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Authors: Juan José Plans

Tags: #Terror

El juego de los niños (7 page)

BOOK: El juego de los niños
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—Cada vez entiendo menos, cariño. Pero ¡sigo teniendo hambre! —le suplicó.

—Por aquella calle había una tienda. Supongo que aún existirá. ¿Vamos?

—Hace mucho calor. Además, estoy cansada. Te espero aquí.

—Como quieras.

Malco, fuera del bar, se calzó los zapatos. Ya estaban secos. Tan secos como su boca.

♦ ♦ ♦

Malco, a quien únicamente se le cruzara un perro arrastrando la lengua por una acera, caminaba solitario por una de las calles del pueblo. Miraba distraídamente a su alrededor, quizá con la esperanza de poder saludar a alguien.

El sol le hacía sudar, cada vez era más fuerte el calor.

—Resulta raro, en pleno día, escuchar en una calle como esta solo tus propios pasos —se dijo.

Se detuvo repentinamente al ver cerrarse la ventana de una de las casas. Tras unos instantes de indecisión, llegó hasta la puerta de aquella vivienda en la que, por lo observado en la ventana, hubo de pensar que, sin lugar a dudas, tenía que haber alguien dentro.

Dio a la aldaba y llamó varias veces.

Nadie respondió.

—Acabaré gritando… —murmuró contrariado.

Pero, la puerta, a una débil presión de su mano, se abrió.

Malco, prudente, por temor a que lo consideraran un entrometido, entró dando unas palmadas.

—¡Buenos días!

Aguardó a que le contestaran.

—Nadie… —suspiró.

Malco se atrevió y abrió una puerta que daba a un humilde dormitorio. La habitación, presidida por una cama de matrimonio deshecha, estaba en el más completo desorden.

Una figura de porcelana cayó de un anticuado tocador y lo sobresaltó.

—No hay fantasmas —se dijo con una débil sonrisa; procuró tranquilizarse.

Iba a recoger la figura hecha pedazos, pero la ventana le llamó la atención. Era la que había visto cerrarse, cosa que comprobó al mirar hacia la calle.

—El pasador está echado. Esto tuvo que hacerlo alguien —y se mesó la barbilla—. La ventana no pudo cerrarse por sí sola…

Salió de la habitación, ya sin preocuparse de la figura caída. Sospechó que estaban jugando con él al escondite. Pero tampoco había nadie en las demás estancias de la casa. En la última que entró era con seguridad el cuarto de los niños, aunque apenas hubiese juguetes en ella.

Malco reparó en un libro colocado en una estantería.

Lo cogió con una sonrisa.

Pilgrim en el Polo Norte
, era su título.

El libro estaba sucio, desencuadernado, muy sobado.

—Habrá pasado por las manos de todos los niños de la isla. Nunca había visto una colección tan impresionante de manchones de todas las clases. No cabe duda de que al menos una de las aventuras de Pilgrim es conocida por los pequeños de
Th’a
.

El osito Pilgrim era un personaje muy popular creado por Malco, cuya vocación de escritor se había dado a conocer de una forma tan peculiar que hasta sorprendió al propio implicado.

Una noche, tras invitar a cenar a un escritor de novelas policíacas con el que trabara amistad durante el servicio militar, este lo oyó contar un cuento a los niños, antes de que fueran a dormir, como era su costumbre. El cuento entusiasmó al escritor. Lo animó a que escribiera aquello que inventara para entretener a sus hijos. Él se encargaría de encontrar editor. El éxito fue fulminante. Así abandonó su despacho de abogado.

—Lo que no sé, osito —y dio con el índice en la cara de Pilgrim, que estaba en la portada vestido de esquimal—, es si les gustas o no a los niños de esta isla. Pero, como supongo que no son diferentes a los demás, puedes estar orgulloso de divertir también a los pequeños de
Th’a
. La verdad es que, no esperaba encontrarte aquí —y sonrió.

Malco dejó el libro en la estantería y salió a la calle.

El sol lo cegó por unos instantes.

No oyó el murmullo de unas cuantas voces que provenía de algún rincón de la casa.

♦ ♦ ♦

—Este calor… —y miró las aspas de los ventiladores, que comenzaban a perder fuerza, como si se cansaran después del arranque, que había sido tan engañoso como prometedor.

Nona se agachó para coger un periódico y abanicarse con él.

—De hace quince días —dijo tras leer la fecha del diario, que tenía rotas todas las páginas, cual si alguien se hubiera entretenido en arrancar en pedacitos el papel.

Nona se dio aire y pensó en sus hijos. Habían estado a punto de llevárselos consigo de vacaciones, como siempre habían hecho. Pero, después de diez años de estar casados, estimaron oportuno viajar solos, aunque fuera por una vez. No obstante, Nona los echaba de menos. Seguro que, a aquellas horas, ya habrían recorrido sin descanso todo el pueblo. Pero, por otra parte, concluyó que estaban mejor en la ciudad, con la abuela. La isla, pese a lo que de ella le contara Malco, no parecía ofrecer ninguna ventaja, ni tan siquiera la de descansar. Por el momento, hasta ignoraban si efectivamente estaba habitada.

