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Authors: Juan José Plans

Tags: #Terror

El juego de los niños (13 page)

BOOK: El juego de los niños
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—¡Hay que seguir! —le dijo Malco mientras la ayudaba a incorporarse.

—Por favor…

—¡Vamos!

Volvieron a correr.

Como si huyeran de fantasmas.

Hasta llegar a la altura del bar.

Malco se detuvo. Nona profirió un ahogado gemido y se apoyó en él. Estaba a punto de perder todas sus fuerzas, que ya eran muy pocas. Malco sonrió animado. Ningún niño en el puerto. Y, allá, en el extremo del malecón, la lancha. Pronto estarían fuera de peligro. Cogió la mano de Nona. Si era preciso la arrastraría. Tenía que salvarla. Por ella, Por David y Esther. Y echaron de nuevo a correr.

—¡Aprisa, Nona!

Ella perdió los zapatos. El sombrero de paja había volado. Pero no sentía dolor en los pies. Ni le importaba el sol. La criatura que llevaba en sus entrañas no se movía. Como si se hubiera acurrucado aún más en su vientre, como si comprendiera lo que ocurría y estuviera expectante de saber como acabaría aquella horrenda historia.

Ya estaban al final de la calle, ya iban a entrar en la explanada del puerto, ya se aproximaban a la embarcación, que flotaba en unas aguas mansas.

Pero Malco, se detuvo.

Y Nona.

Los niños salían de las últimas casas. Estaban frente a ellos formando una barrera. Se congregaba un grupo numeroso.

—¡Nos matarán! —gritó Nona.

Los niños, algunos con palos y cuchillos, otros con hoces y barras de hierro, los miraban.

—¿Qué hacemos? —preguntó ella.

Malco observó los rostros de los niños. Algunos sonreían. Sin duda aguardaban a que ellos se decidieran a hacer algo. Un niño, de meses, lloraba en brazos de su hermana. Otro, gateando, se separaba del grupo para acercarse a Malco y Nona.

—Pa… pa… pa… pa… —balbucía.

Nona creyó derrumbarse.

—Este juego atroz debe distraerlos mucho —dijo Malco—. Nosotros tenemos prisa, pero ellos no. Están muy seguros de sí mismos, de que nos tienen acorralados. Esperan, simplemente esperan. Tenemos que sorprenderlos…

El pequeño gateaba y ya se encontraba en medio de ellos y del grupo de niños. Se sentó. Sonrió a Nona. Levantó sus manitas, como pidiéndole que lo tomara en sus brazos.

—Ma… ma… ma… ma… —dijo muy gracioso y se tiró de los pocos pelos que tenía en su cabeza.

Nona le sonrió débilmente.

Era un niño, un pequeño niño.

Pero tenía su mono manchado de sangre.

Malco miró a su alrededor. A su izquierda, cerca, un jeep. Se fijó atentamente en él. Tenía las llaves puestas en el tablero. El jeep les ofrecía la única posibilidad de salir de aquella encerrona. Al menos, de seguir con vida. Aunque sólo fuera por unas horas más. No podía estar averiado, se dijo Malco. Eso sería demasiada mala suerte.

—El jeep… —dijo a Nona, en voz baja.

Malco, lentamente, seguido por Nona, se acercó al vehículo, aparcado frente a la Comisaría de la isla, sin dejar de mirar a los niños. Estos los observaban interrogantes. El pequeño gateaba, se aproximaba más a ellos y rompió a llorar. Los niños comprendieron lo que iban a hacer, tras intercambiarse miradas, como poniéndose todos de acuerdo en silencio. Echaron a correr hacia el matrimonio.

Malco tomó a su esposa de la mano y la empujó al jeep. Nona cayó en uno de los asientos traseros. Malco intentó poner el motor en marcha, mientras los niños, gritando, se acercaban. El vehículo arrancó al segundo intento. La mano sudorosa de Malco puso la primera y el vehículo aceleró en el preciso momento en que los niños lo alcanzaban. Uno de ellos se sujetó a la parte trasera del coche. Tenía un cuchillo en la boca. Nona no sabía qué hacer. No se atrevía a empujarlo. El vehículo, más acelerado, dejó atrás a los niños, que continuaron su carrera tras él hasta que se dieron cuenta de que no lograrían alcanzarlo.

