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Authors: Juan José Plans

Tags: #Terror

El juego de los niños (6 page)

BOOK: El juego de los niños
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—Ya me lo has contado.

—¿Seguro? —preguntó con el ceño fruncido Malco, simulando preocupación.

—Sí; y varias veces —dijo ella y contó con los dedos.

—Me repito, ¡y eso es terrible! —exclamó con exageración Malco.

—Te estás haciendo viejo.

—Será eso.

—¡Tonto!

Malco se fijó en el vientre de Nona.

—¿Notas algún dolor?

—No, ninguno —respondió ella y se llevó las manos a la altura de los riñones—. Las molestias de costumbre, nada más.

—Tal vez no te siente bien ir en lancha. ¡Encima en este trasto de los demonios! —exclamó malhumorado al tiempo que se acordaba del torrero—. Falta poco.

—Dos meses, más o menos.

—Poco.

—Una eternidad.

—Antes de que nos demos cuenta, ya seremos padres por tercera vez. ¡Quién nos lo iba a decir! A este paso… ¿De verdad que te encuentras bien?

—¿Por qué no? En caso contrario, te lo diría.

La isla cada vez se encontraba más cercana.

♦ ♦ ♦

Malco tomó la dirección del pequeño puerto de
Th’a
.

En la dársena, unas cuantas lanchas de pescadores y contados barcos de cabotaje.

—Es extraño… —murmuró Malco.

—¿El qué?

—Las gaviotas.

—¿Qué les pasa a las gaviotas? —preguntó intrigada.

—No están.

—¿Es que las habías contratado para que nos dieran la bienvenida?

—Las gaviotas nunca abandonan el puerto.

—No sé —dijo ella, indiferente.

Malco le indicó el malecón, la lonja del pescado y los mástiles de los barcos. Estaba acostumbrado a ver las gaviotas flotar en las tranquilas aguas de la dársena, encaramadas en los tejados más cercanos al puerto o subidas a los mástiles. Pero únicamente brillaban al sol sus excrementos, diseminados por todas partes.

—¿Por qué te preocupan las gaviotas? —preguntó ella viéndolo otear.

—No me preocupan, sólo que resulta raro que no se las vea por aquí. Además…

—Quiero un helado —le interrumpió ella.

—¿Cómo?

—Que quiero un helado. Tiene que ser de vainilla. ¿Qué ibas a decirme?

—¿Ves a alguna persona?

—No…

—Ni gaviotas ni…

—¡Una isla abandonada! Malco, ¡no habrá helados! —exclamó fingiendo estar desesperada.

—¡Basta de tonterías! —gritó Malco, impulsado por una incomprensible inquietud.

Nona, que iba a reír, se quedó seria.

—Nada nos advirtieron en la costa. En caso de estar abandonada la isla, nos lo habrían indicado. ¿O es que allí no saben nada de lo que aquí ocurre? Tiene que haber algún que otro turista… ¡Es absurdo! —exclamó él.

—Ya no me quieres —murmuró ella sin mirarlo.

—¿A qué viene eso?

—Si me amases como es debido, te preocuparías de buscarme un helado. En cambio, ¡me hablas de gaviotas! Malco, ya estás cansado de mí. ¡Lo sé!

Paciencia, se dijo Malco.

—¡Tendrás el helado!

—¿De veras? —y Nona le sonrió.

—Te lo aseguro —contestó él dominándose, sin nunca dejar de tener presente lo que le advirtiera el médico, que su esposa era una mujer muy impresionable y que durante el embarazo debería mostrarse harto amable con ella—. Bien, ya estamos en la isla.

—¡Tengo los zapatos empapados!

—Y yo. Pero eso no es una tragedia…

—¡Los nuevos, Malco!

—Si los ponemos al sol, no tardarán en secarse. Hace mucho calor.

—Se estropearán a causa del salitre.

—¡Pues que se estropeen! Venimos a descansar no a preocuparnos por los zapatos.

