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Authors: Juan José Plans

Tags: #Terror

El juego de los niños (3 page)

BOOK: El juego de los niños
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El profesor señaló con la pipa y preguntó a uno de los agentes:

—¿Comprende?

Hubo un corto silencio.

—Oh, sí… —respondió con un susurro el agente, cuya mente hacía tiempo se había ido de la cabaña del profesor para estar en compañía de su encantadora amiga, una de las muchachas más atractivas del pueblo.

El profesor tiró de la argolla de su bote de cerveza. Pero no bebería hasta decir, al detener la mecedora:

—Se trata de orquestar y dirigir las batallas biológicas según nuestros intereses o según lo que estimamos de mayor interés. Pero quizá, y aquí está el posible error, nuestras batallas biológicas organizadas no se corresponda con las organizadas batallas biológicas de la naturaleza.

Alzó el bote de cerveza.

—Entonces —añadió—, en vez de compensar, descompensamos, o sea, en vez de equilibrar, desequilibramos lo que hemos aceptado con el nombre de ecología. Y también, quizá, de tal suerte, seamos intrusos en unas leyes dadas por la naturaleza y que nosotros igualmente deberíamos respetar.

Y apuró, de un trago, el contenido del bote, acto en el que le acompañaron con evidente entusiasmo los dos agentes, que creyeron finalizado el discurso del profesor.

♦ ♦ ♦

El hombre sintió repentinamente un agobiante calor y apartó la botella de su avariciosa boca para mirar asombrado las llamas que salían de la parte delantera del coche.

—¿Nos han alcanzado esos inmundos hijos de perra? —preguntó a su fantasmal compañero, materializado en su cerebro a causa de los efectos del alcohol.

Una explosión hizo brincar al coche.

—¡Saltemos! —gritó.

Las puertas se habían desprendido de las bisagras.

El hombre, tras abrocharse un invisible paracaídas y de apretar la botella contra su pecho, se lanzó.

Soltó una retahíla de palabrotas al hundirse su cara en la arena.

—¿Qué diablos pasa? —se preguntó.

Luego desprendió la arena de los ojos y escupió la de la boca con arcadas.

Fue cuando volvió a la realidad.

Ofuscado, mientras sus manos acariciaban la botella, observó el mar.

♦ ♦ ♦

El profesor hizo un gesto para que los agentes no se levantaran y, con expresión de revelarles algo importante, les dijo:

—A la naturaleza puede comenzar a resultarle molesto los cien millones de protoplasma de los humanos. No sólo por considerar que se entromete en lo que no le concierne, sino también por desorganizar lo organizado, lo muy organizado antes que el propio hombre existiera. Esta puede ser la gota de agua que colme el vaso de paciencia de la naturaleza, que ya desde hace mucho tiempo hemos llenado. No sólo contaminamos, sino que, aunque no se haga realmente con mala fe, desbaratamos los planes de la propia naturaleza. Tal vez por ello acabemos siendo terriblemente enojosos para la naturaleza. Y tal vez por ello la naturaleza acabe presentando una batalla biológica en contra nuestra, con la finalidad de hacer desaparecer esos cien millones de toneladas de protoplasma humano que le acarrean tantos disgustos. Para ello nada mejor que aunar a todas las especies contra la nuestra o, simplemente, crear una nueva especie con la misión de dar fin a la humana. La naturaleza está capacitada para tal cosa y no le preocupa el tiempo que tendrá que pasar y emplear para ello. Nosotros, en cambio, poco podríamos hacer contra esa decisión. Es posible que la propia naturaleza, un día, absorba esos cien millones de toneladas de protoplasma para, en una palabra, no tener que seguir soportándonos.

El profesor se acercó a la ventana.

Los dos agentes aprovecharon su silencio y tras cruzarse una significativa mirada se levantaron de sus asientos.

—¿Comprenden? —les preguntó el profesor, que parecía observar algo a través de la ventana, desde la que disfrutaba del salvaje paisaje que ofrecía la playa.

—Desde luego, profesor —respondió uno de los agentes.

—Sería el fin —dijo el otro.

—Pero no del universo, ni del mundo, ni de las demás especies, sino únicamente el fin de la humanidad —añadió el profesor.

El agente que pensara en el pastel de frambuesa que ya estaría esperándole en casa de su amiga, mientras se ajustaba el cinturón del que colgaba la pistola, dijo decidido:

—Y ahora, nos vamos.

—No hay nadie merodeando por aquí, con toda seguridad. Puede estar tranquilo, como seguramente lo ha estado desde que hizo la llamada —dijo el otro agente, con cierto tono de crítica, fatigado su cerebro a causa de la teoría del Premio Nobel, del que opinó para sus adentros que comenzaba a perder la cabeza.

El profesor encendió de nuevo su pipa y los sorprendió al decirles:

—Les aconsejo que se marchen lo más rápido que puedan —y volvió a mirar por la ventana.

—¿Y eso?

—¿Por qué esa repentina prisa?

