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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (39 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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—Estaba buscando a Bill. Al señor Toy.

Era evidente que la mujer no lo veía con buenos ojos; a él, o a Toy.

—No está aquí —dijo.

—¿No sabrá usted adónde ha ido?

—Nadie lo sabe. La dejó. Cogió y se fue.

—¿Dejó a quién?

—A su esposa. Bueno… a su querida. La encontraron dentro hace un par de semanas, ¿no lo ha leído? Salió en todos los periódicos. Me hicieron una entrevista. Les dije que no era de fiar: para nada.

—Debo habérmelo perdido.

—Salió en todos los periódicos. Lo están buscando ahora mismo.

—¿Al señor Toy?

—Los de homicidios.

—Vaya.

—¿No es usted reportero?

—No.

—Es que estoy dispuesta, ya sabe, a contar mi historia, si el precio está bien. Las cosas que podría contarle.

—Vaya.

—Al parecer ella se encontraba en un estado terrible…

—¿Qué quiere decir?

Consciente de su valor, la matrona no tenía intención de divulgar los detalles, suponiendo que los conociera, lo que Marty dudaba. Pero estaba dispuesta a ofrecer un avance tentador.

—Estaba mutilada —le prometió—, irreconocible, hasta para sus seres queridos.

—¿Está segura?

La mujer pareció ofenderse por esta afrenta a su autenticidad.

—Se lo hizo ella misma, o si no alguien que la dejó allí encerrada, desangrándose, durante días. El olor cuando abrieron la puerta…

Marty recordó el sonido de la voz arrastrada y perdida que había respondido al teléfono, y supo sin lugar a dudas que la novia de Toy ya estaba muerta cuando habló con ella. Mutilada y muerta, pero resucitada como telefonista para mantener las apariencias durante un valioso tiempo. Las sílabas sonaron en su oído: «¿Quién eres?», le había preguntado, ¿verdad? Empezó a temblar, a pesar del calor y de la luz de un julio deslumbrante. Mamoulian había estado allí. Había cruzado ese umbral buscando a Toy. Tenía que saldar una deuda con Bill, como ya sabía Marty; ¿qué no planearía un hombre para vengarse por tanta violencia, mientras se ulceraba la humillación que había sufrido?

Marty advirtió que la mujer lo miraba fijamente:

—¿Está usted bien? —dijo.

—Sí. Gracias.

—Necesita dormir. Yo tengo el mismo problema. Cuando hace tanto calor por las noches me desazono.

Le dio las gracias de nuevo y se alejó a toda prisa de la casa, sin mirar atrás. Era muy fácil imaginarse el horror; llegaba sin previo aviso, de la nada.

Y no lo dejaría en paz. Ahora no. El recuerdo de Mamoulian lo acompañaría día y noche a partir de entonces. Tomó conciencia de otro mundo, que se cernía al otro lado de la fachada de la realidad, o detrás de ella; ¿o sería que, privado de sus sueños por el insomnio, estos se habían extendido a su vida consciente?

No había tiempo para engaños. Tenía que marcharse; olvidarse de Whitehead y de Carys, y de la ley. Salir del país y llegar a América como pudiera; a un lugar donde lo real era real, y los sueños se quedaban donde les correspondía, bajo los párpados.

51

Raglan era un experto en el exquisito arte de la falsificación. Marty lo encontró con dos llamadas de teléfono, e hizo un trato con él. Podía falsificar el visado apropiado en un pasaporte por un módico precio. Si Marty le llevaba una fotografía, podía hacer el trabajo en un día; dos como mucho.

Era el quince de julio: el mes hervía a fuego lento, próximo al punto de ebullición. La radio que tronaba en la habitación contigua había prometido un día de un azul tan inmaculado como el anterior, y el anterior a este. Más que azul, blanco. El cielo estaba ciego estos días.

