Read El Legado de Judas Online

Authors: Francesc Miralles y Joan Bruna

Tags: #Intriga, Historica

El Legado de Judas (16 page)

BOOK: El Legado de Judas
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Un hijo de William, John Jacob Astor, provocó un gran escándalo en su época al divorciarse de su esposa y casarse con una jovencita de dieciocho años que podría haber sido su hija. Huyendo de los periodistas, se fueron de luna de miel por Europa y Egipto en 1912.

Al llegar a este punto, el artículo entraba en su sección más interesante:

Concluido el viaje, la pareja tuvo la mala idea de regresar a Estados Unidos a bordo del Titanic. Tras el fatídico choque con el iceberg, John Jacob Astor declaró con suficiencia: « Estaremos más seguros a bordo del Titanic que en un bote salvavidas». Sin embargo, al ver que la nave se iba a pique, acabaron abandonando su camarote y fueron a esperar noticias en el gimnasio. Cuando los pasajeros de 1.a y 2.a clase empezaron a subir a los botes salvavidas, J. J. Astor ordenó a Madeleine que subiera al último bote con la niñera y el resto de sus criadas. Fue el último adiós entre marido y mujer, que sería rescatada por el Carpathian y llevada al puerto de Nueva York. Cuatro meses después alumbró el hijo póstumo de su difunto marido, al que bautizó con su mismo nombre.

La perfumada cabeza de Solstice sobre su hombro rescató a Andreas del naufragio. El taxi ya había entrado en los primeros arrondissements de París.

Aunque había estado en la ciudad más de diez veces, el guía no pudo evitar admirarse ante la homogeneidad de los edificios estilo Hausmann, con sus plateadas buhardillas sobre las fachadas crema. Eso era algo de lo que carecía la caótica Barcelona, cuyos planes urbanísticos habían sido parciales, convirtiendo la ciudad en un pastiche de estilos y épocas.

Andreas pensaba en todo esto cuando, al perfilarse la torre Eiffel entre la bruma parisina, sintió la punzada de una revelación.

Sin saber aún qué había entendido, una vaga intuición hizo que sacara su transcripción del acertijo.

Antes de encontrar el tesoro habrás viajado

A Irkutsk o a Ciudad del Cabo

Aunque ninguna de ellas te lo ha dado.

Tras leerlo por enésima vez se dio cuenta de un detalle que podía no significar nada, pero que de repente le llamaba la atención. Los tres versos empezaban con una «A» mayúscula, letra que recordaba claramente a la estructura de la torre Eiffel.

Acto seguido recordó el año de la fundación de Irkutsk y de Ciudad del Cabo, 1652. Tuvo la certeza de que si lograba relacionar de algún modo aquella cifra con el gran icono de París, llegaría al meollo del asunto.

Sacó de su bolsillo la guía de la capital francesa que había comprado al llegar al aeropuerto y buscó la página dedicada a la construcción erigida con motivo de la Exposición Universal de 1889.

No tardó en dar con lo que estaba buscando: 1652 era el número exacto de escalones que conducían hasta el tercer nivel de la torre. Las tres «A» mayúsculas que encabezaban los versos podían apuntar en la misma dirección.

—Creo saber dónde se oculta la cuarta moneda —dijo electrizado a Solstice.

Acto seguido, indicó al taxista que en lugar de llevarles al hotel fueran hasta el Campo de Marte, el agradable paseo ajardinado bajo el mecano más grande del mundo.

34

Antes de especializarse en los viajes de aventura, para sus primeros tours a la capital francesa Andreas había aprendido algunas curiosidades sobre la torre bajo la que ahora hacían cola para entrar.

A los turistas les impresionaba saber que aquella mole de hierro había sido una obra de ingeniería efímera —con una concesión limitada a veinte años—, ya que la previsión era desmontarla una vez concluida la Exposición Universal. De hecho, la torre había provocado numerosas muestras de rechazo, hasta el punto de que en 1900 había estado a punto de ser desmontada. Además de la lucha de Claire Eiffel para preservar la obra de su padre, la salvó la armada francesa, a la que aquella gigantesca antena convenía para sus comunicaciones.

Cuando todos los equipos de transmisión estuvieron instalados en su cima, pasó de los 312 metros de altura a los 324, convirtiéndose en el edificio más alto del mundo. Perdió esa distinción en 1931 con la inauguración del Empire State Building.