—¡Hay un niño en el jeep! —gritó Nona, y miraba aterrada al muchacho que seguía sujeto a la parte trasera.

Malco no se inmutó. Giró totalmente el volante. El niño cayó a causa de aquel brusco movimiento del jeep. Quedó tendido en el suelo.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Nona, a punto de llorar.

Se preguntaba si aquel niño habría muerto al darse contra los adoquines de la calle.

—¡Al interior de la isla!

—¿Para qué?

—¡Alguien tiene que ayudarnos!

Nona quedó estupefacta. Parecía que Malco se había vuelto loco. Nadie podría ayudarlos, pensó Nona. Estarían todos muertos, como los del pueblo. La lancha era la única salvación. Y cada vez se alejaban más de ella. Cruzaban el pueblo a toda velocidad. Jamás Malco había conducido así. Pero lo hacía bien, demasiado bien como para pensar que estaba en sus cabales. O, de repente, había adquirido una fuerza sobrehumana.

Nona, de repente, gritó despavorida:

—¡Un niño!

Un pequeño, que no viera hasta entonces, se había parapetado tras los asientos traseros y se levantó amenazador. Tenía una cadena en las manos. Malco miró por el espejo retrovisor, descubrió al niño.

—¡Empújalo! —gritó—. ¡Empújalo de una maldita vez!

El pequeño alzó el brazo para dar con la cadena a Nona.

Pero ella, fuera de sí, obedeció maquinalmente a Malco. El niño salió despedido del jeep. Nona se llevó las manos al rostro, horrorizada.

—¿Qué he hecho?

Malco respondió de una forma simple, brutal.

—¡Salvar el pellejo!

Cuarta parte
Uno

M
alco apretó fuertemente con sus manos el volante desde que salieran del pueblo y siempre miró hacia adelante, como si buscara algo imposible de encontrar. No hablaba, permanecía en un angustioso silencio.

«¿Cómo salir del laberinto?».

El osito Pilgrim respondió al ratoncito Keaton:

«De puntillas».

Malco, de repente, rió.

—¿Por qué ríes? —preguntó Nona, extrañada.

—¡De puntillas!

—Pero… —dijo ella, sin comprender.

—¡Lo dice el osito Pilgrim, de puntillas! —y volvió a reír.

Ella no hizo más preguntas.

Tendría absurdas respuestas. Conocía muy bien a Pilgrim. Y a Malco.

♦ ♦ ♦

El jeep parecía un potro salvaje por una carretera sin asfaltar, con trigales a los dos lados.

Nona se aferró al asiento delantero y procuraba que le afectaran lo menos posible aquellos despiadados brincos del vehículo. Pero no podía evitar que algunas veces su vientre se desplazara de un lado a otro. En cambio, no sentía dolores. Su hijo debía haberse quedado dormido, pensó, si es que dormían los fetos en las entrañas. O estaba tan asustado que no se atrevía a moverse. También ella se hallaba asustada. Pero no tan sólo por lo que sucedía. Se sentía culpable de haber empujado a un niño hacia una cuneta, de haberlo hecho caer del jeep. Quizá se hubiera roto un brazo, o una pierna. Tal vez le ocurriera algo peor. Y era un niño. Porque aquellos niños, para ella, pese a todo, seguían siendo unas inocentes criaturas. No quería reconocer la realidad. No entendía. Se negaba a admitirlo. Porque pensaba en sus hijos. Y en el que iba a nacer.

—Una casa —dijo Malco, e indicó hacia la derecha de la carretera, al tiempo que aminoraba la velocidad.

En un cruce, se desvió hacia la construcción; entró por un camino por el que seguramente nunca había cruzado un vehículo a motor.

