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Authors: Francesc Miralles y Joan Bruna

Tags: #Intriga, Historica

El Legado de Judas

BOOK: El Legado de Judas
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Andreas —un modesto guía de viajes— es contratado por una enigmática mujer llamada Solstice Bloomberg para que la acompañe a Jerusalén. Una vez allí, Solstice le desvelará el verdadero motivo de su viaje a la Ciudad Santa: recuperar el testamento escrito de puño y letra por Judas Iscariote antes de que salga a la luz pública y desvele hechos formidables. Uno de ellos narra que de las treinta monedas que Judas recibió por vender a Jesús, solo siete se conservaron, y que fueron pasando de generación en generación a lo largo de la historia hasta convertirse en talismanes de poder para todo aquel que las poseyera. Andreas se verá obligado a colaborar con Solstice para encontrar las monedas, que están repartidas por medio mundo. Las únicas pistas de que dispondrán serán cada una de las siete partes de que se compone el legado de Judas, que explica dónde están escondidas y cómo recuperarlas. Estados Unidos, Francia o Japón serán algunos de los escenarios que tendrán que visitar para hallarlas, pero, por supuesto, ni Andreas ni Solstice son los únicos que quieren el tesoro…, alguien más lo busca y no dudará en emplear todos los recursos necesarios, incluido el asesinato, para adelantarles en esta carrera contrarreloj.

Frances Miralles - Joan Bruna

El legado de Judas

ePUB v1.0

NitoStrad
31.03.12

Autor: Francesc Miralles, Joan Bruna

Título original:
El legado de Judas

Primera edición: marzo 2010

«Los que consideran que el dinero lo puede todo

Probablemente sean capaces de todo por dinero.»

GEORGE SAVILLE

«El dinero es un buen sirviente

pero un mal amo.»

ALEXANDRE DUMAS

1

El sol parecía no ponerse nunca en la torre Jin Mao. El edificio de 420 metros brillaba como una antorcha en el atardecer de Shanghai. Desde allí podía verse un enjambre de destellos luminosos cruzando la ciudad en todas direcciones.

Los oficinistas habían salido de sus cubículos en el barrio de Pudong, donde se aglomeraban los rascacielos más futuristas de la megaurbe china, y se batían en retirada conduciendo hacia casa.

A aquella hora crepuscular, en el piso 85 de la Jin Mao, media docena de hombres trajeados contemplaban embelesados el skyline de Shanghai. Destacaba el edificio Oriental Pearl, que con sus dos esferas resplandecientes parecía una nave espacial a punto de despegar.

Una esbelta oriental sirvió a los seis ejecutivos una copa de sake sour, una variante local del pisco sour. Todos parecían nerviosos, a excepción de un hombre de alta estatura y traje beis, el único europeo del grupo. Su mirada parecía absorta en las sucias aguas del río Huangpu, surcado en aquel momento por una lujosa barcaza de recreo.

«Algún nuevo rico gasta en su fiesta uno o dos millones de yuans», pensó el extranjero mientras en la sala se respiraba impaciencia.

En aquel momento entró en la estancia un anciano de cabeza rasurada y traje con cuello mao. Sobre el bolsillo derecho lucía un broche de metal azulado que representaba un sol posado en la copa de un árbol. Como todo saludo, se llevó la mano al emblema. Los congregados lo imitaron reverencialmente.

El extranjero era el único que no llevaba aquel símbolo en el pecho. Sabía que era el emblema de la organización para la que trabajaba o, mejor dicho, para la que empezaría a trabajar aquella misma noche si se cerraba el acuerdo.

En un primer contacto, Fusang —aquel era el nombre de la organización— había aceptado su alto presupuesto para llevar a cabo la misión. Era una pequeña fortuna que le permitiría apartarse unos cuantos años, tal vez para siempre, de su vida de mercenario.

Cuando concluyera aquella misión, si era capaz de llevarla a buen puerto, su existencia sufriría un cambio radical.

También el mundo sería otro.