—Si no me equivoco, y como saben sigo sin necesidad de usar gafas, un coche está ardiendo en la playa, justo a la orilla del mar.

♦ ♦ ♦

El taxista, que acababa de ofrecerles un cigarrillo, desconectó la radio y les explicó que no soportaba las intervenciones del comentarista de política internacional del programa de medianoche. Entonces les preguntó:

—¿A la fonda?

—Iremos donde nos aconseje —le respondió Malco, a quien el conductor vio por el espejo retrovisor besar en la mejilla a su esposa.

—Que yo sepa, para hospedarse, no hay más que una fonda aquí, precisamente la de uno de mis hermanos. Hace tiempo que no vengo por el pueblo, creo que desde cosa de un año. Hablaban de levantar un pequeño hostal, pero no sé. En la fonda de mi hermano se encontrarán cómodos, se lo aseguro. Al menos las habitaciones son limpias. Y si les gusta la cocina italiana, se olvidarán por completo de los inconvenientes que se les puedan presentar. Mi cuñada es italiana. Sus canelones son deliciosos, quizá demasiado. La última vez que los comí estuve a punto de reventar. De no ser porque me bebí todo un tarro de bicarbonato, a estas horas no estaría conduciendo este cacharro.

Los tres rieron.

—¿Por cuánto tiempo?

—Sólo esta noche —respondió Malco.

—La verdad, como traen unas cuantas maletas, pensé que habían elegido el pueblo para pasar las vacaciones.

—Realmente venimos a estar unos días de descanso… —explicó Malco, que acariciaba las manos de su mujer.

—¿Entonces?

—Pero no en el pueblo, sino en la isla.

—¿En la isla? —preguntó sorprendido el taxista.

—Así es.

—Como no se dediquen a pescar… En esa isla, no hay lugar donde divertirse, ni tan siquiera un maldito cine. Tendrán que conformarse con los programas de televisión, que ya es el colmo. Dudo que los habitantes de la isla sepan bailar, que por otra parte no son más que un puñado de familias dedicadas principalmente a la pesca. No es por desanimarlos, pero allí tendrán que ingeniárselas para pasar el tiempo.

—Perfecto —dijo Malco.

El taxista, que no comprendía que alguien escogiera un lugar casi deshabitado para disfrutar de unas vacaciones, suspiró.

—Por una noche, en la fonda de mi hermano, espero que no haya problemas —dijo—. Pero no les prometo nada. Algún turista siempre hay, de esos que prefieren estarse durante el día en un pueblo y por la noche llegarse a la ciudad. No obstante, si no tuviera alojamiento, no se preocupen. Él está en contacto con unas cuantas casas que admiten huéspedes.

—Le agradeceremos cuanto haga por nosotros.

—No será ninguna molestia.

—¿Cuánto falta para llegar? —preguntó Nona, a quien le agradaba el olor a mar que entraba por la ventanilla.

—Cosa de cinco kilómetros, como mucho —le respondió el conductor, que disminuía la velocidad porque entraba en una zona de curvas que acabaría cuando la carretera se hermanara con la playa.

—¿Y eso qué es? —le preguntó Malco señalando un edificio iluminado.

—Un club. Se llama el…

—No nos interesa —le interrumpió Nona.

—A la isla… —murmuró el taxista, como perdonándoles que desperdiciaran sus vacaciones en un lugar que no era del agrado ni tan siquiera de los que en ella vivían.

Pero sus clientes, con expresión de felicidad, no lo oyeron.

♦ ♦ ♦

Poco después de que tomara asiento en lo primero con que tropezara, tras contemplar con gesto estúpido como el coche era devorado por las llamas, el hombre apuró hasta la última gota el güisqui que quedaba en la botella.

No oyó la sirena del coche patrulla, ni el correr de los agentes por la playa hasta llegar a su lado.

—¿Está herido? —le preguntó uno de ellos.

El hombre, absorto en la contemplación de la botella vacía que había dejado caer entre los pies, no respondió.

El otro agente descolgó la linterna de su cinturón y enfocó directamente al rostro.

—Dios mío… —murmuró.

—Es como si le hubieran dado una terrible paliza —dijo su compañero, que olvidó por completo el pastel de frambuesa al ver aquella deformada cara, casi monstruosa.

—Un momento… —y el otro agente se arrodilló ante el hombre, que ni siquiera pestañeó cuando la linterna quedó frente a sus ojos.

—¿Qué es?

—¡Está borracho!

El hombre rompió su silencio.

—¿Y qué? —dijo y apartó de un manotazo la linterna que apuntaba a sus ojos y que se le cayó al agente a la arena.

El agente, al recoger la linterna, reparó en lo que servía de asiento al hombre. Tras unos instantes se puso de pie, desenfundó la pistola, apuntó a la frente del hombre y le preguntó, mientras una sombra de dureza cubría su rostro:

—¿Quién es?

El hombre lo miró interrogante.

—¿Quién es quién?

