El juego de las maldiciones (23 page)

Read El juego de las maldiciones Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El juego de las maldiciones
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ten cuidado —murmuró él mientras lo acariciaba. Ella tenía la mano húmeda; lo soltó.

La empujó suavemente y ambos cayeron uno junto al otro sobre la cama. Ella le apartó la bata del cuello, mientras él se debatía con el botón de sus vaqueros. Ella no intentó ayudarlo, le gustaba su expresión de concentración. Sería tan bueno estar con él, completamente desnuda… piel contra piel. Pero no era el momento de arriesgarse. Si veía los moratones y los pinchazos, podría rechazarla. Sería insoportable.

Marty había conseguido desabrochar el botón y bajar la cremallera, y ahora sus manos estaban en sus vaqueros, deslizándose por dentro de las bragas. Estaba ansioso, y aunque a ella le gustaba observar sus esfuerzos, le ayudó a desnudarla, levantando las caderas de la cama y bajándose los vaqueros y las bragas, exhibiendo su cuerpo desde los pezones hasta las rodillas. Él se puso encima de ella, dejando un rastro de saliva, lamiéndole el ombligo, y luego más abajo, sofocado, con la lengua dentro de ella; no era exactamente un experto, pero estaba dispuesto a aprender; frotaba con la nariz los sitios que a ella le gustaban, guiándose por el sonido de sus gemidos.

Le bajó los pantalones, y al ver que no se resistía, se los quitó del todo; a continuación las bragas, y ella cerró los ojos, ajena a todo excepto a su exploración. En su ansiedad, Marty exhibía los instintos de un caníbal; no rechazaba nada de lo que ofrecía su cuerpo; la apretaba tanto como permitía la anatomía.

Algo le picó en la nuca, pero ella lo ignoró, concentrada en este otro ejercicio. Marty levantó la vista de su entrepierna, con una expresión dubitativa.

—Sigue —dijo ella.

Se retrepó hacia arriba en la cama, invitándolo a entrar. Él todavía parecía indeciso.

—¿Qué pasa?

—No tengo protección —dijo.

—Olvídalo.

No le hizo falta otra invitación. La postura de Carys, que no estaba tumbada debajo de él, sino reclinada, le permitió contemplar su exhibición de dulzura, presionando la raíz de la polla hasta que la cabeza se oscureció y brilló, antes de penetrarla despacio, casi con reverencia. Se soltó y apoyó las manos en la cama a ambos lados de ella, arqueando la espalda, una media luna dentro de otra, mientras el peso de su cuerpo lo llevaba hacia su interior. Separó los labios y sacó la lengua para lamerle los ojos.

Ella se movió para salir a su encuentro, presionando sus caderas contra las suyas. Él suspiró: frunció el ceño.

Dios mío,
pensó ella,
se ha corrido.
Pero cuando abrió los ojos, estos aún estaban llenos de energía, y sus embates, después de la amenaza inicial de precocidad, se hicieron lentos y acompasados.

El cuello volvió a molestarla; parecía más que un picor. Era un mordisco, un taladro. Intentó ignorarlo, pero la sensación se intensificó a medida que su cuerpo daba paso al momento. Él estaba demasiado concentrado en sus cuerpos entrelazados para advertir su incomodidad. Sentía su aliento entrecortado y cálido en el rostro. Intentó moverse, esperando que el dolor se debiera tan solo a la tensión de la postura.

—Marty… —susurró— date la vuelta.

Al principio él no estaba seguro de esa maniobra, pero cuando se tumbó, y ella se sentó encima de él, le cogió el ritmo fácilmente, y empezó a subir de nuevo, mareado por la altura.

El dolor del cuello persistía, pero lo relegó a un segundo plano. Se inclinó hasta que su rostro quedó a quince centímetros del de Marty, y dejó caer saliva en su boca, como un hilo de burbujas que él recibió con una amplia sonrisa, mientras la penetraba tanto como podía y se mantenía allí.

