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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (22 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Se incorporó, desorientado por un momento.

—¿Yvonne?

La puerta del dormitorio estaba entreabierta, y la luz tenue que llegaba desde abajo perfilaba la habitación. Era un caos. Habían estado haciendo las maletas toda la tarde, y cuando se retiraron, a la una de la madrugada, aún no habían terminado. Había ropa apilada en la cómoda; una maleta abierta bostezaba en un rincón; y sus corbatas estaban colgadas en el respaldo de una silla como si fueran serpientes resecas, con la lengua fuera.

Oyó un ruido en el rellano. Conocía bien los andares silenciosos de Yvonne. Se habría levantado a por un vaso de zumo de manzana, o una galleta, como de costumbre. Su silueta apareció en la puerta.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella murmuró algo parecido a un «sí». Volvió a apoyar la cabeza en la almohada.

—Otra vez tienes hambre —dijo, cerrando los ojos—, siempre tienes hambre. —El aire frío se filtró en la cama cuando ella levantó la sábana para acostarse junto a él.

»Te has dejado la luz de abajo encendida —protestó mientras el sueño se cernía de nuevo sobre él. Ella no respondió. Probablemente ya estaba dormida: tenía una asombrosa facilidad para caer inconsciente al instante. Se volvió a mirarla en la penumbra. Todavía no roncaba, pero tampoco estaba en completo silencio. Escuchó con más atención, sintiendo un nudo de nerviosismo en el estómago. Yvonne hacía un sonido líquido: como si estuviese respirando a través de barro.

»Yvonne… ¿estás bien?

Ella no respondió.

El sonido viscoso de su rostro, que estaba a pocos centímetros del suyo, continuó. Alargó la mano hacia el interruptor de la lámpara que había sobre la cama, sin apartar la mirada del bulto negro de la cabeza de Yvonne.
Es mejor que lo haga rápido,
pensó,
antes de que empiece a imaginar cosas.
Encontró el interruptor, lo tanteó, y encendió la luz.

Era imposible reconocer a Yvonne en la cosa que tenía frente a él en la almohada.

Balbució su nombre mientras salía de la cama gateando hacia atrás, con los ojos clavados en la abominación que estaba junto a él. ¿Cómo era posible que estuviera lo bastante viva como para subir las escaleras, meterse en la cama y murmurar «sí» como había hecho? La gravedad de sus heridas tendría que haberla matado sin duda. Nadie podía vivir después de que le arrancaran la piel y los huesos.

Ella se dio la vuelta en la cama, con los ojos cerrados, como en sueños. Entonces dijo su nombre de un modo horrible. La boca no le funcionaba como antes; la sangre engrasaba la palabra mientras la pronunciaba. Si seguía mirándola, gritaría, y atraería a quien hubiese hecho aquello, vendría gritando hacia él con el escalpelo ya húmedo. Probablemente ya estaba al otro lado de la puerta; pero de ningún modo iba a quedarse en la habitación. No mientras ella daba vueltas en la cama lentamente, y pronunciaba su nombre levantándose el camisón.

Salió del dormitorio dando tumbos, hacia el rellano. Para su sorpresa no lo estaban esperando allí.

En lo alto de las escaleras vaciló. No era valiente, ni tampoco estúpido. Lloraría por Yvonne al día siguiente: pero esa noche simplemente lo había dejado, y lo único que podía hacer era ponerse a salvo de quien lo hubiese hecho. ¡Quién iba a ser! ¿Por qué no lo admitía? Mamoulian era el responsable: llevaba su firma. Y no estaba solo. El Europeo nunca habría puesto sus manos purgadas sobre la carne humana del modo en que alguien había hecho con Yvonne; sus escrúpulos eran legendarios. Pero había sido él quien le había concedido esa media vida después del asesinato. Solo Mamoulian podía prestar ese servicio.

Y lo estaría esperando abajo sin duda, en el mundo submarino al final de las escaleras. Esperando, como había esperado durante tanto tiempo, a que Toy se uniese a él.

—Vete al infierno —le susurró a la oscuridad de abajo, y anduvo por el rellano (sentía el impulso de correr, pero el sentido común le aconsejaba otra cosa) en dirección al cuarto de invitados. A cada paso anticipaba un movimiento del enemigo, pero no se produjo ninguno. Por lo menos hasta que llegó a la puerta de la habitación.

Entonces, cuando giraba el picaporte, oyó la voz de Yvonne detrás de él:

—Willy… —la palabra estaba mejor formada que antes.

Por un breve instante se cuestionó su cordura. ¿Era posible que si se daba la vuelta estuviera en la puerta del dormitorio, tan desfigurada como sugería el recuerdo? ¿O había sido todo un sueño febril?

—¿Adónde vas? —exigió saber.

Alguien se movió abajo.

—Vuelve a la cama.

Sin volverse a rechazar su invitación, Toy abrió la puerta del cuarto de invitados, y entonces oyó que alguien empezaba a subir las escaleras. Los pasos eran pesados; su dueño estaba ansioso.

