Andreas trataba de relajarse con un whisky en el Business Lounge del JFK mientras Solstice se peinaba nerviosa con los dedos su melena castaña. Tras huir en estampida del Metropolitan, habían sacado dos billetes para un vuelo a las tres de la madrugada. Lo apostaban todo a una carta.
—Tendría que haber supuesto que Lebrun mandaría a alguien para apoderarse de la moneda —se lamentó ella—. No es tan temerario para hacerlo él mismo en un lugar público.
—En cambio, nosotros nos hemos presentado con nuestras mejores galas a un robo que ha terminado en crimen. No pasará mucho tiempo antes de que se descubra el fiambre y la Interpol dicte una orden de busca y captura.
—No dimos nuestros verdaderos nombres —le tranquilizó Solstice—, y es muy posible que el compinche de mi hermano haga desaparecer el cadáver de forma segura. Por la cuenta que le trae, encontrará una forma de hacerlo. ¿Sabes cuántos asesinatos y desapariciones quedan sin resolver cada año en Nueva York?
—Me trae sin cuidado —repuso Andreas, y apuró su whisky para afrontar lo que tenía que decirle a continuación—. Voy a serte franco: para mí esta misión ha terminado. No pienso seguir jugándome la vida por las reliquias de media docena de ricachones. Esta no es mi guerra.
Solstice se limitó a sonreír, como si no tomara en serio lo que acababa de oír. Luego se sacó los zapatos de tacón y preguntó a su acompañante con falsa inocencia:
—¿Te importa que estire las piernas sobre tu regazo? Antes de que el guía pudiera contestar, experimentó un calambre de excitación al sentir la firmeza de sus pantorrillas encima de él.
Aquel era un acto de confianza que rayaba la provocación, sobre todo teniendo en cuenta que había asientos libres justo al lado de Solstice. Él lo entendió como una forma de comunicarle que ella mandaba en aquella aventura, de la que Andreas era solo un ciego títere.
Desde que Sondre había desaparecido en la noche de Manhattan con la moneda en el bolsillo, su hermana había recuperado su carácter ambiguo y dominante.
Decidido a participar activamente en el juego, Andreas dejó caer su mano sobre el muslo de Solstice, enfundado en unas finas medias negras. Ella no protestó.
Impresionado con su propio atrevimiento, hubiera avanzado de buena gana muslo arriba hasta perderse en el interior de su minifalda. Sin embargo, la prudencia le hizo bajar la palma de la mano unos centímetros hasta estrechar en ella una rodilla bellamente formada. Aquello bastó para que ella dijera irónica:
—¿Te parece este el lugar más indicado para sobarme?
El guía levantó la mano avergonzado. Mientras el calor acudía a sus mejillas, esperó a que la oleada de deseo que le poseía se retirara antes de responder:
—No va a haber otro lugar, me temo. Esta ha sido mi manera de despedirme de tus piernas.
La sonrisa de Solstice se acentuó aún más en sus labios. Por lo visto, le divertía aquel juego.
—¿Te parece un comentario machista? —le preguntó Andreas, que había recuperado el control sobre sí mismo.
—Me parece una bobada, puesto que tienes una carta de embarque en el bolsillo para volar a París conmigo.
—Volar a París no equivale a quedarse allí. He aceptado acompañarte porque el directo a Barcelona no salía de aquí hasta mañana. Desde el Charles de Gaulle pienso tomar el primer vuelo.
—No harás eso y lo sabes.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —se indignó él.
—Porque en Barcelona no tienes donde caerte muerto. Cuando aterricemos en París, querrás venir conmigo. Aunque te disfraces de hombre prudente, te gusta este juego.
—Puede ser —respondió dudando por primera vez de su propia decisión—, pero ¿qué saco yo de jugarme la vida a tu lado? ¿Crees que me compensa el sueldo diario de guía personal?
—¿Qué te hace pensar que no vas a tener más premio que ese?
Andreas miró sorprendido a Solstice, que seguía con las piernas apoyadas en su regazo. En la expresión de sus labios leyó la soberbia de quien se sabe deseado. Aquello le hizo recordar el capítulo del testamento de Judas que habían leído en el mismo aeropuerto antes de comprar el billete.
La soberbia era el único pecado capital que se mencionaba —esta vez explícitamente—, y su cliente había decidido que la ciudad donde se ocultaba la cuarta moneda no podía ser otra que París.
—Si me ayudas a empatar este partido —prosiguió ella—, lo celebraremos con una botella de Moët Chandon en la suite de un hotel. Allí dejaré que me des un masaje mucho más natural que este, ¿te parece un buen trato?
—¿Y quién se queda la moneda? —preguntó él para ahuyentar la excitación—. De momento, la de Nueva York está en poder de tu hermano, y no tengo claro que vaya a restituirla a su propietario.
—Ni yo tampoco. Pero no debes preocuparte por el destino de la próxima. Si logramos hacernos con ella, verás con tus propios ojos cómo se hunde en las aguas del Sena.
