El juego de las maldiciones (56 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El juego de las maldiciones
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No era la primera vez que deseaba poseer la habilidad de manifestarse a Carys como ella se había manifestado a él; descubrir su posición solo con la mente, y discutir el mejor medio de escapar. Tal como estaban las cosas, todo era, como siempre, cuestión de azar.

Avanzó por el pasillo hasta la primera puerta cerrada, y la abrió subrepticiamente. Aunque el cerrojo emitió cierto ruido, las voces de la habitación más alejada siguieron murmurando, sin alertarse por su presencia. Miró en el interior de la habitación; era un ropero, nada más. Cerró la puerta y recorrió algunos metros más por el pasillo alfombrado. A través de la puerta abierta oyó movimiento, y luego el tintineo del cristal. La silueta que alguien arrojaba desde el interior fluctuaba en la pared. Se quedó absolutamente quieto, reacio a retroceder siquiera un metro habiendo llegado tan lejos. Las voces derivaban desde la habitación adyacente.

—Mierda, Chad —quien hablaba sonaba casi lloroso—, ¿qué cojones estamos haciendo aquí? No puedo pensar bien.

La objeción fue recibida con risas.

—No te hace falta pensar. Estamos haciendo la obra de Dios. Tommy. Bebe.

—Va a pasar algo terrible —dijo Tom.

—Nos ha jodido —respondió Chad—. ¿Por qué crees que hemos venido? Anda, bebe.

Marty había averiguado con rapidez la identidad de la pareja. Estaban haciendo la obra de Dios: incluido el asesinato. Los había visto comprando helados bajo el sol de media tarde, con los cuchillos empapados en sangre bien guardados. Pero el miedo se impuso al deseo de vengarse. Tal como estaban las cosas, tenía muy pocas posibilidades de salir de allí vivo.

Le quedaba una puerta por investigar, directamente opuesta a la habitación que ocupaban los jóvenes americanos. Para comprobarla, tendría que pasar por delante de la puerta abierta.

La voz perezosa volvió a empezar.

—Parece que vas a vomitar.

—¿Por qué no me dejas en paz? —respondió el otro. Parecía que se estaba alejando, ¿o se estaría haciendo ilusiones? Luego oyó el inconfundible sonido de una arcada. Marty contuvo el aliento. ¿Iría el otro joven a ayudar a su compañero? Rogó por que así fuera.

—¿Estás bien, Tommy? —La voz cambió de timbre al moverse quien hablaba. Sí, se alejaba de la puerta. Aprovechando la oportunidad, Marty se alejó en silencio de la pared, abrió la última puerta y la cerró al entrar.

La habitación donde había entrado no era grande, pero estaba a oscuras. A la escasa luz que había distinguía una figura yacente, hecha un ovillo en el suelo. Era Carys. Estaba durmiendo; su respiración acompasada marcaba un suave ritmo.

Se dirigió a ella. Cómo despertarla: ese era el problema. En la habitación contigua, al otro lado de la pared, estaba el Europeo. Si hacía el menor sonido al despertarla, seguro que lo oiría. Y si no lo hacía él, lo harían los americanos.

Se puso en cuclillas y le puso la mano en la boca con suavidad, luego le sacudió el hombro. Ella parecía reacia a despertar. Frunció el ceño en sueños y musitó una queja. Marty se inclinó más hacia ella y se arriesgó a sisearle su nombre al oído con urgencia. Funcionó. La muchacha abrió los ojos de repente, tanto como habría hecho un niño asombrado; su boca formó un grito contra la palma de su mano. El reconocimiento se produjo un instante antes de que lo emitiera.

Retiró la mano. No hubo sonrisa de bienvenida; su cara estaba pálida y sombría, pero le tocó los labios con las yemas de los dedos a modo de bienvenida. Él se levantó, y le ofreció su mano.

