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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (18 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Marty dijo:

—¡Dios Todopoderoso! —De repente las luces de la valla parpadearon de nuevo, pero esta vez se apagaron del todo. En la repentina oscuridad,
Saúl
aulló. Marty conocía su voz y compartía su aprensión.

»¿Qué pasa, chico? —le preguntó al perro deseando que pudiera contestarle. Y entonces la oscuridad se rompió; algo iluminó la escena que no era electricidad ni la luz de las estrellas. Era el intruso. Había empezado a arder con un brillo tenue. La luz resbalaba de las puntas de sus dedos, y rezumaba de los agujeros ensangrentados de su chaqueta. Envolvía su cabeza en un halo gris intermitente que no consumía la carne ni el hueso, que le salía de la boca, los ojos y la nariz. Y empezaba a tomar forma, o eso parecía. Todo eran apariencias. Surgieron fantasmas del torrente de luz. Marty vislumbró perros, luego a una mujer, luego una cara; todos ellos, y quizá ninguno, en una oleada de apariciones que se transformaban antes de precisarse. Y en el centro de esos efímeros fenómenos, los ojos del intruso seguían clavados en Marty: claros y fríos.

Entonces, sin previo aviso, el espectáculo adoptó un tono completamente distinto. Una mirada de angustia atravesó el rostro del fabricante; un hilo de oscuridad sangrienta se derramó de sus ojos, apagando las formas que danzaban en el vapor, dejando solo brillantes gusanos de fuego que perfilaban su cráneo. Luego estos también se apagaron, las ilusiones desaparecieron tan pronto como habían aparecido, y únicamente quedó un hombre hecho pedazos junto a la valla que zumbaba.

Las luces volvieron a encenderse, la iluminación era tan rotunda que acabó con cualquier vestigio de magia. Marty observó la carne suave, los ojos vacíos, la absoluta vulgaridad de la figura que tenía delante y no creyó en nada de lo que había visto…

—Dile a Joseph… —dijo el intruso.

Todo había sido un truco de alguna clase…

—¿Que le diga qué?

—Que he estado aquí.

Pero si solo era un truco, ¿por qué no daba un paso adelante y lo detenía?

—¿Quién eres? —preguntó.

—Tú díselo.

Marty asintió; no le quedaba valor.

—Y luego vete a casa.

—¿A casa?

—Lejos de aquí —dijo el intruso—. Ponte a salvo.

Se alejó de Marty y de los perros, y entonces las luces vacilaron y se apagaron en docenas de metros en ambas direcciones.

Cuando volvieron a encenderse, el mago había desaparecido.

27

—¿Eso es todo lo que dijo?

Como siempre, Whitehead le daba la espalda a Marty mientras hablaba, y era imposible calibrar su reacción al relato de los sucesos de la noche. Marty le había ofrecido una descripción cuidadosamente adulterada de lo que había sucedido en realidad. Le había explicado a Whitehead que había oído ladrar a los perros, así como la persecución y la breve conversación que había mantenido con el intruso, pero había omitido la parte que no podía explicar: las imágenes que al parecer el hombre había conjurado de su propio cuerpo. No intentó describirlas, ni informar sobre ellas. Tan solo le dijo al anciano que el intruso se había escapado al amparo de la oscuridad. Era un final poco convincente para el encuentro, pero era incapaz de mejorar la historia. Todavía sopesaba las visiones de la noche anterior, sin saber cuál era la verdad objetiva, y no podía plantearse una mentira más complicada.

No había dormido en veinticuatro horas. Había pasado la mayor parte de la noche comprobando el perímetro, peinando la valla en busca del punto donde el intruso había abierto una brecha. Pero el alambre no estaba cortado. Tal vez hubiese entrado en los terrenos subrepticiamente, cuando las puertas se abrían para que pasara el coche de algún invitado, lo cual era posible; o hubiera escalado la valla, haciendo caso omiso de una descarga eléctrica que habría matado a la mayoría. Después de haber visto de qué trucos era capaz, Marty no estaba dispuesto a descartar la segunda posibilidad. Después de todo, era el mismo hombre que había inutilizado las alarmas, y de algún modo había apagado las luces de un tramo de la valla. Cómo había llevado a cabo esas proezas era un misterio. Pocos minutos después de su desaparición todo el sistema estaba completamente operativo de nuevo: las alarmas y las cámaras funcionaban en toda la valla.

Después de comprobar meticulosamente las vallas, Marty había vuelto a la casa y se había sentado en la cocina a repasar todos los detalles de la experiencia que acababa de tener. Hacia las cuatro de la mañana oyó que la fiesta llegaba a su fin: risas, las puertas de los coches al cerrarse. No había informado de la intrusión de inmediato. Pensó que no tenía sentido amargarle la noche a Whitehead. Se sentó a escuchar el ruido de la gente al otro lado de la casa. Sus voces eran manchas incoherentes; como si él estuviera bajo tierra, y ellos encima. Y mientras escuchaba, agotado por la subida de adrenalina, los recuerdos del hombre destellaban frente a él.