De repente, algo se movió dentro de ella. No era Marty. Era otra cosa, u otra persona, que se agitaba en su interior. Perdió la concentración, y le dio un vuelco el corazón. Perdió la perspectiva de dónde estaba y qué era. Parecía que otros ojos miraban a través de los suyos: por un momento compartió la visión de su propietario, y vio el sexo como algo depravado, crudo y bestial.

—No —dijo, intentando reprimir la náusea que sentía de repente.

Marty entreabrió los ojos, pensando que «no» era una orden de retrasar el final.

—Lo estoy intentando, nena… —sonrió— no te muevas.

Al principio Carys no entendió a qué se refería: estaba a mil kilómetros de distancia, tumbado debajo de ella, cubierto de asqueroso sudor, hiriéndola en contra de sus deseos.

—¿Puedo? —suspiró él, conteniéndose hasta que casi le dolía. Parecía que se hinchaba en ella. La sensación expulsó a la doble visión de su cabeza. El otro espectador se escabulló detrás de sus ojos, asqueado por la plenitud y la carnalidad del acto; por su realidad. ¿Sentiría también a Marty la mente intrusa, pensó ella vagamente, sentiría que le golpeaba el cerebro una polla a punto de nieve?

—Dios… —dijo.

Cuando los otros ojos retrocedieron, volvió el placer.

—No puedo parar, nena —dijo Marty.

—Sigue —dijo ella—. No pasa nada. No pasa nada.

Gotas de su sudor cayeron sobre él mientras se movía encima.

—Sigue. ¡Sí! —repitió. Fue una exclamación de puro placer, y ya no podía echarse atrás. Intentó aplazar la erupción unos temblorosos segundos más. El peso de sus caderas sobre él, el calor de su conducto, el brillo de sus pechos, le llenaban la cabeza.

Y entonces alguien habló; una voz grave y gutural.

—Para.

Marty parpadeó, mirando a derecha e izquierda. No había nadie más en la habitación. Se había imaginado el sonido. Ignoró la ilusión y volvió a mirar a Carys.

—Sigue —dijo ella—. Por favor, sigue. —Estaba bailando encima de él. Los huesos de sus caderas atrapaban la luz; el sudor manaba sin cesar, brillando.

—Sí… sí… —respondió él, olvidando la voz.

Ella lo miró, leyó la inminencia en su rostro, y entonces, en los recovecos de sus propias sensaciones, tan agudas, volvió a sentir la segunda mente. Era un gusano que se abría camino en su cabeza floreciente, dispuesto a enturbiar su visión con su enfermedad. Se resistió.

—Vete —dijo en voz baja—, vete.

Pero el gusano quería derrotarla; quería derrotar a ambos. Lo que al principio le había parecido curiosidad se había convertido en malicia. Quería estropearlo todo.

—Te quiero —le dijo a Marty, desafiando a la presencia de su interior—. Te quiero, te quiero…

El invasor se convulsionó, estaba furioso con ella, y más furioso aún porque no le permitiera estropear el momento. Marty estaba rígido, a punto; ciego y sordo a todo excepto al placer. Entonces, con un gruñido, empezó a eyacular en ella, y ella también llegó. Las sensaciones le quitaron de la cabeza la idea de resistirse. En algún lugar lejano oía que Marty jadeaba…

—Dios mío —decía—, nena… nena.

Pero estaba en otro mundo. No estaban juntos, ni siquiera en ese momento. Ella estaba en su propio éxtasis, él en el suyo, y cada uno corría una carrera privada hacia la conclusión.

Un espasmo involuntario sacudió a Marty. Abrió los ojos. Carys tenía las manos pegadas a la cara, con los dedos extendidos.

—¿Estás bien, nena? —dijo.

Cuando abrió los ojos, Marty tuvo que ahogar un grito. Por un momento, no fue ella quien le miró a través de los dedos. Era algo sacado del fondo del mar, unos ojos negros que giraban en una cabeza gris, algún genio antiguo que lo observaba con odio en las entrañas, se lo decían los huesos.

