El Legado de Judas (11 page)

Read El Legado de Judas Online

Authors: Francesc Miralles y Joan Bruna

Tags: #Intriga, Historica

BOOK: El Legado de Judas
2.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
22

—El único pecado capital que se menciona en esta parte del testamento es la pereza —concluyó Andreas mientras el autocar iniciaba la tortuosa ruta de ascenso.

Habían esperado dos horas en la parada en medio del desierto hasta que había llegado un autobús con dirección a Jerusalén.

—No solo lo menciona —apuntó Solstice—, sino que todo lo que se cuenta en esta segunda parte hace referencia a la inactividad: Judas descansa con sus hombres antes de salir tras el camello, el cual por su parte se niega a moverse de su reposo junto al muro.

—Pura pereza.

—Luego tiene el encuentro con el chamán en la cueva —prosiguió ella— y vuelve a caer dormido.

—En la taberna charla con un criado que se escaquea —prosiguió el guía— y el mismo Judas no parece estar mucho por la labor en estos episodios de su vida. Está claro cuál es el pecado capital que rige esta parte del testamento. El problema es que no identifico ninguna capital en particular con la pereza.

Solstice se quedó pensativa mientras el vehículo bordeaba polvorientos precipicios para volver a emerger al nivel del mar. Finalmente argumentó:

—En principio, la pereza se suele identificar con aquellos lugares donde hace tanto calor que a la gente se le quitan las ganas de trabajar.

—El Cairo —dijo él tanteando una capital al azar.

—He estado ahí y te aseguro que no es la ciudad de la pereza —repuso ella—. La vida es tan dura que la gente trabaja en todo lo que puede y más.

—La Habana.

—Eso es un tópico. No creo que los cubanos se dediquen solo a tocar música y hacer el amor. Aunque, bien pensado, todo régimen comunista incita a los funcionarios a la inercia… Bueno, es una posibilidad.

—Una posibilidad que no nos lleva a ninguna parte. Aunque adivináramos cuál es la capital donde se esconde la moneda, no sabríamos dónde buscarla.

—Todavía no, pero seguramente se trata de un lugar tan evidente que se les suele pasar por alto a los buscadores. De lo contrario Rangel no habría encontrado el siclo de plata en Jerusalén, si nuestra hipótesis es correcta.

—En todo caso —concluyó Andreas mientras por la ventana del autobús el sol ya se ponía en el horizonte—, debemos reconocer que no tenemos ni puñetera idea de cuál es la capital de la pereza. Por lo tanto, con el testamento o sin él estamos fuera de este juego. ¿Qué tal si volvemos a casa y le seguimos dando vueltas al asunto desde allí? Soy un guía de viajes profesional, así que siempre podrás contratarme para salir otra vez.

Si lo dejamos ahora, luego será demasiado tarde —replicó Solstice, y calló un momento mientras se mordía el labio—. Te propongo que nos alojemos en un hotel cerca del aeropuerto de Tel Aviv. Podemos seguir leyendo esta noche el testamento de Judas. Si no damos con ninguna pista, regresaremos a casa como dices.

—Me parece una buena idea —repuso él lamentando ya perder de vista a Solstice—. Tomaremos un taxi desde Jerusalén y nos alojaremos cerca de las pistas de despegue. Quién sabe, tal vez se nos encienda la bombilla y tengamos que volar hacia la otra punta del mundo.

—Tal vez —repuso ella nerviosa.

Mientras el taxista les llevaba hasta el hotel, Andreas se dedicó a leer un artículo sobre las preocupaciones de los rabinos ultraortodoxos en materia tecnológica. Si en el siglo XIX habían protestado contra la impresión de periódicos y más tarde contra el transistor, en el año 2000 habían condenado Internet por ser «mil veces más peligroso que la televisión».

Dado que en una sociedad avanzada como la israelí resultaba imposible desconectar a los ciudadanos de la web, los rabinos pedían a los fieles que en lugar del buscador más popular del mundo optaran por www.koogle. com, que solo «encontraba» webs judías religiosamente correctas. Por lo visto, la iniciativa no había prosperado y la web ya no operaba.