—Entonces… —dudó el guía—, tu hermano y tú buscáis cosas distintas.
—¿Qué tiene eso de raro? A fin de cuentas, nadie busca lo mismo en esta vida, ni siquiera los que van detrás del legado de Judas. Las familias propietarias quieren preservarlas. Lebrun trabaja para quien quiere que reposen en Oriente. Mi hermano retiene una de ellas, y yo solo aspiro a su destrucción. ¿Y tú, qué esperas?
—Yo estoy fuera de esto. En cuanto a tu postura —meditó unos segundos antes de concluir—, es un juego propio de ricos destruir el dinero.
—No te digo lo contrario.
Andreas vio en el reloj del lounge que solo faltaban diez minutos para que se iniciara el embarque.
—¿Por qué estás tan segura de que París es la capital de la soberbia? No es un pecado que escasee en las grandes ciudades.
—De acuerdo —dijo ella levantando las piernas para incorporarse, como si hubiera podido leer el reloj—, pero debemos atenernos a los tópicos. A los parisinos se les considera altivos incluso con el resto de los franceses. Supongo que su pasado como cuna de la Ilustración y el espíritu de la Revolución Francesa los ha hecho así. A diferencia de los ingleses, la gente de París vive en una burbuja de grandeur que ha sobrevivido a la caída de su imperio.
Mientras el avión se preparaba para despegar, Andreas hizo algunas preguntas a Solstice sobre el contenido del testamento de Judas hasta el punto donde lo habían dejado. Le interesaba en especial saber quiénes eran los zelotes.
—Eran algo parecido a un grupo terrorista actual en un país ocupado.
Al guía le sorprendió que una judía como Solstice admitiera el problema que hacía temblar los cimientos de Oriente Medio y, con ello, del resto del mundo.
—Fue fundado por otro Judas, llamado el Galileo, en la época del nacimiento de Jesús —continuó ella—. Con sus ataques pretendían liberar a su nación del yugo romano. De hecho, lo consiguieron durante una revuelta que completaron en el año 73, cuando lograron tomar el control de Jerusalén. Tres años después la ciudad y el templo fue—, ron destruidos por los romanos. Los zelotes ocuparon entonces la fortaleza de Masada, en el mar Muerto, donde resistieron la embestida de los ocupantes hasta que se vieron obligados a suicidarse. Eran muy populares. Prueba de ello fue que uno de sus líderes, Barrabás, fue preferido por las masas a Jesús a la hora de ser amnistiado.
Tras esta lección de historia, Solstice apoyó la cabeza en su asiento mientras el Airbus A380 ya se elevaba en dirección al viejo mundo.
Fatigado por la escapada nocturna, el whisky y la hora intempestiva, Andreas sintió cómo los párpados se le cerraban de sueño. Antes de apagar la lucecita de lectura, decidió echar un último vistazo al acertijo inscrito en el reverso del cuadernillo.
Al enfriarse el cloruro de cobalto, el mensaje había desaparecido del papel, pero el guía lo había anotado en su propia agenda. Ambos habían leído aquellos versos en clave al menos una docena de veces sin lograr desentrañar ninguna pista clara.
Dispuesto a releer aquellos malos versos en silencio, Andreas se dijo que al estar más cerca del cielo tal vez contara esta vez con la inspiración divina.
Antes de encontrar el tesoro habrás viajado
A Irkutsk o a Ciudad del Cabo
Aunque ninguna de ellas te lo ha dado.
Tras darle muchas vueltas, la única pista que había encontrado —gracias al servicio de Internet del aeropuerto— era que tanto la ciudad de Siberia como la de Sudáfrica habían sido fundadas en 1652.
La coincidencia no podía ser casual, pero la historia de París en ese mismo año no les había llevado a ningún lugar en especial. Aquel año, la capital francesa había vivido la llamada Cuarta Guerra de la Fronda, que terminó con el cardenal Mazarino tomando las riendas del gobierno.
Aquel mismo año había fallecido el pintor Georges de la Tour, autor del cuadro San José Carpintero que se exhibía en el Museo del Louvre.
Andreas sopesaba la posibilidad de que la moneda estuviera relacionada con ese cuadro, que en cualquier caso les remitía nuevamente al Jerusalén que habían dejado atrás.
Se despertó a plena luz del mediodía, porque ahora los usos horarios corrían en su contra.
Tal como había sucedido en los dos vuelos anteriores, mientras él dormía Solstice había tenido tiempo de acicalarse. Se había pintado los labios con un suave brillo y su melena castaña le caía ahora sobre los hombros perfectamente peinada.
Después de un desayuno con bollería francesa que anticipaba los aromas de destino, ella ladeó la cabeza en dirección a la ventana. En aquel momento pasaban por un paisaje de nubes rosáceas que parecían lo bastante consistentes para que una persona pudiera caminar sobre ellas.