No había llave en la cerradura que retrasara a su perseguidor, y ni tiempo para poner los muebles contra la puerta. Toy atravesó en tres pasos el dormitorio a oscuras, abrió la ventana y salió al pequeño balcón de hierro forjado. Este gruñó bajo su peso. Sospechaba que no aguantaría mucho tiempo.

El jardín estaba oscuro, pero tenía una idea aproximada de dónde estaban los parterres y dónde los adoquines. Se encaramó al balcón sin vacilar, mientras los pasos resonaban a sus espaldas. Sus articulaciones protestaron por el esfuerzo, y más aún cuando se descolgó por el otro lado hasta quedarse colgando de las manos, suspendido de un apoyo que amenazaba con ceder en cualquier momento.

Un ruido en la habitación que acababa de abandonar atrajo su mirada; su perseguidor ya estaba dentro: era un matón grueso, con las manos ensangrentadas y los ojos de una criatura rabiosa, que se dirigía a la ventana gruñendo de ira. Toy se columpió lo mejor que pudo, rezando para pasar de largo el pavimento que sabía que estaba justo bajo sus pies descalzos, y aterrizar en la tierra blanda del límite del parterre. Tenía poco tiempo para afinar la maniobra. Soltó la barandilla cuando el gordo llegó al balcón, y durante lo que pareció mucho tiempo cayó de espaldas a través del espacio, mientras la ventana se hacía más pequeña sobre él, hasta que aterrizó entre los geranios que Yvonne había plantado la semana anterior, sin otra herida que una magulladura.

Se levantó dolorido pero indemne, y atravesó el jardín a la luz de la luna hasta la puerta trasera. Estaba cerrada con candado, pero la trepó con facilidad, la adrenalina impulsaba sus músculos. No había sonido alguno que indicase que la persecución continuaba, y cuando miró hacia atrás vio al gordo en la ventana, observando su huida como si no tuviese iniciativa para seguirlo. Presa de una súbita excitación, echó a correr por el estrecho pasaje que se hallaba detrás de los jardines, solo le importaba alejarse de la casa.

Cuando llegó a la calle, las farolas se estaban apagando, y el amanecer se recortaba contra la ciudad. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba desnudo.

31

Marty se había acostado feliz. Todavía había muchas cosas que no entendía, cosas que al viejo, aunque le prometiera explicaciones, le gustaba mantener en secreto, pero al fin y al cabo todo eso no era asunto suyo. Si papá quería tener secretos, que los tuviera. A Marty le habían contratado para cuidar de él, y parecía que su jefe estaba satisfecho con su trabajo hasta el momento. La prueba eran las confidencias que el viejo le había hecho, y las mil libras que tenía bajo la almohada.

Le euforia le impedía dormir. El corazón le latía al doble de su velocidad habitual. Se levantó, se puso la bata, y trató de olvidar los sucesos del día con una selección de videos, pero las cintas de boxeo lo deprimían, y la pornografía también. Fue a la biblioteca, cogió un libro manoseado de ciencia ficción de pacotilla, y volvió a su habitación, pasando por la cocina para coger una cerveza.

Cuando entró en su habitación encontró a Carys, con unos pantalones vaqueros y un suéter, descalza. Parecía crispada, y aparentaba más de los diecinueve años que tenía en realidad. La sonrisa que le ofreció era demasiado fingida para convencerlo.

—¿No te importa? —dijo—. Es que te he oído dando vueltas.

—¿Nunca duermes?

—No mucho.

—¿Quieres una cerveza?

—No, gracias.

—Siéntate —dijo, tirando un montón de ropa de la única silla de la habitación. Ella se sentó en la cama de todas formas, dejándole la silla a Marty.

—Tengo que hablar contigo —dijo.

Marty dejó el libro que había cogido. En la cubierta había una mujer desnuda, de piel verde fosforescente, emergiendo de un huevo, en un planeta con dos soles. Carys dijo:

—¿Sabes lo que está ocurriendo?

—¿A qué te refieres?

—¿No has notado nada raro en la casa?

—¿Como qué?

La boca de Carys había adoptado su forma favorita; con las comisuras hacia abajo, en señal de exasperación.

—No lo sé… es difícil de describir.

—Inténtalo.

Ella vaciló, como un saltador al borde de un trampolín elevado, y luego se lanzó.

—¿Sabes lo que es un telépata?

Él meneó la cabeza.

—Es alguien que capta ondas. Ondas mentales.

—Que lee la mente.

—Algo así.

Le dirigió una mirada impasible.

—¿Tú puedes hacer eso? —dijo.

—No es eso. Yo no hago nada. Es como si me lo hicieran a mí.

Marty se reclinó en la silla, pasmado.

—Es como si todo se volviera pegajoso. No puedo quitármelo de la cabeza. Oigo a la gente hablar sin mover los labios. La mayoría no tiene sentido: es una mierda.

—¿Y eso es lo que están pensando?

—Sí.

No sabía qué responder, excepto que dudaba de ella, y eso no era lo que quería oír. Había venido en busca de consuelo, ¿verdad?

—Eso no es todo —dijo—. A veces veo formas alrededor del cuerpo de la gente. Formas imprecisas… como una especie de luz.

