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Authors: Francesc Miralles y Joan Bruna

Tags: #Intriga, Historica

El Legado de Judas (7 page)

BOOK: El Legado de Judas
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—Lo que me gustaría saber —prosiguió el guía susurrando al oído de su acompañante— es vuestra motivación para dar a conocer la historia antes de que lo hagan los expertos de la Iglesia armenia.

Le desarmó la sinceridad de Solstice:

—Somos una institución judía, si te refieres a eso. Y sí, a nuestro pueblo le resulta muy incómodo el papel de deicidas que nos ha asignado la historia oficial. Vamos a ver qué opina el bueno de Judas de lo que pasó aquí hace, dos milenios.

Mientras subían las escaleras hacia el segundo piso, el vozarrón del dueño les saludó desde la recepción.

El hotel estaba sumido en el silencio, como si el Sabbath se hubiera apoderado también de los huéspedes. Andreas abrió la habitación número 9 y cedió el baño a su acompañante, mientras él salía al balcón a tomar el aire. Al oír correr el agua de la ducha entendió que la cosa iba para largo y lamentó no haberse llevado al menos una cerveza.

Cuando se hartó de contemplar la luna sobre la Torre de David y los tejados de Jerusalén, subió hasta el segundo nivel de la habitación para sentarse a leer en la cama. Tras encender una lamparita amarillenta, estuvo dudando entre Oh, Jerusalén y la primera parte de Caballo de Troya. Sin embargo, antes de que pudiera tomar una decisión la voz de Solstice le reclamó:

—¿Andreas? ¿Dónde te has metido?

El guía bajó obedientemente y la encontró sentada en su cama, vestida con un sensual kimono de seda roja. Solo las gafas negras estropeaban su bella estampa.

—Vamos, siéntate aquí —dijo tocando con la mano izquierda una silla al lado de la cama sobre la que reposaba el manuscrito—. Soy toda oídos.

Andreas miró los blancos pies de quien acababa de hablar y luego las gafas negras que afeaban su rostro. Entonces tomó una decisión tan arriesgada como espontánea:

—No pienso leer nada a menos que te quites esas gafas.

Solstice tensó los labios, lo que revelaba que aquello la había tomado por sorpresa. Él volvió al ataque:

—¿Es que no te las quitas nunca?

—Únicamente cuando estoy sola.

—Pues supón que yo no estoy aquí y que es el propio Judas quien te habla después de haberse encaramado a tu balcón.

Contrariamente a lo que él esperaba, en lugar de enfadarse Solstice sonrió tímidamente. Luego se quitó las gafas.

El guía contuvo la respiración mientras veía aquella parte de su rostro por primera vez. La piel alrededor de sus bonitos ojos verdes tenía una tonalidad marrón, como una máscara formada por una vieja quemadura.

—Fue en un incendio —explicó con un hilo de voz—. Mientras trataba de escapar se desprendió del techo un trozo de madera candente y me quedé así. Ahora, lee.

Andreas sacó el primer cuadernillo de la carpeta. Era un documento de siete páginas escrito a mano con letra caligráfica, probablemente para no dejar rastro de la traducción en ningún ordenador. Como mucho Rangel debía de haberse procurado una copia en papel carbón, tal como se hacía antiguamente con las cartas.

Antes de iniciar la lectura junto a la lamparita, dirigió una última mirada a Solstice, que aguardaba expectante.

Le pareció la mujer más bella que había visto en su vida.

Testamento de Judas I/VII

Yo, Judas, llamado el Iscariote, sintiendo que se aproxima el momento de mi muerte, quiero dejar testimonio de mi vida, razones y actos postreros para quien se otorgue el derecho a juzgarme.

Nací en Keriot, una pequeña ciudad de judea. Privado de madre, fui criado por un padre que si bien se ocupó de mí y de mi instrucción, enseñándome a leer y a escribir, cosas que la mayoría no sabían, nunca se mostró afectuoso conmigo. En más de una ocasión cometió en mis carnes el pecado de la ira.