Asimismo, los teléfonos móviles estaban bajo sospecha, ya que podían promover relaciones con personas del sexo opuesto sin haber contraído matrimonio. También para eso habían encontrado solución, ya que la compañía local MIRS había desarrollado un móvil kosher (Etiqueta que reciben ciertos productos para significar que cumplen con los preceptos de la religión judía. N. del A.) —con el sello de la aprobación rabínica— que bloqueaba ese tipo de llamadas.

Sin embargo, la profusión de líneas wireless y el fácil acceso de los jóvenes a los ciberclubs hacían difícil el seguimiento de la ortodoxia. Tal vez Dios deseara una conducta más estricta para el pueblo elegido, pero el mundo que había creado conspiraba para que no lo lograra.

Al doblar el periódico sobre su regazo, Andreas recordó de repente una cita de Woody Alien: «Desearía que Dios me procurara un claro signo de su existencia, como ingresar un montón de dinero a mi nombre en un banco suizo».

23

A las diez de la noche llegaron a un hotel impersonal, donde el único recepcionista trataba de lidiar con un cliente indignado que exigía el libro de reclamaciones.

Después de conseguir dos habitaciones individuales por 750 shéquels —unos 150 euros— cada una, subieron en ascensor hasta el séptimo piso con la sensación de estar viviendo el fin de una aventura que no había conducido a ningún sitio.

Ciertamente, Solstice tenía ahora su testamento de Judas, pagado a precio de oro, pero Andreas no había sabido ayudarla en la verdadera finalidad de la misión, si debía creer en lo que ella le había contado. Con un sentimiento de derrota e inutilidad, al cerrar la puerta de su habitación se dejó caer sobre la cama doble como un muerto.

Mientras miraba el techo en la penumbra, deseó intensamente que la dama misteriosa estuviera a su lado aquella noche. Aunque sobre esa cuestión pugnaban en él sentimientos contradictorios. Por una parte, se sentía orgulloso de haber aguantado el tipo, ya que en ningún momento había cruzado la línea que separa una relación profesional de la ambigüedad. Por otra, le dolía en el alma que aquella mujer saliera de su vida sin haberla estrechado una sola vez en sus brazos.

Tal vez por su fracaso en el intento de identificar la segunda capital, ella ni siquiera le había pedido que le leyera la tercera parte de la confesión de Judas. La imaginó en aquel momento dentro de una bañera llena de espuma, lamentando la clase de inútil que había contratado para que la ayudara a salvar el mundo.

Para tranquilizarse, se entretuvo calculando lo que percibiría de Muñoz por aquellos tres días —aunque pareciera haber pasado una eternidad—. Doscientos cuarenta euros por tres daba setecientos veinte euros. Miseria y compañía para vivir una semana de octubre, todo noviembre y las tres semanas de diciembre hasta Navidad. Entonces se enrolaría en un par de tours seguidos para empezar trampeando el año. Con la crisis, la gente viajaba menos y no podía contar con salidas extras.

Definitivamente, aquella misión había terminado demasiado pronto.

Andreas ya estaba enumerando en su cabeza los posibles empleos que podía desempeñar en Barcelona —camarero, recepcionista, operador telefónico— para salir del paso, cuando de repente sonó el teléfono.

No esperaba la llamada de nadie. Ni siquiera Muñoz estaba al corriente de sus movimientos, así que se sobresaltó. Al acercarse el aparato al oído se sorprendió de que fuera Solstice, que le susurró apremiante:

—Ven a mi habitación. ¡Enseguida!

El guía saltó de la cama poseído por un sentimiento de urgencia mezclado con prevención. Luego fue a llamar a la puerta contigua con el pelo revuelto.

—Lo han anunciado en los contenidos del informativo de la CNN —dijo ella nada más abrir.

Antes de que pudiera preguntar «¿qué han anunciado?», la mujer tiró de él y le hizo sentarse en el borde de la cama frente al televisor. Tras el avance de contenidos, empezó el informativo en el canal norteamericano.

Andreas sacó una cerveza del mueble bar y la abrió mientras contemplaba apático las noticias sobre encuentros multilaterales para abordar el fin de la crisis. Solstice escuchaba las noticias de pie, vestida de calle y con los zapatos puestos, como si en cualquier momento fuera a salir del hotel.

A la sección de política le siguió una noticia de sucesos que iba a provocar un terremoto en la falsa tranquilidad de aquellos dos.