Se desabrochó la blusa.

Sus senos, aunque hubiera dado el pecho a sus dos hijos, se mantenían erguidos, ahora más turgentes al estar en los últimos meses del embarazo.

—Pocos días… —y se angustió al pensar si en la isla no habría un médico, alguien que la pudiera atender si el acontecimiento se precipitara.

La cabeza de un niño asomó por la ventana que estaba a su lado y ahuyentó su repentina preocupación.

El niño, sin moverse, la miraba con intensidad.

Nona le sonrió.

—Entra, pequeño —le dijo e hizo un gesto con la mano.

Pero, el niño, sin pestañear, siguió mirándola, con ojos grandes, muy abiertos, sin ninguna expresión en el rostro.

Nona, algo desconcertada, observó atentamente al niño e intuyó que no era precisamente a su rostro a donde miraba el pequeño.

Era a sus senos, que asomaban casi completamente por la blusa desabrochada.

—Es absurdo, es absurdo —se dijo turbada, tras observar el escote.

Y, llevada por un pudor que consideró increíble dado quien estaba ante sí, un niño, un simple niño, se abrochó la prenda.

Cuando dirigió de nuevo la vista hacia la ventana, el niño ya se había ido.

♦ ♦ ♦

Malco, tras observar a través del escaparate, entró en la tienda.

—¿Hay alguien? —preguntó, por pura rutina.

Silencio, un pesado silencio lo rodeaba, roto tan solo por el vuelo de los moscardones.

La tienda, en la que había de todo, como si se tratara de un rudimentario supermercado, estaba invadida por montañas de latas, botellas y cajas.

—Tomaré una lata de sardinas —se dijo—. A Nona le gustan y esta es una buena marca. También una de berberechos y otra de cangrejos. Pero, no… No puede tomar marisco.

Decidió hablar en voz alta, por hacerse de esta manera la ilusión de estar acompañado.

—Los espárragos, pueden servir. Y las croquetas. Habrá que calentarlas. Si Nona estuviera dispuesta a cocinar podría llevar… Mejor las salchichas.

Malco guardó lo requerido en una bolsa que cogiera en la entrada de la tienda, junto a la caja registradora.

—Es suficiente —se dijo y se encaminó hacia el mostrador donde estaba la caja registradora.

Se detuvo al ver una graciosa muñeca, de muchas pecas, tantas como las que tenía su hija por toda la cara, que casi formaban una mancha entre los ojos.

La tomó para examinarla.

—Con el traje típico de los isleños —y le movió los bracitos de plástico—. A Esther le agradaría una compañera así, no me cabe duda. Le entusiasman las muñecas. Claro que, eso lo hereda de su madre. Pero, hay tiempo. Se lo diré a Nona, que venga a verla.

Dejó la muñeca y sustrajo un sombrero de paja para su mujer.

En el mostrador, con una caja registradora de modelo antiquísimo, tanto que él hacía muchos años creía desparecido, fue sacando de la bolsa cuanto retirara de los estantes para mentalmente sumar los precios.

Espantó a varias moscas de su alrededor, molesto.

Malco se volvió para mirar de nuevo a la muñeca.

—Seguro que a Esther le gustará —y, decidido, fue en su busca.

Puso a la pecosa con las demás cosas.

Una lata, al guardar de nuevo lo comprado en la bolsa, y tras dejar para el final a la muñeca, se le cayó al suelo.

Malco, después de contar el dinero y dejarlo sobre el mostrador, se agachó a por la lata, no sin antes murmurar:

—¡Es como si en esta tienda se hubiesen reunido todas las moscas del pueblo!

Si la lata hubiera quedado unos centímetros más lejos, detrás del mostrador y no a uno de sus lados, Malco habría visto el cuerpo de una mujer en medio de un charco de sangre seca y negruzca.

La mujer, mutilada, estaba cubierta de moscas.

Como dos cuerpos más que yacían en la trastienda.

Malco, antes de irse, dejó una moneda más por una bola de chicle.

Tres

S
i Nona hubiera sabido que
Th’a
contaba con una centralita telefónica, al oír el timbre de un teléfono no se habría sorprendido, tanto que se puso en pie de un salto. Así era, porque se instaló hacía unos años con la finalidad de que los ingenieros llegados a ella pudieran mantenerse en contacto entre un extremo a otro de la isla. Allí estaban ellos debido a un plan sin resultado de prospecciones petrolíferas.

Cuando acertó a dar con el aparato telefónico del bar, colgado en una pared junto a un mugriento servicio, que era tanto para hombres como para mujeres, dudó en contestar.

La llamada, claro, pensó, no era para ella.

—¿Será un recado…? —se dijo y le resultó agradable la idea de poder ponerse en contacto con alguien en aquel lugar.

Al decidirse, ya no había nadie al otro lado de la línea.