De mis primeros años en el mundo solo recuerdo la soledad. El hecho de que mi padre me obligara a aprender desde temprana edad los rudimentos de la lectura y la escritura me alejó de los demás niños. Ellos pasaban el día corriendo por las calles llenas de polvo y lanzando piedras al sol de Judea, mientras yo permanecía en una casa donde este mismo sol se filtraba por los postigos siempre cerrados de la ventana.

Ya en aquel entonces me consideraba un ser solitario, aunque ardía en deseos de abandonar esta circunstancia, pese al miedo que me producía el mundo.

Los niños me rehuían cuando me acercaba a ellos, e incluso recibí alguna pedrada que me dolió menos que su desprecio. Tampoco encontraba ningún consuelo en llegar a la casa, que casi siempre me esperaba vacía.

Keriot, al sur de Hebrón, no está lejos del mar que nos separa de las vetustas ciudades de Moab y Edom. Al ser una población de paso, tanto para ir al norte, hacia Jerusalén y Galilea, como para el tránsito obligado de las caravanas a Egipto y a las tierras del este, era frecuente que se detuvieran forasteros. Albergaba un buen número de artesanos, con negocios de todas clases como el de mi padre, Simón Iscariote, que prosperaba vendiendo los mejores vinos que encontraba de Malatha a Tiro y de Jeppe a Ramat.

Numerosas caravanas hacían parada en su almacén, del cual salían con grandes tinajas para cualquier punto de Israel e incluso para Egipto.

Cuando cumplí los diez años, mi padre me puso a trabajar en su negocio con la misma frialdad con la que me había criado hasta entonces. A pesar de que yo era todavía un niño, había aceptado que mi sino era la soledad.

Mi padre me trataba como un asalariado más, pero el resto de los trabajadores maliciaban de mí por ser hijo del dueño. En aquel almacén aprendí a distinguir los vinos, a saber sus precios y a cargar muías y camellos para que las tinajas llegaran a su destino, a veces muy lejano.

Con el paso de los años, empecé a salir con algunas de las caravanas propias organizadas por mi padre. Llegaban hasta Jerusalén, donde vendían nuestra mercancía tanto a los judíos como a los romanos, que dominaban nuestra tierra. Si bien eran repudiados por todo buen hijo de Israel, nadie les hacía ascos a la hora de recibir sus denarios. Aquellos viajes moldearon mi vida, hasta el punto de dar forma a una segunda etapa de mi existencia.

Contaba yo por aquel entonces quince años.

Las caravanas fueron el primer medio que tuve de mezclarme y conocer a otras gentes. Al principio servía solo a los pueblos cercanos, pero con el paso del tiempo las rutas se alargaron y las jornadas fuera de Keriot llegaron a ser más de las que pasaba en casa.

Los hombres que conducían los camellos o muías no eran excesivamente habladores, pero cumplían su trabajo y al finalizar el día compartíamos dátiles y tortas de harina alrededor del fuego.

Mi misión consistía, más que en ocuparme del transporte, en cerrar la venta y cobrar los dineros previamente acordados en cada uno de los tratos. Para estos menesteres me había dado formación mi padre. Así pues, fui relacionándome con posaderos de la ruta de Jerusalén. Trataba con nobles familias de Israel e incluso con principales romanos, llegando hasta el decurión Publio Marcio, jefe de las bodegas del propio Poncio Pilatos, gobernador del país. Aquel conocimiento marcó el rumbo de mi destino.

Siento que el tiempo se me acaba y tengo mucho que contar todavía, pero es necesario explicar algunos momentos vividos con mayor detalle que otros, y sin duda mi primer encuentro con Publio Marcio es uno de ellos.

Recuerdo que aquel día mi padre bajó al patio y se dirigió a mí, ordenándome que me preparara para salir con una caravana hacia Jerusalén. En muchas otras ocasiones yo había realizado aquella misma ruta, pero cuando me disponía a ir a por mi zurrón y a preparar la partida, me sorprendí al ver que mi padre me esperaba con más instrucciones para aquel viaje.