Malco, en la lejanía, creyó ver un grupo de gaviotas, como si se alejaran de la isla.

Dos

M
alco detuvo el motor cerca de un malecón del puerto. Después de arribar, ayudó a Nona a bajar de la embarcación, quien lo hizo con mucha torpeza.

—¿Y ahora? —preguntó ella.

—Amarraré la lancha. Es cosa de un momento —dijo mientras sacaba las maletas.

Nona, al tiempo que Malco desenrollaba una maroma, miró distraídamente a su alrededor.

Estaban solos en el puerto.

Su vista recorría el malecón, las redes de los pescadores tendidas al sol, los vientres de las lanchas, las casas blancas y bajas.

Junto a la lonja de pescado, descubrió un puesto de helados.

—¡Voy a comprar un helado bien grande! —dijo a Malco y le indicó el lugar al que se acercaría.

—¿Y el heladero?

—No parece estar, pero es lo mismo. Consulto la lista de precios y le dejo el importe. No creo que eso le moleste.

—Desde luego que no —dijo Malco, que ya preparaba un nudo—. Está bien, ahora te alcanzo. ¡Vaya antojos! —exclamó antes de que Nona se fuera—. Primero eran las tartas de manzana; después, melón con jamón… Abusas de mi bondad, como siempre. El tiempo de los antojos ya tuvo que haber pasado.

—¿Seguro? —preguntó ella con una sonrisa de picardía.

—No, claro que no —suspiró—, a juzgar por lo que ocurre.

Nona se encaminaba hacia el puesto de helados y Malco amarró la lancha lo mejor que supo.

—Es posible que se hunda, dado su estado —se dijo—. Pero, bien atada, al menos sabremos donde está, si de ese modo ocurriera. No obstante, estos nudos no son precisamente marineros —y se rió de sí mismo.

Al dar la última vuelta a la maroma, se fijó en algo que asomaba detrás de una pila de cajones de arrastre del pescado.

—Parece un ala…

Dejó la maroma y se acercó a los cajones, amontonados en desorden. Entre ellos estaba una gaviota, con las alas extendidas y el pico muy abierto.

—Muerta —murmuró, después de tomarla en sus manos—. Es como si le hubiesen retorcido el pescuezo… ¿Y las demás? —se preguntó intrigado mirando al cielo.

Nona interrumpió sus pensamientos.

—No hay helados —dijo contrariada.

—Entonces, ¿qué hay en ese puesto?

—Abrí los cubos y… ¡tan sólo había un líquido viscoso y caliente! Los helados se han derretido, tal vez desde hace algunas horas. Malco, ¿y ésta gaviota?

—Pues… como los helados.

—¿Muerta? —preguntó aterrada.

—Sí.

—¡No la toques! —gritó con asco.

—¿Por qué?

—¡Me da miedo!

—Pero…

—Temo a la muerte.

—Como todos.

—Malco, esta gaviota me pone nerviosa. ¡Por favor, apártala de mi vista! Sólo quiero estar rodeada de vida, ¡de vida, cariño! —y la desesperación se reflejó en su rostro—. No hay helados, una gaviota muerta, nadie en el puerto… ¿Qué isla es ésta? ¡No me agrada!

—No comprendo lo que ocurre… —dijo Malco, un tanto desazonado a causa de una llegada a la isla como aquella, jamás prevista—. Bueno, vámonos de aquí. Seguro que los isleños están en sus casas. Hace demasiado calor… La gaviota tiene también un anzuelo clavado en…

—¡Calla, te lo ruego!

Malco dejó caer al mar el cuerpo agarrotado y frío de la gaviota.

Nona le tomó del brazo y, en tanto profería hablar de otra cosa, le dijo:

—¿Aquella colina? —y repentinamente se mostró animada.

—Uno de los senos de Th’a.

—Estando en ella, la isla parece más hermosa.

