El juego de los abalorios (29 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Cuando algunos días después la Dirección de la Orden lo mandó llamar, acudió reconfortado y aceptó con serena alegría el saludo fraternal de los superiores expresado con el apretón de manos y el significativo abrazo. Se le comunicó su nombramiento como
Magister Ludi
y se le indicó para dos días después la ceremonia de la investidura y del juramento en el gran salón de fiestas, ese mismo salón en que poco tiempo antes el representante del
Magister
fallecido había cumplido la inhibidora solemnidad como víctima propiciatoria adornada de oro. El día que se le dejaba libre antes de la investidura estaba destinado a un estudio exacto, acompañado por la meditación ritual, de la fórmula del juramento y la «norma mínima del
Magister»
, con la dirección y la vigilancia de dos superiores, que fueron esta vez el Canciller de la «Orden y el
Magister Mathematices
, y durante el descanso del mediodía de ese día tan agobiador, Josef recordó vivamente su admisión en la Orden y la precedente introducción del
Magister Musicae
. Seguramente, esta vez el rito de admisión no conducía a algunos centenares, como antaño, por amplia puerta a una gran comunidad, llevaba por el ojo de una aguja al círculo más estrecho y elevado, el de los Maestros. Más tarde confesó al anciano
Magister Musicae
que ese día le molestó durante el intenso examen de conciencia, un pensamiento, una pequeña ocurrencia realmente ridícula; había temido justamente el momento en que único de los maestros le señalara a qué desacostumbrada edad llegaba a tener la suprema dignidad. Había tenido que luchar enérgicamente con ese miedo, con esa idea infantilmente vanidosa y con el deseo —si hubiese alguna alusión a su juventud— de contestar: «Déjenme, pues, envejecer tranquilamente; nunca aspiré a esta elevación». El sucesivo examen de conciencia le había mostrado sin embargo, que inconscientemente la idea de su elección y el deseo de la misma no habían estado muy lejos de él; tuvo que confesárselo, reconoció lo vanidoso de su pensamiento y lo desechó; en realidad, ni ese día ni nunca más tarde le recordaron sus colegas el hecho de su juventud extremada.

Seguramente, la elección del nuevo
Magister
fue discutida y criticada más vivamente entre aquellos que habían sido hasta entonces coaspirantes de Knecht No tenía adversarios declarados, pero sí competidores y entre éstos algunos que le aventajaban en edad, y en este círculo nadie pensaba en aceptar la elección sino después de una lucha y una comprobación, o por lo menos después de una observación sumamente exacta y critica. Casi en todos los casos, la llegada al cargo y el primer tiempo de su ejercicio del nuevo
Magister
son como el paso a través del purgatorio.

La investidura de un maestro no es una solemnidad pública; fuera de las supremas autoridades de educación y de la dirección de la Orden, toman parte en ella solamente los estudiantes más ancianos, los candidatos y los funcionarios de la disciplina que recibe a un nuevo jefe. En la ceremonia en el salón de fiestas, el
Magister Ludi
tenia que prestar el juramento del cargo, recibía de las autoridades las insignias de sus funciones, consistentes en algunas llaves y unos sellos, y se dejaba vestir por el locutor de la Dirección de la Orden con los ornamentos respectivos, la capa festiva que el maestro debe llevar en las grandes solemnidades, sobre todo durante la celebración del torneo anual. A un acto de esta naturaleza le faltan, sin duda, el ruido y el entusiasmo de las fiestas públicas, pues es, por su carácter, ceremonioso y más bien sobrio, pero le confiere una singular dignidad la presencia de numerosos miembros de las dos autoridades máximas. La pequeña república de los jugadores de abalorios recibe a un nuevo señor que la presidirá y la representará entre las autoridades generales; el acontecimiento es importante y nada frecuente; aunque los estudiantes y los alumnos más jóvenes no comprendan por entero su importancia y vean en la fiesta solamente una ceremonia y un espectáculo, todos los demás participantes tienen conciencia del acto y están concrecidos en la comunidad y connaturalizados con ella lo suficiente como para sentir lo que ocurre como si les afectara física y vitalmente. Esta vez, la alegría de la fiesta estaba ensombrecida no solamente por la muerte del
Magister
precedente y el duelo que le guardaba, sino también por el acongojado estado de ánimo del torneo anual reciente y la tragedia del sustituto Bertram.