Me dijo muy hoscamente que aquella expedición era para el palacio del gobernador, y su destinatario era el mismísimo Poncio Pilatos, añadiendo a continuación que tan buenos eran los denarios romanos como las monedas judías.

No sé si agregó aquel comentario para justificarse por hacer negocio con Pilatos, pero sentí una cierta vergüenza de que nuestros vinos se sirvieran en las mesas romanas, dado que yo, como todos los jóvenes de mi tierra, albergaba un sentimiento de odio hacia nuestros invasores.

Hasta aquel momento no había tenido ocasión de hacer tratos con ninguno de ellos, pero las historias y rumores que había escuchado me conducían a tomar su misma postura sin dudar.

Emprendimos el viaje a Jerusalén con cincuenta muías cargadas con dos tinajas cada una de nuestro mejor vino. Debo confesar que una extraña mezcla de emociones se agitaba dentro de mí conforme íbamos cubriendo las jornadas que nos separaban de nuestro destino. Por una parte, sentía cierta curiosidad por ver cómo eran aquellos hombres que, sin demasiado esfuerzo, habían dominado a nuestro pueblo, instalándose en nuestros palacios para gobernarnos. Otra parte de mí incubaba el deseo de envenenar el vino y matar así a un buen número de romanos, pero el temor a ser descubierto me hizo desechar esta idea.

Por la noche nuestro campamento era todavía más silencioso que de costumbre, y, por las pocas conversaciones que pude oír, también nuestros hombres sentían un cierto temor ante el destino de la mercancía que transportábamos.

Cuando avistamos los primeros muros de la ciudad, sentí que algo terrible ocurriría para mí a partir de aquel momento.

En lugar de la fortaleza que esperábamos encontrar, llegamos ante una hermosa villa digna del judío más acaudalado.

Como responsable de la caravana fui a la entrada principal, donde dos legionarios cruzaron sus lanzas impidiéndome que avanzara más. Recuerdo que me esforcé para que mi voz sonara tranquila al exponer la razón de nuestra presencia. Sin dignarse dirigirme la mirada, los legionarios me ordenaron que rodeara la casa para acceder a las dependencias del servicio y descargar las tinajas en la cocina.

Así lo hicimos y encontramos la puerta abierta, por lo que entramos directamente a la gran sala de la cocina de la villa. Mientras contemplaba el gran movimiento que allí tenía lugar, dudando de a quién debía dirigirme, sentí el peso de una mano enorme que me sujetaba por el hombro de forma dolorosa.

—¿Qué haces aquí, rata? —bramó la voz. Al volverme me encontré frente a un legionario que me retenía esperando mi respuesta.

A pesar de mi poco conocimiento de los invasores, la autoridad que emanaba de su figura me dio a entender que aquel no era un soldado como los que custodiaban la puerta principal. Era un hombre fornido que sacaba una cabeza al más alto de aquella estancia. Su tez morena estaba surcada por varias cicatrices, la mayor de las cuales arrancaba de su sien izquierda y le llegaba hasta el comienzo del cuello, lo cual mantenía su ojo medio cerrado. Aquello le daba un semblante de crueldad que incrementó más si cabe el temor que ya sentía.

Intenté desasirme de su mano con un brusco movimiento que sin duda debió de sorprenderle. Con voz más firme que mi ánimo, respondí con las siguientes palabras:

—Traigo una partida de vino para el gobernador. Soy hijo de Simón de Keriot y no soy ninguna rata.

Se hizo un silencio sepulcral en la cocina, donde el ojo de la cicatriz resplandecía a mi parecer de forma siniestra. Recuerdo que mi cabeza quedó en blanco, hasta que una sonora carcajada me devolvió a aquel lugar y a aquella presencia hostil. El gigante había encontrado graciosa mi actitud y, lejos de destrozarme entre sus manos, se presentó como Publio Marcio, decurión de la Quinta Legión y encargado de la cocina y servicios del palacio del gobernador. Me indicó dónde debíamos descargar las tinajas e incluso mandó a cinco esclavos para que ayudasen a los hombres de nuestra caravana.