—Tardé demasiado —murmuró mientras dejaba el auricular manchado de grasa.

Volvió a sentarse al lado de la ventana.

Se acordó de sus hijos.

Y del osito Pilgrim.

Sonrió.

Su amigo, el ratoncito Keaton, le preguntó:

«¿Dónde estás?».

Pilgrim miró a su alrededor y respondió con una frase absurda e incongruente:

«Donde se cree estar, pero donde no se está».

Y el osito se rascó una oreja.

Nona observaba las calles desiertas. Se dijo que aquella conversación de los dos personajes más populares de su marido, que le vino a la memoria, resumía la interrogante que naciera en su cabeza.

♦ ♦ ♦

Malco, de regreso al bar, se detuvo.

Eran risas cercanas.

—De niños… —se dijo al escuchar, al pretender adivinar de dónde procedían, al escudriñar las ventanas de las casas que daban hacia la calle que ya casi recorriera en su totalidad.

Pero estaba solo.

—Juegan al escondite, juegan… —y sonrió; se convenció de que los pequeños isleños se estaban entreteniendo a su costa—. Quieren que los descubra, que los busque por todas partes. Les divierte el mantenerme intrigado. Pero, si aparento no hacerles ni el más mínimo caso, entonces serán ellos los que se presentarán ante mí, curiosos por mi indiferencia.

Las risas, después de unos instantes, cesaron.

Malco creyó oír, en alguna de las casas, rápidas pisadas.

—Se van a otra parte —se dijo, y resistió la tentación de mirar al lugar del que juzgaba le llegaba aquel ruido, cual si se tratara de un grupo de niños que pisoteaba una escalera.

Al seguir su camino, reparó en un viejo edificio sobre cuya puerta colgaba un letrero, descolorido, sin apenas letras.

Era la escuela.

Por la puerta entreabierta se escapaba una canción infantil que por un momento hizo retroceder a Malco a sus tiempos de colegial, cuando todas las vacaciones resultaban maravillosas y eternas.

Entró.

Era una niña la que cantaba. De espaldas a él, sentada en el primer pupitre, inclinada sobre la tabla, parecía absorta en su trabajo con cera plástica.

Malco se acercó a ella.

—Hola —le dijo.

La pequeña ni lo miró.

Malco dejó estiradas sus piernas en el pasillo y se acomodó como buenamente pudo en el pupitre de al lado. La niña, sin interesarle tan siquiera su presencia, frotaba entre sus manos la masa de cera plástica con la intención de darle forma tubular.

—¿Te ha comido la lengua el gato? —le preguntó, confiado en que obtendría respuesta, si quiera fuera con un movimiento condicionado de hombro o de cabeza.

Pero no hubo contestación.

Malco suspiró.

La niña, de perfil, tenía una nariz respingona, muy graciosa.

Eres como Esther.

La pequeña no sintió ninguna curiosidad por aquella Esther que el hombre le mencionara, aunque se pareciera a ella. Levantó la vista hasta el encerado. Malco también miró. Allí, en la pizarra, escrita con letras mayúsculas, con faltas de ortografía, leyó la más grande obscenidad que a mente humana se le pudiera ocurrir. Estaba dedicada a la maestra. Y debajo, pintado groseramente, un pene de exageradas proporciones. La niña observaba al sorprendido hombre por el rabillo del ojo y rió, aunque intentaba contenerse. Malco, confundido, no sabía qué hacer ni qué decir. Aquello se le antojaba absurdo, irreal, como producto de una estúpida pesadilla. Invadido por una extraña angustia, tras intuir lo que la pequeña quería hacer con la cera plástica, sacó de la bolsa la muñeca que comprara y se la tendió, con una expresión que era como si le rogara que la cogiera, que olvidara la inmundicia que estaba formando. La pequeña, con una débil sonrisa, dejó la cera plástica en la tabla del pupitre, tomó la muñeca con sus dos manos. Malco vio cómo la niña acariciaba la muñeca y se serenó.

—¿Te gusta?

La pequeña, de repente, se puso en pie. De su rostro había desparecido la sonrisa. Su mirada, penetrante, fría, sobrecogió a Malco. Todo ocurrió en un fugaz instante, sin dar tiempo a que Malco se levantara. La niña arrojó la muñeca a sus pies, con toda su fuerza y le rompió la cabeza. Después la pisoteó con rabia, al tiempo que profería nerviosos gemidos, como los de una bestia salvaje. Se fue corriendo por el pasillo formado por los pupitres y se perdió en la calle.

Malco, aún sentado, con un grito ahogado en su garganta, contempló atónito la muñeca destrozada.

♦ ♦ ♦

Nona recogió sus zapatos de la escalera y salió a recibir a Malco, a quien viera aparecer por una calle distinta a por la que se fuera.

—¿Te perdiste? —le preguntó, mientras sacaba de la bolsa que le tendiera su marido el sombrero de paja, compra que consideraba un acierto bajo aquel aplastante sol.

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