Al parecer, un loco había logrado escalar una de las cúpulas de la catedral de San Basilio, en la Plaza Roja de Moscú. Tras dañar la superficie con una cuchilla se precipitó al vacío y perdió la vida. Lo que al principio había parecido el accidente fatal de un enajenado se había complicado al descubrirse en su cuerpo dos heridas de bala.

Según los peritos policiales, el escalador habría recibido un primer disparo al iniciar el descenso de la cúpula de franjas blanquiazules con la ayuda de una cuerda. Tras su caída dentro del recinto de la catedral, había sido rematado con una segunda bala.

Las autoridades moscovitas declinaban cualquier responsabilidad en los disparos por parte de los efectivos policiales, aunque no disponían todavía de pistas sobre el móvil del crimen y su autoría.

—¿Piensas lo mismo que yo? —dijo Solstice mientras apagaba el televisor y se sentaba en el borde de la cama.

Tras pensarlo unos segundos, Andreas declaró:

—Una cúpula multicolor no me parece mal lugar para ocultar una moneda. Si no recuerdo mal, además, están coronadas con un pináculo dorado y una cruz. Debajo de uno de los brazos horizontales sería un lugar perfecto para fijar la moneda con una cola de contacto. Aunque cuesta imaginar quién y cómo subiría a un lugar tan inaccesible.

—El quién y el cómo es lo de menos ahora —repuso Solstice sofocada—. El caso es que Lebrun ha logrado que un escalador suba a buscar su tesoro y luego lo ha liquidado, como hizo con Rangel. Ya tiene dos monedas de Judas. Nos gana 2 a 0.

—Alto ahí —recapituló Andreas—, si Lebrun está siguiendo el orden de los cuadernos de Judas, debería haber actuado en la capital de la pereza.

—Y no es otra que Moscú —declaró Solstice.

—A los rusos no les gustaría oír eso.

—No se trata de que el pecado capital sea justo con los habitantes, sino que pueda relacionarse de algún modo con la ciudad. Para los que no han estado allí, Moscú es la burocracia indolente de los zares y la apatía de la maquinaria comunista. En la era soviética eran habituales los relatos de viajeros que aseguraban que, tras pedir una bebida, el camarero podía servirles una hora más tarde porque cobraba lo mismo hiciese lo que hiciese. La ciudad ha cambiado radicalmente, pero ese es el tópico que queda en el imaginario colectivo. Moscú = comunismo = pereza.

—Por lo tanto, hemos de estar más atentos a los tópicos sobre cada país para asignarles su pecado capital —planteó él.

—Exacto. Por desgracia, nuestro rival no es perezoso y está actuando con gran rapidez. Ha conseguido los primeros dos siclos en solo cuarenta y ocho horas. Deberíamos tomar un vuelo esta misma noche para intentar adelantarnos a su próximo movimiento.

Andreas no se veía escalando una cúpula rusa ni nada parecido, así que respondió:

—¿Un vuelo? ¿Hacia dónde?

—Tendrás que leerme el tercer bloque del testamento de Judas. Esta vez vamos a hacer diana.

Testamento de Judas III/VII

En una ocasión mi padre me ordenó que me preparara para partir hacia Jerusalén. Estaba más contento de lo habitual, ya que, según pude saber, aquel encargo del gobernador triplicaba los anteriores. La celebración de una fiesta pagana de los romanos en honor a su dios Baco era próxima, y al parecer atraería a Jerusalén a gentes de tierras lejanas e incluso a algunos judíos, que aprovechaban la ocasión para exponer sus mercancías y vender sus productos al gentío que allí se congregaba.

—Yahvé les castigará a todos por paganos e idólatras —había concluido. No consideraba que venderles vino fuese razón para sufrir el castigo que demandaba para otros. Luego se dirigió de nuevo a mí y me dijo—: En vez de regresar con la caravana, quédate en Jerusalén y busca a un egipcio llamado Amenkerr. Lo encontrarás en el mercado vendiendo esquejes de viña. Quiero que me visite cuanto antes, pues hemos de negociar.

Al cabo de dos días llegué a Jerusalén, cuando en el palacio de Poncio Pilatos ya se celebraban las fiestas en honor a su dios. Publio Marcio supervisaba los preparativos de un gran banquete y, pese a que todas las gentes y él mismo estaban atareados, se respiraba alegría en aquella inmensa cocina. Incluso los criados judíos participaban de ella sin ningún rubor.