La investidura fue realizada por el locutor de la Dirección de la Orden y el supremo archivista del juego; ambos mantuvieron levantado el ornamento y lo colocaron sobre los hombros del nuevo
Magister Ludi
. El breve discurso de circunstancias fue pronunciado por el
Magister Grammaticae
, el gran maestro de filología clásica de Keuperheim; un representante elegido por la selección de Waldzell entregó las llaves y los sellos, y ante el órgano se sentó personalmente el ex
Magister Musicae
. Había acudido para la investidura, para ver incorporar a su protegido y sorprenderle agradablemente con su inesperada presencia, tal vez también para brindarle uno que otro consejo. El anciano hubiera preferido tocar con sus manos la música ceremonial, pero no debía someterse ya a tales esfuerzos; dejó, pues, que tocará el organista del
Vicus Lusorum
, pero se mantuvo a su lado y le dio vueltas las páginas. Con afable sonrisa miraba a Josef, lo vio recibir el ornamento y las llaves, le oyó decir primero la fórmula del juramento y luego la libre alocución a sus futuros colaboradores, empleados y discípulos. Nunca como hoy le había parecido digno de afecto y gozo este joven Josef, justamente ahora que casi había dejado de ser Josef y comenzaba a ser solamente el portador de una capa y un cargo, una joya en una corona, un pilar en la mole de la jerarquía. Pero sólo pudo hablar pocos instantes con su niño Josef. Le sonrió alegremente y se apresuró a insinuarle:

—Trata de vencer en buena forma las primeras tres o cuatro semanas. Se exigirá mucho de ti. Piensa siempre en el todo: un descuido en lo particular no pesa mucho ahora. Debes dedicarte totalmente a la «selección», que lo demás no penetre siquiera en tu mente. Te mandarán dos personas para que le ayuden; una de ellas, el yoghi Alexander está instruido por mí, préstale tu atención, conoce su cometido. Lo que necesitas es una firmísima convicción de que los superiores han tenido razón en incorporarte a su circulo; confía en ellos, confía en las personas que se te asignan como ayudantes, confía ciegamente en tu propia fuerza. Pero alimenta para con los selectos una desconfianza alegre, siempre alerta; no esperan otra cosa. Ganarás tú, Josef, yo lo sé.

La mayor parte de las funciones magistrales, del cargo eran actividades bien conocidas y dominadas por el nuevo
Magister
; ya se había dedicado a ellas como realizador o asistente; las más importantes comprendían los cursos de juego, desde los de escolares, principiantes, de vacaciones y para huéspedes hasta los ejercicios, las conferencias y los seminarios para los selectos. Todo
Magister
apenas nombrado se sabía preparado sin más a estas actividades, exceptuando las últimas que, nuevas para él, por no haber tenido nunca oportunidad de realizarlas, debían preocuparle y cansarle más. Lo mismo le ocurrió a Josef. Hubiera preferido dedicarse con exclusiva atención justamente a estos nuevos cometidos, los verdaderamente magistrales, la colaboración con el supremo consejo de educación, la colaboración entre el consejo de los maestros y la dirección de la Orden, la representación del juego y del
Vicus Lusorum
ante las autoridades generales. Ardía en deseo de dominar estas nuevas tareas, para quitarles su amenazante aspecto de cosa desconocida; todavía hubiera preferido sobre todo poder apartarse unas semanas, para entregarse al estudio más exacto de la constitución, las formalidades, los protocolos de sesiones, etc. Para la información y las instrucciones en este terreno, además del señor Dubois, estaba a su disposición —él lo sabía— el más experto conocedor y maestro de las formas y tradiciones magistrales, es decir, el locutor de la dirección de la Orden, que no era por cierto
Magister
y por eso se hallaba en una categoría menor, pero que en todas las sesiones de las autoridades dirigía los debates y cuidaba con precisión del orden tradicional, como el gran maestro de ceremonias en la corte de un príncipe. ¡Con qué placer hubiera pedido un coloquio privado (un
privatissimum
, se decía en Castalia) a ese hombre prudente, experto, impenetrable en su brillante cortesía, cuyas manos acababan de conferirle el ornamento en la ceremonia de la investidura, si hubiese tenido su residencia en Waldzell y no en Hirsland, a medio día de viaje de allí! ¡Con qué gusto se hubiera refugiado por unos días, en Monteport, para dejarse iniciar en estas cosas por el ex
Magister Musicae
! Pero no era posible siquiera pensar en eso; estos deseos privados o de estudiante no podían ser acariciados por un
Magister
.

