Finalmente, la meta fue alcanzada y la batalla ganada; había costado ciertamente mucho esfuerzo llegar a dominar a los selectos, cantarlos con ejercicios, domesticar a los inquietos aspirantes, ganar a su persona a los indecisos, imponerse a los orgullosos; pero la obra estaba realizada, el grupo de candidatos del
Vicus Lusorum
había reconocido a su maestro y se le había rendido; de pronto todo fue fácil, como si hubiese faltado solamente una gota de lubricante. El ayudante de vigilancia compuso con Knecht un último programa de trabajo, el expresó el reconocimiento de la Orden y desapareció; lo mismo hizo el maestro de meditación Alexander. En lugar del masaje matinal volvió al breve paseo; no había que pensar todavía por el momento en el estudio o aun solamente en la lectura, pero algunos días, por la noche, antes de acostarse, se reanudaron los ejercicios de música. En su próxima aparición entre las autoridades, Knecht advirtió claramente sin que se aludiera a ello con palabras, que ahora era considerado como igual entre sus colegas. Después del ardor y la dedicación a la lucha por su calificación sobrevino en él un despertar, un enfriamiento, un apaciguamiento; se vio en lo más íntimo de Castalia, se vio en la categoría suprema de la jerarquía, y percibió con asombrosa naturalidad, casi con desilusión, que también este aire muy sutil era respirable, pero también que él ahora lo respiraba como si no conociera otro, estaba totalmente trasformado. Era el fruto de ese duro periodo de prueba, que lo había quemado y consumido más que ningún otro servicio, ningún otro esfuerzo realizado hasta ahora.
El reconocimiento del jefe por los selectos halló esta vez expresión en un gesto especial. Cuando Knecht sintió el fin de las resistencias y la confianza y el asentimiento de los repetidores y supo que había superado lo más grave, llegó para él el momento de elegirse una «sombra», y en realidad nunca hubiera necesitado más de ella y de un alivio de sus cargas como en ese momento después de obtenida la victoria, aunque la prueba casi sobrehumana lo dejara en relativa libertad de repente; muchos habían fracasado justamente en este recodo del camino. Esta vez, Josef renunció al derecho que le correspondía en la elección entre los candidatos y rogó a los repetidores que dispusieran para él una «sombra» a su elección. Aun bajo la impresión del destino de Bertram, los selectos tomaron doblemente en serio esta facilitación; después de varias reuniones y secretos interrogatorios tomaron su resolución y presentaron al Magister uno de los mejores representantes que hasta el nombramiento de Knecht había sido considerado como el candidato más en vista para la dignidad magistral. Había sido superado lo más difícil, pues; hubo de nuevo paseos y música, con el tiempo podría pensar Josef también en la lectura, sería también posible la amistad con Tegularius, se concretaría cada vez la correspondencia con Ferromonte, habría sido a veces medio día libre y quizá de cuando en cuando un permiso para un breve viaje. Sólo que todas estas cosas agradables favorecían a otro, no al Josef de hasta ahora, que se había considerado un celoso jugador de abalorios y un castalio realmente digno, y, sin embargo, no había tenido la menor intuición del ordenamiento interno de Castalia y había vivido tan ingenuamente egoísta, tan infantilmente distraído, tan increíblemente libre de responsabilidades, tan… privadamente. Una vez recordó las palabras irónicas y admonitorias que había tenido que oír un día de labios del maestro Tomás, cuando expresara en voz alta el deseo de poder vivir un tiempo más la vida del estudioso libre. «Un tiempo… ¿cuánto? Hablas aún la lengua de los estudiantes, Josef.» Esto había ocurrido pocos años antes; le había escuchado con admiración y profundo respeto y hasta con un levísimo horror ante la perfección y la educación impersonales de este hombre, y había sentido que Castalia lo aferraría también a él y lo absorbería, para convertirlo tal vez algún día en un Tomás parecido, un maestro, un jefe y servidor, un instrumento perfecto. Y ahora se encontraba en el lugar donde había estado aquél, y si hablaba con uno de sus repetidores, uno de estos jugadores prudentes, bien depurados y sabios, uno de estos príncipes diligentes y orgullosos, lo miraba como si lo viera en otro mundo extraordinariamente hermoso, lleno de maravillas y perfecciones, del mismo modo que lo vio un día el
Magister
Tomás en su sorprendente mundo estudiantil.
