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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (52 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Aparcó lo más cerca que pudo del hotel, se deslizó por un agujero en la verja de hierro ondulado que rodeaba el terreno, y se abrió paso a través del erial. Las instrucciones de la verja, «Prohibido el paso» y «Prohibido tirar basuras», se ignoraban a todas luces. Había bolsas de plástico negro, henchidas de basura, amontonadas entre los escombros y las hogueras antiguas. Los niños y los perros habían abierto muchas de estas bolsas. La basura doméstica y manufacturada se había desbordado: habían cientos de retales esparcidos por el suelo, sobrantes de fábricas explotadoras, comida en descomposición, latas de conservas por doquier, cojines, pantallas de lámparas y motores de coche, abandonados sobre un lecho de polvo de escombros y hierba gris.

Algunos perros (salvajes, supuso Marty) apartaban la mirada de la basura cuando pasaba; tenían los pálidos flancos sucios, y los ojos amarillos en el atardecer. Pensó en
Bella
y en su resplandeciente familia: aquellos chuchos apenas parecían de la misma especie. Cuando los miraba agachaban la cabeza y lo observaban de reojo, como espías ineptos.

Se dirigió a la entrada principal del hotel: la palabra «Orfeo» seguía grabada con claridad sobre la puerta; había columnas dóricas de imitación a ambos lados de los escalones, y vistosos azulejos en el portal. Pero habían clavado tablones en la puerta, y había avisos que advertían de las penas para los allanadores. Parecía poco probable que los hubiera. Las ventanas del primer, segundo y tercer piso estaban bloqueadas con tablones, con el mismo cuidado que la puerta; las de la planta baja estaban tapiadas por completo. Había una puerta en la parte posterior del edificio en la que no había tablones, pero estaba cerrada con llave desde el interior. Era probable que Halifax hubiese accedido al edificio por allí: pero Whitehead tendría que haberle permitido el paso. Era imposible penetrar, a menos que se forzase la entrada.

En la segunda vuelta al hotel empezó a considerar seriamente la escalera de incendios. Ascendía en zigzag por el lado este del edificio, una obra impresionante de hierro forjado que ya estaba muy oxidado. La había mutilado aún más una emprendedora empresa de reciclaje, que al encontrar beneficios en el metal de chatarra, había empezado a separar la escalera del muro, pero había abandonado el trabajo a la altura del primer piso. Así pues, faltaba el primer tramo, y el rastro truncado de la escalera pendía a poco más de tres metros del suelo. Marty estudió el problema. Las salidas de emergencia de la mayoría de los pisos estaban obstruidas; pero había una en el tercer piso que mostraba signos de haber sido forzada. ¿Era así como había conseguido entrar el viejo? Era probable que hubiese necesitado ayuda: la de Luther, quizá.

Marty examinó la pared bajo la escalera de incendios. Estaba cubierta de grafitis, pero era lisa. No había apoyos para trepar los primeros metros y alcanzar los escalones. Se volvió hacia el solar, buscando inspiración, y al cabo de unos minutos de búsqueda en el crepúsculo creciente descubrió una pila de muebles desechados, entre ellos una mesa de tres patas, que aún podía prestar servicio. La remolcó hasta la escalera de incendios y reemplazó el miembro perdido con bolsas de basura. Se subió a ella; le ofrecía un apoyo inestable, y ni siquiera entonces llegaba a tocar el final de la escalera. Se vio obligado a saltar para asirse a ella, y al cuarto intento lo consiguió, colgándose del último escalón. Una llovizna de escamas de óxido le cayó en el rostro y en el cabello. La escalera chirrió. Empleó toda su fuerza de voluntad para alzarse unos centímetros vitales, y alargó la mano izquierda para aferrarse al siguiente escalón. Las articulaciones de sus hombros protestaron, pero siguió trepando, una mano tras otra, hasta que pudo levantar la pierna lo bastante como para izar todo el cuerpo hasta los escalones.

Conseguido el primer objetivo, se detuvo en la escalera para recuperar el aliento y luego empezó a subir. La estructura no era estable en modo alguno; era obvio que el equipo de reciclaje había empezado a separarla del muro. A cada paso que daba, el chillido chirriante parecía presagiar su capitulación.

—Aguanta —le susurró, ascendiendo los escalones con tanta ligereza como podía. Sus esfuerzos obtuvieron recompensa en el tercer piso. Como suponía, la puerta se había abierto recientemente, y pasó de la dudosa seguridad de la escalera de incendios al interior del hotel con no poco alivio.

Aún hedía a la conflagración que había acabado con él: el amargo olor de la madera quemada y las alfombras chamuscadas. A sus pies, con la escasa luz que entraba por la salida de emergencia abierta, veía los suelos destruidos. Las paredes habían sido arrasadas, y los pasamanos tenían ampollas en la pintura, como si estuvieran enfermos. Pero, a pocos pasos de allí, el avance del fuego se había detenido.

