El juego de las maldiciones (42 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El juego de las maldiciones
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—Que querías estar con Mamoulian desde el principio.

—No.

—¡Quieres ser como él!

—¡No, Marty, no!

—Supongo que te da droga de primera calidad, ¿eh? Y yo no puedo, ¿verdad? —Ella no negó este punto; tenía un aspecto abatido—. ¿Qué cojones hago aquí? —dijo—. Eres feliz, ¿verdad? Dios mío; eres feliz.

Era irrisorio cómo había malinterpretado la política del rescate. Ella estaba a gusto en esa casucha, siempre y cuando tuviera droga. Su palabrería de las invasiones de Mamoulian era pura fachada. En el fondo estaba dispuesta a perdonarle cualquier crimen que cometiera, siempre y cuando siguiera dándole droga.

Marty se levantó.

—¿Dónde está su habitación?

—No, Marty.

—Quiero ver dónde duerme. ¿Dónde está?

Ella se levantó apoyándose en su brazo. Tenía las manos calientes y húmedas.

—Por favor, vete, Marty. Esto no es un juego. No van a perdonártelo todo al final, ¿sabes? Ni siquiera se acaba cuando mueres. ¿Entiendes lo que digo?

—Oh, sí —dijo—, lo entiendo. —Le puso la palma de la mano en el rostro. Tenía mal aliento. Él también, pensó, pero por el güisqui.

»Ya no soy un ingenuo. Sé lo que está pasando. No todo, pero lo suficiente. He visto cosas que ojalá no vuelva a ver; he oído historias.. . Dios mío, lo entiendo. —¿Cómo podía convencerla?—. Estoy cagado de miedo. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida.

—Haces bien —dijo ella con frialdad.

—¿No te importa lo que te ocurra?

—No mucho.

—Te traeré droga —dijo él—. Si eso es lo único que te retiene aquí, te la conseguiré.

¿La duda había cruzado su rostro? Insistió hasta el final.

—Te vi buscándome en el funeral.

—¿Estabas allí?

—¿Por qué me buscabas si no querías que viniera?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. A lo mejor pensé que estabas con papá.

—¿Que estaba muerto?

Ella frunció el ceño.

—No. Que estabas con él. Dondequiera que esté.

Marty tardó un momento en asimilar sus palabras. Al fin, dijo:

—¿Quieres decir que no está muerto?

Ella meneó la cabeza.

—Pensé que lo sabías. Pensé que estabas implicado en su huida.

Por supuesto que el viejo cabrón no estaba muerto. Los grandes hombres no se contentaban con tumbarse y morir entre bastidores. Esperaban durante los actos intermedios, reverenciados, llorados y difamados, y aparecían para representar la última escena: una muerte, o un matrimonio.

—¿Dónde está? —preguntó Marty.

—No lo sé, y Mamoulian tampoco. Intentó que lo encontrase yo, igual que a Toy; pero no puedo. He perdido la perspectiva. Una vez hasta intenté encontrarte a ti. Fue inútil. Apenas puedo proyectar mis pensamientos más allá de la puerta principal.

—¿Pero encontraste a Toy?

—Eso fue al principio. Ahora… estoy agotada. Le digo que me duele. Como si algo fuese a romperse en mi interior. —El rostro de Carys reflejaba dolor, recordado y real.

—¿Y aun así quieres quedarte?

—Pronto habrá terminado. Para todos nosotros.

—Ven conmigo. Tengo amigos que pueden ayudarnos —le suplicó, tomándola por las muñecas—. Dios bendito, ¿es que noves que te necesito? Por favor. Te necesito.

—No sirvo para nada. Soy débil.

—Yo también. Yo también soy débil. Nos merecemos el uno al otro.

El cinismo de la idea pareció complacerla. Reflexionó un momento antes de decir:

—A lo mejor sí —en voz muy baja. Su rostro era un laberinto de indecisión; de droga y de duda. Al fin dijo—: Voy a vestirme.