Al detenerse frente a la casa, nada más bajar del auto, Malco se agachó y cogió un puñado de tierra, no sin antes pasar la palma de la mano sobre ella. Necesitaba resolver la conjetura que le preocupaba.

Nona bajó del vehículo y se le acercó.

—Mira —y él le enseñó la tierra que tenía en su mano.

—Es rojiza —dijo ella.

—Exacto.

—Entonces…

—El polen de color amarillo no cayó sobre esta parte de la isla —le interrumpió él, como si acabara de dar una buena noticia.

—¿Eso qué significa?

—Puede que muchas cosas.

Nona iba a pedirle que se explicara, pero ya un hombre de edad avanzada, que portaba una guadaña en su mano, se aproximaba a ellos.

—¿Qué se les ofrece? —preguntó a unos pasos del matrimonio, sin dejar de escrutar a Malco y a Nona, cuyas miradas coincidieron en el filo de la guadaña.

El hombre se dio cuenta de que su instrumento de labranza inquietaba a los recién llegados. Entonces dijo sonriendo:

—Aunque viejo, pierdan cuidado, no soy la muerte. Mi mujer y yo estamos segando, aunque ya pronto lo dejaremos. Es la edad. Cuando éramos jóvenes, hasta nos anochecía por completo en el campo… —y aguardó a que ellos le respondieran a la pregunta que les había formulado.

Malco, tras mirar a su alrededor, preguntó a su vez:

—¿No sabe nada?

—¿Saber? ¿de qué? —inquirió curioso el hombre.

—Por la noche, ¿qué ocurrió?

—¿Qué iba a ocurrir, señor? Lo que es aquí, nunca pasa nada. Hubo una vez una pelea entre vecinos, pero ya ni me acuerdo de cuando fue. Murió uno de cada familia, en un duelo a navajas. Desde entonces… Y, ayer por la noche, tanto mi mujer como yo, nos dormimos tan tranquilos. En lo que va de día, pues como de costumbre. Pero ¿por qué lo pregunta?

—¿Tienen hijos?

—Y casados. Se fueron de la isla. Han montado un negocio en la ciudad y, por lo que nos cuentan en las cartas, les va muy bien.

—Me refería a niños…

—¡Señor! —y el hombre rió—. ¡Ya no estamos para eso!

—Deben venir con nosotros…

El hombre agudizó sus ojillos enterrados en un rostro comido por el sol.

—¿Por qué?

—Corren peligro.

—¿Nosotros? —preguntó incrédulo.

—Ustedes, nosotros, ¡todos!

—Oiga, ¿está de broma? ¿Quién va a querer hacer daño a un par de ancianos? Como no sea un loco… ¡Si nada tenemos para que nos roben! Y vivimos aquí, apartados de los demás, sin crear ningún problema… Eso sí, quedan invitados a un vaso de vino. Por la molestia de venir hasta nuestra casa. Pero, se lo aseguro, se han equivocado. Nosotros no corremos ningún peligro. Serán otros… —y los estudió, de arriba a abajo—. Desde luego, de aquí no son ustedes. ¿Turistas? Ahora comienzan a llegar… Ya veo todo este paisaje entre hoteles. Claro que, para lo que mi mujer y yo vamos a durar, ¡qué nos importa! Que hagan lo que quieran. Acabarán con la isla. Lo destrozarán todo…

—Por favor, no nos sobra el tiempo. Acompáñenos, junto con su mujer. Se lo explicaré por el camino. No es fácil hacerlo en pocas palabras. Es necesario que huyan, como nosotros hacemos.

—¿Huir? —preguntó asombrado el hombre.

—De los niños.

—¡Por la Virgen! ¿Qué dice usted?