Marty empezó a subir las escaleras hacia el cuarto piso. Un largo pasillo se presentó ante él, con habitaciones a derecha e izquierda. Recorrió el pasillo echando un rápido vistazo en cada una de las
suites
al pasar. Las puertas numeradas conducían a espacios vacíos: hacía años que se habían llevado los muebles y los accesorios que podían recuperarse.

Quizá debido al aislamiento del hotel, así como al difícil acceso a su interior, los vándalos no lo habían ocupado, ni destrozado. Las habitaciones estaban limpias hasta un extremo casi absurdo, y las mullidas alfombras de color beis, que al parecer eran demasiado pesadas para que se las llevaran, seguían siendo tan elásticas como el césped bajo sus pies. Comprobó todas las
suites
del cuarto piso antes de volver sobre sus pasos hasta las escaleras y ascender otro tramo. La escena allí era la misma, aunque las
suites,
que antaño tal vez tuvieran vistas valiosas, eran más amplias y menos numerosas en este piso, y las alfombras, si acaso, más exuberantes aún. Era extraño ascender desde las profundidades calcinadas del hotel hasta este lugar inmaculado y silencioso. Quizá hubiese muerto gente en los ciegos pasillos de allí abajo, asfixiados o asados hasta morir con sus camisones. Pero aquí arriba no había irrumpido ni rastro de la tragedia.

Quedaba un piso por investigar. Cuando ascendía el último tramo de escaleras, la luz se intensificó de repente hasta que la claridad fue casi como la del día. Era la luz de la autopista, que se abría paso a través de los tragaluces y las ventanas mal selladas. Exploró el laberíntico sistema de habitaciones lo más rápido que pudo, deteniéndose solo a mirar por la ventana. Mucho más abajo, veía el coche aparcado al otro lado de la verja; los perros se habían enzarzado en una violación masiva. En la segunda suite descubrió que alguien lo estaba observando desde el otro lado de la amplia recepción, y se percató de que aquel rostro demacrado era el suyo, reflejado en un espejo de pared.

La puerta de la tercera suite, en el último piso, estaba cerrada; era la primera habitación cerrada que había encontrado Marty. Prueba concluyente, aunque no hiciera falta, de que tenía un ocupante.

Jubiloso, Marty llamó a la puerta.

—¿Hola? ¿Señor Whitehead? —No le respondió movimiento alguno en el interior. Volvió a llamar, con más fuerza, tanteando la puerta para comprobar si podría echarla abajo, pero parecía demasiado sólida para que resultara sencillo derribarla a empujones. Si era necesario, tendría que volver al coche a coger herramientas.

»Soy Strauss, señor Whitehead. Soy Marty Strauss. Sé que está ahí dentro. Conteste. —Escuchó. Como no obtuvo respuesta, golpeó en la puerta por tercera vez, en esta ocasión con el puño en lugar de con los nudillos. Y de repente le llegó la respuesta, asombrosamente cerca. El viejo estaba justo al otro lado de la puerta; probablemente lo había estado desde el principio.

—¡Vete al infierno! —dijo la voz. Estaba un poco gangosa, pero sin duda era la de Whitehead.

—Tengo que hablar con usted —respondió Marty—. Déjeme entrar.

—¿Cómo cojones me has encontrado? —exigió Whitehead—. ¡Cabrón!

—Hice algunas preguntas, eso es todo. Si yo lo he encontrado, es que cualquiera puede hacerlo.

—No lo harán si no abres la puta boca. Quieres dinero, ¿no? Has venido por dinero, ¿verdad?

—No.

—Cógelo. Te daré lo que quieras.

—No quiero dinero.

—Pues eres un maldito idiota —dijo Whitehead, y se rió para sus adentros; una risilla ahogada, entrecortada y estúpida. Estaba borracho.

—Mamoulian lo ha descubierto —dijo Marty—. Sabe que está usted vivo.

La risa cesó.

—¿Cómo?

—Carys.

—¿La has visto?

—Sí. Está a salvo.

—Bueno… te he subestimado —se interrumpió; hubo un sonido suave, como si se inclinara contra la puerta. Al cabo de un rato volvió a hablar. Sonaba exhausto—. Pues, ¿para qué has venido, si no es por dinero? Tiene unos hábitos caros, ya sabes.

—Gracias a usted.

—Seguro que con el tiempo lo encontrarás tan conveniente como yo. Haría el pino por un chute.

—Es usted repugnante, ¿lo sabía?

—Pero has venido a avisarme de todas formas —el viejo se abalanzó sobre la paradoja con la rapidez del relámpago, tan rápido como siempre en abrir una brecha en su flanco—. Pobre Marty… —la voz gangosa se alejó, ahogada por la pena fingida, y a continuación, agudo como una navaja—: ¿Cómo me has encontrado?

—Las fresas.

Del interior de la suite le llegó algo que parecía una tos amortiguada, pero era Whitehead que volvía a reírse, esta vez de sí mismo. Tardó algunos instantes en recuperar la compostura.

—Fresas… —murmuró—. ¡Vaya! Debes de ser persuasivo. ¿Le rompiste los brazos?