La abrazó con fuerza, inhalando el aroma rancio de su pelo, sabiendo que aquella primera victoria podría ser la única, pero contento a pesar de todo. Ella se deshizo de su abrazo con suavidad y se dispuso a prepararse para la marcha. La observó mientras se ponía los pantalones vaqueros, pero su timidez le hizo dejarla sola. Salió al rellano. Lejos de la presencia de la muchacha, el zumbido le llenó los oídos; era más alto que antes, pensó. Encendió la linterna y ascendió el último tramo de escaleras hasta el dormitorio de Mamoulian. A cada paso que daba el chirrido aumentaba; sonaba en los tablones de las escaleras y en las paredes como una presencia viva.

En el último rellano solo había una puerta; al parecer, la habitación que había al otro lado ocupaba todo el piso superior. Mamoulian, aristócrata por naturaleza, se había reservado el espacio más selecto. La puerta estaba abierta. El Europeo no temía a los intrusos. Cuando Marty la empujó se abrió unos centímetros, pero la linterna reacia no penetraba la oscuridad del otro lado más allá de la longitud de un brazo. Se quedó en el umbral, como un niño dudando frente al túnel del terror.

Durante su asociación periférica con Mamoulian había llegado a sentir una intensa curiosidad por él. Sin duda era peligroso, y quizá tuviera una terrible capacidad para la violencia. Pero así como el rostro de Mamoulian había aparecido bajo el de Carys, probablemente hubiese un rostro bajo el del Europeo. Tal vez más de uno: cincuenta rostros, cada uno más extraño que el anterior, una regresión hacia un estado más antiguo que Belén. Tenía que echar un vistazo, ¿verdad? Una miradita por los viejos tiempos. Partiéndose de risa, se adentró en la oscuridad viva de la habitación.

—¡Marty!

Algo destelló frente a él, y una burbuja explotó en su cabeza cuando Carys lo llamó desde abajo.

—¡Marty! ¡Estoy lista!

El zumbido de la habitación parecía haberse alzado al entrar él, pero al retirarse descendió hasta convertirse en un gemido de decepción.
No te vayas,
parecía suspirar.
¿Porqué te vas? Ella puede esperar. Que espere. Quédate un rato aquí arriba y echa un vistazo.

—No tenemos tiempo —dijo Carys.

Marty, contrariado por alejarse, le dio la espalda a la voz, cerró la puerta y bajó.

—No me encuentro bien —dijo ella cuando se le unió en el rellano inferior.

—¿Es él? ¿Está intentando llegar a ti?

—No. Es que estoy mareada. No me había dado cuenta de que estaba tan débil.

—Tengo el coche fuera —dijo, y le tendió la mano para que se apoyase. Ella la apartó con un gesto.

—En la habitación hay un paquete con mis cosas —dijo.

Marty volvió a por él, y cuando lo estaba recogiendo ella hizo un ruidito de protesta, y se tropezó en las escaleras.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo. Cuando Marty apareció en las escaleras junto a ella, con el paquete (hecho con la funda de una almohada) en la mano, le dedicó una mirada cenicienta—. La casa quiere que me quede —susurró.

—Vamos a tomárnoslo con calma —dijo él, y fue delante, por miedo a que ella volviese a tropezar. Llegaron al pasillo sin más incidencias.

—No podemos salir por la puerta principal —dijo ella—. Está cerrada por fuera con dos vueltas.

Mientras retrocedían por el pasillo, oyeron el sonido inconfundible de la puerta trasera al abrirse.

—Mierda —dijo Marty en voz baja. Soltó el brazo de Carys, volvió a deslizarse por la penumbra hasta la puerta principal e intentó abrirla. Estaba cerrada con dos vueltas, como le había advertido Carys. El pánico empezó a apoderarse de él, pero en su confusión una voz tranquila, que sabía que era la voz de la habitación, le dijo:
No te preocupes. Sube. Yo te protegeré. Yo te esconderé.
Desechó la tentación. El rostro de Carys estaba vuelto hacia el suyo:

—Es Breer —susurró. El asesino de perros estaba en la cocina. Marty lo oía, lo olía. Carys le tiró de la manga y señaló a una puerta con cerrojo bajo el hueco de las escaleras. El sótano, supuso él. Con el rostro lívido en la oscuridad, ella apuntó hacia abajo. Él asintió.