Marty salió temprano a la casa de Raglan, en parte para evitar el bochorno, y en parte porque estaba ansioso por hacer la falsificación, comprar el billete y marcharse. Pero no pasó de la estación de metro de Kilburn High Road. Allí leyó el titular en la portada del
Daily Telegraph:
«Millonario recluso aparece muerto en su casa». Debajo había una imagen de Whitehead, más joven y sin barba, retratado en la plenitud de su atractivo y su influencia. Compró el periódico y dos más que llevaban la historia en primera plana, y los leyó en medio de la acera, mientras los viajeros apresurados que bajaban las escaleras de la estación le daban codazos y lo increpaban.

«Hoy se anunció la muerte de Joseph Newzam Whitehead, el millonario director de la Corporación Whitehead, una de las empresas de mayor éxito en Europa occidental, hasta hace poco, gracias a sus productos farmacéuticos. El señor Whitehead, de 68 años, fue encontrado en su apartado refugio en Oxfordshire la madrugada de ayer por su chófer. Se cree que murió debido a un fallo cardíaco. La Policía dice que no hay circunstancias sospechosas. Esquela en página siete».

La esquela era la amalgama habitual de información extraída de las páginas de
Quién es quién,
incluyendo un breve perfil de la trayectoria de la Corporación Whitehead, además de un aliño de conjeturas, relativas sobre todo a la reciente caída en desgracia de la corporación. Había una historia abreviada de la vida de Whitehead, aunque los primeros años estaban muy resumidos, como si los detalles fueran dudosos. El resto del diseño estaba ahí, aunque expuesto brevemente. La boda con Evangeline; el espectacular crecimiento de los prósperos años de finales de los cincuenta; las décadas de consolidación y éxito; y después de la muerte de Evangeline, la retirada a un silencio oscuro y misterioso.

Estaba muerto.

A pesar de sus alardes de valentía, su desafío, su desprecio por las maquinaciones del Europeo, había perdido la batalla. Marty no sabía si en verdad había sido una muerte natural, como aseguraban los periódicos, o era obra de Mamoulian. Pero no podía negar que sentía curiosidad. Más que curiosidad, pena. Le sorprendió que fuese capaz de entristecerse por la muerte del viejo; quizá más que la pena misma. No había contado con el dolor que sentía por su pérdida.

Canceló la reunión con Raglan y volvió a su habitación para estudiar los periódicos una y otra vez, exprimiendo cada gota de información sobre las circunstancias de la muerte de Whitehead. Había pocas pistas, por supuesto: los artículos estaban formulados en el lenguaje templado y formal propio de tales anuncios. Cuando agotó la palabra escrita fue a la habitación contigua para pedirle la radio a su vecina. Tuvo que persuadir a la joven que ocupaba la habitación (una estudiante, según pensaba), pero al fin se desprendió de ella. Escuchó los boletines que se emitían cada media hora a partir de media mañana, mientras la temperatura aumentaba en la habitación. La historia tuvo cierta relevancia hasta el mediodía, pero a partir de entonces los acontecimientos en Beirut, así como un golpe al tráfico de drogas en Southampton, reclamaron la mayor parte del tiempo, y la crónica de la muerte de Whitehead dejó de ser una historia principal, pasó a las noticias breves, y desapareció a media tarde.

Le devolvió la radio a la muchacha, rechazó una taza de café con ella y con su gato (el olor de la comida de gato intacta flotaba en la estrecha habitación como la amenaza del trueno), y volvió a su propio alojamiento para sentarse a pensar. Si en verdad Mamoulian había asesinado a Whitehead, y no dudaba de que el Europeo fuera capaz de hacerlo sin que lo detectase siquiera el patólogo más agudo, de un modo indirecto era culpa suya. Quizá, si se hubiera quedado en la casa, el viejo seguiría vivo. Era improbable. Era mucho más probable que también él estuviese muerto. Pero la culpa no dejaba de hostigarlo.