Cuando el decurión me vio, se acercó con una amplia sonrisa y, apoyando sus manos sobre mis hombros, me interrogó así:

—Judas, muchacho, ¿no me digas que no te vas a quedar a las fiestas?

Su ojo sano me escrutaba fijamente con un brillo que revelaba una euforia fuera de lo normal, mientras que su aliento delataba que, pese a lo temprano del día, ya había probado unas cuantas jarras de nuestro vino.

—Soy judío y nuestro dios no me permite participar de fiestas que para nosotros son paganas. Sin embargo, hoy no me marcharé con la caravana, pues he de hacer un encargo para mi padre.

El romano soltó una de sus habituales risotadas, más fuerte si cabe debido a su estado.

—Déjate de tonterías de dioses. Las Bacanales son para pasarlo bien, comer, beber y estar en buena compañía, que buena falta te hace —dijo acercando su rostro al mío antes de agregar—: Hay por aquí una doncellita muy interesada en ti, según me he enterado, pues cada vez que llega una expedición de vino procura estar cerca, aunque tú parece que ni la ves. —Y soltó otra enorme carcajada antes de continuar—: Ahora vete y procura cumplir los encargos de tu padre. A la hora sexta te espero aquí mismo para comer y probar tus vinos, y veremos entonces qué más somos capaces de hacer.

Sin dejar que pudiera negarme, se alejó entonces de allí a grandes zancadas para reprender a un esclavo que había derramado el contenido de una fuente por el suelo.

Quedé en medio de la estancia aturdido e intranquilo. No quería llevar la contraria al decurión, pero pensaba en los castigos divinos de los que hablaba mi padre. Sabía que debía alejarme de todas aquellas cosas que no conocía, pero dentro de mí sentía una punzada de curiosidad y de excitación. Lo que el romano había revelado sobre la muchacha de la cocina excitaba mi deseo.

Al fin, saliendo de mi ensoñación abandoné el palacio y me dirigí al templo donde los mercaderes exponían sus productos. El bullicio era ensordecedor y pensé que si verdaderamente Yahvé tenía que lanzar un castigo contra los paganos, aquel era el lugar y el momento más adecuado.

No me costó encontrar al egipcio Amenkerr, que si bien al principio me dirigió la más despreciativa de sus miradas, al enterarse de quién era hijo se deshizo en reverencias y amabilidades. Una vez dado el encargo y tomando buena nota de la respuesta del mercader, que a la finalización de las Bacanales prometía pasar por Keriot para negociar con mi padre antes de regresar a Egipto, rehusé su invitación para comer. Alagué tener varios asuntos que tratar y, dándome toda la importancia que pude, me alejé del templo y su griterío.

Faltaba tiempo para la hora fijada por el romano para que compareciera en la fiesta, por lo que anduve por las calles de Jerusalén pensando en la conveniencia o no de faltar a la cita. Puesto que ya tenía el trabajo hecho, era libre de regresar a mi casa, aunque lo cierto era que en mi interior deseaba quedarme, y así lo hice.

Llevaba poco tiempo en el patio de la cocina esperando a Publio Marcio cuando le vi llegar, y mi temor creció al comprobar que venía acompañado de dos mujeres a las que cogía por la cintura sin ningún pudor. Una de ellas, la más joven, reía y no apartaba su mirada de mí. La otra comentaba al oído del romano algo que le provocaba grandes carcajadas.

Me sentí terriblemente incómodo y estuve tentado de salir corriendo, pero al fin permanecí quieto intentando fingir una calma que no tenía. Al llegar frente a mí, el decurión nos presentó sin más miramientos.

—Esta es Claudia —dijo señalando a la mayor— Y esta es Esther. Dado que es medio judía, te mostrará que no hay nada de malo en nuestras fiestas. Vosotras ya conocéis a Judas, nuestro proveedor de buen vino.

Dicho esto, se desprendió de Esther, que a continuación se agarró de mi brazo y con una bella voz gritó:

—¡Vamos!

Yo sentía su presencia cada vez más cerca de mi costado. Jamás en la vida había tenido a una mujer tan pegada a mí, y oía cómo me hablaba sin parar aunque no escuchaba lo que decía.

Detrás de nosotros, Publio Marcio y su joven pareja reían constantemente. El romano de vez en cuando emitía ruidos guturales que yo no sabía interpretar.