Breer estaba canturreando, atareado con algo. Era extraño pensar que ese torpe carnicero fuera feliz; que estuviera lo bastante satisfecho con su suerte como para cantar.

Carys abrió el cerrojo de la puerta del sótano. Los escalones, débilmente iluminados por la luz que despedía la cocina, conducían al abismo. Olía a desinfectante y serrín: olores saludables. Bajaron las escaleras en silencio; encogiéndose cada vez que chirriaban sus talones, cada vez que crujía un escalón. Pero, al parecer, el Tragasables estaba demasiado ocupado para oírlos. No se oían aullidos de persecución. Marty cerró la puerta del sótano tras ellos, ansiando desesperadamente que Breer no percibiera el sonido del cerrojo al cerrarse, y escuchó.

Al cabo de un rato, le llegó el sonido del agua corriente; luego el tintineo de tazas, quizá de una tetera: el monstruo se estaba preparando una infusión de camomila.

Los sentidos de Breer ya no eran tan agudos como antes. El calor del verano le volvía perezoso y débil. Le olía la piel, se le caía el pelo, y últimamente apenas hacía de vientre. Había decidido que necesitaba unas vacaciones. Cuando el Europeo encontrase a Whitehead y lo despachara, y seguro que solo era cuestión de días que lo hiciera, iría a ver la aurora boreal. Tendría que abandonar a su invitada, cuya proximidad sentía, apenas a unos metros de distancia, pero para entonces habría perdido su atractivo de todas formas. Se había vuelto más inconstante, y la belleza era transitoria. En dos semanas, tres cuando hacía frío, se dispersaban todos sus encantos.

Se sentó a la mesa y se sirvió una taza de camomila. El aroma, que antaño fuera un gran placer para él, era demasiado sutil para sus senos congestionados, pero se la bebió por amor a la tradición. Después subiría a su habitación a ver las telenovelas que tanto le gustaban; tal vez fuese a visitar a Carys y la observase mientras dormía; si se despertaba, la obligaría a hacer aguas en su presencia. Perdido en una fantasía fetichista, sorbió el té.

Marty había esperado que se retirase a su dormitorio con la infusión, dejándoles acceso a la puerta trasera, pero estaba claro que Breer no se movería durante un rato.

Alargó la mano en la oscuridad hacia Carys, que estaba detrás, en las escaleras, temblando de pies a cabeza, igual que él. Como un tonto, había dejado la palanqueta, su única arma, en algún lugar de la casa; probablemente en la habitación de Carys. Si se producía una confrontación cuerpo a cuerpo, estaría desarmado. Peor aún; el tiempo pasaba. ¿Cuánto tiempo les quedaba hasta que Mamoulian volviese a casa? La idea lo descorazonó. Se deslizó por las escaleras, apoyando las manos en el frío ladrillo de la pared, pasó junto a Carys y llegó a la planta del sótano. Tal vez hubiese algún arma allí abajo. Tal vez, loca esperanza, hasta hubiera otra salida. Pero había muy poca luz, y no veía resquicios que sugiriesen la existencia de una trampilla ni de una carbonera. Encendió la linterna, seguro de que no estaba en línea directa con la puerta. El sótano no estaba completamente vacío. Había una lona tendida que lo dividía como si fuera una pared artificial.

Alzó la mano hasta el techo bajo y se guió por el sótano paso a paso, con precaución, agarrándose a las tuberías del techo para mantener el equilibrio. Apartó la lona, y dirigió el haz de la linterna hacia el espacio al otro lado. Al hacerlo le dio un vuelco el estómago, y casi se le escapó un grito; pero logró sofocarlo un instante antes.