La alucinación solo duró unos segundos, pero lo bastante para que volviese a mirar su cuerpo de arriba abajo y encontrase la misma mirada maligna.

—¿Carys?

Entonces ella parpadeó, y cerró el abanico de sus dedos sobre su rostro. Él se estremeció durante un instante demencial, esperando la revelación. Ella bajaría las manos y su rostro se habría transformado en una cabeza de pez. Pero claro que era ella: solo ella. Allí estaba, sonriéndolo.

—¿Estás bien? —aventuró.

—¿A ti que te parece?

—Te quiero, nena.

Ella murmuró algo y se tendió sobre él. Así estuvieron unos minutos, mientras su polla se encogía en un baño de fluidos mezclados, enfriándose.

—¿Estás cómoda? —le preguntó al cabo de un rato, pero no le respondió. Estaba dormida.

La empujó con suavidad hacia un lado, saliendo de su interior con un sonido húmedo. Ella se quedó en la cama a su lado, su rostro era impasible. Le besó los pechos, le lamió los dedos, y se quedó dormido junto a ella.

32

Mamoulian se sentía enfermo.

Aquella mujer no era presa fácil, a pesar del poder sentimental que ejercía sobre su psique. Pero su fuerza era de esperar. Era del linaje de Whitehead: una especie de campesinos y ladrones. Astuta y sucia. Aunque era imposible que supiera exactamente lo que estaba haciendo, se había enfrentado a él con la misma sensualidad que tanto despreciaba.

Pero podía explotar sus debilidades, y tenía muchas. Al principio había empleado sus trances de heroína, accediendo a ella cuando se encontraba tranquila hasta el extremo de la indiferencia. Tenía la percepción alterada, de modo que era más difícil que advirtiera su invasión, y él había visto la casa con sus ojos, había escuchado con sus oídos las insulsas conversaciones de sus ocupantes, había compartido con ella, aunque le repugnaban, el olor de su colonia y su flatulencia. Era la espía perfecta, viviendo en el corazón del campamento enemigo. A medida que habían pasado las semanas, había sido más fácil entrar y salir de ella sin ser descubierto. Eso le había vuelto descuidado.

Había sido un descuido no mirar antes de saltar; aventurarse en su cabeza sin antes comprobar lo que estaba haciendo. No se le había ocurrido que pudiera estar con el guardaespaldas; y cuando se dio cuenta de su error ya estaba compartiendo sus sensaciones, su ridícula pasión, y le habían dejado temblando. No volvería a cometer el mismo error.

Se sentó en la habitación vacía de la casa que había comprado para Breer y para él, y trató de olvidar la crisis que había sufrido, la expresión en los ojos de Strauss al mirar a la muchacha. ¿Acaso el matón había vislumbrado el rostro detrás de su rostro? El Europeo suponía que sí.

Pero no importaba; todos morirían. No solo el viejo, como había planeado al principio. Todos ellos, sus acólitos, sus siervos, todos sufrirían la suerte de su amo.

El recuerdo de las embestidas de Strauss permanecía en las entrañas del Europeo; deseaba librarse de él. La sensación lo avergonzaba y lo asqueaba.

Abajo, oyó entrar, o salir, a Breer; de camino a alguna atrocidad, o de vuelta de una. Mamoulian se concentró en la pared desnuda que tenía delante, pero por mucho que intentase desterrar el trauma, aún sentía la intromisión: la cabeza chorreante, el calor del acto.

—Olvídalo —dijo en voz alta—. Olvida su oscuro fuego. No es peligroso para ti. Observa solo el vacío: la promesa del vacío.

Sus entrañas se agitaron. Bajo su mirada, parecía que se levantaban ampollas en la pintura de la pared. Erupciones venéreas desfiguraban su desnudez. Eran ilusiones; pero para él eran horriblemente reales de todas formas. Muy bien: si no podía olvidar las obscenidades, las transformaría. No era difícil convertir la sexualidad en violencia, los suspiros en gritos, las arremetidas en convulsiones. La gramática era la misma; únicamente cambiaba la puntuación. Cuando se imaginó a los amantes juntos en la muerte, remitió la náusea que sentía.

