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Authors: Juan José Plans

Tags: #Terror

El juego de los niños (5 page)

BOOK: El juego de los niños
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—Alquilarle una lancha —dijo Malco, que no deseaba prolongar la conversación más de lo estrictamente necesario.

—¿Con motor?

—Desde luego.

—¿Para qué? —y miró con disimulo las piernas de Nona.

—Para ir a la isla.

—¿Y por cuántos días la necesitan?

—Quince.

El hombre se frotó la cara.

—Le costará quinientos al día y el combustible por su cuenta —dijo tras realizar una serie de cálculos a los que no fueron ajenos sus dedos.

—Muy caro —respondió Malco.

—Si otro se la alquila más barato, no pierda el tiempo conmigo —y el hombre sonrió con malicia, pues en el pueblo era el único que alquilaba lanchas.

—Cuatrocientos.

—¿En mano?

—Sí.

—Trato hecho —y el hombre dio la mano a Malco.

Se la apretó de una forma exagerada. No todos los días, se dijo, se le presentaban unos clientes como aquellos.

—Antes, quisiera ver la lancha.

—Está en el puerto. Cuando quieran —y el torrero se levantó y les cedió el paso, con el principal propósito de admirar las piernas de Nona.

♦ ♦ ♦

Cuando regresaron a la fonda, acompañados por el torrero, que se ofreció para ayudarlos a transportar las maletas, se encontraron con que los estaba esperando el agente que por la noche fuera con ellos en el taxi.

—¿Cuándo se van para la isla? —les preguntó.

—En cuanto hagamos una llamada telefónica —dijo Malco, algo extrañado por la visita del agente.

—¿Cómo se encuentra el hombre? —inquirió Nona.

—Está grave.

—¿Ya saben lo que ocurrió?

—No, señora —y el tono empleado por el agente les dio a entender que no haría más comentarios sobre el caso.

—¿Y bien…? —preguntó Malco.

—Sólo saber si, a causa del papeleo, la rutina de siempre como ustedes comprenderán, podemos contar con sus declaraciones acerca de cuanto han visto desde que les paramos en la carretera.

—Por supuesto —dijo Malco—. Durante quince días estaremos en la isla.

—Muchas gracias.

Y el agente, tras un saludo, se fue de la fonda.

—Estas vacaciones —comentó Malco— no van a ser tan tranquilas como esperábamos. Tenía razón el taxista. Surgen complicaciones.

—Seguro que no nos molestarán —dijo Nona—. Vamos a pedir la conferencia, a ver si esta vez tenemos más suerte.

El torrero, sentado sobre una de las maletas, aguardó a que hablaran con sus hijos mientras él hacía planes en los que gastarse el dinero que no tardaría en tener en su bolsillo.

♦ ♦ ♦

El profesor, rodeado de gaviotas, notó que un cierto nerviosismo comenzaba a invadirle, se quitó los zapatos y se arremangó los pantalones cuando lo que flotaba en el mar ya estaba cerca de la orilla.

Sobrecogido, cogió lo que traían las aguas.

—¡Dios mió! —murmuró, con infinito asco.

Saltaban las olas. Arrojó a la arena aquello que durante unos instantes tuviera en sus manos, gritó despavorido y corrió hasta llegar a la cabaña mientras las gaviotas se congregaban en la playa.

♦ ♦ ♦

—El dinero —dijo el torrero, una vez que colocó las maletas en la embarcación.

—¿Ha hecho la cuenta? —le preguntó Malco.

—Desde luego —respondió con gesto avaricioso—. En total, seis mil al contado. Conste que no es caro, que casi es un favor.

Malco le sonrió irónico.

El torrero respiró hondo cuando guardó los seis billetes de a mil presurosamente en un bolsillo.

Malco, que deseaba hacer desaparecer de su vista a aquel hombre, ayudó a Nona a montar en la lancha, cosa que hizo con exagerada lentitud.

—Dentro de quince días, aquí les estaré esperando —añadió el torrero mientras ya se iba—. Cuiden de la embarcación, que es de las mejores. Además, cualquier desperfecto corre por cuenta de ustedes. Ahora, otro asunto me reclama.

Y desapareció.

Malco, ya en la lancha, puso el motor en marcha.

—Dentro de un par de horas, como mucho, llegaremos a la isla.

Nona se sujetó fuerte.

♦ ♦ ♦

—¿Algo para mí? —preguntó el agente, con la esperanza de que le hubiese llegado el oficio comunicándole su ascenso.

—Nada, que yo sepa —le respondió su compañero, que acababa de colgar el teléfono.

—¡Maldita sea! —y se desplomó en su asiento.

—Ya puedes espabilar —le recomendó el otro, que se mostraba nervioso.

—¡Si acabo de llegar! —protestó.

—Es que nos vamos.

—¿Adónde? —preguntó enojado.

—El profesor…

—¿A estas horas? —le interrumpió—. ¡Ni hablar!

—Esta vez creo que va en serio —dijo el otro, sombrío.

—¿Qué ha dicho? —y su rostro se llenó de irónico escepticismo.