Durante el primer tiempo, en cambio, debía dedicarse con intenso y exclusivo cuidado, con total entrega, justamente a aquellas funciones que él creía le demandarían apenas esfuerzos. Lo que había visto durante el torneo de Bertram, donde luchara y se ahogara sin aire un maestro abandonado en el peligro por la comunidad, la «selección», lo que entonces había intuido y lo que le habían confirmado las palabras del anciano de Monteport el día de la investidura, esto se lo confirmaba ahora cada instante de su jornada, cada momento de sus reflexiones: debía dedicarse ante todo a los selectos, al grupo de los repetidores, a los grados superiores del estadio, a los ejercicios de seminario y al trato absolutamente personal con los repetidores. Podía dejar el archivo en manos de los archivistas, los cursos preparatorios a los maestros presentes, el correo a los secretarios, incitarlos imponiéndose y haciéndose indispensable, convencerlos del valor de sus facultades y de la limpieza de su voluntad, debía conquistarlos, vi; tejarlos, ganarlos, medirse con cualquier candidato que lo deseara, y había plétora de tales candidatos. En esto le ayudaban muchas cosas que antes había considerado menos necesarias, sobre todo su larga ausencia de Waldzell y de la selección, donde ahora él era un
homo novus
[28]
. Aun su amistad con Tegularius resultó útil Porque Tegularius, el espiritual y enfermizo «foráneo», resultaba abiertamente tan poco adecuado para una carrera tan ambicionada y parecía tener tan poca ambición, que una preferencia eventual por el nuevo
Magister
no hubiera significado una desventaja para los competidores. Pero Knecht debía hacer por sí mismo lo más, lo mejor, para poder penetrar con ojo investigador esta capa superior, más viva, más inquieta y sensible del mundo del juego, y dominarla como el jinete de un noble caballo. Porque en todo instituto castalio, no sólo en el juego de abalorios, la «selección» de los completamente formados, pero que estudian libremente todavía, candidatos aun no encuadrados en el servicio de las autoridades educativas o de la Orden (y que se llaman también repetidores), representa un conjunto precioso y realmente la verdadera reserva, la flor y el porvenir; porque en todas partes, y no solamente en el
Vicus Lusorum
, estos elegidos de la próxima generación tienden naturalmente a la oposición y a la crítica de los nuevos maestros y jefes; demuestran a un nuevo superior justamente la menor medida de cortesía y subordinación, y deben ser ganados solamente con el empeño completo y personal del interesado, deben ser convencidos y superados, antes de que lo reconozcan y se entreguen deliberadamente a su dirección.

Knecht puso mano a la tarea sin temor alguno, pero se sorprendió de sus dificultades, y mientras las resolvía y vencía en el juego, para él muy agotador pero excitante, fueron desapareciendo del primer plano aquellos otros deberes y cometidos que antes estuvo por considerar con preocupación, y hasta le parecieron necesitar menor atención; confesó a un colega que la primera reunión plenaria de las autoridades a la que acudió y de la que regresó al final siempre con un correo de urgencia, había sido para él casi un sueño y más tarde no tuvo que dedicarle un solo pensamiento, porque su trabajo del momento lo había tenido ocupado por completo; y aun durante la sesión, aunque el tema le interesaba y se había mirado con alguna inquietud su primera presentación entre las autoridades, más de una vez se sorprendió porque su mente no estaba allí entre los colegas y atenta al debate, sino en Waldzell, en aquel local pintado de azul del archivo, donde entonces dirigía cada tres días un seminario dialéctico con cinco participantes solamente, y donde cada hora exigía una tensión y un gasto de energías mayores que todo el resto de su día oficial, que por Cierto no era fácil y al que nunca podía sustraerse, porque como le había anunciado el ex
Magister Musicae
, le había sido asignado por las autoridades para este primer período un ayudante que lo vigilaba y excitaba, le verificaba su jornada hora por hora y le ponía en guardia tanto contra el doctrinalismo unilateral como contra todo exceso de trabajo. Knecht le estaba agradecido y lo estaba aún más para con el delegado de la dirección de la Orden, un maestro famosísimo en el arte de la meditación: se llamaba Alexander. Ése se preocupaba para que el hombre que trabajaba hasta la tensión máxima, siguiera todos los días tres veces el ejercicio «corto» o «menor» y observara estrictamente el curso y la duración (en minutos) de cada ejercicio. Con ambos, el pasante y el hombre contemplativo de la Orden, debía recapitular diariamente, poco antes de la meditación de la noche, toda su jornada oficial en forma retrospectiva, establecer los progresos y las derrotas, «tomarse el pulso», como dicen los maestros de meditación, es decir, revisarse y medirse a sí mismo, su situación del momento, su estado, la distribución de sus energías, sus esperanzas y sus cuitas, ver objetivamente la propia obra en el día aquel, para no dejar nada sin resolver para la noche o el día siguiente.

