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Authors: James Luceno

El laberinto del mal (6 page)

BOOK: El laberinto del mal
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Era una tragedia para la Federación de Comercio; y se temía que una tragedia para toda la especie neimoidiana.

Contempló las escasas posesiones que había sido capaz de reunir: sus costosas túnicas y mitras, las resplandecientes joyas, las inestimables obras de arte...

Un repentino escalofrío recorrió su espina dorsal. La protuberancia de su frente y la mandíbula inferior temblaron temerosas. Sus ojos se desorbitaron en su rostro gris jaspeado al girarse hacia Rune Haako.

—¡La silla! ¿Dónde está la silla?

Haako lo contempló, desconcertado.

—¡La mecano-silla! —exclamó Gunray—. ¡No está aquí!

Los ojos de Haako se llenaron de aprensión.

—No hemos podido olvidarla.

Gunray asintió preocupado, intentando recordar cuándo y dónde la había visto por última vez.

—Estoy seguro que la llevamos hasta el hangar de lanzamiento. ¡Sí, sí, recuerdo haberla visto allí! Pero, con las prisas por despegar...

—Pero la programaste para autodestruirse, ¿no? —gimió Haako—. ¡Dime que la programaste!

Gunray lo miró fijamente.

—Creí que la habías programado tú.

Haako gesticuló, descontrolado.

—¿Yo? ¡Ni siquiera conozco la secuencia de códigos!

Gunray se quedó callado un momento.

—Haako, ¿y si decidieran trastear con ella?

La boca de Haako se retorció de preocupación.

—Sin los códigos, ¿qué ganarían?

—Tienes razón. Por supuesto, tienes razón.

Gunray intentó convencerse a sí mismo. Al fin y al cabo sólo era una mecano-silla; exquisitamente tallada, si, pero una simple silla ambulante. Una silla ambulante equipada con un transmisor de hiperonda. Un transmisor de hiperonda que le había entregado catorce años antes...

—¿Y si descubre que la hemos dejado atrás? —gimió Gunray.

—¿Sidious? —dijo suavemente Haako.

—¡Sidious no!

—¿Se refiere al Conde Dooku...?

—¿Es que estás clínicamente muerto? —chilló Gunray—. ¡Grievous! ¿Y si lo descubre Grievous?

El comandante supremo de los ejércitos droide, el general Grievous, había sido el regalo de San Hill a Dooku. Antes, un bárbaro; ahora, una monstruosidad cibernética consagrada a la muerte y a la destrucción. El carnicero de poblaciones enteras, el devastador de incontables mundos...

—No es demasiado tarde —dijo de repente Haako—. Podemos comunicarnos con la silla desde aquí.

—¿Podemos ordenarle que se autodestruya?

Haako agitó su cabeza negativamente.

—Pero podemos darle instrucciones para qua programe su propia autodestrucción.

Un técnico los interceptó mientras corrían hacia una consola de comunicaciones.

—Virrey, estamos preparados para saltar a velocidad luz.

—¡Ni se te ocurra hacerlo! —gritó Gunray—. ¡No hasta que yo dé la orden!

—Pero, virrey, la nave no podrá resistir el bombardeo...

—¡El bombardeo es la menor de nuestras preocupaciones!

—¡Deprisa! —insistió Haako—. ¡No tenemos mucho tiempo! Gunray se apresuró para unirse a él frente a una consola.

—No le cuentes esto a nadie —le advirtió.

9

D
e patas delgadas, líneas curvas y decorada con intrincados dibujos, la mecano-silla se encontraba en el hangar de la recién tomada fortaleza, en medio de un montón de objetos igualmente exquisitos abandonados por los neimoidianos fugitivos.

Obi-Wan describió un circulo en torno a ella, acariciándose la barba con la mano derecha.

—Creo que he visto antes esta silla.

Anakin estaba frente a él, en cuclillas, y le miró de reojo.

