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Authors: Juan José Plans

Tags: #Terror

El juego de los niños (4 page)

BOOK: El juego de los niños
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El taxista lo miró interrogante.

—¿Qué hay que hacer?

—Llevar a una persona.

—¿Muerta? —y el conductor se negó mentalmente a cargar con un cadáver.

—No, no lo está, aunque sí bastante mal. La verdad es que no sabemos si le dieron una paliza, si las heridas lo son a causa del accidente o a consecuencia de su gran borrachera. Es todo muy raro. Pero, ante todo, lo que necesita es asistencia médica.

—Pero, bueno, ustedes… —casi rogó el taxista.

—Tenemos averia.

—Es que, estos señores…

—Lo siento, pero se trata de un deber —dijo con una amable y a la vez autoritaria sonrisa—. Ahora lo traemos. Puede llevarlo en el asiento delantero, sujeto con el cinturón de seguridad. Ustedes tendrán que dejar un hueco para mi compañero. Yo me quedaré aquí a la espera de la ambulancia.

—¿Es que hay más heridos? —preguntó Malco.

—Una mujer. Pero está muerta —y el agente, sin hacer más comentarios, se fue en busca de su compañero.

Los dos, tras hablar entre sí unos instantes, se encaminaron hacia la playa.

—Esto no me hace ninguna gracia —dijo el taxista.

El matrimonio guardó silencio. Malco vio cómo los agentes levantaban al hombre de la arena. Debía resultarles muy pesado a tenor de los esfuerzos que hacían. Pensó que aquel no era precisamente un buen comienzo de vacaciones.

Nona tenía un sudor frío en la mano, aquella que acariciaba su esposo, que intentaba tranquilizarla.

Ella se removía inquieta.

—Con tal de que no se nos muera en el camino… —y el taxista dio un puñetazo al volante.

♦ ♦ ♦

—¡Bruto!

David alzó su almohada y le descargó un certero golpe en la cabeza a su hermana. Eso desencadenó una auténtica batalla. Esther, que no se amilanaba ante tales ataques, levantó también la suya y pasó igualmente a la ofensiva.

Saltaban sobre las camas, reían estrepitosamente, atentos tan sólo a darse atinados golpes que les hicieran caer rebotando en los colchones y no oyeron que la puerta de la habitación se abrió de repente y apareció en ella un asustado rostro.

—¡Niños! —gritó la abuela, que se defendía de un posible e incontrolado golpe de almohada cubriéndose el rostro con las manos.

Tardaron en oír a la desesperada mujer, que no sabía hacer otra cosa que andar de un lado para otro de la habitación intentando con inútiles gestos que los niños dieran por finalizada aquella contienda con la que no contara cuando se quedó a la custodia de sus nietos.

—¡Basta, por favor! —acabó rogándoles.

—¡Abuela! —exclamó Esther con la cara congestionada y comenzó a redoblar en un imaginario tambor—. ¡Mira lo que hace David!

—¡Atención! —gritó el niño imitando a los presentadores de circo.

Tomó impulso como si estuviera en una colchoneta y después de haber alcanzado el techo dio un salto sobre sí mismo para acabar sentado en la cama.

La mujer había cerrado los ojos.

—¿Qué te ha parecido? —le preguntó David.

—Oh, muy bien, muy bien… —dijo casi desfallecida la abuela.

—¿Lo repito?

—¡No! —exclamó agitando los brazos.

—¿Por qué?

—Porque… ¡es hora de dormir! Si vuestro padre lo supiera, ¡seguro que os ganaríais una buena reprimenda!

—¡Si fue él quien enseñó a David a saltar de esa manera! —intervino Esther.

La mujer, confundida, tartamudeó:

—Esto se acabó, al menos mientras yo sea responsable de vosotros.

Los dos niños sonrieron, como divertidos potrillos salvajes.

—Pero mañana nos harás un pastel de manzana —dijo David.

—De acuerdo —el rostro de la mujer se llenó de ternura—. Dadme un beso, pequeños. Si es que sois tan traviesos…

Los tres, abrazados, rieron.

Cuando la abuela se fue, tras dejar que la habitación estuviera sólo débilmente iluminada por la luz de la luna, ellos hablaron en voz baja.

—¿Ya están en la isla? —preguntó David.

—Aún no.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—Esta noche, ¿dónde duermen?

—En un pueblo de la costa.

David miró el techo, como si allí se proyectara una película, y dijo tras permanecer un rato en silencio:

—¡Qué suerte!

—¿Eh?

—La de ir a una isla.

—Ya… —y los dos desearon encontrarse con sus padres.

Esther se levantó y se asomó a la ventana.

Miró el parpadeo del firmamento.

—¿Qué buscas en el cielo? —le preguntó David, observándola curioso.

—La estrella más brillante.

—¿Por qué?

—Se lo prometí a mamá, cuando hablé con ella por teléfono.

—¿Y para qué?

—Me dijo que, si la mirábamos todos al tiempo, nos sentiríamos unidos.

—¡Cosas de mujeres! —y rió.