En la puerta de al lado, había estallado una discusión de repente. Las voces suaves se habían alzado en acusaciones mutuas; estaban derribando los muebles. Mamoulian gritó llamando a Chad. En respuesta oyó los golpes sordos de pasos que salían del cuarto de baño.

—Maldita sea. —No había tiempo para pensar en una estrategia. Tendrían que intentar escapar y aceptar lo que ofreciera el momento, bueno o malo. Levantó a Carys de un tirón y se dirigió a la puerta. Cuando giraba el pomo miró por encima del hombro para asegurarse de que Carys todavía lo seguía, pero la muchacha tenía el desastre escrito en la cara. Se volvió hacia la puerta y descubrió que la razón, Santo Tomás, con la barbilla brillante a causa del vómito, estaba justo al otro lado. Al parecer se había sobresaltado tanto al ver a Marty como este a él. Aprovechándose de su perplejidad, Marty salió al pasillo y le dio a Tom un empujón en el pecho. El americano retrocedió, y la palabra «¡Chad!» escapó de sus labios al atravesar tambaleándose la puerta de enfrente, derribando un cuenco de fresas. La fruta rodó por el suelo.

Marty sorteó la puerta del vestidor y salió al pasillo, pero el americano recuperó el equilibrio con rapidez, y alargó la mano para prenderlo de la camisa por la espalda. El intento bastó para retrasar a Marty, y cuando se volvió para zafarse de la mano que lo detenía vio al segundo americano salir de la sala donde estaban los dos ancianos. Había una temible serenidad en los ojos del joven al acercarse a Marty.

—¡Corre! —fue cuanto le gritó a Carys, pero el dios rubio la detuvo cuando salía al pasillo, la empujó de vuelta al interior del vestidor, y susurró:

—No. —Antes de proseguir su avance hacia Marty—. Sujétala —le dijo a su compañero, mientras se hacía cargo de la presa sobre él. Tom se perdió de vista tras Carys, y se oyeron ruidos de lucha, pero Marty tuvo poco tiempo para pensar en ello, ya que Chad lo dobló de un puñetazo en el estómago. Marty, demasiado confuso por la repentina urgencia de prepararse para el dolor, gruñó y retrocedió hacia la puerta principal de la suite, cerrándola de un portazo. El muchacho rubio lo siguió por el pasillo, y, con los ojos vidriosos, Marty divisó el siguiente golpe justo antes de que impactase. No vio el tercero ni el cuarto. No tuvo tiempo entre los puñetazos y las patadas para erguirse ni para recuperar el aliento. El rudo muchacho que lo estaba golpeando era ágil y fuerte, más que Marty. En vano, se revolvía para evitar la paliza. Estaba muy cansado y enfermo. Empezó a sangrar por la nariz de nuevo, y los ojos tranquilos siguieron clavados en él mientras los puños le golpeaban hasta dejarle el cuerpo negro. Aquellos ojos eran tan plácidos que podrían haber estado rezando. Pero fue Marty quien cayó de rodillas; cuya cabeza salió despedida hacia atrás en forzada adulación mientras el rubio le escupía; Marty quien dijo:

—Socorro —o alguna variante magullada de esa palabra, al derrumbarse.

Mamoulian salió de la sala de juego, dejando al Peregrino con sus lágrimas. Había hecho lo que el viejo le había pedido, habían jugado un par de partidas por los viejos tiempos. Pero se había acabado la indulgencia. ¿Y qué era ese caos en el pasillo; el amasijo de miembros frente a la puerta principal, las salpicaduras de sangre en la pared? Ah, era Strauss. De algún modo el Europeo había esperado una aparición tardía durante las celebraciones; no había previsto quién podría ser. Escrutó el pasillo para comprobar el daño causado, y suspiró al mirar al rostro desfigurado y cubierto de esputos. San Chad, con los puños ensangrentados, sudaba un poco: el aroma del joven león era dulce.

—Casi se escapa —dijo el santo.

—En efecto —respondió el Europeo, haciéndole un ademán al joven para que le dejase espacio.