El agente enfocó con su linterna a la mujer muerta sobre la que se había sentado el desconocido. Este, al ver un rostro desorbitado bajo sus piernas, dio un grotesco salto acompañado de un pavoroso grito.

El hombre, a quien le temblaban las piernas, acabó por arrojar todo el líquido que tenía en su estómago.

—Está acribillada a cuchillazos —dijo el agente, sin dejar de apuntarle.

Tres

—¡N
o la maté! —gritó el hombre, de espaldas al cadáver, que le producía un insoportable espanto.

Encorvado, acabó por llorar.

El agente, con el dedo en el gatillo, receloso de cualquier movimiento del hombre, le dijo:

—Ya nos lo contarás.

Su compañero se arrodilló para examinar el cadáver.

—Quizá la quiso ahogar —dijo y enfocó minuciosamente con su linterna todo el cuerpo de la mujer, bañado en agua—. Estos tipos son capaces de cuanto uno no logra ni siquiera imaginar, hasta de lo más aberrante. Varias puñaladas son mortales, como las que tiene en el pecho. Pero, otras —y señaló las que se veían en los muslos, que estaban al desnudo— sólo se conciben por dar placer a una refinada crueldad. ¡Señor, qué repugnante mente la del que ha sido capaz de llevar a cabo este crimen!

—Ha dicho que ni sabía que se hubiera sentado encima de un cadáver.

—Bonito cuento.

El hombre levantó sus desmayados brazos y volvió a gritar:

—¡No la maté!

Y, tras proferir un gemido, se desplomó.

El agente que le apuntaba con la pistola se inclinó para apoyar su cabeza en el pecho del hombre.

—¿Muerto? —le preguntó su compañero.

—Por ahora, no… —y se levantó y enfundó el arma.

—Todo esto es muy extraño.

—Cierto.

—Hay que llamar al jefe.

♦ ♦ ♦

El profesor, que se balanceaba lentamente en la mecedora, añoró tener sentados en el suelo a un grupo de niños con la boca abierta a los que contarles alguna historia, como todas las noches hacía con sus nietos un colega, según le dijera radiante de satisfacción, mayor que la que pudiera tener si lograra dar por finalizados sus complicados trabajos acerca de la comunicación entre los delfines.

—Tiene que ser algo mágico —murmuró mientras mordía la gastada boquilla de su pipa.

Él, dedicado siempre a la investigación, ni tan siquiera había tenido tiempo de enamorarse alguna vez.

—Pero, no estoy arrepentido —dijo a las paredes de la cabaña.

No obstante, pese a no querer reconocer que aquella melancólica soledad de sus últimos años era fruto de un aislamiento constante cuando no estaba ocupado con su trabajo, acabó por quedarse dormido mientras pensaba en la posible historia que le contaría a unos pequeños que lo llamarían abuelo.

♦ ♦ ♦

El agente, contrariado porque aquel suceso significaba que no podría ir a casa de su amiga, gritó a su compañero que permanecía en la playa:

—¡No arranca!

El otro, tras comprobar que el hombre continuaba inconsciente, soltó una serie de maldiciones, se acercó al coche.

—¿Qué diablos le pasa? —preguntó nervioso.

—No lo sé.

—Si ese hombre se nos muere… —y pensó que aún no había llegado la orden de su ascenso, que quizá todavía no estaba firmada.

—¿Ha empeorado?

—¡No soy médico! —gruñó.

—Seguro que es cosa del motor —dijo su compañero, que se levantó para sacar las herramientas que estaban debajo del asiento.

—¡Pues ya estás reparando la avería!

—No soy mecánico.

—¿Antes no lo fuiste? —le preguntó extrañado.

—Te equivocas. Sí, trabajé en un taller, de acuerdo, pero de contable.

—¡Podías haber aprendido algo!

—Soy alérgico a la grasa.

—¡Lo que nos faltaba! —y se arremangó hasta los codos.

—Quizá tengamos suerte —le dijo su compañero y señaló hacia la carretera.

Un coche se acercaba.

♦ ♦ ♦

El taxista, al ver una luz intermitente en medio del asfalto, pisó el freno. Se detuvo a pocos metros del agente que le hiciera señales con la linterna. El otro de los patrulleros ya se encaminaba al coche, con una mano puesta en la funda de la pistola, que no llegó a sacar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Malco al taxista.

—Será un accidente. Miren ahí, en la playa. Un coche está carbonizado. Estas malditas carreteras…

Nona vio como el coche era una masa negra envuelta en humo y sintió un escalofrío.

—Perdonen —dijo el agente y se inclinó para hablar por la ventanilla del conductor mientras miraba el rostro de los tres ocupantes—, pero tendrán que ayudarnos.

—Lo que usted diga —respondió el taxista, no de muy buena gana.

—El coche es amplio —comentó el agente, que observaba la capacidad del vehículo—. Podemos arreglarnos hasta el pueblo, del que estamos tan sólo a unos minutos.

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