—Pues…

—¡Quiero saber qué diablos se ha inventado ahora ese bribón!

—Ha dicho que, en la orilla del mar, ha encontrado la cabeza de una mujer. Supone que… cortada de un hachazo.

El agente juró que, como se tratara de un nuevo engaño, sería capaz de meter en una celda a aquel estrafalario Premio Nobel de las narices.

Segunda parte
Uno

M
alco pensó contrariado que el torrero de uno de los pueblos más inmundos de la costa era un astuto hombre de negocios y él un incauto cliente que se dejara engañar por una taimada capa de pintura blanca. El hombre se dedicaba en sus horas libres al alquiler de lanchas, después de disimular las centenarias y podridas maderas de una embarcación. El resultado era que… ni siquiera podía ser comparada la barca con un cascarón de nuez.

Había alquilado a un precio notablemente elevado la peor de las embarcaciones que se hallaban en el sucio puerto.

La embarcación, con un motor fuera borda que rugía con espasmos como un animal antediluviano herido de muerte, hacía agua por todas partes.

El mar, de no ser porque en aquella época del año se dedicaba a recuperar energías para sus invernales y apasionadas campañas guerreras contra la costa, hubiera convertido la barca en añicos con tan sólo embestirla con la más perezosa de sus olas.

Malco comprendió entonces la razón por la que el torrero, una vez que tenía los billetes en la mano, le dijera, esbozando una socarrona sonrisa, que otro asunto lo reclamaba y desapareció de forma tan repentina cual si se hubiera volatilizado.

Pero ya no era cuestión de retroceder y buscar al torrero para romperle los pocos dientes verdinegros a causa del tabaco y del salitre que le quedaban. Además, estaba seguro de no encontrarlo. Se hallaría en el lugar más oculto de su faro, al final de esas intrincadas escaleras de caracol donde todo torrero parece ser el dueño del mundo.

La lancha, que algunas veces brincaba como un potro salvaje, los acercaba a la isla.

Pese a que la embarcación se hallaba en tan lamentable estado —apenas era capaz de hacer unos cuantos nudos sin sobresaltos—, cumplía con el deseo de quien la manejaba, que no era otro que llegar a aquella pequeña isla próxima a la costa en la que aún sobrevivía algún reptil prehistórico.

♦ ♦ ♦

Nona no apartaba las manos de su abultado vientre, donde ya hacía siete meses había comenzado a latir una nueva vida.

Pasaba suavemente las yemas de los dedos por aquel inflado globo de piel humana en el que otro ser jugueteaba antes de ver los rostros de quienes hacía tiempo deseaban conocer el suyo.

Tampoco cesaba de mirar a Malco, que forcejeaba con el timón e intentaba que la lancha se convulsionara lo menos posible. Sabía que Malco estaba malhumorado consigo mismo por la torpeza cometida al alquilar aquella barca y le tendía una sonrisa maliciosa, entre acusadora y de cómplice estafada.

Malco únicamente tenia ojos para el fondo de la lancha. No porque rehuyera la mirada de Nona, sino porque eran muchas las fisuras por las que entraba el agua. Por eso, la pregunta de Nona, lo sorprendió:

—Amarilla.

—¿Qué…? —inquirió confundido.

—La isla.

—¿La isla?

—Dijiste que era roja.

—Rojiza, dije rojiza, sólo rojiza, de un color rojo oscuro —puntualizó Malco.

—Pues es amarilla —dijo ella y señaló a aquella tierra que emergía del mar.

Malco, por primera vez desde que habían embarcado, se fijó realmente en la isla. Hasta entonces sólo se preocupaba de cómo devolverle la estafa al torrero y del agua que ya comenzaba a mojarle los bajos del pantalón.

—Amarillenta… —susurró, dándole la razón a Nona.

—Bueno, no es roja.

—Rojiza —volvió a puntualizar.

—Amarilla —dijo Nona, con cierta terquedad.

Malco suspiró y se contuvo para no proferir una imprecación que con certeza haría llorar a Nona, más sensible que nunca desde el embarazo.

—¿Por qué me dijiste que era rojiza? —le preguntó ella tras un titubeo condescendiente.

—Porque así lo fue siempre.

—Te has equivocado y debes reconocerlo.

Malco no comprendía cómo los recuerdos lo habían traicionado de aquella manera.

Desde que hablara a Nona de la isla, nunca dejó de describirla de color rojizo.

—No entiendo —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Acaso sea otra isla?

—¡Imposible! —exclamó Malco—. ¡No hay más islas por esta parte de la costa! —y movió de un lado para otro la cabeza.

—Entonces…

Él respondió con una débil sonrisa:

—Ha cambiado de color.

Nona rió.

—Hablas de la isla como si se tratara de un camaleón —dijo divertida.

—¿Es que hay otra forma de explicar tan curioso fenómeno? —dijo, y luego, para disculparse, añadió—: El color rojizo le era muy llamativo.

Ella, tras mirar curiosa a sus ojos, le preguntó:

—¿Cómo la ves?

