Read El Legado de Judas Online

Authors: Francesc Miralles y Joan Bruna

Tags: #Intriga, Historica

El Legado de Judas (12 page)

BOOK: El Legado de Judas
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24

Tras una larga deliberación, habían decidido que Nueva York era la capital de la lujuria. Andreas había propuesto muchas otras ciudades, pero finalmente Solstice le había convencido con estos argumentos:

—La lujuria siempre ha tenido su sede en la ciudad más poderosa del mundo, como en su tiempo lo fue Roma. Pese al 11 de septiembre y a la crisis, Nueva York sigue siendo la metrópoli planetaria que, en los últimos días del imperio, continúa con su orgía de consumismo y placeres inmediatos.

—Sin embargo, me parece un lugar demasiado grande para buscar una moneda —había replicado Andreas—. Lo único que me tranquiliza es que tampoco lo tendrá fácil Lebrun para encontrarnos.

Ante el inesperado giro que había tomado una misión que ya parecía finiquitada, el guía sintió que su cliente había despegado definitivamente los pies de la tierra. Él no creía que pudieran encontrar el siclo de plata en Nueva York. Por otro lado, le traía sin cuidado aquella teoría conspiratoria. El mundo de las altas finanzas y sus talismanes no era el suyo, que solo contaba con los 240 euros que percibiría diariamente por aquella búsqueda incierta alrededor del globo.

«Cuanto más dure, mejor», se dijo sin imaginar las trampas mortales que les aguardaban.

—¿Quieres que reserve el hotel? —propuso Andreas en el aeropuerto internacional de Tel Aviv, desde donde su vuelo de madrugada saldría en un par de horas.

—No es necesario —repuso Solstice entusiasmada—, en Nueva York tendremos un ayudante de excepción que nos preparará el terreno. Sondre ya está volando hacia la ciudad que nunca duerme para reunirse con nosotros. Ha descubierto algo que nos ayudará en la búsqueda.

—¿Quién demonios es Sondre?

—Mi hermano. Tiene muchas ganas de conocerte.

Mientras hacían cola en el control de seguridad, el guía se preguntó si aquello era una buena noticia. La intuición le decía que un nuevo participante en ese juego absurdo solo serviría para complicar aún más las cosas.

—Veo que a tu familia le gustan los nombres raros —se limitó a comentar.

—El de mi hermano es muy común en Noruega. Nació allí mientras mi padre trabajaba como ingeniero de plataformas petrolíferas. Luego regresamos a Londres. A su muerte nos trasladamos a Barcelona, donde también tengo familia. Somos un poco de todas partes.

—Como las monedas —añadió Andreas irónico—. ¿Y tu madre, dónde está?

Le gustaba que Solstice, por quien empezaba a sentir algo más que atracción, le hablara de su vida personal.

—Sondre y yo somos adoptados. La esposa de mi padre, que era muy viejo cuando nos acogió, murió poco después de llegar mi hermano. Yo apenas la recuerdo y él menos aún, puesto que era un bebé. Hablando de nombres, el tuyo tampoco es corriente. ¿Por qué Andreas y no Andrés?

—En honor a un diplomático chipriota que es mi padrino. No hay otro motivo.

En medio de aquella conversación intrascendente, el guía se dio cuenta de que una policía de larga melena roja no perdía palabra de lo que hablaban. Al saberse detectada, dio un paso adelante y dijo en perfecto castellano:

—¿Me permiten que les haga unas preguntas?

Ambos asintieron escamados. Mientras la cola se iba acercando a unas gigantescas máquinas que escaneaban el equipaje, la mujer policía empezó con el interrogatorio:

—¿Es la primera vez que visitan Israel?

—En mi caso no —tomó la palabra Solstice—, pero para mi compañero es el primer viaje.

—¿Son ustedes pareja?

A Andreas le chocó que les hiciera una pregunta tan personal. Iba ya a protestar, cuando su acompañante contestó para su sorpresa:

—Todavía no, nos estamos conociendo. He querido enseñar a mi amigo el país para saber qué opina. Para mí es importante para decidir qué hacemos con nuestra vida.

Con aquella respuesta Solstice solo había logrado sembrar más dudas aún en la empleada que hacía el interrogatorio.

—¿Y cuál es su opinión?

—Oh, es un país maravilloso —repuso él por decir algo, incómodo con aquella situación.

La policía miró los nombres de los dos en los pasaportes y volvió a la carga.

—¿Desea usted establecer una relación duradera con la señorita Bloomberg? ¿O se trata de un encuentro puntual?

Aquello era más de lo que Andreas estaba dispuesto a tolerar. Iba ya a dar una respuesta cortante a la pelirroja, cuando Solstice le pasó el brazo por la cintura y declaró:

—Somos viejos amigos, y ese tipo de decisiones llevan su tiempo. No es bueno precipitarse.

—¿Cuántos años hace que se conocen?

—Veinte —dijo el guía para acabar con aquella conversación absurda.