Al cabo de un tiempo, y pese a que la turbación me tenía paralizado, empecé a reparar en la muchacha que tenía a mi lado. Tendría uno o dos años más que yo. Su cabello era negro y, a pesar de su baja estatura, su cuerpo estaba moldeado como una estatua romana, como las que tenía el gobernador en su palacio. Vestía una túnica romana, lo que dejaba gran parte de su piel al descubierto. Cualquier joven judía de su edad se habría escandalizado de aquellas vestimentas. Tenía un cuello fino y esbelto, pero lo que más me turbaba de ella era el perfume que desprendía, el cual por una parte hacía flaquear mis fuerzas, pero por otra me deleitaba como nada que yo hubiera conocido anteriormente.

Tal como había anunciado el decurión, comimos, bebimos y volvimos a beber, todo ello en medio de la locura que se había apoderado de las calles y posadas que visitamos. No pretendo excusarme, pero lo cierto es que perdí la noción del mundo y de mis actos.

Cuando a la mañana siguiente desperté en un lugar que no conocía, tenía a Esther medio desnuda a mi lado. Todo me daba vueltas y me sentía morir. Intenté cubrir a Esther con su propia túnica, mientras yo mismo procuraba ordenar mis vestimentas. Deseé que nada de aquello hubiese sucedido y, al mirar a la mujer que dormía plácidamente sobre aquel jergón de paja, quise huir corriendo hasta Keriot para buscar al rabí más cercano y expiar mis culpas.

Pero cuando me disponía a salir, una voz dulce y cantarina como una fuente me dijo:

—¿Adónde vas, Judas?

Me quedé en la puerta sin poder moverme, fuera a causa de mi confusión o bien por el estado de debilidad que invadía todo mi ser. Lentamente volví a mirar a aquella mujer, motivo de todos mis males, y fue en aquel momento cuando creí verla por primera vez. Los excesos de la noche no parecían haberla afectado como a mí. Estaba serena y en verdad que era una muchacha bellísima. Me pareció una joven como cualquier otra judía, y esperaba mi respuesta escrutándome con los ojos más bellos que había visto en mi vida.

Con toda sinceridad, le respondí:

—Iba a marcharme.

Al oír mis palabras, se levantó rápidamente, cerró la puerta que había dejado entreabierta y me indicó por señas que permaneciera en silencio, al tiempo que me conducía a un rincón de la estancia.

—Publio Marcio y su ramera están en la habitación de al lado y, aunque deben de estar ebrios, podrían oírnos.

Dicho esto, se sentó en el suelo y me pidió que me acomodara a su lado. La obedecí con cierto recelo, procurando guardar alguna distancia entre los dos. Dado que no me atrevía a mirarla directamente, mantuve mis ojos fijos en el suelo de piedra. Cuando Esther me habló en voz baja, su tono y sus palabras no eran los mismos que los del día anterior. Se expresaba con una seguridad y una madurez que me sorprendió, tanto por su edad como por tratarse de una mujer.

—Judas, me han mandado conocerte para que averigüe si eres un buen judío amante de tu pueblo, o si te has vendido al romano invasor como otros muchos. Tu amistad con Publio Marcio y tus frecuentes visitas al palacio del gobernador han despertado el interés de unas gentes que me han pedido que les aclare tu posición.

Mi cabeza no estaba suficientemente clara para comprender lo que me estaban diciendo, y mucho menos para pedir aclaraciones a unas palabras que no sabía adonde querían llegar.

Al ver mi turbación, Esther continuó hablando así:

—Judas, creo que no me equivoco si digo que eres un joven temeroso de la ley, y que tu supuesta simpatía por los romanos es totalmente fingida. Ahora quiero que pienses bien antes de contestarme. ¿Estarías dispuesto a prestar un gran servicio al pueblo judío y luchar junto a otros para expulsar de nuestra tierra al invasor romano?

Aún hoy no sé decir lo que pasó por mi cabeza en aquel momento, pues yo no era valiente ni fuerte y, si bien me ofendía que mi tierra y mi pueblo estuviesen gobernados por extranjeros, jamás me había planteado combatirlos. Sin embargo, la proximidad de Esther, su mirada desafiante y su valentía me empujaron como el viento del desierto a decir que sí. Cuando lo hube dicho, me sentí honrado al ver brillar sus ojos con agradecimiento.