SI la asunción del cargo de Magister pareció haber traído consigo en un primer momento más pérdida que ganancia, en esa asunción consumió casi las energías y la vida personal, eliminando todos los hábitos y los gustos, dejando en el corazón una fría calma y en la mente algo así como una sensación de mareo por el sobreesfuerzo, el período subsiguiente de alivio, reflexión y acostumbramiento trajo también nuevas observaciones y vivencias. La más grande, después de la batalla, era la colaboración confiada y amistosa de los selectos. En las discusiones con su «sombra», en la labor con Fritz Tegularius, que empleaba a prueba como ayudante para la correspondencia, en el paulatino estudio, examen y completamiento de los certificados y otros informes acerca de estudiantes y colaboradores, que dejara su predecesor, convivió con afecto en constante y rápido aumento con estos selectos, que creyera conocer tan bien, pero cuya esencia, como también todas las particularidades del
Vicus Lusorum
y de su papel en la vida castalia, se le aparecía apenas ahora en toda su realidad. Es cierto, él mismo perteneció a esta «selección», a estos repetidores, a este artístico y orgulloso pueblo de jugadores de Waldzell, y por varios años, se sintió absolutamente parte de ellos. Ahora en cambio ya no era solamente parte, no convivía sólo íntimamente con esta comunidad, sino que debía considerarse como el cerebro, el conocimiento y aun la conciencia de la comunidad, cuyas reacciones y destinos debía no sólo vivir, sino sufrir, responsabilizándose por ellos. Una vez, en una hora de elevación, al final de un curso para la formación de maestros de juego para principiantes, expresó de esta manera su estado de ánimo y la situación castalia:
—Castalia es un pequeño Estado por sí sola, y nuestro
Vicus Lusorum
un pequeño Estado a su vez dentro del primero, una república pequeña, pero vieja y orgullosa, igual y con los mismos derechos que las hermanas, pero robustecida y enaltecida en la conciencia de sí misma por la clase especialmente artística y casi sagrada de sus funciones. Porque estamos distinguidos por la tarea de defender y guardar el verdadero santuario de Castalia, su original misterio, su único símbolo, el juego de abalorios. Castalia educa excelentes músicos e historiadores del arte, filólogos, matemáticos u otros sabios. Todos los Institutos castalios y cada castalio deben tener solamente dos metas, dos ideales: rendir en su especialidad lo más perfecto que les sea posible y mantener viva y ágil su especialidad (y al mismo tiempo a sí mismos), sabiendo que está constantemente vinculada a todas las demás disciplinas y con todas hondamente emparentada. Este segundo ideal, el concepto de la unidad íntima de todos los esfuerzos espirituales del hombre, el concepto de la universalidad, ha encontrado su perfecta expresión en nuestro noble juego. Es posible que a un físico o a un matemático o a un historiador de la música o a otro sabio se requiera una severa y ascética perseverancia en su especialidad en determinados momentos, y una renuncia a la idea de la universalidad cultural a favor de un gran resultado especial o actual; en todo caso los jugadores de abalorios no podemos nunca aceptar y realizar esta limitación y esta acomodación, porque nuestra tarea es justamente conservar y defender la idea de la
Universitas Litterarum
y su más alta expresión, el noble juego, para salvarla constantemente de la tendencia hacia lo acomodaticio, propia de las disciplinas especializadas. ¿Mas cómo podríamos salvar algo, si no deseáramos ser salvados también? ¿Y cómo podríamos obligar al arqueólogo, al pedagogo, al astrónomo, etcétera, a renunciar a su saber especial para él suficiente, y a abrir constantemente sus ventanas a todas las demás disciplinas? No podemos lograrlo con reglas obligatorias, estableciendo por ejemplo el juego de abalorios en las escuelas inferiores como materia oficial, ni podemos hacerlo con el mero recuerdo de lo que han pensado de este juego nuestros antecesores. Podemos demostrar que nuestro juego y nosotros mismos