A escasa distancia había una mesa, y sentada en ella una niña que lo miraba fijamente.

Se llevó un dedo a los labios para indicarle silencio antes de que gritara. Pero no era necesario. La niña no se movió, ni habló. La mirada vidriosa de su rostro no era retraso mental. La niña estaba muerta, al fin lo entendió. La cubría una capa de polvo.

—Oh, Dios mío —dijo en voz muy baja.

Carys lo oyó. Se volvió y avanzó hasta el pie de las escaleras.

—¿Marty? —susurró.

—Quédate ahí —dijo él, incapaz de despegar los ojos de la niña muerta. El cadáver no era lo único con lo que uno podía regalarse la vista; también estaban los cuchillos y el plato en la mesa frente a ella, y la servilleta amorosamente desplegada y extendida sobre el regazo de la niña. Advirtió que en el plato había lonchas de carne, tan finas como si las hubiera tajado un maestro carnicero. Pasó junto al cadáver, intentando evitar su mirada. Al pasar junto a la mesa rozó la servilleta de seda, y esta se deslizó por el hueco entre las piernas de la niña.

Entonces dos horrores, uno detrás de otro, se abatieron sobre él como gemelos brutales. La servilleta había ocultado con cuidado un punto en el muslo interior de la niña, de donde habían trinchado la carne del plato. En el mismo instante se produjo otro reconocimiento: había comido aquella carne, alentado por Whitehead, en la habitación de la finca. Le había parecido un manjar exquisito; no había dejado nada en el plato.

Le asaltó una oleada de náuseas. Soltó la linterna y procuró resistirse a la enfermedad, pero esta escapaba a su control físico. El amargo hedor del ácido estomacal inundó el sótano. De repente no había modo de esconderse, ni de evitar esa locura, más que vomitarla y afrontar las consecuencias.

Por encima de sus cabezas, el Tragasables se levantó, retiró la silla y salió de la cocina.

—¿Quién? —exigió con su voz gruesa—. ¿Quién anda ahí abajo?

Fue a la puerta del sótano sin dudar y la abrió. La luz muerta del fluorescente rodó escaleras abajo.

—¿Quién anda ahí? —repitió, y bajó persiguiendo a la luz, sus pasos retumbaban en los escalones de madera—. ¿Qué estás haciendo? —gritaba con tono histérico—. ¡No se puede bajar aquí!

Marty levantó la vista, mareado por la falta de aliento, y vio que Carys atravesaba el sótano hacia él. Los ojos de la muchacha se posaron en el retablo de la mesa, pero mantuvo un control admirable, ignorando el cadáver y alargando la mano hacia el cuchillo y el tenedor que descansaban junto al plato. Los cogió y tiró del mantel con las prisas. El plato y su contenido infestado de moscas fueron a parar al suelo; los cuchillos se apilaron junto a ellos.

Breer se había detenido al pie de las escaleras para asimilar la profanación de su templo. A continuación echó a correr hacia los infieles, horrorizado; el volumen de su cuerpo le prestaba a su ataque una pasmosa velocidad. Carys, empequeñecida, se apartó cuando intentó atraparla, rugiendo. Breer la eclipsó. Marty no podía distinguirlos. Pero la confusión solo duró unos segundos. Luego Breer alzó las manos grises como para empujar a Carys, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, y emitió un aullido, que era más de queja que de dolor.

Carys esquivó los aspavientos de Breer, y se hizo a un lado para ponerse a salvo. El cuchillo y el tenedor ya no estaban en sus manos. Breer se había estrellado contra ellos. Pero al parecer no era consciente de su presencia en su vientre. Le preocupaba la niña, cuyo cadáver se estaba colapsando en ese momento, convirtiéndose en un bulto desmadejado en el suelo del sótano. Se apresuró a confortarla, y en su angustia ignoró a los profanadores. Carys vio que Marty, con el rostro cerúleo, se levantaba asiéndose a las tuberías del techo.

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