Marty pensó en el intruso junto a la valla; en cómo había sangrado luz, o eso le había parecido. Pero no la interrumpió.

—Lo que pasa es que siento cosas que otras personas no sienten. No es que sea muy lista ni nada de eso. Lo hago y ya está. Y las últimas semanas he sentido algo en la casa. Me llegan pensamientos extraños, venidos de ninguna parte; sueño… cosas horribles —se detuvo, consciente de que divagaba, y de que si continuaba ese monólogo se exponía a perder la poca credibilidad que tenía.

—¿Esas luces que ves? —dijo Marty, volviendo atrás.

—Sí.

—He visto algo parecido.

Ella se inclinó hacia delante.

—¿Cuándo?

—El intruso. Me pareció que emitía luz. Creo que le salía de las heridas, y de los ojos y de la boca. —Cuando acabó la frase le quitó importancia, como si tuviera miedo de contagiarse—. No sé —dijo—, estaba borracho.

—Pero viste algo.

—Sí —admitió él, de mala gana.

Ella se levantó y se dirigió a la ventana.
De tal palo, tal astilla,
pensó él:
les encantan las ventanas.
Marty nunca corría las cortinas; mientras ella observaba el césped, tuvo ocasión de mirarla.

—Algo… —dijo ella—. Algo.

La elegancia de su pierna doblada, el peso desplazado de sus nalgas; su rostro reflejado en el cristal frío, tan concentrado en ese misterio: todo lo cautivaba.

—Por eso ya no me habla —dijo ella.

—¿Papá?

—Sabe que puedo sentir lo que piensa, y tiene miedo.

La observación era un callejón sin salida: empezó a golpear el suelo con el pie; irritada, su aliento empañaba la ventana. Luego, sin razón aparente, dijo:

—¿Sabías que tienes una fijación con los pechos?

—¿Qué?

—Los miras todo el tiempo.

—¡Y una mierda!

—Y eres un mentiroso.

Marty se levantó, sin saber lo que se proponía hacer ni decir, hasta que afloraron las palabras. Por fin, sofocado por la confusión, decidió que la verdad era lo único apropiado.

—Me gusta mirarte.

Le tocó el hombro. El juego podía terminar en ese momento, si así lo decidían; la ternura estaba a un suspiro. Podían aprovechar la oportunidad o dejarla pasar: retomar la conversación, o dejarla. El momento estaba entre ellos, a la espera de instrucciones.

—Cariño —dijo ella—, no tiembles.

Él se adelantó medio paso y le besó la nuca. Ella se volvió y le devolvió el beso, subiendo la mano por su columna para sujetarle la cabeza, como para sentir el peso de su cráneo.

—Por fin —dijo ella cuando se separaron—. Empezaba a pensar que eras demasiado caballero. —Fueron tropezando a la cama, y ella se dio la vuelta para sentarse a horcajadas sobre sus caderas. Sin vacilar, alargó la mano para desatar el cinturón de la bata. Marty tenía una erección parcial, y estaba atrapado en una posición incómoda. También estaba avergonzado. Ella le abrió la bata de un tirón, y le acarició el pecho. Su cuerpo era fornido, sin ser pesado; el pelo sedoso nacía en la clavícula y se hacía más áspero a medida que descendía por el surco central de su abdomen. Se incorporó para apartarle la bata de la entrepierna. La polla, liberada, saltó de las cuatro a las doce. Le acarició el lado inferior, y respondió con espasmos.

»Es bonita —dijo.

Él se estaba acostumbrando a su aprobación. Su tranquilidad era infecciosa. Se incorporó apoyándose en los codos para verla mejor. Estaba concentrada en su erección, metiéndose el dedo índice en la boca y poniéndole una película de saliva en la polla, deslizando los dedos arriba y abajo con movimientos lentos y suaves. Se retorció de placer. Sentía una erupción de calor en el pecho, otra señal de su excitación, por si fuera necesaria. También le ardían las mejillas.

—Bésame —le pidió.

Ella se inclinó hacia delante y encontró su boca. Volvieron a caer sobre la cama. Marty buscó a tientas el borde inferior de su suéter, y empezó a quitárselo, pero ella lo detuvo.

—No —murmuró sobre su boca.

—Quiero verte… —dijo él.

Ella volvió a sentarse. La miró, perplejo.

—No tan deprisa —dijo, y se levantó el suéter lo bastante como para enseñarle el vientre y los pechos, sin quitarse la prenda. Marty se empapó de su cuerpo como un ciego que recuperase la vista: la carne de gallina, la inesperada plenitud. Sus manos recorrían lo que sus ojos miraban, presionando su piel brillante, describiendo espirales en sus pezones, observando el peso de sus pechos sobre su caja torácica. La boca siguió al ojo y a la mano: quería bañarla con la lengua. Ella le apretó la cabeza contra su cuerpo. Su cuero cabelludo relucía entre la mata de pelo, con un tono rosa de niño. Se inclinó para besarlo, pero no llegaba, así que alargó la mano para cogerle la polla.

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