Tras preguntarse cómo verían aquello sus ojos dañados, Andreas amenizó su segundo café con una revista de divulgación histórica. Aquel número incluía un monográfico sobre las grandes fortunas, lo que se podía interpretar como un guiño del destino.
El artículo de fondo estaba dedicado a once grandes familias, ordenadas cronológicamente, que habían amasado enormes fortunas desde la revolución industrial. La posibilidad de que siete de aquellos apellidos estuvieran detrás de la ocultación de las monedas le animó a leer, con la esperanza de encontrar alguna pista más que iluminara aquel burdo acertijo.
Hasta el momento solo les había procurado un año, 1652, que ni siquiera podía relacionarse con una de aquellas familias, ya que la primera del reportaje, los Rothschild, había iniciado su andadura hacia la prosperidad casi un siglo más tarde. Sin embargo, nada más empezar la lectura tuvo que pensar en el siclo de plata que se había quedado en Nueva York, en caso que Sondre aún permaneciera allí.
El padre de Mayer Amschel Bauer, el fundador de la dinastía Rothschild, había sido un comerciante de monedas asentado en el barrio judío de Francfort. Sobre la entrada de su negocio colgaba un escudo rojo —en alemán rot Schild—, lo cual acabaría derivando en el apelativo de la familia.
Tras la muerte de su padre, Mayer Amschel aprendió el oficio de banquero en Hannover. Al regresar a su ciudad de origen, adoptó el nombre de Rothschild para regentar con una nueva orientación el negocio familiar. Hacia 1760 empezó a hacer tratos con la corte gracias a su buena relación con un general. Cuatro décadas más tarde, el iniciador de esta dinastía prestaba dinero e invertía en toda Europa.
Su hijo Nathan estableció un servicio de correo propio —más rápido que el oficial— que le permitió ganar una fortuna en la bolsa de Londres, ya que estuvo informado de la derrota de Napoleón en Waterloo horas antes que los demás.
Convertidos en nobles, los Rothschild se dedicaron desde entonces a financiar industrias, además de grandes proyectos como los ferrocarriles o la construcción del canal de Suez.
El fundador falleció en 1812, y desde entonces la banca Rothschild ha controlado el mercado mundial de oro.
Su hijo Salomon Rothschild abrió un banco en Viena en 1821 que otorgaba créditos al mismo gobierno. La institución perduraría hasta 1938, cuando Hitler anexionó Austria a la Alemania nazi.
Esta familia tuvo un papel muy activo en la fundación del Estado de Israel.
Tras pasar de largo un recuadro que relacionaba a los Rothschild con los Illuminati y los gnósticos, Andreas leyó que esta dinastía había patrocinado la mayoría de las excavaciones arqueológicas en Israel, entre ellas el Muro de las Lamentaciones y la fortaleza de Masada donde los zelotes habían resistido el asedio del enemigo romano.
Ante el proyecto de los Rothschild de reconstruir el Templo de Jerusalén, una nota apuntaba que según la Iglesia ortodoxa «el Templo Judío reconstruido albergará al Anticristo en la figura de un judío».
Aunque el guía dudaba de que aquellos reportajes especulativos arrojaran luz sobre su búsqueda, mientras el avión iniciaba el aterrizaje en suelo francés arrancó aquellas hojas de la revista para leerlas más adelante.
El pasaje aplaudió cuando el Airbus se posó sobre la pista con suavidad.
—Volvemos a la acción —dijo Solstice.
—Te recuerdo que no tenemos ni idea de por dónde empezar a buscar —replicó Andreas.
—Podemos comenzar por ese cuadro del Louvre —decidió ella—. Tal vez San José Carpintero tenga algún mensaje para nosotros, aunque esa pista me parece demasiado pillada por los pelos. El artista murió en 1652, pero pintó ese cuadro diez años antes.
Mientras atravesaba el finger cargando con las maletas, lo único que lamentaba el guía era que se esfumara la botella de Moét Chandon y el masaje natural a Solstice.
Mientras el taxi se adentraba por la periferia de París, el guía echó una ojeada al reportaje sobre la familia que había fundado la cadena hotelera donde tenían reserva, en el Waldorf «Arc de Triomphe».
El pionero había sido John Jacob Astor, nacido en la localidad alemana de Waldorf en 1763. Con solo diecisiete años había emigrado a Estados Unidos —«con una mano delante y otra detrás», según el artículo— recién terminada la guerra de la Independencia.
Aunque no poseía capital alguno, su destreza como negociante le permitió comerciar con los indios americanos, a los que compraba pieles. No tardó en extender sus negocios a Asia, donde transportaba pieles en barcos e importaba artículos de lujo procedentes de China.
Tras conseguir el monopolio de las pieles en su país, »a su muerte el heredero William Backhouse Astor compró extensas parcelas en la ciudad de Nueva York, donde edificaría su primer hotel: el Astor House. A este le siguieron el Astor Hotel y la cadena de hoteles de lujo Waldorf-Astoria.