—¿Dónde?

Obi-Wan se detuvo.

—En Naboo. Poco después de que se llevaran al virrey Gunray y a sus seguidores bajo custodia a Theed.

Anakin agitó la cabeza.

—Pues yo no la recuerdo.

Obi-Wan resopló exasperado.

—Supongo que estabas demasiado entusiasmado por haber volado la Nave de Control de Droides para fijarte en nada. Es más, sólo la vi un momento, pero recuerdo que el diseño de la placa del holoproyector me sorprendió. Nunca había visto ninguno parecido a éste... Ni lo he vuelto a ver desde entonces, ya puestos.

En el extremo opuesto del espacioso hangar se encontraba el caza estelar amarillo de Anakin. R2-D2 permanecía cerca de él, comunicándose con el TC-16. El comandante Cody y el resto del Séptimo Escuadrón estaban en otro lugar del palacio. "De limpieza", como solían decir los clones.

Anakin examinó el holoproyector de la silla, pero sin tocarlo. Era un óvalo metálico equipado con un par de tomas dorsales capaces de aceptar células de datos de alguna clase.

—Esto es muy extraño. Sabes que esas células podrían almacenar mensajes valiosos, ¿verdad, Maestro?

—Razón de más para no tocarlas hasta que alguien de Inteligencia les eche un vistazo.

Anakin frunció el entrecejo.

—La espera podría ser eterna.

Obi-Wan se cruzó de brazos, contemplándolo fijamente.

—¿Tienes prisa, Anakin?

Por lo que sabemos, las células podrían estar programadas para borrarse.

—¿Tienes alguna prueba de eso?

—No, pero...

—Entonces será mejor esperar a que efectúen una evaluación. Anakin hizo una mueca.

—¿Qué sabes sobre las evaluaciones, Maestro?

—No soy exactamente un experto en la materia. Iba con frecuencia a los ciberlaboratorios del Templo, Anakin.

—Ya lo sé, pero R2 puede efectuar esa evaluación.

Llamó al droide para conectarlo a la mecano-silla.

—Anakin... —empezó a decir Obi-Wan.

—Señores, debo protestar —interrumpió TC-16, corriendo tras R2-D2—. Estos artículos siguen perteneciendo al virrey Gunray y a otros miembros de su séquito.

—No tienes autoridad en este asunto —cortó Anakin.

R2-D2 trinó y gritó al droide de protocolo. Los llevaban ya un rato discutiendo, desde que había llegado R2-D2.

—Soy plenamente consciente de que mis circuitos están corroyéndose —le respondió TC-16—. En cuanto a mi postura, poco puedo hacer hasta que me cambien la juntura pélvica. Los astromecánicos tenéis demasiada buena opinión de vosotros mismos sólo porque podéis pilotar cazas estelares.

—No te metas con R2-D2, Tecé —advirtió Anakin—. Es que otro droide de protocolo le ha estado haciendo la vida imposible, ¿verdad, R2?

R2 trinó una respuesta, extendió el brazo que le servia como interfaz de ordenador e insertó la punta magnética en una toma de salida de la silla.

—¡Anakin! —gritó Obi-Wan.

Anakin se irguió y se unió a Obi-Wan en la plataforma de lanzamiento. Este señalaba una luz parpadeante que aumentaba de tamaño en el cielo nocturno a cada segundo.

—¿Ves eso? Probablemente es la nave que estamos esperando. Y a los de Inteligencia no les va a gustar que metamos la nariz en sus asuntos. —Señores... —llamó TC-16 tras ellos.

—Ahora, no —cortó Obi-Wan.

R2-D2 empezó a soltar una larga serie de silbidos, gorjeos y trinos.

—Cuando nos den permiso, si lo hacen —siguió Obi-Wan—, podrás desmontar toda la silla si te apetece. Entretanto...

—Ese no es mi objetivo. Maestro.