Derrumbado en el suelo del pasillo, Marty miró al Último Europeo. El aire que mediaba entre ellos parecía encrespado. Marty aguardó. Sin duda el golpe mortal se produciría enseguida. Pero no sucedió nada, excepto la mirada de aquellos ojos indiferentes. Incluso en su estado quebrantado Marty veía la tragedia escrita en la máscara del rostro del Europeo. Ya no le aterrorizaba: solo le fascinaba. Ese hombre era el origen de la nulidad a la que apenas había sobrevivido en Caliban Street. ¿Acaso no acechaba ahora un fantasma de aquel aire gris en las cuencas de sus ojos, resbalando por las ventanillas de su nariz y por su boca como si un fuego ardiera en su cráneo?

En la habitación donde había jugado a las cartas con el Europeo, Whitehead se dirigió a hurtadillas a la almohada de su cama improvisada. Los sucesos del pasillo habían desviado la atención durante un valioso momento. Deslizó la mano bajo la almohada y sacó la pistola que había escondido allí, luego se deslizó hasta el vestidor adyacente y se ocultó detrás del armario. Desde allí podía ver a Santo Tomás y a Carys en el pasillo, observando los acontecimientos frente a la puerta principal. Los dos estaban demasiado absortos en los gladiadores para percatarse de su presencia en la habitación en penumbra.

—¿Está muerto…? —preguntó Tom desde la distancia.

—¿Quién sabe? —oyó Whitehead que respondía Mamoulian—. Metedlo en el cuarto de baño, fuera de mi vista.

Whitehead observó mientras transportaban la masa inerte de Strauss a la habitación opuesta, pasando por delante de la puerta, y lo arrojaban al cuarto de baño. Mamoulian se acercó a Carys.

—Lo has traído tú —dijo sencillamente.

Ella no respondió. Whitehead sintió un hormigueo en la mano que sostenía el arma. Desde su posición, Mamoulian era un blanco fácil, pero Carys estaba en la línea de fuego. Si le disparaba a ella por la espalda, ¿la bala la atravesaría y alcanzaría al Europeo? Tenía que tener en cuenta la idea, por horrorosa que fuera: la supervivencia estaba en juego. Pero el momentáneo titubeo le arrebató su oportunidad. El Europeo estaba escoltando a Carys a la sala de juego, y salía de su línea de tiro. No importaba; le dejaba el camino libre.

Se escabulló de su escondite y echó a correr hacia la puerta del vestidor. Cuando salió al pasillo oyó a Mamoulian decir: «¿Joseph?» Whitehead recorrió los metros que lo separaban de la puerta principal, sabiendo que apenas tenía posibilidades de escapar de allí sin violencia. Asió el pomo, y lo giró.

—Joseph —dijo la voz a sus espaldas.

La mano de Whitehead se heló al sentir que unos dedos invisibles le agarraban la nuca. Ignoró la presión, y forzó el pomo. Este se resbaló en su palma sudorosa. El pensamiento que respiraba en su cuello le oprimía las vértebras axiales, la amenaza era inconfundible.
Pues bueno
, pensó,
la elección no está en mis manos.
Soltó el pomo de la puerta y dio media vuelta para enfrentarse al jugador. Estaba al final del pasillo, que parecía oscurecerse, convertirse en un túnel surgido de los ojos de Mamoulian. Qué ilusiones tan potentes. Pero no eran más que ilusiones. Podía resistirlas lo bastante como para derrotar a su creador. Whitehead alzó la pistola y apuntó al Europeo. Sin darle al jugador otro instante para confundirlo, abrió fuego. El primer disparo alcanzó a Mamoulian en el pecho; el segundo en el estómago. El asombro cruzó el rostro del Europeo. La sangre de las heridas se extendía por su camisa. Pero no cayó, sino que, con una voz tan uniforme como si no se hubieran hecho los disparos, dijo:

—¿Quieres salir, Peregrino?