El anciano que acababa de entrar, al que los demás se referían simplemente como jefe Fusang, se dirigió al europeo antes de departir con sus colaboradores, que parecían molestos por aquella deferencia.

¿Señor Lebrun? ?preguntó en un correcto francés.

El aludido le ofreció la mano protocolariamente, pero el cabecilla se limitó a levantar la suya en señal de saludo. Al parecer, no encontraba necesaria aquella formalidad.

Aunque no entendían aquel idioma, los cinco hombres de Fusang siguieron atentamente aquella breve conversación.

—Celebro que podamos conocernos personalmente antes de que todo empiece —dijo el chino—. Me gusta mirar a los ojos a la gente que trabaja para mí.

—¿Y qué ve en los míos? —le preguntó con frialdad el francés, que le aventajaba en altura unos cuarenta centímetros.

—Veo una mente pura, no condicionada por los prejuicios ni por la compasión. Ahora sé que no nos hemos equivocado al elegirle.

Lebrun asintió sin expresar ninguna emoción.

—Lógicamente —siguió el jefe Fusang—, no se trata de una misión fácil. ¿Se ve capaz de llevarla a cabo?

—No puedo asegurarle un éxito completo, pues se trata de siete objetivos distintos, pero no repararé en medios para alcanzarlos.

—Me gusta ese planteamiento. Por eso he asignado a cada uno de los objetivos un premio de cien mil dólares. La mitad de esa cantidad ya está en su cuenta como anticipo. Es una prueba de nuestra confianza. Irá recibiendo el resto de las cantidades a medida que cumpla con los objetivos.

—Ese es el trato —se limitó a decir Lebrun.

El sol ya se había ocultado tras occidente cuando el anciano despidió al gigante francés con una palmada en la espalda. Aquello significaba que, una vez aprobado por el jefe, debía marcharse.

Sin embargo, antes de que Lebrun tomara el ascensor para descender los 85 pisos, el anciano tenía una última indicación que darle:

—Muévase rápido. El juego ha empezado ya.

2

El timbre del teléfono despertó a Andreas Fortuny de una siesta demasiado breve. De haber conocido las consecuencias de aquella llamada aparentemente rutinaria, jamás lo habría descolgado.

Desde que había regresado del sur de la India, donde había guiado a un grupo de ingenieros agrónomos, el abatimiento y el alcohol habían llenado sus jornadas a partes iguales. No se hallaba en el mejor momento de su vida. Finiquitada la relación con Elena, su única vía de escape —los viajes— se desvanecía con el fin del verano. Y también sus ingresos.

Con la crisis, los tours en temporada baja habían desaparecido prácticamente del mapa, por lo que hasta la campaña de Navidad no contaba con nuevas salidas.

Andreas esperó desde el sofá a que el teléfono dejara de sonar; le dolía demasiado la cabeza como para mantener una conversación cabal. Antes de entregarse al sueño había tenido la precaución de apagar su teléfono móvil, pero había olvidado desconectar el fijo. Utilizaba la línea solo para Internet, aunque había un par de personas que aún le llamaban a ese número.

Cuando el teléfono sonó por sexta vez, se dijo que quien estuviera al otro lado desistiría en breve. Sin embargo, el timbre siguió atronando en el salón.

A la décima llamada se incorporó y fue hacia el aparato con creciente preocupación. Alguien estaba empeñado en contactar con él, aunque después de casi un minuto sin contestar lo lógico era suponer que no se hallaba en casa. Una de dos: o ese alguien sabía que él estaba allí, o lo que tenía que decirle era tan apremiante que merecía la pena insistir por si acaso.

Con el teléfono ya en la mano, Andreas esperó una noticia fatal sobre la salud de su madre, que llevaba un mes hospitalizada en Argentina, donde vivía con su segundo marido.

Por eso cuando oyó al otro lado la voz de Muñoz, su jefe, respiró aliviado. Como mucho le reprendería porque alguno de los ingenieros agrónomos había regresado con malaria.

