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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (44 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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—Marty. ¿Me oyes? —No hubo respuesta—. Solo es una habitación, Marty. ¿Me oyes? ¡No es nada más que eso! Solo una habitación.

Ya has estado dentro de mí,
señaló la voz de su cabeza.
¿Te acuerdas?

Oh, sí; se acordaba. En algún lugar de la niebla había un árbol; lo había visto en la sauna. Era un árbol monstruoso y cargado de flores, y bajo él había entrevisto visiones horribles. ¿Era allí donde había ido Marty? ¿Ya estaría colgando de él, como fruta nueva?

¡Maldición, no! No debía rendirse a semejantes pensamientos. Solo era una habitación. Podía encontrar las paredes si se concentraba, tal vez hasta la ventana.

Se volvió hacia la derecha, sin importarle con qué pudiera tropezar, y avanzó cuatro pasos, cinco, hasta que alcanzó la pared con las manos extendidas: su solidez era asombrosa y espléndida.
¡Ja!,
pensó.
¡Que os jodan, a ti y al árbol! Mira lo que he encontrado.
Apoyó las palmas de las manos en la pared. ¿Izquierda o derecha? Lanzó una moneda imaginaria. Salió cara, y empezó a avanzar poco a poco hacia la izquierda.

No lo hagas,
susurró la habitación.

—Intenta detenerme.

No hay ningún sitio adónde ir,
le soltó como respuesta,
únicamente se puede ir en círculos. Tú siempre has ido en círculos, ¿verdad? Eres una mujer débil, perezosa y ridícula.

—¿Y tú me llamas ridícula? ¿Tú? ¿Una niebla parlante?

Parecía que la pared por la que avanzaba con lentitud se alargaba más y más. Después de media docena de pasos empezó a dudar de la teoría que estaba poniendo a prueba. Quizá fuera un espacio manipulable después de todo. Quizá se estaba alejando de Marty a lo largo de una nueva muralla china. Pero se atuvo a la superficie fría con tanta tenacidad como un escalador a un precipicio escarpado. Si era necesario daría la vuelta a toda la habitación hasta encontrar la puerta, a Marty, o ambas cosas.

Zorra,
dijo la habitación.
Eso es lo que eres. Ni siquiera puedes encontrar la salida de un pequeño laberinto como este. Es mejor que te tumbes y aceptes lo que te mereces, como las zorras buenas.

¿Acaso percibía una nota de desesperación en este nuevo asalto?

¿Desesperación?,
dijo la habitación.
Me alimento de ella. Zorra.

Había llegado a un rincón de la habitación. Se volvió hacia la pared contigua.

No lo hagas,
dijo la habitación.

Voy a hacerlo,
pensó ella.

Yo no iría por ahí. Oh, no. De verdad que no. El Tragasables está aquí arriba contigo. ¿No lo oyes? Está solo a unos centímetros de ti. ¡No, no lo hagas! ¡Oh, por favor, no! Odio el olor de la sangre.

Puro histrionismo; era cuanto podía reunir. Cuanto más pánico sentía la habitación, más se animaba ella.

¡Para! ¡Por tu propio bien! ¡Para!

En el instante en que la habitación gritaba en su cabeza, sus manos hallaron la ventana. Eso era lo que tenía tanto miedo de que descubriera.

¡Zorra!
chilló.
Lo lamentarás. Te lo prometo. Oh, sí.

No había cortinas ni postigos; toda la ventana estaba tapada con tablas para que nada echase a perder aquella nulidad perfecta. Carys buscó asidero en uno de los tablones: ya era hora de que entrase un poco del mundo exterior. Pero la madera estaba firmemente clavada en su sitio. Por mucho que tirase, cedía muy poco, o nada en absoluto.

—¡Muévete, maldita seas!

El tablón crujió, y saltaron astillas.