somos indispensables solamente si nos mantenemos constantemente en la cumbre de toda la vida espiritual, si nos asimilamos vigilantes toda nueva conquista, toda nueva perspectiva, todo planteo de problemas de las ciencias, y si configuramos y realizamos nuestra universalidad, nuestro juego noble pero también peligroso, con la idea de la unidad en forma cada vez tan nueva, tan magnánima, tan convincente, atrayente y fascinante, que hasta el más serio investigador y el más diligente especialista sientan siempre su advertencia, MI tentación, su promesa. Pensemos por un momento que loa jugadores trabajásemos por un tiempo con menor celo, que los curtos de juego para principiantes se tornasen más aburridos y superficiales, que en los juegos para estudiantes adelantados los especialistas descuidasen la vida pulsante, la actualidad y el interés espirituales, que nuestro gran torneo anual por dos o tres veces consecutivas fuese considerado por los huéspedes hueca ceremonia, sin impulso vital, fuera de moda, burdo desecho del pasado… ¡Qué pronto se acabaría con el juego y con nosotros mismos! Ya no nos encontramos en una brillante elevación, como el juego de abalorios estaba hace una generación, cuando el torneo anual no duraba una o dos semanas, sino tres y cuatro, y era el apogeo del año no sólo para Castalia, sino para todo el país. Todavía asiste al mismo un representante del gobierno, a menudo como invitado más bien aburrido; algunas ciudades y clases envían aún sus embajadores; en los últimos días del torneo estos representantes suelen dejar entender muy cortésmente a las potencias mundanas, que la excesiva duración de la fiesta retiene a muchas ciudades de enviar también sus delegados y que tal vez sería conveniente en estos tiempos o bien abreviar considerablemente la fiesta o celebrarla en adelante sofocada dos o tres años. Bien, no podemos detener este desarrollo o esta decadencia. Es muy posible que nuestro juego no encuentre pronto comprensión en el mundo de afuera, y que la fiesta deba realizarse solo cada cinco o diez años, o aun desaparecer del todo. Pero lo que debemos impedir, lo que podemos impedir es el descrédito y la desvalorización del mismo en su propia patria, en nuestra provincia. Aquí nuestra lucha es rica en esperanzas y llevará siempre a la victoria. Vemos todos los días que jóvenes alumnos selectos, que se han inscripto en su curso sin demasiado entusiasmo y lo han absuelto bien, pero sin celo, de repente son invadidos por los espíritus del juegos por sus posibilidades intelectuales, por su respetable tradición, por sus fuerzas anímicas, y se convierten en apasionados adeptos y en partidarios nuestros. Y todos los años en el
Ludas solemnis
podemos observar a sabios de categoría y fama, de quienes sabemos que miran con desdén durante todo su año de rica labor el juego de abalorios y no desean a nuestra institución siempre lo mejor, que en el curso del gran torneo, cada vez más conquistados y atraídos por la magia de nuestro arte, demuestran su tensión, su exaltación, se rejuvenecen y toman alas y se despiden finalmente con el corazón robustecido y conmovidos, con palabras de casi avergonzada gratitud. Consideremos por un instante los recursos a nuestra disposición para cumplir con nuestro cometido: veremos un organismo rico, hermoso y bien ordenado, cuyo corazón y centro es el archivo del juego, que todos utilizamos a cada hora con grato ánimo y al que servimos todos, desde el
Magister
y el archivero hasta el último ayudante. Lo mejor y más viviente de nuestra institución es el viejo principio castalio de la selección de los mejores, de la selección que practicamos. Las escuelas castalias reúnen a los mejores alumnos de todo el país y los van formando. Del mismo modo, en el
Vicus Lusorum
