgos maquillados, la cojera y las miradas astutas que dirigía a los niños mientras jugaban.

En esos tres días, Mamoulian no salió de la casa; por lo menos Marty no le vio marcharse. Se le podía ver durante unos breves instantes en la ventana de la planta baja, observando la calle iluminada por el sol; pero era infrecuente. Y Marty sabía que mientras estuviera en la casa no era buena idea intentar un rescate. El valor, que no poseía en reservas ilimitadas, no le serviría de arma contra los poderes que blandía el Europeo. No; tendría que esperar sentado a que se presentase una oportunidad más segura.

El quinto día de vigilancia, mientras la temperatura seguía aumentando, la suerte se puso de su parte. Hacia las nueve menos diez de la noche, cuando el atardecer invadía la calle, un taxi se detuvo en el exterior de la casa, y Mamoulian, vestido para el casino, se subió a él. Casi una hora después, el otro hombre apareció en la puerta principal; su rostro era un borrón en la noche creciente, pero de algún modo parecía hambriento. Marty lo observó mientras cerraba la puerta y miraba a ambos lados de la acera antes de marcharse. Esperó hasta que la figura desapareció por la esquina de Caliban Street arrastrando los pies y entonces salió del coche. Decidido a no correr ningún riesgo en su primera y probablemente única oportunidad de rescatar a Carys, fue hasta la esquina para asegurarse de que el carnicero no estuviese dando un simple paseo vespertino. Pero su mole era inconfundible; se dirigía a la ciudad, abrazando las sombras a su paso. Cuando lo perdió de vista por completo, Marty volvió a la casa.

Las ventanas estaban cerradas con llave, por delante y por detrás; no se veían luces. Una duda le inquietaba: quizá ella ni siquiera estaba en la casa; quizás había salido mientras él cabeceaba en el coche. Rezó por que no fuese así; y mientras rezaba, forzó la puerta de atrás con la palanqueta que había comprado a tal efecto, así como la linterna: el equipo básico de cualquier ladrón que se precie.

La atmósfera en el interior era estéril. Empezó a registrar la planta baja, habitación por habitación, decidido a ser lo más sistemático posible. No era el momento de comportarse como un aficionado: nada de gritar, nada de apresurarse; una investigación cautelosa y eficaz. Las habitaciones estaban vacías, no había personas ni muebles. Los efectos abandonados por los anteriores inquilinos subrayaban la sensación de ruina, en lugar de atenuarla. Ascendió un tramo de escaleras.

En el segundo piso encontró el dormitorio de Breer. Hedía a una mezcla desagradable de perfume y carne rancia. En un rincón había una televisión en blanco y negro de gran tamaño que había dejado encendida, con el volumen tan bajo que era un susurro sibilante; emitían una especie de concurso. El presentador gritaba en silencio, fingiendo desesperarse por la derrota de un concursante. La luz metálica y palpitante caía sobre los escasos muebles de la habitación: una cama con un colchón desnudo y varios cojines sucios; un espejo apoyado en una silla cuyo asiento estaba cubierto de cosméticos y artículos de baño. En las paredes había fotografías arrancadas de un libro de atrocidades de guerra. Solo les echó un vistazo, pero los detalles eran horrorosos, incluso en la luz dudosa. Le dio la espalda a aquella basura, cerró la puerta y probó la siguiente. Era el lavabo. Al lado estaba el cuarto de baño. La cuarta y última puerta de aquella planta estaba oculta al doblar una esquina, y estaba cerrada con llave. Giró el picaporte una vez, luego otra, en ambos sentidos, y luego apretó la oreja contra la madera, intentando percibir algún ruido en el interior.

—¿Carys?

No hubo respuesta, ni sonidos que indicasen que la habitación estaba ocupada.

—¿Carys? Soy Marty. ¿Me oyes? —Sacudió el picaporte de nuevo, con más fuerza—. Soy Marty.

Lo venció la impaciencia. Ella estaba allí, justo al otro lado de la puerta, de pronto estaba absolutamente convencido de su presencia. Dio una patada en la puerta, más por frustración que por otra cosa; después alzó el talón hasta el cerrojo y lo golpeó con todas sus fuerzas. La madera empezó a astillarse bajo sus ataques. Media docena de golpes y el cerrojo se rompió; Marty apoyó el hombro en la puerta y la abrió por la fuerza.

La habitación estaba llena de su aroma, de su calor. Pero aparte de su presencia y de su calor, estaba prácticamente vacía. Solo había un cubo en un rincón, y un cúmulo de platos vacíos; libros esparcidos, una manta y una mesita donde descansaba su equipo: agujas, jeringuillas hipodérmicas, platos, cerillas. Ella yacía hecha un ovillo en un rincón de la habitación. En otro rincón había una lámpara con una bombilla de bajo voltaje, cuya pantalla estaba parcialmente cubierta con un paño de modo que la luz fuese aún más mortecina. Tan solo llevaba una camiseta y un par de bragas. Había otras prendas desparramadas, pantalones vaqueros, jerséis y camisas. Cuando levantó la vista para mirarlo, vio cómo el sudor le pegaba el pelo a la frente.