—Sí —la exhortó—, ya está. —Un hilo de luz, incierto y fragmentado, se filtró a través de los tablones—. Vamos —la instó, tirando con más fuerza. Tenía las falanges superiores de los dedos dobladas hacia atrás por el esfuerzo de arrancar la madera, pero el hilo de luz ya se había convertido en un haz, que caía sobre ella, y a través de un velo de aire sucio empezó a distinguir la forma de sus propias manos.

Lo que se filtraba entre los tablones no era la luz del día, sino la luz temblorosa de las farolas y de los faros de los coches, quizá de las estrellas, de las televisiones que brillaban en una docena de casas en Caliban Street. Pero era suficiente. Por cada centímetro que el hueco se ensanchaba, así la certidumbre invadía la habitación; el perfil y la sustancia.

En otra parte de la habitación, Marty también sintió la luz. Le irritó, como si fuera un hombre moribundo y alguien le abriese las cortinas en una mañana primaveral. Se arrastró hacia atrás, intentando enterrarse en la niebla antes de que esta se dispersara, buscando a la voz tranquilizadora que le diría que nada era esencial. Pero había desaparecido. Le había abandonado, y la luz caía en brazadas cada vez más amplias. Veía el contorno de una mujer contra la ventana. Había arrancado un tablón, lo había arrojado al suelo y estaba tirando de otro.
Ven con mamá,
decía, y la luz venía, la definía con detalles cada vez más repulsivos. No quería saber nada; era una carga, eso de existir. Exhaló un pequeño silbido de dolor y exasperación.

Ella se volvió hacia él.

—Ahí estás —dijo acercándose a él y levantándolo—. Tenemos que darnos prisa.

Marty tenía los ojos fijos en la habitación, que ahora se revelaba en toda su vulgaridad. Había un colchón en el suelo; una taza de porcelana boca arriba; y junto a ella, una jarra de agua.

—Despierta —dijo Carys, sacudiéndolo.

No hace falta que me vaya,
pensó él;
no tengo nada que perder si me quedo aquí y vuelve el gris.

—¡Por el amor de Dios, Marty! —le gritó ella. Desde abajo llegó el chillido de la madera.
Ya viene, tanto si estamos listos como si no,
pensó.

—Marty —volvió a gritar—, ¿lo oyes? Es Breer.

El nombre evocó horrores. Una niña fría, sentada en una mesa en la que se había servido su propia carne. Una broma terrible y atroz. La imagen despejó la niebla de la cabeza de Marty. La cosa que había perpetrado ese horror estaba abajo; ya lo recordaba, con todo detalle. Miró a Carys con ojos claros, aunque llorosos.

—¿Qué ha pasado?

—No tenemos tiempo —dijo ella.

La siguió cojeando hasta la puerta. Ella todavía llevaba uno de los tablones que había arrancado de la ventana, con los clavos en su sitio. El ruido de abajo seguía aumentando, la algarabía de la mente y la puerta desquiciadas.

El dolor de la pierna herida de Marty, que la habitación había entumecido con tanta pericia, empeoró. Tuvo que apoyarse en Carys para bajar el primer tramo de escaleras. Hicieron el descenso juntos, la mano de Marty, ensangrentada por haber tocado la herida, marcaba su paso en la pared.

Habían recorrido la mitad del segundo tramo de escaleras cuando la cacofonía procedente del sótano cesó.

Se detuvieron, esperando el siguiente movimiento de Breer. Desde abajo llegó un suave crujido al abrir el Tragasables la puerta del sótano. Aparte de la débil luz de la cocina, que tenía que doblar varias esquinas antes de llegar al pasillo, no había nada que iluminase la escena. El cazador y la presa, ambos camuflados por la oscuridad, se aferraron a aquel efímero momento, sin que ninguno supiera si en el siguiente se desataría una catástrofe. Carys dejó atrás a Marty y se deslizó por los cinco escalones que restaban hasta el pie de las escaleras. Sus pasos eran casi silenciosos en las escaleras sin alfombrar, pero después de la privación sensorial que había sufrido en la habitación de Mamoulian, Marty podía oír hasta el latido de su corazón.