Detrás de Whitehead, el pomo de la puerta había empezado a sacudirse.

—¿Eso es lo que quieres? —preguntó Mamoulian—. ¿Salir?

—Sí.

—Pues vete.

Whitehead se alejó de la puerta cuando esta se abrió de un empujón con tanta malicia que el pomo se incrustó en la pared del pasillo. El anciano le dio la espalda a Mamoulian para aprovechar la oportunidad de escapar, pero antes de que diera un paso la completa oscuridad al otro lado de la puerta absorbió la luz del pasillo, y horrorizado, Whitehead descubrió que el hotel desaparecía más allá del umbral. Allí fuera no había alfombras ni espejos; no había escaleras que condujesen al mundo exterior. Tan solo un desierto en el que había caminado hacía media vida: una plaza, un cielo salpicado de estrellas temblorosas.

—Sal —le invitó el Europeo—. Te ha esperado todos estos años. ¡Adelante! ¡Vete!

El suelo parecía haberse vuelto resbaladizo bajo los pies de Whitehead; sintió que se deslizaba hacia el pasado. El aire fresco que le recibió en el pasillo le limpió el rostro. Olía a primavera, al Vístula que rugía en dirección al mar, a diez minutos a pie desde allí; también olía a flores. Por supuesto que olía a flores. Lo que había tomado por estrellas eran pétalos, pétalos blancos que la brisa llevaba hacia él. La visión de los pétalos era demasiado persuasiva para ignorarla; dejó que lo condujeran de nuevo hacia esa noche gloriosa, cuando por unas pocas horas resplandecientes el mundo entero había prometido estar a su disposición. Cuando le entregó sus sentidos a la noche apareció el árbol, tan fenomenal como a menudo lo había soñado, con su blanca cabeza meciéndose suavemente. Alguien acechaba en la penumbra bajo las ramas frondosas; el menor movimiento provocaba una nueva cascada. Su razón fascinada hizo un último intento de aferrarse a la realidad del hotel, y alargó la mano para tocar la puerta de la suite, pero no la encontró en la oscuridad. No tenía tiempo para volver a mirar. El oscuro observador emergía del amparo de las ramas. El
déjà vu
bañó a Whitehead; excepto que la primera vez que había estado allí solo había llegado a entrever al hombre bajo el árbol. Esta vez el reticente centinela salió de su escondite. Sonriendo a modo de bienvenida, el teniente Konstantin Vasiliev mostró su rostro quemado al hombre que había ido a visitarlo desde el futuro. Esa noche el teniente no se arrastraría a reunirse con una mujer muerta; esa noche abrazaría al ladrón, que ahora tenía arrugas y barba, pero cuyo regreso había esperado durante toda una vida.

—Pensábamos que nunca vendrías —dijo Vasiliev. Apartó una rama y se expuso del todo a la luz muerta de esa noche fantástica. Estaba orgulloso de mostrarse, aunque tenía todo el pelo quemado, el rostro negro y rojo, el cuerpo lleno de agujeros. Tenía los pantalones abiertos; el miembro erecto. Quizá, más adelante, el ladrón y él irían juntos a ver a su amante. A beber vodka como viejos amigos. Sonrió a Whitehead—. Les dije que al final vendrías. Sabía que volverías a visitarnos.

Whitehead alzó la pistola que aún sostenía, y disparó al teniente. Pero la violencia no interrumpió la ilusión, sino que tan solo la reforzó. Más allá de la plaza resonaron gritos en ruso.

—Mira lo que has hecho —dijo Vasiliev—. Ahora vendrán los soldados.

El ladrón admitió su error. Nunca había empleado una pistola después de un toque de queda: era una invitación al arresto. Oyó pies calzados con botas que se acercaban a la carrera.

—Debemos darnos prisa —insistió el teniente, escupiendo con indiferencia la bala que había atrapado con los dientes.

—No voy a ir contigo —dijo Whitehead.

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