El tono de voz de la policía se endureció en este punto.

—Si tiene intención de tomar su vuelo, le aconsejo que se atenga a la verdad. La señorita Bloomberg vive en España desde hace solo doce años, y no nos consta que usted haya residido en Londres o en Bergen, aunque trabaje como guía de viaje freelance.

—En todo caso —repuso Andreas indignado—, no creo que nuestra vida personal sea cosa del Mosad.

—Le ruego que mida sus palabras, de lo contrario, tendremos que proseguir la conversación en otro lugar.

Por un momento, Andreas temió que los servicios secretos hubieran averiguado su cita con Rangel. Afortunadamente, esa información no parecía haberles llegado todavía. La siguiente pregunta reveló cuándo habían empezado a resultar sospechosos.

—¿Puedo preguntarle por qué abandonaron su hotel en Jerusalén la primera noche, habiendo pagado dos?

—Tuvimos una pequeña pelea —argumentó Solstice—, pero ya nos hemos reconciliado. El viejo Jerusalén nos ponía de los nervios.

Había llegado su turno ante la enorme máquina que se tragaba las maletas. La pelirroja les miró con expresión grave. Si continuaba el interrogatorio, tendrían que salir de la cola y perderían sin duda el avión.

Solstice trataba de ocultar los nervios peinándose la melena castaña con sus finos dedos.

Finalmente la mujer policía dijo:

—Les deseo un buen viaje.

25

Mientras Solstice dormía profundamente en la butaca de primera clase, Andreas celebró que habían salido ilesos de Israel con un botellín de vino pinot noir y la lectura de El club Bildeberg.

Había comprado una edición en inglés del ensayo de Daniel Estulin en la librería del aeropuerto, ya que le pareció una buena lectura de cara a la siguiente prueba. No tenía esperanzas de lograr nada bueno en Nueva York, pero documentarse sobre las teorías conspiratorias de los norteamericanos le hacía sentir que se estaba ganando el sueldo. Era improbable que el legado de Judas viviera en forma de moneda en la capital de la lujuria, pero al menos podría dar conversación a Solstice y Sondre, a quien imaginaba más fanático que su hermana.

Bajo el efecto narcotizante del alcohol a nueve mil metros de altura, tras consultar el índice, el guía empezó a leer el capítulo «Los sumos sacerdotes del capitalismo».

Mencionaba a la banca Rothschild, a los Rockefeller y a Henry Kissinger como núcleo duro inicial del grupo, al que se fue incorporando cada vez más gente poderosa, mientras se descartaban los miembros menos influyentes.

Fue precisamente David Rockefeller quien definió con precisión el verdadero propósito de Bildeberg: «Algo debe reemplazar a los gobiernos y el poder privado me parece la entidad adecuada para hacerlo».

La poderosa alianza secreta cuenta en sus filas con magnates de primer orden, estrategas internacionales, políticos, intelectuales y militares. Su misión es salvaguardar la hegemonía occidental en el mundo. Al parecer, en cada reunión de Bildeberg se decide el destino del mundo.

El guía leyó que el club tiene su extensión en sectas paralelas, todavía más exclusivas y secretas que el grupo central. Esto ha llevado a afirmar a algunos periodistas que se trata de una asociación de naturaleza satánica donde se efectúan rituales místicos y conspiraciones globales.

En el capítulo dedicado a «otras organizaciones secretas», el autor mencionaba los estudios del teólogo burgalés Manuel Guerra, el cual apuntaba la existencia de la Gran Logia Rockefeller 666, con sede en Nueva York. Al parecer, esta secta cuenta con un letrero luminoso con el 666 en lo alto de un rascacielos cercano al Rockefeller Center, además de una estatua de Prometeo, el héroe griego que robó el fuego divino para entregárselo a los hombres.

Esta logia del iluminismo luciferino celebra las llamadas «misas rojas», por los colores dominantes del ritual. En estos encuentros para un número muy reducido de iniciados no se realizaban sacrificios humanos —tal había sido la acusación de algunos cazadores de sectas— pero sí «ritos de sexualidad lujuriosa».

Andreas dejó un instante la lectura para servirse una segunda copa de pinot, un tinto francés tan poco denso que su transparencia recordaba más bien a un rosado.

Le resultó inevitable relacionar lo que estaba leyendo con las conclusiones de Solstice a partir del legado de Judas. Las orgías secretas que mencionaba Estulin confirmaban que en un par de horas aterrizarían en la capital de la lujuria.

Según el libro, los presidentes norteamericanos y europeos siempre eran elegidos entre miembros del club, aunque otros investigadores afirmaban que el planeta era regido por organizaciones más peregrinas si cabe. Un periodista del rotativo británico The Guardian, Mark Oliver, sostenía que los hilos del mundo los mueve un grupo llamado Pentaveret, que contaba entre sus miembros a la reina Isabel, el Vaticano, las familias Getty y Rothschild y el Coronel Sanders, creador de Kentucky Fried Chicken.