No había movimiento alguno en el pasillo; le indicó a Marty que la siguiese. El pasaje estaba en calma, y en apariencia vacío. Breer estaba cerca, lo sabía: pero ¿dónde? Era grande y corpulento: le costaría encontrar lugares donde esconderse. Quizá, rogó, no se hubiera escapado al fin y al cabo, sino que simplemente se había rendido, exhausto. Avanzó un paso.

Sin previo aviso, el Tragasables apareció rugiendo de la puerta de la habitación principal. El cuchillo de trinchar se abatió en un golpe descendente. Consiguió esquivarlo, pero, al hacerlo, perdió el equilibrio. Marty la cogió por el brazo y la arrastró fuera del alcance de la segunda cuchillada de Breer. La fuerza de la embestida del Tragasables lo impulsó más allá. Se estrelló contra la puerta delantera; el cristal vibró.

—¡Fuera! —dijo Marty al ver el paso despejado hacia la salida. Pero esta vez Carys no tenía intención de correr. Había un momento para correr y un momento para luchar; tal vez nunca tuviese otra oportunidad para agradecerle a Breer las numerosas humillaciones que le había infligido. Se deshizo de la presa de Marty y aferró con ambas manos el bate de madera que aún llevaba.

El Tragasables se había levantado, con el cuchillo todavía en la mano, y avanzaba furioso en dirección a ella. Pero se adelantó a su ataque. Levantó el tablón y corrió hacia él, y le descargó un golpe en el lado de la cabeza. El cuello de Breer, que ya se había fracturado en la caída, crujió. Los clavos del tablón le perforaron el cráneo, y la muchacha se vio obligada a renunciar a su arma, dejándola clavada en la cabeza de Breer como si fuera otro miembro. El Tragasables cayó de rodillas. La mano que sujetaba el cuchillo sufría espasmos y soltó el arma, mientras la otra buscaba el tablón y se lo arrancaba de la cabeza. Ella se alegró de la oscuridad; el chapoteo de la sangre y las patadas de Breer en los tablones desnudos del suelo eran más que suficiente para horrorizarla. El Tragasables estuvo de rodillas durante unos instantes y luego se derrumbó hacia delante, clavándose el cuchillo en la barriga hasta el fondo.

Estaba satisfecha. Cuando Marty volvió a tirar de ella, lo siguió.

Cuando atravesaban el pasillo oyeron unos golpes secos en la pared. Se detuvieron. Ahora ¿qué? ¿Más espíritus invasores?

—¿Qué pasa? —preguntó Marty.

Los golpes cesaron, luego empezaron de nuevo, esta vez acompañados de una voz.

—Cállense, por favor. Aquí hay gente que intenta dormir.

—Los vecinos —dijo ella. La idea de sus protestas le pareció graciosa, y cuando salieron de la casa, dejando atrás los restos de la puerta del sótano y la manzanilla de Breer, que se enfriaba, los dos se echaron a reír.

Huyeron por el callejón tenebroso que había detrás de la casa hasta el coche, y allí se sentaron durante unos minutos, llorando y riéndose en oleadas alternativas; dos locos, habrían supuesto los habitantes de Caliban Street; o adúlteros, disfrutando de una noche de aventuras.

XI

El Día del Juicio

56

Chad Schuckman y Tom Loomis habían estado llevando el mensaje de la Iglesia de los Santos Resucitados al pueblo de Londres durante tres semanas, y estaban hasta la coronilla.

—Vaya forma de pasar las vacaciones —gruñía Tom mientras planeaban la ruta del día. Memphis parecía muy lejos, y los dos la echaban de menos. Además, toda la campaña estaba siendo un fracaso. Los pecadores que encontraban en los portales de aquella ciudad dejada de la mano de Dios eran tan indiferentes al mensaje del reverendo del inminente Apocalipsis como a la salvación que les prometía.