—Qui-Gon debió dejarte en la tienda de basura de Watto.

—No hablas en serio, Maestro.

—Claro que no, pero sé lo mucho que te gusta trastear en esas cosas. —Señores...

—Cállate, Tecé —repitió Anakin.

R2-D2 trompeteó y pitó, aunque desde cierta distancia.

—Y tú también, R2.

Obi-Wan echó un vistazo por encima del hombro y su boca se abrió de par en par.

—¿Dónde está la mecano-silla?

Anakin dio media vuelta y examinó el hangar.

—¿Y dónde está R2?

—Es lo que intentaba decirles, señores —apuntó TC-16, señalando hacia la destrozada compuerta en iris del hangar de lanzamiento—. La silla se ha ido caminando... ¡y se ha llevado a su pequeño droide con ella!

Obi-Wan contempló fijamente a Anakin, desconcertado.

—Bueno, Maestro, si se ha ido andando no ha podido llegar muy lejos.

Corrieron hasta el pasillo y lo encontraron desierto en ambas direcciones. Empezaron a buscar en las salas contiguas a la bodega. Un prolongado chillido electrónico los devolvió al pasillo principal.

—Es R2 —dijo Anakin.

—O es él, o Tecé ha desarrollado cierto talento para la imitación.

Con el droide de protocolo pisándoles los talones, se dirigieron a una sala de datos. Allí vieron a R2-D2 con su interfaz todavía conectada a la silla y la mordaza de su brazo mecánico sujeta al tirador de un armario. Tirante al máximo, un cable de ordenador conectaba la mecano-silla a una especie de consola de mando. Las patas de la silla, similares a garras, intentaban afianzarse en el suelo liso, en un esfuerzo por acercarse a la consola.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Obi-Wan.

Anakin agitó la cabeza, desconcertado.

—¿Intenta recargarse?

—Nunca había visto una mecano-silla tan tenaz.

R2-D2 silbó y pitó.

—¿Qué dice R2? —preguntó Obi-Wan a TC-16.

—¡Dice que la mecano-silla está intentando autodestruirse! Anakin arremetió contra la consola.

—¡R2, desenchúfate! —aulló Obi-Wan—. ¡Anakin, aléjate de esa cosa! Los dedos de Anakin ya estaban ocupados, intentando desprender el holoproyector de la silla.

—No puedo. Maestro. Pero ahora sabemos que hay algo guardado en esta silla que nadie quiere que veamos.

Obi-Wan contempló con angustia a R2-D2.

—¿Cuánto tiempo, R2?

TC-16 tradujo la respuesta del robot astromecánico.

—¡Segundos, señor!

Obi-Wan corrió junto a Anakin.

—No hay tiempo, Anakin. Además, si trasteas ahí podrías acelerar su detonación...

—Ya casi estoy. Maestro...

—¡Conseguirás desactivamos a nosotros en el proceso!

Obi-Wan sintió una perturbación en la Fuerza.

Sin pensar, empujó a Anakin contra el suelo un instante antes de que la silla disparase un chorro de vapor blanco hacia el lugar que había ocupado el joven Jedi.

Obi-Wan se tapó la boca y la nariz con la ancha manga de su túnica, tosiendo.

—¡Gas venenoso! ¡Seguro que el mismo que Gunray intentó utilizar contra Qui-Gon y contra mí en Naboo!

—Gracias, Maestro —dijo Anakin—. ¿Cómo vamos?, ¿veinticinco a treinta y siete?

—Treinta y seis... si quieres ser exacto.

Anakin estudió un momento la silla.

—Tenemos que arriesgamos.

Antes de que Obi-Wan pudiera intentar siquiera detenerlo, Anakin se inclinó hacia delante y arrancó el cable de la interfaz de la consola del mando.

R2-D2 aulló y TC-16 gimió de dolor.

Una telaraña de energía azul brilló alrededor de la silla y de la consola, y lanzó a Anakin de espaldas.