—En el pueblo los niños han dado muerte a todos sus habitantes… Puede que quede alguna persona oculta, pero nosotros no lo sabemos. Los niños, y no conocemos la razón, se dedican a jugar… Es un juego macabro… Asesinan a la gente… Se lo ruego, tiene que creerme… Creímos que tal cosa ocurría en toda la isla. Ya vemos que aquí no. Tal vez porque no hubo una lluvia de una especie de polen amarillo en este lugar, tal vez porque no tienen hijos pequeños, tal vez porque los niños no han llegado hasta aquí… Pero, se lo aseguro, ¡corren el mayor de los peligros!

El hombre había dejado de sonreír. Alzó la guadaña.

—No me trago ese cuento. Algo andan tramando ustedes… —e hizo un gesto amenazador con la guadaña.

Malco comprendió que aquel hombre jamás le creería.

—¿Dónde podremos encontrar más gente? —preguntó.

—¡Largo de aquí!

—Ahora mismo nos iremos…

—Sigan por la carretera hasta llegar a una cala. Allí viven unas familias de pescadores. Si piensan contarles la misma locura, allá ustedes… Quizá pierdan los nervios y… Ellos sí que tienen hijos, y pequeños. ¡Acusarlos de asesinar! —el hombre los miró con rabia.

—Está bien… Nos vamos… Pero, si vinieran por aquí los niños, tenga cuidado. Enciérrense en casa, en el lugar más seguro, donde no puedan encontrarlos —Malco se fue contrariado.

Aquel viejo debía ser muy testarudo. Aunque no podía culpársele de imprudente. Lo que Malco le contó no era fácil de creer. Ni siquiera para ellos mismos, que lo vivían.

Nona sabía que Malco estaba dolorido, disgustado por dejar allí a dos ancianos. Pero no hizo ningún comentario. También ella comprendía que era inútil insistir al viejo. Lo único que ganarían es que se pusiera de mayor mal humor, quién sabe con qué consecuencias.

—¿Y ahora? —preguntó.

—A la cala —dijo Malco, sin querer mirar hacia atrás, hacia la casa que acabaran de dejar. Sólo dijo, antes de poner el motor en funcionamiento:

—Que Dios los proteja.

El anciano, hasta que el jeep no se perdió de vista, no se movió. Su mujer llegó hasta su lado. También tenía una guadaña en la mano. Se limpió el sudor y miró hacia donde aún lo hacía el viejo.

—¿Quiénes eran? —le preguntó.

El hombre se encogió de hombros.

—El sol les ha debido calentar la cabeza… Deliran, cuentan cosas absurdas… Están chiflados, eso es todo.

Y los dos de fueron de nuevo al trigal.

—Oye, ¿quedan caramelos? —preguntó el viejo a su mujer.

—Claro que nos quedan caramelos —respondió ella.

—Es por si vienen niños…

—Pues que lo hagan pronto. En caso contrario, no les dejarás ni uno. Cada día eres más adicta a los caramelos. Y eso que te faltan algunos dientes, por no decir que todos.

El viejo, instintivamente, buscó un caramelo en sus bolsillos.

♦ ♦ ♦

El jeep bajó por una pronunciada cuesta.

En la cala, colgadas sobre una playa de fina arena, había tres casas.

Pero eso fue lo que menos interesó a Malco. Lo que le llamó la atención era un bote varado en una pequeña rampa de madera. No tenía motor. Pero por su amplio vientre asomaban unos remos. Con ellos también se podría llegar lejos.

Malco detuvo el jeep cerca de las casas.

En la cala no había indicios del polen.

Quizá allí tampoco supieran nada.

Ladraron unos perros.

—Malco… —Nona se detuvo al bajar del vehículo.

Le indicó un grupo de tres niños, que habían dejado de jugar a las bolas, curiosos por la llegada del matrimonio. No estaban muy acostumbrados a recibir visitas. De ahí que ninguno se atreviera a hablar.

—Calma, Nona —dijo Malco y la ayudó a poner el pie en la tierra.

—Pero, si son niños… —y ella se mostró inquieta.

—Tal vez sean eso, sólo niños. Quédate aquí.

Uno de ellos, al ver que Malco se les aproximaba, gritó:

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