A pesar del clima (o quizá debido a él), el pecado no era una noticia candente en Londres últimamente. Chad era despectivo:

—No saben lo que se les viene encima —le decía a Tom, que sabía de memoria todas las descripciones del Diluvio, pero también sabía que sonaban mejor en los labios de un efebo como Chad que en los suyos. Hasta sospechaba que los que se paraban a escucharlos lo hacían más porque Chad tenía el aspecto de un ángel rudo que porque quisieran escuchar la palabra inspirada del reverendo. La mayoría simplemente cerraba la puerta.

Pero Chad era inflexible:

—Aquí hay pecado —le aseguraba a Tom—, y donde hay pecado hay culpa. Y donde hay culpa hay dinero para la Obra del Señor. —Era una ecuación sencilla, y si Tom albergaba alguna duda en cuanto a su ética, se la guardaba. Prefería el silencio a la censura de Chad; solo se tenían el uno al otro en aquella ciudad extranjera, y Tom no estaba dispuesto a perder la luz que lo guiaba.

Pero a veces era difícil mantener la fe. Especialmente en días abrasadores como aquel, cuando el traje de poliéster le picaba en la nuca y el Señor, si estaba en el Cielo, no se dejaba ver. No había un soplo de brisa que le refrescara el rostro; ni una nube de lluvia a la vista.

—¿Esto no es de algo? —preguntó Tom.

—¿Qué es eso? —Chad estaba contando los panfletos que aún tenían que distribuir ese día.

—El nombre de la calle —dijo Tom—. Calibán. Es de algo que me suena.
[1]

—¿Sí? —Chad había terminado de contar—. Solo nos hemos desecho de cuatro panfletos.

Le pasó a Tom la pila de literatura y sacó un peine del bolsillo interior de su chaqueta. Parecía impávido y fresco a pesar del calor. En comparación, Tom se sentía andrajoso, demasiado acalorado, y temía que en cuanto lo tentasen se apartaría del camino de la virtud.

No estaba seguro de lo que habría de tentarle, pero estaba abierto a sugerencias. Chad se pasó el peine por el pelo, restaurando con un movimiento elegante el destello perfecto de su aureola. El reverendo les había enseñado que era importante tener el mejor aspecto posible.

—Sois agentes del Señor —decía—. Quiere que seáis limpios y aseados; que brilléis en todas partes.

—Toma —le dijo Chad, cambiándole el peine por los panfletos—. Estás muy despeinado.

Tom cogió el peine; las cerdas tenían hebras de oro. Llevó a cabo un intento desmañado de someter el remolino de su cabello, mientras Chad miraba. El pelo de Tom no se quedaba aplastado como el de Chad. El Señor lo reprobaba, probablemente: no le gustaría en absoluto. Pero por otro lado, ¿qué le gustaba al Señor? No veía con buenos ojos el tabaco, el alcohol, la fornicación, el té, el café, la Pepsi, las montañas rusas, ni la masturbación. Y sobre aquellas débiles criaturas que se solazaban con una o, que Dios los ayudase, con todas aquellas cosas, se cernía el Diluvio.

Tom solo rogaba que cuando llegasen las aguas, estuviesen frías.

El tipo del traje oscuro que respondió a la puerta del número 82 de Caliban Street les recordó a Tom y a Chad al reverendo. No en el aspecto físico, por supuesto. Bliss era un hombre bronceado y pegajoso, mientras que aquel tío era delgado y cetrino. Pero los dos tenían la misma autoridad implícita; la misma seriedad y determinación. Y le atraían los panfletos, el primer interés real que habían encontrado en toda la mañana. Hasta les citó el Deuteronomio, un texto que no les resultaba familiar, y luego, ofreciéndoles un refresco, les invitó a entrar en la casa.

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