—No. Me dio la información voluntariamente. No quería verle hacerse un ovillo y morir.

—¡No voy a morir! —espetó el viejo—. El que va a morir es Mamoulian. Ya lo verás. Se le acaba el tiempo. Solo tengo que esperar. Este sitio es tan bueno como cualquier otro. Estoy muy cómodo. Excepto por Carys. La echo de menos. ¿Por qué no me la mandas, Marty? Eso sí que me gustaría.

—No volverá a verla nunca.

Whitehead suspiró.

—Oh, sí —dijo—, volverá cuando se canse de ti. Cuando necesite a alguien que aprecie de verdad su duro corazón. Ya lo verás. Bueno… gracias por la visita. Buenas noches, Marty.

—Espere.

—He dicho que buenas noches.

—Tengo preguntas… —empezó Marty.

—Preguntas, preguntas… —La voz ya estaba retrocediendo. Marty se acercó más a la puerta para ofrecerle la última porción de cebo.

—¡Hemos descubierto quién es el Europeo! ¡Lo que es!

Pero no hubo respuesta. Whitehead había dejado de prestarle atención. Sabía que era infructuoso, de todos modos. Allí no obtendría sabiduría; no había más que un viejo borracho que revivía sus antiguos juegos de poder. En algún lugar en lo profundo del ático se cerró una puerta. Todo contacto entre los dos hombres se cortó sumariamente.

Marty descendió dos tramos de escaleras hasta la salida de emergencia abierta, y abandonó el edificio por la misma ruta que había seguido al entrar. Después del olor a fuego apagado del interior, hasta el aire contaminado de la autopista le pareció ligero y fresco.

Se demoró en la escalera unos minutos, observando el paso del tráfico por la autopista; el espectáculo de los viajeros que cambiaban de carril distrajo gratamente su atención. Abajo, dos perros aburridos de la violación luchaban entre la basura. A nadie le importaba la caída de los potentados, ni a los conductores ni a los perros; ¿por qué había de importarle a él? Whitehead era una causa perdida, al igual que el hotel. Había hecho lo posible por salvar al viejo y había fracasado. Carys y él empezarían una nueva vida, y dejarían que Whitehead hiciera los preparativos que quisiera para su propia muerte. Que se cortara las venas en un estupor de remordimiento, o que se ahogara en su propio vómito mientras dormía: ya no le importaba.

Bajó la escalera de incendios, se descolgó hasta la mesa, y atravesó el páramo en dirección al coche, mirando hacia atrás una sola vez para ver si Whitehead lo estaba observando. Como era de esperar, en las ventanas del último piso no había nadie.

68

Cuando llegaron a Caliban Street la muchacha seguía tan colocada con el chute pospuesto que fue difícil comunicarse con ella a través de la euforia química de sus sentidos. El Europeo encargó a los evangelistas el trabajo de limpieza y quema que le había asignado a Breer, y acompañó a Carys a la habitación del último piso. Allí empezó a persuadirla para que encontrase a su padre, y rápido. Al principio estaba tan drogada que se limitó a sonreírle. La frustración del Europeo cuajó y se convirtió en furia. Cuando empezó a reírse de sus amenazas, con esa risa lenta y desarraigada que se parecía tanto a la risa del Peregrino, como si supiera algún chiste sobre él que no le contaba, perdió el control y desató sobre ella una pesadilla de tal violencia sin freno que la crudeza de la misma le asqueó a él tanto como la aterrorizó a ella. La muchacha observaba incrédula cómo el mismo torrente de fango que el Europeo había conjurado en el cuarto de baño empezaba a gotear y luego a manar a raudales de su propio cuerpo.

—Quítamelo —le dijo, pero por el contrario elevó el tono de la ilusión, hasta que su regazo se convulsionó con aquellas monstruosidades. De repente, la burbuja de la droga explotó. Un destello de locura se asomó a los ojos de Carys, encogida en un rincón, cuando las cosas surgieron de todos los orificios de su cuerpo, abriéndose paso a la fuerza, y se aferraron a ella con cualquier miembro que les hubiera proporcionado la imaginación del Europeo. Se encontraba al borde de la demencia, pero Mamoulian había llegado demasiado lejos para retroceder, aunque le repelía la depravación del ataque.

—Encuentra al Peregrino —le ordenó— y todo esto se desvanecerá.

—Sí, sí, sí —suplicó ella—, lo que tú quieras.

Se levantó y la observó mientras obedecía sus exigencias sumiéndose en el mismo estado ausente que había alcanzado persiguiendo a Toy. Pero tardó más tiempo en encontrar al Peregrino, tanto que el Europeo empezó a sospechar que la muchacha había cancelado los vínculos con su cuerpo, y lo había dejado a su merced en lugar de volver a entrar en él. Pero al final regresó. Lo había encontrado en un hotel, nada menos que a media hora en coche desde Caliban Street. Mamoulian no se sorprendió. No estaba en la naturaleza de los zorros alejarse de su hábitat natural; Whitehead se había limitado a enterrarse.

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