—Te gustará —dijo Malco y se esforzó en mostrarse despreocupado aunque sin saber la razón, continuaba alarmado—. Siento que… ¡Bueno, no hay que darse por vencidos! No tardaré en comprarte un helado.

—Te muestras inquieto.

—¡Oh, no! —exclamó sonriente—. Ya sabes que me agrada satisfacer todos tus caprichos. Quizá en aquel bar vendan helados. Sólo es eso.

—¿Y si no hay nadie?

—Pagaremos lo que consumamos, al igual que ibas a hacer tú con el heladero. Después, a la sombra, esperaremos a que lleguen los del pueblo y… Todo esto sigue casi igual a cuando me fui… —dijo y miró hacia las ventanas de las casas con la esperanza de descubrir a alguien a través de ellas.

—¿Dónde estarán?

—Realmente, no tengo ni la menor idea —pero algo le vino a la cabeza—. Ahora que recuerdo, por estas fechas se trasladaban al otro extremo de la isla. ¡Deben encontrarse cerca de los pies de Th’a! ¡Qué estúpido he sido! —y se dio un manotazo en la frente—. Preocuparme por…

—¿A los pies de Th’a? —inquirió ella curiosa—. ¿Qué hacen allí?

—Es la zona más fértil de la isla. Esta es época de siembra. No obstante, es raro porque alguien debería haberse quedado aquí. Será que han necesitado la colaboración de todos —dijo no muy convencido.

—Malco… —y ella se detuvo.

—¿Qué?

—Ahí está un niño.

—Sí, lo veo, pescando.

—Pregúntale.

Malco se acercó al niño.

—¡Hola, muchacho! —y le dio una palmada en la espalda.

El niño siguió con la vista en el hilo de su tosca caña de pescar que se perdía en el mar a unos cuantos metros de distancia, allí donde flotaba el corcho.

—¿Qué pescas? —le preguntó amable.

El niño, tras guardar silencio, le respondió únicamente con una inexpresiva sonrisa.

Malco pensó que, su presencia, no debía agradar al muchacho.

—Oye, ¿dónde están los demás?

El niño, sin mirarlo, se encogió de hombros.

—¿Qué cebo pones? —preguntó Malco al reparar en la cesta que el pequeño tenía a su lado—. Déjame ver… Yo también soy muy aficionado a la pesca. A eso he venido a la isla, porque descanso mientras pesco. Podrías recomendarme algún cebo en especial, así ganaría tiempo.

Malco iba a abrir la cesta del niño, pero en cuanto hizo el ademán de levantar la tapa, el pequeño, con una fría mirada, se la arrebató.

—Déjalo —intervino Nona—. Estará malhumorado porque aún no ha pescado nada. O, sencillamente, porque no le caes bien. Estoy segura de que no conoce al osito Pilgrim…

Los dos sonrieron.

Aquel nombre les era muy familiar.

—Quedamos en no mencionarlo —dijo él.

—De acuerdo, de acuerdo. Nos olvidaremos del osito Pilgrim —respondió ella y dejó de mirar al pequeño, que seguía con su pesca sin prestarles ninguna atención, pero con la cesta en su regazo.

—Vamos.

Nona le señaló unas rocas.

—Hay más niños allí —le dijo—. Parece que se divierten.

—Están lejos. No me apetece ir hasta allí con este calor. Tomaremos algo en el bar. De seguir aquí, acabaremos con una buena insolación.

Malco, como pudo, cargó con las maletas.

De las rocas les llegó una canción infantil.

♦ ♦ ♦

Malco empujó la puerta del bar. Al entrar observó que también ofrecía un aspecto desolado. Tan sólo se oía el pesado vuelo de algún moscardón.

—Nadie… —murmuró.

—Da la impresión —comentó Nona— de que los clientes se fueron de aquí con mucha prisa.

En las mesas había bebidas a medio consumir.

—Sí, tienes razón —dijo él—. Esto no es normal.