¿Cuál era su sustancia en el rostro de ese vacío? Fugaz. ¿Sus promesas? Pretensión.

Empezó a calmarse. Las heridas de la pared empezaron a sanar, y al cabo de unos minutos se quedó con un eco de la nada que tanto había llegado a necesitar. La vida iba y venía. Pero la ausencia, como bien sabía, era para siempre.

33

—Ah, por cierto, te llamaron por teléfono. Bill Toy. Antes de ayer.

Marty levantó la vista del filete para mirar a Pearl, e hizo una mueca.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

Ella parecía contrita.

—Fue el día que perdí la paciencia con esos puñeteros. Te dejé un mensaje…

—No lo recibí.

—En la libreta que hay al lado del teléfono.

El mensaje seguía allí: «Llama a Toy», y un número. Lo marcó, y esperó un minuto entero hasta que respondieron. No era Toy. La mujer que contestó tenía una voz suave y perdida, arrastraba las palabras como si hubiera bebido demasiado.

—¿Puedo hablar con William Toy, por favor? —preguntó.

—Se ha ido —respondió la mujer.

—Oh. Entiendo.

—No va a volver. Nunca.

La voz tenía una cualidad siniestra.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—No importa —respondió Marty; el instinto le aconsejaba que no dijera su nombre.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar.

—Siento haberla molestado.

—¿Quién eres?

Marty colgó el auricular a la insistencia viscosa del otro lado de la línea. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía la camisa empapada en un sudor frío que había brotado de pronto en su pecho y su espalda.

En el nido de amor de Pimlico, Yvonne le preguntó a la línea desocupada «¿Quién eres?», durante media hora o más, antes de soltar el teléfono. Luego se sentó. El sofá estaba húmedo: había manchas grandes y pegajosas que se extendían desde el lugar donde siempre se sentaba. Sabía que tenía algo que ver con ella, pero no entendía cómo ni por qué. Tampoco se explicaba las moscas que se congregaban a su alrededor, en su pelo, en su ropa, zumbando sin parar.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar. La pregunta seguía siendo perfectamente apropiada, aunque ya no estuviese hablando con el desconocido. La piel podrida de sus manos, la sangre en la bañera después de bañarse, la horrible mirada que le devolvía el espejo, todo le inspiraba la misma pregunta hipnótica: «¿Quién eres?».

—¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres?

VI

El árbol

34

Breer odiaba la casa. Hacía frío, y los habitantes de esa parte de la ciudad no eran hospitalarios. Lo observaban con suspicacia en cuanto salía por la puerta principal. Tenía que admitir que había razones para ello. En las últimas semanas había empezado a oler; un olor enfermizo y empalagoso. Le daba vergüenza acercarse a las niñas bonitas en la barandilla del patio del colegio, por miedo a que se taparan la nariz, hicieran pedorretas y salieran corriendo, insultándolo. Cuando lo hacían se quería morir.

La casa no tenía calefacción, y tenía que bañarse con agua fría, pero a pesar de todo se lavaba de los pies a la cabeza tres o cuatro veces diarias, con la esperanza de eliminar el olor. Cuando no lo conseguía compraba perfumes, sobre todo sándalo, y se empapaba el cuerpo después de cada ablución. Entonces los comentarios que se hacían sobre él no eran escatológicos, sino acerca de su vida sexual. Los sufría con paciencia.

Other books

Rise of the Death Dealer by James Silke, Frank Frazetta
The Cross Legged Knight by Candace Robb
Tall Cool One by Zoey Dean
Dark Winter by Andy McNab
The Alchemist by Paulo Coelho
A Step Toward Falling by Cammie McGovern
Impulse by Vanessa Garden