—Carys.

Al principio no pareció reconocerlo.

—Soy yo. Soy Marty.

Ella frunció ligeramente el ceño brillante.

—¿Marty? —dijo en voz baja. El ceño se hizo más profundo: Marty no estaba seguro de que lo viera; tenía los ojos acuosos—. Marty —repitió, y esta vez el nombre pareció tener algún significado para ella.

—Sí, soy yo.

Atravesó la habitación hasta ella, y la brusquedad de su avance pareció asombrarla. De repente abrió los ojos, que se inundaron de reconocimiento, acompañado del miedo. Se incorporó. La camiseta se pegaba a su torso sudoroso. El pliegue de su brazo estaba perforado y amoratado.

—No te acerques a mí.

—¿Qué pasa?

—No te acerques a mí.

Retrocedió un paso ante la ferocidad de su orden. ¿Qué demonios le habían hecho?

Ella se sentó del todo, y puso la cabeza entre las piernas y los codos sobre las rodillas.

—Espera… —dijo, susurrando aún.

Su respiración se hizo acompasada. Marty esperó, consciente por primera vez de que la habitación parecía emitir un zumbido. Quizá no fuera solo la habitación: quizás aquel chirrido, como si un generador zumbara en algún lugar del edificio, había estado en el aire desde que entró. Si así era, no se había dado cuenta. Ahora, mientras esperaba que Carys terminase el ritual en el que estaba absorta, cualquiera que fuese, el zumbido lo irritó. Era sutil, pero tan penetrante que al cabo de escucharlo unos segundos era imposible saber si era más que un chirrido en el oído interno. Tragó saliva con dificultad: sintió un chasquido en las sienes. El monótono sonido continuó. Por fin, Carys levantó la vista.

—No pasa nada —dijo—. No está aquí.

—Eso podría habértelo dicho yo. Se fue de casa hace dos horas. Le vi marcharse.

—No necesita estar aquí físicamente —dijo ella frotándose la nuca.

—¿Estás bien?

—Muy bien. —Por el tono de su voz se habría dicho que se habían visto por última vez el día anterior. Marty se sintió estúpido, como si su alivio, su deseo de cogerla y salir corriendo, fuera inapropiado, incluso innecesario.

—Tenemos que irnos —dijo—. Podrían volver.

Ella meneó la cabeza.

—Es inútil —le dijo.

—¿Cómo que es inútil?

—Si supieras lo que puede hacer…

—Créeme, lo he visto.

Pensó en
Bella,
la pobre y difunta
Bella,
que amamantaba a sus cachorros con putrefacción.
He visto más que suficiente.

—Es inútil intentar escapar —insistió ella—. Tiene acceso a mi cabeza. Soy un libro abierto para él —era una exageración. La controlaba cada vez menos. Pero estaba cansada de luchar: casi tan cansada como el Europeo. A veces se preguntaba si no la habría infectado con su hastío; si algún rastro suyo en su cerebro no habría empañado cualquier posibilidad con la certidumbre de su disolución. Lo entendió entonces, mirando a Marty, con cuyo rostro había soñado, cuyo cuerpo había deseado. Vio cómo envejecería, se agotaría y moriría, igual que se agotaban y morían todas las cosas.
¿Para qué vas a levantarte,
le preguntaba la enfermedad de su interior,
si solo es cuestión de tiempo que vuelvas a caerte?

—¿Puedes impedírselo? —exigió Marty.

—Estoy demasiado débil para resistirme a él. Contigo estaré más débil todavía.

—¿Por qué? —La observación lo horrorizó.

—En cuanto me relaje, me alcanzará ¿Es que no lo ves? En el momento en que me entregue a algo, o a alguien, puede apoderarse de mí.

Marty pensó en el rostro de Carys sobre la almohada, y en el modo en que, por un loco instante, le había parecido que otro rostro miraba entre sus dedos. El Ultimo Europeo los había observado también entonces; había compartido la experiencia. Un
ménage a trois
para hombre, mujer y espíritu invasor. Su obscenidad pulsó acordes de profunda rabia en su interior: no se trataba de la rabia superficial de un hombre recto, sino de un profundo rechazo del Europeo en toda su decadencia. Cualesquiera que fuesen las consecuencias, no se dejaría convencer para dejar a Carys a merced de Mamoulian. Si era necesario se la llevaría en contra de su voluntad. Cuando estuviera fuera de aquella casa susurrante, donde la desesperación arrancaba el papel de las paredes, recordaría lo buena que podía ser la vida; él le haría recordar. Volvió a acercarse a ella, y se puso en cuclillas para tocarla. Ella se estremeció.

—Está ocupado… —la tranquilizó— está en el casino.

—Te matará —dijo ella con sencillez— si descubre que has estado aquí.

—Me matará de todas formas por entrometerme. He visto su escondrijo, y voy a destrozarlo antes de irme, para que se acuerde de mí.

—Haz lo que quieras. —Se encogió de hombros—. Es cosa tuya. Pero déjame en paz.

—Así que papá tenía razón —dijo Marty con amargura.

—¿Papá? ¿Qué te dijo?

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