No le contó nada de esto a Whitehead. Un breve resumen de los acontecimientos, y esas pocas palabras: «Dile que he estado aquí». Era suficiente.

—¿Estaba malherido? —dijo Whitehead, sin apartarse de la ventana.

—Perdió un dedo, como le he dicho. Y estaba sangrando mucho.

—¿Diría que estaba sufriendo?

Marty vaciló antes de contestar. No quería emplear la palabra sufrir, pues no era sufrimiento del modo en que él lo entendía. Pero si usaba otra palabra, como angustia, algo que sugiriese las profundidades que había detrás de los ojos glaciales, se exponía a adentrarse en zonas a las que no estaba preparado para ir; especialmente con Whitehead. Sabía que si el viejo percibía una sola ambigüedad, iría a por él. Así que respondió:

—Sí. Estaba sufriendo.

—¿Y dice que se arrancó el dedo de un mordisco?

—Sí.

—Quizá debería buscarlo luego.

—Ya lo he hecho. Creo que se lo ha llevado uno de los perros.

¿Whitehead se reía entre dientes? Eso parecía.

—¿No me cree? —dijo Marty, pensando que se reía de él.

—Claro que le creo. Solo era cuestión de tiempo que viniera.

—¿Sabe quién es?

—Sí.

—Entonces puede hacer que lo arresten.

La broma privada se había terminado. Las palabras que Whitehead dijo a continuación no expresaban emoción alguna.

—Este no es un intruso convencional, Strauss, estoy seguro de que se ha dado cuenta. Es un asesino profesional de primera categoría. Vino con el propósito expreso de matarme. La intervención de usted, y la de los perros, se lo impidieron. Pero volverá a intentarlo…

—Razón de más para que lo encuentren, señor.

—Ningún cuerpo de Policía de Europa podría localizarlo.

—Si es un asesino conocido… —insistió Marty. Su negativa a soltar el hueso antes de extraerle la médula había empezado a irritar al viejo. Le respondió con un gruñido:

—Lo conozco yo. Quizá otros que lo hayan encontrado a lo largo de los años…, pero eso es todo.

Whitehead se acercó al escritorio, abrió un cajón, y sacó algo envuelto en un paño. Lo puso sobre la superficie pulida del escritorio y lo desenvolvió. Era una pistola.

—En adelante siempre llevará esto consigo —le dijo a Marty—. Cójala. No muerde.

Marty cogió la pistola del escritorio. Era fría y pesada.

—No vacile, Strauss. Ese hombre es letal.

Marty se pasó la pistola de una mano a otra; le producía una sensación desagradable.

—¿Algún problema? —preguntó Whitehead.

Marty dudó antes de responder.

—Es que… bueno, estoy en libertad condicional, señor. Se supone que tengo que cumplir la ley. Ahora usted me da una pistola y me dice que dispare en cuanto lo vea. Seguro que tiene razón y se trata de un asesino, pero creo que ni siquiera iba armado.

La expresión de Whitehead, que hasta entonces había sido imparcial, cambió cuando Marty habló. Le enseñó los dientes amarillos cuando le espetó su respuesta.

—Usted me pertenece, Strauss. O se preocupa por mí, o se va cagando leches mañana por la mañana. ¡Por mí! —Se golpeó con el dedo en el pecho—. No por usted. Usted no importa.

Marty se mordió la lengua; ninguna de las respuestas que se le habían ocurrido era amable.

—¿Quiere volver a Wandsworth? —dijo el viejo. Todas las muestras de rabia habían desaparecido; los dientes amarillos estaban ocultos—. ¿Quiere?

—No. Claro que no.

—Si quiere puede irse. No tiene más que decirlo.

—¡He dicho que no!… Señor.

—Pues escuche —dijo el viejo—, el hombre que vio anoche quiere hacerme daño. Vino a matarme. Si vuelve, y seguro que lo hace, quiero que le devuelva el cumplido. Ya veremos qué pasa entonces, ¿verdad, chico? —Volvió a enseñar los dientes, su sonrisa era la de un zorro—. Oh, sí… ya veremos.

Carys se despertó sintiéndose enferma. Al principio no recordaba nada de la noche anterior, pero, poco a poco, empezó a acordarse del mal viaje que había sufrido: la habitación que parecía un ser vivo, los dedos fantasmales que le habían tirado con tanta suavidad del vello de la nuca.

No recordaba lo que había sucedido después de que los dedos se hundieran más en su carne. ¿Se había tumbado? Sí, ya recordaba, se había tumbado, en efecto. Fue entonces, cuando apoyó la cabeza en la almohada y el sueño la reclamó, cuando empezaron los momentos malos de verdad.

No fueron sueños: al menos no como los que había tenido antes. No había habido nada teatral, ni símbolos, ni recuerdos fugitivos entretejidos en el horror. No había habido nada en absoluto: y eso había sido lo que la había aterrorizado entonces, y ahora. La habían llevado a un vacío.

—Vacío.