Antes de que yo pudiera añadir ninguna palabra, se levantó indicándome que permaneciera en mi sitio y salió con sigilo al exterior. Al cabo de un breve instante volvió a entrar y, tomándome de la mano, me llevó hacia fuera diciendo:

—Duermen profundamente y, si se despiertan y no nos encuentran, creerán que hemos ido a continuar la fiesta a otro lado.

Tras hablarme así, me condujo por una escalera hasta la planta de la casa donde nos encontrábamos. Desde allí descendimos otro tramo de escalones de piedra hasta un sótano débilmente iluminado por una lámpara de aceite sobre un barril. Sentados en torno a una mesa había varios hombres; al ver a Esther callaron de golpe y dirigieron sus miradas hacia mí.

—Es de los nuestros —dijo ella solamente, y me dejó entre los hombres tras desaparecer de la estancia.

—Sé bienvenido, Judas de Keriot —me saludó uno de ellos— Mi nombre es Barrabás y soy quien dirige a los zelotes de Jerusalén. Aprovechando que las fiestas les permiten pasar desapercibidos, han venido hermanos nuestros de Galilea Tiro y otros puntos del reino. Este de mi lado es Simón el Galileo. Como yo aquí, se ocupa de que en Galilea los romanos y los amigos de los romanos no puedan dormir tranquilos. —El hombre que había mencionado, un pescador alto y fuerte, me saludó con un gesto mientras Barrabás seguía hablando—: Los zelotes tenemos como sagrada misión infligir tanto daño como podamos al invasor romano y a aquellos judíos que se doblegan ante ellos y pretenden ser sus amigos. Al principio creímos que tu padre y tú erais esa clase de judíos, pero después vimos que no os juntabais y que solo negociabais con vuestros productos. Por eso empezamos a pensar que podía ser bueno teneros con nosotros, ya que gozáis de entrada libre al palacio del gobernador. Para asegurarnos, pedimos a Esther que hiciera por conocerte, y la mujer ha cumplido con su misión. Ahora te toca a ti decidir si te unes a nosotros.

Noté los ojos de aquellos hombres fijos en mí. Todos eran judíos como yo, gente del pueblo, albañiles o pescadores como Simón, pero en todos ellos creí ver un aire de violencia y feroz resolución que, si bien me intimidó, a la vez me hizo sentir halagado de que me hubieran elegido.

Puesto que no podía negarme, les dije que sí.

Mi viaje de retorno a Keriot fue largo, pero yo apenas lo sentí. Me uní a una caravana que se dirigía a Egipto pasando por Bet Semes y Hebrón. No conocer a nadie allí me ayudó a pensar durante las jornadas de camino en todo lo acontecido.

Barrabás era un hombre aguerrido, un caudillo al que no debía importarle la muerte de sus seguidores, ni mucho menos la de los romanos o los judíos romanizados. Al entregarme la daga de los zelotes me había dicho que no tuviera reparos en usarla cuando llegase el momento.

Simón, el pescador galileo, se había mostrado silencioso, pero tenía un extraño fulgor en la mirada que daba a entender que era un ser ávido de poder.

Esther era una bella mujer que no había dudado en pecar como una romana para averiguar si los zelotes podían contar conmigo. El recuerdo de sus ojos y de su piel producía un extraño efecto en mí.

Si bien no podía precisar hasta dónde habíamos llegado, a causa del maldito vino que Publio Marcio y su ramera me habían hecho tomar, no sentía que hubiera quebrantado la ley del Talmud. Decidí en todo caso que tenía que hablar con un rabí lo antes posible nada más llegar a Hebrón.

A pesar de esta resolución, el recuerdo de aquella mujer había anidado en mi cabeza y se resistía a salir de ella. Apenas había conocido a ninguna otra y, si bien el contacto con Esther me había turbado profundamente y no dejaba de pensar en su perfume, en sus formas y en su voz, mi cabeza estaba nublada por el recuerdo de otra mujer: la princesa de Magdala que había visto en la casa de Mesa y que estaba seguro de que jamás volvería a encontrar.

Pero estaba nuevamente equivocado.

Other books

Turn Up the Heat by Serena Bell
Listening to Mondrian by Nadia Wheatley
Strangelets by Michelle Gagnon
Painted Cities by Galaviz-Budziszewski, Alexai
Making Hay by Morsi, Pamela