El guía sonrió al imaginar al afable barbudo con gafas dirigiendo a la humanidad a la que nunca revelaría el secreto de su pollo asado.

Antes de cerrar el libro para entregarse a una siesta promovida por el pinot, leyó un subapartado sobre la organización clandestina Bohemian Grove. Creada en 1879 para promover el espíritu bohemio entre las clases dirigentes, en sus reuniones tenía lugar un intercambio clandestino de contactos, así como negocios de naturaleza sospechosa. Todo ello bajo la máscara de una logia que vehicula el talento teatral y musical de sus miembros.

En uno de los encuentros, un periodista logró filmar a Colin Powell bailando y cantando temas de Village People. Las imágenes dieron la vuelta al mundo.

26

Solo hacía un par de horas que Lebrun dormía en el hotel Marriot de Times Square cuando oyó que alguien llamaba suavemente a la puerta. Al abrir los ojos en la oscuridad se sintió completamente desconcertado.

Por unos momentos no supo dónde se encontraba ni cuándo había llegado allí. Había dormido solo tres horas en total en los últimos dos días, lo cual no ayudaba precisamente a mantener vivas sus neuronas.

Cuando volvieron a llamar a la puerta, esta vez más enérgicamente, el francés vio en el despertador digital que eran las cuatro de la madrugada. Acababa de llegar a la ciudad que nunca duerme y alguien pretendía hacer valer aquella fama.

—Ya voy —dijo mientras tomaba una pistola de la mesita.

Estaba fabricada de material plástico y la llevaba desmontada entre el equipaje, de modo que no fuera detectada por los rayos X. Las balas eran de una aleación que pasaba desapercibida dentro del mango de acero de la maleta.

Al abrir la puerta armado, si al otro lado había un policía sería detenido —a no ser que él disparara antes—, pero aquella manera de golpear la puerta le decía que no se trataba de la autoridad. Su fino oído le indicaba que era una mujer con poca experiencia en llamar a las puertas de los hoteles de madrugada.

Al abrir con la pistola en alto comprobó, satisfecho, que su deducción era acertada. Vio a una mujer joven que le resultaba familiar.

—Baje esa pistola —le rogó en perfecto inglés—. El jefe Fusang me manda para felicitarle.

—Y para que le entregue la moneda —replicó Lebrun mientras cerraba la puerta.

Reconoció a la esbelta oriental que les había servido el sake sour en la torre Jin Mao. Antes de dejar Israel para volar a Moscú había disfrutado sodomizando a aquella flacucha adolescente, que había terminado llorando mientras la sangre le bajaba por los muslos.

Ahora se encontraba nuevamente de madrugada con otra camarera en una habitación, aunque con mucho más glamur tanto por la chica como por el hotel que había pagado Fusang.

Por un momento Lebrun se olvidó de su oscura misión, en la que ya había cosechado dos éxitos, y se dispuso a atacar a la mensajera.

—Tienes cara de haber dormido poco. Si quieres puedes tenderte un rato a mi lado. Cabemos los dos.

—No creo que al jefe le gustara saber que ha dicho esto.

—¿Por qué? ¿Eres su amante?

La oriental le respondió con una mirada dura. Al parecer, no esperaba aquella actitud grosera y canalla de un frío colaborador occidental. Luego respondió:

—Soy su secretaria personal y el hotel está lleno de los nuestros. Déme la moneda.

Lebrun entendió que llevaba las de perder si continuaba con su juego. Decidió hacer el papel de ofendido.

—Te he hablado como a una cualquiera porque solo una cualquiera llama a la puerta de un hombre a las cuatro de la madrugada. Te pido disculpas.

—Disculpas aceptadas. Ahora entregúeme el siclo de plata.

—No tengo intención de retenerlo —respondió el francés malhumorado, mientras sacaba la moneda de un bolsillo interior de su chaqueta—. Espero que este pago sea tan rápido como los dos anteriores.

La joven oriental envolvió la reliquia en papel de seda antes de guardarla en su bolso. Solo entonces respondió.

—Ya está en su cuenta. Acabo de activar el ingreso con mi móvil. Sentimos haberle despertado, pero nos conviene trabajar de noche.

Lebrun cerró la puerta con el convencimiento de que el dinero estaba en su cuenta. Ni siquiera se molesto, en comprobarlo.

Cuando volvió a la cama ni siquiera pensó en la escultural secretaria china. Le inquietaba más la captura de la tercera moneda. Tenía una idea bastante precisa de dónde se encontraba, pero no iba a ser fácil hacerse con ella. Para acabar de complicarlo, la organización había decidido ponerle un ayudante local para la parte más arriesgada del golpe. Luego intervendría él para asegurarse de que la mercancía llegaba a Fusang.

Mientras reproducía mentalmente el recorrido que iba a realizar al día siguiente hacia su tesoro, se quedó dormido.

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