En ese momento, un holograma azul de alta resolución surgió del holoproyector de la silla.

R2-D2 lloriqueó alarmado.

Y oyeron cómo la voz del virrey Nute Gunray hablaba con una figura de un metro de altura ataviada con una capa con capucha: "Sí, sí, por supuesto. Confío en que podamos vemos personalmente, mi Señor Sidious."

10

E
n aquellos tiempos, una cita con el Canciller Supremo Palpatine no era algo que pudiera tomarse a la ligera... Ni siquiera para un miembro del llamado Comité Legitimista. ¿Una cita?

Más bien una audiencia.

Bail Organa acababa de llegar a Coruscant, y aún vestía la capa azul oscuro. la túnica con volantes y las botas negras hasta la rodilla que su esposa había elegido para el viaje desde Alderaan. Sólo había pasado un mes estándar lejos de la capital galáctica y apenas podía creer los perturbadores cambios que habían ocurrido durante su corta ausencia.

Alderaan seguía pareciendo un paraíso, un santuario. Sólo pensar en la belleza azul y blanca de su mundo natal le hacía anhelar estar allí, volver a encontrarse en compañía de su amada esposa.

—Necesito ver otra identificación —dijo el soldado clon de Seguridad a cargo de la plataforma de desembarco.

Bail señaló el identichip que ya estaba colocado en el escáner.

—Está todo ahí, sargento. Soy miembro del Senado de la República. El soldado contempló la pantalla del identificador, luego volvió a mirar a Bail.

—Eso parece. Pero sigo necesitando otra identificación.

Bail suspiró exasperado y metió la mano en el bolsillo del pecho de su túnica brocada para buscar su tarjeta de crédito.

El nuevo Coruscant
. pensó.

Soldados sin rostro empuñando rifles láser en la plataforma del trasbordador, en las plazas, frente a los bancos, los hoteles y los teatros, dondequiera que un grupo de personas pudiera reunirse o mezclarse. Examinaban las multitudes y detenían a cualquiera que encajase en el posible perfil de un terrorista. Registraban individuos, cosas, residencias. No por antojo, porque los soldados clon no actuaban así. Sólo respondían a su entrenamiento, y sus deberes eran en bien de la República.

Se oían rumores de protestas antibélicas disueltas por la fuerza, de desapariciones y de apropiaciones de propiedades privadas. Las pruebas de ese tipo de abusos de poder raramente salían a la superficie y, de hacerlo, eran rápidamente desacreditadas.

La omnipresencia de los soldados parecía molestar a Bail más que a los pocos amigos que tenía en Coruscant, o que a sus compañeros del Senado. Había intentado atribuir su agitación al hecho de que procedía del pacífico Alderaan, pero eso sólo lo explicaba en parte. Lo que más le molestaba era la facilidad con que la mayoría de los habitantes de Coruscant se había aclimatado a los cambios. Estaban predispuestos, casi con entusiasmo, a renunciar a las libertades personales en nombre de la seguridad. Y, además, era una seguridad falsa. Porque, aunque Coruscant parecía lejos de la guerra, también era el centro de ella.

Y ahora, tras tres años de un conflicto que podía terminar tan bruscamente como había empezado, cada nueva medida de seguridad se aceptaba con demasiada calma. Excepto, naturalmente, por los miembros de aquellas especies más estrechamente asociadas con los planes separatistas —geonosianos, muuns, neimoidianos, gossamos y el resto—, muchos de los cuales habían sido condenados al ostracismo o se habían visto obligados a huir de la capital. Tras vivir tanto tiempo entre el miedo y la ignorancia, pocos habitantes de Coruscant se detenían a preguntarse qué estaba sucediendo de verdad. Y menos aún el Senado, demasiado ocupado en modificar una Constitución que ya no cumplía con su papel de equilibrar el creciente poder del Gobierno.

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