—Anda, ven.

Y David también miró la estrella que le indicara su hermana.

Así permanecieron largo rato, lo que les pareció una eternidad.

♦ ♦ ♦

Nona, sentada detrás del hombre, que en su inconsciencia respiraba como si quisiera aspirar todo el aire del mundo, intentaba apartar sus ojos de aquella cabeza grotescamente inclinada hacia un lado.

Pero no podía.

—Ahí está el pueblo —les dijo el taxista.

—Tiene un faro —añadió el agente, que señaló el chorro de luz que no tardaría en alcanzarlos.

—Y nada más —ironizó el conductor.

Nona, al caérsele al hombre la cabeza hacia atrás, lanzó un sobresaltado gemido.

—Ya llegamos —le dijo Malco pasándole un brazo por los hombros.

Nona se acordó de la estrella.

♦ ♦ ♦

Del coche, calcinado, manaba un humo negro.

El agente, a la orilla del mar, de espaldas al cadáver de la mujer, a la que alguna vez dirigía su mirada como con la esperanza de que resucitara para que le dijera lo que había sucedido, aguardaba intranquilo la llegada de la ambulancia.

Lo acompañaba el murmullo de las olas, que se deshacían en espuma a sus pies. Y vio una lejana luz, perdida en la oscuridad, allá donde el horizonte era una vaga línea bajo los rayos de la luna. Seguramente era de algún bote de pescadores, pensó.

—Un inspector se hará cargo del caso —se dijo—. Pero querrá saberlo todo, hará muchas preguntas, a las que no se puede contestar con titubeos. No hay que olvidar ni un detalle…

Y se percató de que en su agenda no había hecho ninguna anotación.

Se volvió hacia la muerta, la enfocó con su linterna y sintió un estremecimiento.

—Obra de un loco —y comenzó a contar las cuchilladas que presentaba aquel cuerpo de una mujer de unos cuarenta años de edad, en cuyo rostro se reflejaba el horror del que fue presa antes de morir.

♦ ♦ ♦


Signore, en mio fonda, ¡cose buone da mangiare!
—exclamó la italiana, rebosante de fláccidas carnes, con su más agradable sonrisa.

—Renata —intervino el taxista antes de que Malco pudiera hablar—, estos señores están cansados.
No maccheroni, ni pesce, ni carne
… En una palabra, ¡
no mangiare
!


Bene, bene… No cenar, capito. ¿Caffé?
—preguntó al matrimonio.

—No, gracias —respondió Malco.

—¡
Dormire
, Renata,
dormire
! —exclamó el taxista.


¡Ah, dormire! Una stanza… ¡Prèsto, signores!

—Renata —dijo su marido—, yo les atenderé. Mientras, lleva a la cocina a mi hermano, que no se irá a la ciudad hasta haber tomado algo con nosotros.

—Y, si hay buen vino, os contaré lo que nos ha pasado cuando veníamos al pueblo.

—¿Qué ha sido?

—Luego.

El taxista se despidió del matrimonio. Su hermano se hizo cargo de las maletas y les indicó la escalera por la que tenían que subir.

—Bella —dijo la italiana a Nona, que le sonrió agradecida.

Mientras Malco abría una maleta. Nona se acercó a la ventana.

—El pueblo, unas cuantas casas —dijo.

—Pero, ya sabes, tienen un faro —sonrió Malco.

—Aquí son todos pescadores, supongo.

—Así es.

Malco, que buscaba el cepillo de dientes, pensó que, si las cosas les iban como hasta entonces, dentro de unos años le propondría a Nona irse a vivir a un pueblo como aquel. Comenzaba a estar cansado de la ciudad, donde el mero hecho de irse a un estreno cinematográfico requería organizarlo con unos cuantos días de antelación.

Le sorprendió la pregunta de su esposa:

—¿Y la isla?

Malco dejó de hurgar en la maleta y preguntó a su vez:

—¿La isla?

—¿Dónde está? —inquirió Nona mirando hacia el mar.

—¿No la ves?

—No.

Malco se llegó hasta la ventana.

La luna se encontraba oculta tras unas nubes. Más allá de la dársena del pequeño puerto, todo quedaba sumido en la oscuridad. La luz del faro, fugaz, no alcanzaba el horizonte. Efectivamente, la isla no parecía estar en ninguna parte. Pero Malco sabía que se encontraba a unos cuantos kilómetros de la costa, casi frente al pueblo.

—Cuando se haga de día, la verás.

Nona se retiró de la ventana, algo desilusionada por no haber podido divisar la isla en la que pasarían sus vacaciones y se tumbó en la cama.

Malco, durante un rato, oteaba el mar desde aquella improvisada atalaya.

—Es allí —dijo y señaló a la oscuridad.

Pero Nona ya se había dormido.

♦ ♦ ♦

El mar, manso, se retiraba.

Quedaban hoyuelos en la playa, varadas algunas lanchas en el puerto, peces prisioneros en las oquedades de las rocas.

Unos cangrejos dejaban sus huellas en la arena.