Solo era una palabra muerta cuando la decía en voz alta: no alcanzaba a describir el lugar que había descubierto; el vacío era más puro, los terrores que inspiraba más atroces, y la esperanza de salvación en sus abismos más frágil que en cualquier otro lugar que hubiese imaginado anteriormente. Era una «nada» legendaria, comparada con cualquier otra oscuridad era de un brillo cegador, cualquier otra desesperación que hubiese soportado había sido un simple coqueteo con el abismo, y no el abismo en sí.

Su arquitecto también había estado allí. Recordaba vagamente sus rasgos suaves, que no la habían convencido en absoluto.
¿Ves qué extraordinario es este vacío?,
se había jactado;
¿qué puro, qué absoluto? Un mundo de maravillas no podría compararse ni en sueños con una nada tan sublime.

Y cuando despertó los alardes seguían allí. Era como si la visión hubiese sido real, y la realidad que ahora ocupaba fuese una ficción. Como si el color, la forma y la sustancia fueran bonitas distracciones diseñadas para ocultar el vacío que le había mostrado. Esperó, vagamente consciente del paso del tiempo, acariciando la sábana de vez en cuando, o sintiendo el tejido de la alfombra con los pies descalzos, aguardó desesperada el momento en que todo retrocediera, y el vacío volviese para devorarla.

Pues me iré a la isla del sol,
pensó. Se merecía jugar un rato allí, después de haber sufrido tanto. Pero algo ensombrecía la idea. ¿Acaso la isla no era otra ficción? Si se iba allí, ¿no estaría más débil cuando volviera el arquitecto, con el vacío en la mano? El corazón empezó a latirle con mucha fuerza en los oídos. ¿Quién iba a ayudarla? Nadie la entendía. Solo estaban Pearl, con sus ojos acusadores y su ligero desprecio; Whitehead, encantado de darle heroína siempre y cuando la mantuviese obediente, y Marty, su corredor, dulce a su manera, pero tan inocente que nunca podría empezar a explicarle las complejidades de las dimensiones en que vivía. Era un hombre con los pies en la tierra; la miraría desconcertado, intentaría entenderla, y fracasaría.

No; no tenía guías, ni indicaciones. Sería mejor que volviese al camino que conocía. De vuelta a la isla.

Era una mentira química, y la mataría con el tiempo; pero la vida también, ¿verdad? Y si solo había muerte, ¿no tenía sentido salir a su encuentro feliz, en lugar de pudrirse en el sucio agujero del mundo, donde el vacío susurraba en cada esquina? Así que cuando Pearl subió con su heroína, la aceptó, le dio las gracias con educación, y se fue bailando a la isla.

28

El miedo movía el mundo si sus ruedas estaban bien engrasadas. Marty había visto cómo el sistema se ponía en práctica en Wandsworth: una jerarquía construida sobre el miedo. Era violenta, inestable e injusta, pero perfectamente manejable.

Ver a Whitehead, el centro tranquilo e inmutable de su propio universo, tan cambiado por el miedo, tan sudoroso, tan lleno de pánico, había sido una sorpresa desagradable. Marty no tenía sentimientos personales por el viejo, o no era consciente de ellos, pero había visto cómo funcionaba su peculiar integridad, y se había beneficiado de ella. Ahora sentía que la estabilidad que había llegado a disfrutar amenazaba con desaparecer. Estaba claro que el viejo le estaba ocultando información acerca del intruso y de sus motivos, información que podía ser fundamental para que Marty entendiera la situación. En lugar de su franqueza anterior, le hablaba con indirectas y amenazas. Estaba en su derecho, por supuesto. Pero a Marty le dejaba con un juego de adivinanzas entre manos.

Una cosa estaba clara: a pesar de lo que asegurase Whitehead, el hombre de la valla no era un asesino a sueldo convencional. Habían ocurrido algunas cosas inexplicables. Las luces se habían encendido y apagado como a voluntad; las cámaras habían fallado misteriosamente al aparecer él. Los perros también habían percibido ese enigma. ¿Por qué si no habían mostrado esa mezcla de rabia y de aprensión? Y estaban las ilusiones, esas imágenes que ardían en el aire. Ningún truco de manos, por muy elaborado que fuese, podía explicarlas satisfactoriamente. Si Whitehead conocía a ese «asesino» tan bien como aseguraba, tendría que conocer asimismo sus habilidades: pero estaba demasiado asustado para hablar de ellas.

Marty pasó el día preguntando con discreción por la casa, pero enseguida llegó a la conclusión de que Whitehead no les había contado nada a Pearl, a Lillian ni a Luther. Era extraño. Ahora sin duda era el momento de que todos estuviesen más alerta. El único que dio a entender que sabía algo de los sucesos de la noche fue Bill Toy, pero cuando Marty sacó el tema le respondió con evasivas.

—Entiendo que te hemos puesto en una situación difícil, Marty, pero en este momento lo estamos todos.

—Creo que haría mejor mi trabajo si…

—Si conocieras los hechos.

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