Mientras bajaba las escaleras, le pareció un ejercicio saludable volver a ver los vehículos de la plebe tras casi una semana entre vuelos de primera clase, taxis y suites de hotel.
Cuando ya había llegado a la máquina validadora de billetes, notó que una mano temblorosa tiraba de su pierna. Al bajar la mirada, vio a un mendigo cubierto de costras que le hablaba con un tono tan débil que no lograba entenderle. Por su actitud obstinada, más que pedir, le exigía que le entregara algo de dinero antes de pasar al recinto del metro.
Andreas revolvió en sus bolsillos en busca de calderilla pero no encontró nada. Y la mano del mendigo continuaba pegada a sus pantalones.
Con un relámpago de inspiración, se llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta. Allí encontró lo que Solstice le había anunciado en su último mensaje: un siclo de plata con la efigie del emperador en una cara y el águila romana en la otra.
Antes de dejarlo caer sobre la mano tiñosa del pordiosero, se dijo que aquel talismán había realizado un singular viaje desde Judas a aquel mendigo instalado en el templo de la nada.
El heredero del legado miró la moneda con extrañeza, a la vez que se maravillaba del peso de esta en su mano. Luego dirigió una mirada interrogativa al donante antes de guardársela en el bolsillo de la camisa.
Concluida la transacción, Andreas pasó al otro lado de las máquinas validadoras y bajó corriendo los escalones ante la llegada del metro. Entró justo antes de que se cerraran las puertas.
Cuando el sucio vagón se puso en marcha, miró a los pasajeros que dormían o leían prensa gratuita mientras esperaban su estación. Entendió que él también formaba parte de aquella humanidad arrastrada y subterránea. Aliviado con este pensamiento, se sintió preparado para el fin del mundo.