Mientras los repetidores observaban la enorme labor de su
Magister
en parte con interés simpático, en parte con intención adversa, y no perdían oportunidad para imponerle de improviso pequeñas pruebas de energía, paciencia y rapidez mental, tendiendo ya a incitar su obra, ya a inhibirla, alrededor de Tegularius se había hecho un vacío fatal. Ése comprendía que Knecht no podía tener para él ninguna atención, ni tiempo, ni pensamientos, pero no podía darse razón que lo endureciera o le inspirara indiferencia el perfecto olvido en que él había caído para el amigo, tanto menos que no sólo le parecía haber perdido a ese amigo de la noche a la mañana, sino que aun sentía la desconfianza de sus camaradas y éstos no le dirigían la palabra. Y esto no debía asombrar, porque si Tegularius no podía cruzarse seriamente en el camino de los ambiciosos, era parte interesada, sin embargo, y tenía merecido el buen concepto del joven
Magister
. Todo esto bien podía imaginárselo Knecht y formaba parte de sus momentáneas obligaciones eliminar por un rato también esta amistad, como todo lo personal y privado. Pero, como lo confesó más tarde al amigo, no lo hizo realmente a sabiendas o deliberadamente, sino que había olvidado simplemente por entero al amigo; se había lanzado a la obra con tanta entrega que cosas privadas como la amistad desaparecían en lo imposible, y si en algún momento, como por ejemplo en el seminario de los cinco, aparecían ante él la figura y el rostro de Tegularius, no era ya Fritz, no era un amigo, un conocido, una persona sino uno de los selectos, un estudiante, más aún, un candidato, un repetidor, un trozo de su labor y de su cometido, un soldado entre Untos, que debía instruir y con quien debía llegar a la victoria. Fritz sintió un estremecimiento, cuando por primera vez el
Magister
le dirigió la palabra en esa forma; sintió y leyó en su mirada que esa objetividad, esta lejanía no eran fingidas, sino genuinas y dolorosas, y que el hombre que estaba delante de él y lo trataba con esta real cortesía de una vigilancia espiritual muy grande, no era más su amigo Josef, sino el maestro y el examinador, el
Magister Ludi
, rodeado con la aureola de seriedad y severidad de su cargo y encerrado y separado como por un brillante barniz fundido a fuego y endurecido alrededor de él. Por lo demás, ocurrió en esas cálidas semanas un incidente de poca monta con Tegularius. Falto de sueño y molesto íntimamente por la experiencia vivida, se permitió en el pequeño seminario una descortesía, un leve desahogo, no contra el maestro, sino contra uno de sus colegas que lo puso nervioso por su tono irónico. Knecht notó el hecho, advirtió también el estado de sobreexcitación del culpable, lo llamó al orden con un mudo signo de los dedos, pero luego lo envió a su maestro de meditación para ejercer con el irritado un poco de cura de alma. Tegularius tomó este interés después de largas semanas de extrañamiento, como un signo de renaciente amistad, porque lo consideró como una atención personal para él y se dejó someter voluntariamente al tratamiento. En realidad, Knecht se dio cuenta apenas de quién se benefició por ese interés suyo; había procedido solamente como Magister: había observado en un repetidor irritabilidad y falta de dominio y había reaccionado como educador, sin considerar a ese repetidor como una persona ni traerla por un momento a una relación con él. Cuando, meses más tarde, Fritz recordó al amigo esta escena y le aseguró que se había alegrado y consolado por esa señal de benevolencia, Josef Knecht se quedó callado: había olvidado completamente lo ocurrido y dejó sin aclarar el equívoco.

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