—¿Ahora?

—Sí.

—Amarillenta —respondió tras observar de nuevo a la isla.

Y después, extrañado, preguntó:

—¿Por qué te interesas por eso?

—Por si fueras daltónico.

Malco rió.

—La isla —y la señaló al tiempo que abandonaba el timón— es inconfundible por su contorno. La reconocería aunque padeciese de daltonismo. Y eso que, desde que estuve en ella por primera vez, han pasado bastantes años. Pero nunca me he olvidado de su configuración, que resulta muy hermosa —y volvió a hacerse cargo del timón—. Dicen que algunos navegantes llegaron a enamorarse de ella…

—¿Por qué?

—Te lo he contado infinidad de veces —exclamó.

—Ya, recuerdo. ¡La leyenda!

—Es como una doncella tendida en el mar, una doncella que duerme un sueño eterno. Si te fijas bien…

Y Nona buscó a aquella mujer de tierra.

A la isla se la conocía por
Th’a
desde que, muchos siglos antes, su joven reina fuera asesinada por su esposo, angustiado a causa de unos infundados celos. La había matado al borde de un acantilado y después, ante la estupefacción y dolor de sus súbditos, la arrojó al mar.

Al desaparecer
Th’a
bajo las aguas, entraron en erupción varios volcanes. Los nativos siempre lo consideraron como un castigo de los dioses por haber dado muerte el rey a una de sus hijas predilectas. Parte de la isla fue devorada por el mar y el viento se encargó de esculpir el cuerpo de
Th’a
en lo que quedó de ella.

—Los cabellos… —dijo Malco.

—Un bosque —interrumpió Nona—. Parecen sauces.

—Si, lo son. Y aquellas dos colinas…

—Los dulces senos de
Th’a
—le volvió a interrumpir—. ¿Me equivoco?

—Pues no, estás en lo cierto. Según los nativos, nunca hubo senos tan perfectos como los de su reina asesinada.

—No son más que dos colinas —comentó ella secamente.

—Se trata de un símbolo —dijo Malco y suspiró—. ¿Por qué te empeñas en quitar poesía a la leyenda?

—Estoy celosa —dijo con un mohín de enfado.

Malco sonrió al tiempo que lograba zafarse de un alegre empujón de Nona, a la que parecía divertirle la idea de arrojarlo al mar.

—¿Quieres que sirva mi cuerpo de comida para los tiburones? —preguntó él.

—No. Lo que quiero es que no te fijes en otra mujer, ¡aunque sea de tierra o de piedra o de lo que sea! Puede sucederte lo mismo que a aquellos navegantes que, dicho sea de paso, por falta de imaginación se quedaban…

Nona, repentinamente asustada, reparando en lo que le revelara Malco, llevó sus manos al rostro.

—¿Has dicho tiburones?

—Muchos.

—¡Dios mío!

—Pero, no te preocupes. En la lancha…

—¿Y si suben a ella? —preguntó con fingida ingenuidad.

—¿Quiénes, los tiburones? ¡Qué cosas! —rió.

—Malco, no consiento que te burles de mí.

—Es que se te ocurre cada cosa… Además, era una broma. Por aquí no hay tiburones, al menos que yo sepa.

—¡Lo haces por asustarme!

—¿Ves aquellos dos promontorios? Son los pies de
Th’a
, tan dulces como sus senos —dijo él, que aparentaba no haberla oído.

—¡Fantástico! —exclamó ella divertida—. Claro que, después de lo de los tiburones, se puede esperar de ti cualquier cosa.

—Para mí,
Th’a
siempre ha sido la isla de los sueños. Así la llamaba. En ella pasé parte de mi infancia… Fueron esos años en los que uno comienza a valorar cuanto lo rodea, a intrigarse por cuanto ve, a preguntarse por cuanto no comprende, que viene a ser todo. Esos años en los que, principalmente, se empieza a soñar. Y, con los sueños, tanto reales como fantásticos, se viven muchas aventuras. Fabulosas pesadillas infantiles, increíbles distorsiones y asombrosas maquinaciones. Sueños imposibles…

—¿Y Th’a?

—Todo el que vive en esta isla acaba pensando alguna vez en Th’a. Según la leyenda, ya sabes, era una doncella muy hermosa.

—¿Te enamoraste de ella?

—¿De niño? Es posible.

—¡Y yo tan confiada! —dijo Nona con un gracioso mohín acusador.

—Figúrate, cuando estabas en la cuna, yo ya te traicionaba —le respondió Malco para seguirle la broma.

Los dos rieron divertidos.

—Eres serio, pero algunas veces tienes cosas de niño —le dijo mientras le salpicaba tomando agua del vientre de la lancha.

—Lástima que no lo sea, que haya pasado el tiempo que nunca vuelve, que haya perdido la inocencia —suspiró nostálgico, sin saber exactamente la razón de aquella repentina melancolía—. En el bosque, ¡cuántas veces entré en él pensando que iba a correr grandes peligros al ser atacado por espantosos y desconocidos animales! Pero ahí solamente hay lagartijas…

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