Y en una gruta, abandonado allí por el mar, lleno de algas, el cadáver de un hombre, con un profundo corte en el cuello, sin brazos, con los ojos fuera de las órbitas, aún tenía marcado en su rostro todo el horror que mente humana pueda concebir.

Los cangrejos escalaron aquel cuerpo.

Cuatro

L
a italiana, que les había ofrecido un suculento desayuno, tras desear a Nona que tuviera un hermoso niño, entró en la cocina, donde, según dijera, se sentía la mujer más dichosa del mundo.

—Se pasa ahí dentro todo el día —comentó su marido.

Malco le ofreció un cigarrillo y le preguntó:

—¿Dónde podremos alquilar una lancha?

—Pregunte en el puerto —respondió el hombre después de pensar durante un momento, como si intentara recordar a alguien que se ocupara de tal negocio—. Pregunte por el torrero, que así se llama… Bueno, que así es como lo conocemos todos, el torrero. La verdad es que no me acuerdo de cuál es su nombre y como torrero no hay más que uno, no tendrá pérdida. Pero, señor, tenga cuidado a la hora de cerrar el trato. Puede engañarlo, que es lo que acostumbra hacer. Es una especie de manía suya eso de engañar a quien se le pone a tiro.

—¿Tiene teléfono? —le preguntó Nona.

—¿En la fonda?

—Sí.

—Desde luego —y le señaló una de las puertas del comedor.

—Antes de irnos a
Th’a
pediré una conferencia.

—Está a su disposición.

—Supongo que en la isla no habrá teléfono…

—No, señora, no creo. Aunque, como nunca he estado allí, tampoco se lo puedo asegurar. Desde luego, con el continente no tienen comunicación los pocos isleños que allí quedan. En tal caso, habrá una centralita para la propia isla. Pero, la verdad, son sólo conjeturas.

—¿Puedo pedirle un favor…? —dijo Nona, a quien su marido miró interrogante.

—La escucho.

—Dar la dirección de su fonda para que mi madre, que se ha quedado al cuidado de los niños, pueda enviarnos un telegrama o…

—No se preocupe. Una vez a la semana —explicó el dueño de la fonda—, hay un hombre que se encarga de ir a la isla. Lleva y trae el correo, les suministra lo que han encargado… Por él yo les enviaría el recado. De todas formas, a su madre —y habló directamente a Nona—, será preferible que le dé el número de teléfono de esta casa. A nosotros no nos representa ninguna molestia y seguro que a ella se las quitaría. Al hombre le toca ir dentro de tres días. Si hay algo para ustedes, yo se lo daré con tal fin.

—Conforme —y Nona le sonrió agradecida.

—Son ustedes muy amables —añadió Malco.

—Es nuestra forma de ser.

Los tres rieron.

Cuando el hombre se fue para atender a otro huésped que acababa de entrar en el comedor, Nona se dirigió a la cabina telefónica. No tardó en regresar.

—Hay una media hora de demora. Mientras tanto, podemos hacer algo…

—Buscaremos al torrero. El puerto está ahí mismo y ese hombre no andará lejos.

—¿Y si no nos alquila una lancha?

—Todo es cuestión de dinero.

—Recuerda lo que te advirtió el dueño de la fonda…

—Descuida.

Cuando salieron, divisaron la isla, próxima, bajo un cielo limpio de nubes, de un hiriente azul, como flotando sobre el mar.

—Allí está —dijo Malco y señaló.

—Un buque abandonado… —murmuró Nona.

♦ ♦ ♦

El profesor, dispuesto a respetar su habitual paseo de la mañana, bajó por un sendero hasta la playa y llegó hasta los restos del coche que había sido pasto de las llamas.

—La civilización… —ironizó al contemplar el montón de hierros negruzcos y retorcidos que parecían haber sufrido una lenta agonía.

Algunas gaviotas merodeaban curiosas.

Una de ellas, precavida, se acercó al profesor.

—Ahí tienes, pequeña —le dijo—, lo que fuera un codiciado ejemplar mecánico, producto de la inteligencia humana, que no cesa en ingeniárselas para morir como sea, con tal de que esa muerte le alcance de una forma violenta.

La gaviota dio un picotazo al coche antes de emprender el vuelo, como si le enojara la presencia en la playa de aquel monstruoso vehículo.

El profesor siguió el vuelo de la gaviota que se adentraba en el mar y reparó en que algo flotaba sobre las aguas, no muy lejos de la orilla.

—El mar acabará por dejarlo en la playa —se dijo el profesor.

Y, dueño del tiempo, esperó a ver de qué se trataba.

En el fondo, desde niño, siempre había tenido el deseo de encontrarse con el tesoro de algún buque naufragado.

♦ ♦ ♦

Tal como les dijera un pescador, el torrero estaba jugando al dominó en una de las tabernas del puerto.

—¿Qué se les ofrece? —preguntó el hombre que los hizo esperar a que terminara la partida y les enseñó, en una casi irreconocible sonrisa, un puñado de sucios dientes.

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