—¿Habrá pasado algo?

—¿Qué va a pasar? —y disimuló su intranquilidad.

—No lo sé. El horno está encendido, y hay comida en él.

—Abandonaron lo que estaban cocinando. Esos pollos quemados, esas cazuelas ennegrecidas…

—¡Lástima de carne y pescado! —exclamó Nona, que en su casa era muy rigurosa en cuanto a desperdiciar los alimentos—. Lo más prudente será apagar el fuego.

—Ahora lo haré.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó ella al tiempo que miraba a su alrededor.

Malco se encogió de hombros. Desconectó el horno eléctrico.

—Lo único que sé —dijo—, es que nadie se marcha a sembrar dejando así las cosas. Mejor será no hacer suposiciones. Ya nos enteraremos de lo que ha sucedido. Tarde o temprano alguien vendrá —y abrió una nevera—. ¿Helado?

—Ya no me apetece.

—¿No te sientes bien? Hace un momento…

—No es eso. Se me ha pasado el antojo. Pero tengo sed —y se sentó en una desvencijada silla.

—Antes, dame tus zapatos. Los sacaré ahí fuera, para que se sequen al sol. En las escaleras del bar, en unos minutos, no les quedará ni un poco de humedad.

—Al menos aquí nos guareceremos del sol. Los ventiladores están apagados. ¿Por qué no los pones en marcha?

—Ya —dijo y buscó el interruptor.

—Ayúdame a quitarme los zapatos.

—Abusas de mí —dijo y los ventiladores comenzaron a enviarles un aire fresco, reconfortante.

—Con cuidado, no me vayas a hacer daño.

Malco, tras quitarle los zapatos, se acercó a la nevera.

—De momento, tendrás que conformarte con cerveza. Eso sí, bien fría. No hay otra bebida.

—Si no hay otro remedio… —suspiró Nona, a quien no le gustaba la cerveza—. Preferiría una limonada. ¡Y tengo hambre!

—Salvo azúcar…

—Dios mío, ¡qué cúmulo de contrariedades! Malco, ¿qué piensas hacer?

—Esperar.

—¿Hasta cuándo?

—Pues hasta que vengan los isleños.

Nona, tras morderse los labios, preguntó:

—¿Crees que podremos descansar en estas vacaciones?

—¿Te abro la cerveza?

—No cambies de conversación. Contéstame. ¿Crees que podremos descansar en estas vacaciones? —rogó.

—Nona, en caso de no resultarnos agradable la isla, nos volvemos a la costa.

—Es como si estuviéramos en el fin del mundo…

—Procura relajarte —le dijo y le sirvió la cerveza.

—¡Es tan fácil! —suspiró.

Mientras Malco dejaba los zapatos en las escaleras de la entrada del bar, Nona se acomodó en la vieja silla situada al lado de su ventana. Desde allí veía casi todo el puerto y varias calles. Intentó descubrir el rostro de alguna persona en alguna parte, pero fue inútil.

—Ni un perro… —susurró.

—¿Decías? —le preguntó Malco, que entraba en el bar.

—Nada de particular.

—Yo sí. Traigo novedades. No estaba equivocado.

—¿En qué? —preguntó ella con curiosidad.

—En el color de la isla.

—Decías que era roja.

—Rojiza.

—Pero es amarilla.

—Amarillenta, Nona. ¿Y sabes por qué?

—No…

—Acabo de descubrirlo. No nos habíamos fijado. Pero, al agacharme para dejar los zapatos, he encontrado esto.

Malco extendió su mano. En la palma tenía unas diminutas bolas amarillas, al igual que el polen, sin peso. —Las hay por todas partes —añadió.

—¿Y qué son?

—No lo sé.

Nona cogió unas cuantas.

—Porosas…

—Esta especie de bolas son las que dan el tono amarillento a la isla —dijo satisfecho al comprobar que no lo habían traicionado los recuerdos.

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