Los días siguientes hizo muy poco: la entropía le había llenado las entrañas de plomo. Sus pensamientos corrían en círculos, de un modo casi obsesivo. En el cine privado de su cabeza proyectaba las películas caseras que había acumulado; desde los primeros atisbos inciertos de la vida privada del poder hasta los últimos recuerdos, casi demasiado nítidos, demasiado detallados, del viejo solo en la jaula alfombrada de cristales; los perros; la oscuridad. El rostro de Carys aparecía en muchos de ellos, aunque no en todos, a veces inquisitivo, a veces despreocupado: a menudo impenetrable, observándolo a través de los barrotes de sus pestañas abatidas, como si lo envidiase. De madrugada, cuando el bebé se dormía en el piso de abajo, y el único sonido era el tráfico de High Road, reponía los momentos más privados entre ellos, momentos demasiado preciosos para conjurarlos indiscriminadamente, por miedo a que la repetición menguara su poder para revivirlos.

Durante algún tiempo había intentado olvidarla: así era más conveniente. Ahora en cambio se aferraba a la imagen de su rostro, desamparado. Se preguntaba si volvería a verla.

Los periódicos del domingo contenían más artículos sobre la muerte de Whitehead. El
Sunday Times
cedía la plana de su sección de revista a una breve reseña de «El millonario más misterioso de Gran Bretaña, antiguo asociado y confidente del Howard Hughes de Inglaterra», escrita por Lawrence Dwoskin. Marty leyó el artículo de principio a fin dos veces, incapaz de escrutar las palabras impresas sin oír el tono insinuante de Dwoskin…

Era en muchos aspectos una leyenda —decía— aunque era inevitable que el recogimiento de sus últimos años hiciera correr ríos de tinta, y muchos de esos rumores herían la sensibilidad de un hombre como Joseph. Mientras estuvo en la vida pública, expuesto al escrutinio de la prensa, que no siempre fue benévola, nunca se acostumbró a las críticas, implícitas o explícitas. A los pocos que lo conocíamos nos revelaba una naturaleza más susceptible a los ataques de lo que nunca habría sugerido su afectación pública de indiferencia. Cuando descubría que circulaban rumores en torno a él, de mala conducta o de excesos, la crítica lo afligía profundamente, en especial porque desde la muerte de su querida esposa Evangeline en 1965, se había vuelto muy remilgado en temas sexuales y morales.

Marty leyó aquellas afectadas fórmulas con un sabor amargo en la boca. Ya había empezado la canonización del viejo. Seguro que enseguida aparecerían biografías autorizadas y expurgadas por sus herederos, que convertirían su vida en una serie de fábulas lisonjeras por las que sería recordado. El proceso le daba náuseas. Al leer los tópicos del texto de Dwoskin salió en defensa de las debilidades del viejo, de un modo fiero e impredecible, como si cuanto le había hecho único, cuanto le había hecho real, estuviese en peligro de ser encubierto.

Leyó el artículo de Dwoskin hasta su sensiblero final, y lo dejó. El único detalle de interés era la mención del servicio funerario, que se celebraría en una pequeña iglesia en Minster Lovell al día siguiente. El cuerpo sería incinerado a continuación. Aunque fuera peligroso, Marty sintió la necesidad de ir a presentarle sus últimos respetos.

52

De hecho, el servicio atrajo a tantos espectadores, desde observadores casuales hasta implacables rastreadores de escándalos, que la presencia de Marty pasó completamente desapercibida. Todo el evento tenía un aire irreal, como si se hubiera concebido para que el mundo entero supiera que el gran hombre había muerto. Había corresponsales y fotógrafos llegados de toda Europa, además de la prensa inglesa; y entre los plañideros se contaban algunos de los rostros más famosos de la vida pública: políticos, expertos profesionales, magnates de la industria, y hasta un puñado de estrellas de cine cuyo único derecho a la fama era la misma fama. La presencia de tantas celebridades atrajo a cientos de dedicados mirones. La pequeña iglesia, así como el patio y la carretera que la rodeaban, habían sido invadidos. El oficio se retransmitió para los que estaban en el exterior del edificio por medio de altavoces; un detalle curioso y desconcertante. La voz del pastor que presidía la ceremonia sonaba metálica y teatral por el sistema de sonido, y una percusión amplificada de toses y de pasos arrastrados puntuaba su elogio.