buscamos a los mejores entre los que aman el juego, los retenemos y los cultivamos en forma cada vez más perfecta; nuestros cursos y seminarios toman a centenares y los dejan ir, pero a los mejores los educamos como jugadores genuinos, como artistas del juego, sin pausas ni debilidades, y cada uno de vosotros sabe que en nuestro arte, como en todo arte, no hay ningún punto final de evolución, que cada uno de nosotros, en cuanto pertenecemos a la «selección» trabajará toda su vida al ulterior desarrollo, a la afinación, a la profundización de si mismo y de nuestro arte, sin importarle que pertenezca o no al grupo de nuestros funcionarios. Se ha tildado y aun considerado la existencia de nuestra «selección» como un lujo; que no deberíamos formar más jugadores selectos que los necesarios para poder ocupar siempre convenientemente los cargos de la institución. Pero la casa de los funcionarios no es una institución que se baste a sí misma, además no todos son aptos para los cargos, de la misma manera que no todo buen filólogo es apto también para maestro de filología. Los funcionarios sabemos y sentimos exactamente que los repetidores no son solamente la reserva de gente dotada y experta en el juego, con la cual se llenan nuestros claros y que asumirá nuestra sucesión. Casi diría que ésta es apenas una función accesoria de la selección de jugadores, aunque recalcamos el hecho frente a los ignorantes, apenas se habla del sentido y del derecho de existencia de nuestro Instituto. No, los repetidores no son en primer término el futuro
Magister
, los futuros jefes de cursos, empleados de archivo, etcétera; son fin a sí mismos ante todo; su pequeño grupo es realmente la patria y el porvenir del juego de abalorios; aquí, en estas dos docenas de cerebros y corazones, se desarrollan las evoluciones, las adaptaciones, los impulsos, las discusiones de nuestro juego con el espíritu del tiempo y las ciencias especializadas. Real y correctamente, en su pleno valor y con total empeño, sólo aquí se juega nuestro noble juego, sólo aquí en nuestra «selección» es fin a sí mismo y sagrado servicio, nada tiene ya que ver con la simple afición o la vanidad de cultura, nada con la presunción ni la superstición. En vosotros, repetidores de Waldzell, está el futuro del juego. Como es el corazón, el centro de Castalia, y vosotros sois el centro, la parte más viva de nuestro
Vicus
sois realmente y con razón la sal de la provincia, su espíritu, su inquietud. No hay peligro de que vuestro número llegue a ser demasiado elevado, vuestro celo demasiado vivaz, vuestra pasión por el magnifico juego demasiado ardiente; ¡acrecedla, aumentadla! Para vosotros, como para todos los castalios, hay un solo peligro en el fondo, del cual todos y todos los días debemos guardarnos. El espíritu de nuestra provincia y de nuestra Orden se funda en dos principios: en la objetividad y el amor a la verdad en el estudio, y en el cuidado de la sabiduría meditativa y de la armonía. Ambos principios en el equilibrio que debemos lograr, significan ser sabios y dignos de nuestra Orden. Amamos a las ciencias, cada uno la suya, pero sabemos que la dedicación a una ciencia no puede proteger a un ser humano en absoluto contra el egoísmo, el vicio y el ridículo; la historia de las ciencias está llena de ejemplos; la figura del doctor Fausto es la vulgarización literaria de este peligro. Otros siglos buscaron refugio en la fusión de espíritu y religión, de investigación y ascética; en su
Universitas Litterarum
reinaba la teología. Entre nosotros es la meditación, la práctica múltiple y gradual yoghi, la que nos ayuda a echar de nosotros la bestia y el demonio que hay en cada ciencia. Bien, vosotros sabéis tan bien como yo que hasta el juego de abalorios tiene dentro su propio demonio, que puede conducir al hueco virtuosismo, al goce de una vanidad artificial, a la codicia, a la conquista del poder sobre los demás y con ello al abuso de ese poder. Por eso necesitamos de otra educación que la intelectual; nos han sometido a la moral de la Orden, no ya para cohibir doblándola nuestra vida activa espiritual, sino por el contrario para tornarnos capaces de grandes tareas del espíritu. No debemos refugiarnos de la
Vita activa
en la
Vita contemplativa
, ni a la inversa, sino que debemos continuar alternando entre ambas, hallarnos cómodos en ambas, participar de ambas.