—¿Por qué demonios no tienes contestador? —le preguntó airado.

—No suele llamarme nadie por el fijo. Y no me había dado cuenta de que tengo el móvil apagado —mintió para disculparse.

—Da igual. Lo importante es que te encuentro a tiempo —dijo Muñoz con su habitual tono estresado—. Ha salido un tour de última hora. Si no lo asumes tú, le diré al cliente que se busque la vida. No me atrevo a pedir a otro guía que salga de viaje mañana.

—¿Mañana?

Andreas no daba crédito a lo que estaba oyendo. Que el propietario de una agencia de viajes contara con él de un día para otro significaba que lo tenía por un bala perdida, alguien incapaz de vivir decentemente en Barcelona. Y lo peor de todo era que podía ser cierto.

—A las 12.35 sale el avión —le comunicó Muñoz, impaciente—. Tampoco tendrás que madrugar. ¿Qué me dices?

Mientras hacía frente a un mareo provocado por la resaca, echó un vistazo al comedor destartalado y se dijo que no sería mala idea enrolarse en un último tour antes del parón otoñal.

—Todo lo que no sea volver a la India me interesa —respondió—. No me veo durmiendo otro mes a cuarenta grados dentro de una mosquitera.

—No temas —le tranquilizó su jefe—. Es bastante más cerca, y además irás de lujo. El cliente es de alto standing.

—¿Has dicho el cliente?

—Sí, es una sola persona. Necesita un guía para viajar a Israel. En principio será solo una semana.

Aquello era lo más absurdo que había oído Andreas desde sus inicios en la agencia. Había hecho de guía individual en algún trekking por Nepal, donde era necesario conocer los senderos, pero le parecía extraño acompañar a alguien a un país como Israel. En un ataque de honestidad declaró:

—Creo que tu cliente se va a llevar una decepción conmigo. No he estado nunca en Israel ni tengo tiempo de prepararme la ruta de un día para otro.

—No te preocupes, la mujer a la que acompañarás es especialista en cultura hebrea. No necesita ningún discursito de libro. Solo tienes que llevarla donde ella te pida.

—Entonces aún lo entiendo menos. ¿Para qué diablos necesita un guía alguien que ya sabe adónde quiere ir y no necesita que le expliquen nada? ¿No puede ir sólita?

—No puede —repuso Muñoz secamente.

—¿Por qué no puede?

—Es ciega.

Andreas se quedó unos segundos sin saber qué decir. Ciertamente, aquella iba a ser una misión inusual.

—Cuenta conmigo —concluyó—, pero ¿no te parece extraño que una ciega quiera hacer turismo? ¿Qué espera ver? ¿O es que solo quiere tocar el Muro de las Lamentaciones?

Como toda respuesta, al otro lado oyó como su jefe tecleaba nervioso. Supuso que estaba confirmando la reserva de los billetes de avión. Cuando terminó la operación, respondió:

—Vamos, alégrate. Este viaje está chupado.

3

Cuando Andreas se presentó en el mostrador de facturación de clase business, dos horas antes de la salida, su cliente ya estaba allí. Tras entregar al empleado de Arkia Israel Airlines las dos reservas, una mujer con gafas negras adelantó su mano hacia él mientras decía:

—Le agradezco infinitamente que haya aceptado acompañarme de un día para otro, señor Fortuny.

Su voz era oscura pero femenina. Al estrecharle la mano, que estaba singularmente fría, el improvisado guía escaneó rápidamente con la mirada a quien iba a ser responsabilidad suya durante una semana en principio, como había dicho su jefe. Adivinó un cuerpo esbelto bajo el abrigo rojo, demasiado grueso para aquel templado octubre. Aunque las grandes gafas de sol ocultaban buena parte de sus facciones, su sedosa melena castaña encuadraba un rostro bellamente formado. Sus labios gruesos se dibujaban nítidamente sobre una piel blanca y sin impurezas. Calculó que tendría poco más de treinta años.

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