A Marty no le gustó oír así el servicio, ni le gustaron los turistas, cuyo atuendo era poco apropiado para un funeral, se arrellanaban en las lápidas y ensuciaban la hierba, esperando con impaciencia mal contenida a que acabase aquella fastidiosa interrupción para seguir contemplando a las estrellas. Whitehead había alentado la misantropía latente de Marty: ya ocupaba un lugar permanente en su visión del mundo. Al mirar en torno al cementerio y ver a esa congregación acalorada y aburrida sintió que el desprecio crecía en su interior. Ansiaba darle la espalda a la muchedumbre y huir. Pero el deseo de asistir a la última escena era mayor que el deseo de marcharse, así que esperó entre la multitud, mientras las avispas zumbaban en torno a las cabezas pegajosas de los niños, y una mujer con el físico de un insecto palo flirteaba con él desde la superficie de una tumba.

Alguien leía la Biblia. Un actor, a juzgar por el tono autocomplaciente. Se anunció como un pasaje de los Salmos, pero Marty no lo reconoció.

Cuando la lectura tocaba a su fin, un coche se detuvo en la puerta principal. La gente volvió la cabeza y las cámaras dispararon al emerger dos figuras. Se extendió un rumor entre la multitud; la gente que se había tumbado volvió a levantarse para mirar. Algo arrancó a Marty de su letargo, y también él se puso de puntillas para observar a los recién llegados: estaban haciendo toda una entrada. Miró entre las cabezas de la gente para verlos; los vio, los volvió a perder; se dijo «no», en voz baja, incrédulo; luego se abrió paso a empujones entre el gentío para mantenerse a su altura mientras Mamoulian, con Carys embozada a su lado, recorría el camino desde la puerta hasta el porche y desparecía en el interior de la iglesia.

—¿Quién era ese? —Le preguntó alguien—. ¿Sabe quién era?

El Infierno
, quiso responder.
El mismo Diablo.

¡Mamoulian estaba allí! A plena luz del día, con el sol en la nuca, llevando del brazo a Carys como si fueran marido y mujer, dejando que las cámaras lo capturasen para la edición del día siguiente. Al parecer no tenía miedo. Aquella aparición tardía, tan estudiada, tan irónica, era un último gesto de desprecio. ¿Y por qué jugaba ella a su juego? ¿Por qué no se zafaba de su mano y lo denunciaba como la criatura antinatural que era? Porque se había unido a su séquito de buena gana, como había dicho Whitehead. ¿En busca de qué? ¿De alguien que celebrase su vena de nihilismo; que la educase en el exquisito arte de morir? ¿Y qué podría ofrecerle ella a cambio? Ah, ahí estaba la espinosa cuestión.

El oficio terminó al fin. De pronto, para el regocijo y la indignación de la congregación, un saxofón estridente rompió la solemnidad con una rendición en clave de
jazz
de
Los tontos se apresuran
que atronó por los altavoces. La broma final de Whitehead, seguro. Cosechó algunas risas: algunos hasta aplaudieron. Del interior de la iglesia llegó el clamor de las personas que se levantaban de los bancos. Marty estiró el cuello para ver mejor el porche, y como no lo consiguiera, volvió a abrirse paso entre la presión de la gente hasta una tumba que ofrecía una vista. En los árboles ajados por el calor había pájaros, y Marty se distrajo con sus juegos, y sus picados. Cuando volvió a mirar, el ataúd estaba casi a su altura, llevado a hombros, entre otros, por Ottaway y Curtsinger. La sencilla caja parecía expuesta de un modo casi indecente. Marty se preguntó cómo habrían vestido al viejo por última vez; si le habrían recortado la barba y cosido los párpados.

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