Terminada la tarea, cuando hice intención de reunirme con mis compañeros, Publio Marcio me retuvo firme pero esta vez amistosamente a su lado, diciendo:

—Hijo de Simón, si traes la carta de compra del vino, yo soy el encargado de pagártelo.

Me volví hacia el gigante y contesté con orgullo:

—La he de redactar yo mismo al concluir la descarga.

En los ojos del romano vi una luz de interés, al tiempo que hablaba para sí mismo:

—De modo que sabes leer y escribir. Eres un joven sorprendente.

Tras decir esto me llevó a una estancia contigua, donde en una mesa junto a la pared redacté la carta de venta, esmerándome al máximo en la ejecución y letra de la misma. Una vez concluido mi trabajo y con las tinajas descargadas, el romano me entregó una bolsa tras contar las monedas escrupulosamente. Entonces me golpeó la espalda y se despidió diciéndome:

—Nos volveremos a ver, hijo de Simón.

—Mi nombre es Judas, romano —fue mi respuesta.

—Volveremos a vernos pronto, Judas —concluyó.

Durante el camino de regreso recordé impresionado aquella conversación, que era lo más destacado que me había sucedido en mi vida. No pensaba comentarla con nadie, ni esperaba que pudiera tener continuidad. Pero el tiempo se encargaría sin tardar de contradecirme.

Al llegar a casa me encontré con un encargo escrito de mi padre, el cual estaría ausente unas semanas. Me ordenaba preparar un nuevo envío; esta vez debíamos llevar el vino para la boda de un rico mercader judío en Bet Shean, a más de diez jornadas de Jerusalén. Se hallaba en los confines de Galilea y era un largo camino.

Debíamos partir de inmediato, ya que los festejos de la boda comenzarían en doce días, así que pese a la fatiga de la expedición al palacio del gobernador, nos aprestamos a salir al alba del siguiente día.

Dedicamos la tarde a cargar las tinajas en camellos, que esta vez sustituirían a las muías, no tanto por el cansancio de los animales como por lo prolongado de la ruta. Era preciso cruzar hacia el norte y bordear Jerusalén para luego atravesar Jericó. No encontraríamos más ciudades importantes hasta llegar a nuestro destino. Cargamos suficiente comida y bebida para lograr llegar a Jericó, donde nos proveeríamos de lo necesario para continuar la ruta.

Aquel mes de las espigas, a punto de celebrarse nuestra Pascua, fue el más decisivo de mi vida, pues también en Bet Shean conocería a gentes que influirían de forma crucial en los acontecimientos que más tarde relataré.

No perderé un tiempo que creo no tener en explicar la dureza de aquel viaje, en el que alargábamos las jornadas hasta la extenuación para llegar a tiempo.

Cuando la mañana del decimotercer día avistamos la ciudad, advertimos el aire de fiesta que la boda en la casa del noble Mesa daba a toda la población. Llegamos con el tiempo justo de descargar el vino y ver empezar las fiestas de esponsales. Estábamos tan exhaustos que nos tendimos en la inmensa bodega sin fuerzas siquiera para hablar.

No sé cuánto tiempo llevaba allí, recostado contra la pared de la bodega buscando su frescor, mientras el bullicio no cesaba en la planta de arriba, cuando de repente vi bajar por las escaleras a la criatura más bella que jamás hubiera contemplado. Tanto su porte como su cara, así como sus andares, parecían de otro mundo.

Se dirigió a uno de los criados que llenaban jarras con nuestro vino para darle alguna instrucción. Quedé tan impresionado con aquella presencia que cuando hubo regresado al salón del banquete yo me preguntaba si había sido real o solo fruto de mi imaginación debido al cansancio. Al fin busqué al criado que había hablado con ella y le pregunté si sabía quién era aquella extraordinaria joven.

—Es María de Magdala —respondió con prisa, y me dejó en la bodega con el dulce recuerdo de aquella aparición.

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