Algo que había gustado a los jóvenes de sus tours eran las proezas emprendidas por diferentes acróbatas, como el que había intentado bajar la torre en bicicleta sin éxito. Más dramático había sido el final de un sastre austríaco llamado Reichelt, que en 1912 se había lanzado desde el primer nivel con un traje alado con la intención de planear. Aunque no le quedó un hueso sano, la autopsia determinó que había muerto de un ataque al corazón antes de tocar suelo.

Llegado su turno, Solstice y Andreas pagaron 11,50 euros para subir en ascensor hasta el tercer nivel. Mientras esperaban a que llegara la cabina, el guía repasó el folleto de la torre por si había algún detalle que pudiera relacionarse con el siclo de plata.

En el primer nivel, a 57 metros y 360 escalones sobre el suelo, había un pequeño museo donde se proyectaba la historia de la torre con sus visitas más célebres, entre ellas la de Chaplin y la de Hitler. También alojaba el restaurante Altitude 95, según el folleto, un must de las citas románticas por sus vistas sobre el Sena y el Trocadero.

En el segundo nivel, a 115 metros de altura y 700 escalones desde el nivel previo, se encontraba el restaurante Jules Verne.

El tercer nivel se hallaba ya a 275 metros y solo se podía llegar en ascensor, puesto que el paso por las escaleras estaba terminantemente prohibido a partir del segundo piso.

En el ascensor atestado de turistas, Andreas hizo la siguiente reflexión en voz alta:

—Creo que mi resolución del acertijo es errónea. Resulta imposible ocultar nada en un mirador que es uno de los lugares más visitados del mundo.

Por toda respuesta, Solstice profirió un murmullo al tiempo que agarraba a su acompañante del brazo, como si le diera miedo aquel ascensor. En los últimos metros hasta el siguiente piso, el guía sintió que la cabeza le daba vueltas.

Más que el vértigo de la ascensión, notó que los dos días durmiendo en aviones le estaban pasando factura. Cuando se abrieron las puertas y vio la marabunta humana que llenaba el tercer piso, deseó acabar cuanto antes con esa farsa y meterse en una cama. Si podía ser, con aquella mujer a su lado.

La pareja inició su búsqueda en una plataforma cerrada de poco más de trescientos metros cuadrados. Había mapas para que se orientaran los visitantes, que se entusiasmaban al encontrar su lugar de origen.

Tras dar un rápido vistazo, Andreas no supo encontrar en aquellos mapas Ciudad del Cabo y mucho menos Irkutsk.

En el tercer nivel había asimismo una recreación del despacho en el que Eiffel había recibido a Edison, ambos como figuras de cera. Una pizarra detrás de ellos mostraba el diseño de la torre. El pequeño taller estaba amueblado con un par de estanterías con carpetas y un viejo archivador de madera. Aunque parecía harto improbable, se preguntó si la moneda estaría en uno de aquellos cajones.

Por insólita que fuera esa idea, cabía la posibilidad de que tras los cajones se ocultara una caja fuerte con el siclo de plata. En cualquier caso, no había manera de averiguar lo sin levantar un escándalo que acabaría con su detención.

Desanimado, pidió a su acompañante que salieran a tomar el aire a la plataforma exterior, a la cual se accedía por medio de unas escaleras. Mientras las subía tomando a la dama del brazo, una nueva intuición empezó a poseerle, aunque no fue consciente de ella hasta que el viento del último día de octubre le azotó el rostro.

Como una esposa a la antigua, Solstice le pasó el brazo por la cintura mientras le preguntaba:

—¿En qué estás pensando?

Antes de responder, Andreas siguió con la mirada un punto casi imperceptible que se movía por el Campo de Marte. Desde aquella altura solo se podía intuir que era un hombre.

—Pienso en esa escalera cerrada que lleva del tercer nivel al segundo. Si la moneda está en algún sitio, debe de ser ahí.

35

Habían tomado una decisión a la desesperada. Tras descansar unas horas en el hotel Waldorf, habían decidido volver a la torre para tomar el último ascensor del día, a las 22.30.

No contaban con ningún contacto entre el personal, como Sondre en el Met, ni Andreas sabía cómo abriría una puerta que debía de estar cerrada. Aun así, subieron con un pequeño grupo de orientales por si sonaba la flauta.

Al llegar nuevamente a la plataforma del tercer piso, pensaron que por primera vez la suerte se había aliado con ellos. Tras localizar la puerta que daba acceso a la escalera, descubrieron que estaba abierta. Andreas imaginó que algún operario de mantenimiento había olvidado cerrarla.

Solo tuvieron que empujarla para entrar en terreno prohibido. De repente, todo parecía demasiado fácil.

Tenían una hora para encontrar lo que habían venido a buscar y regresar al tercer nivel cuando bajara el último ascensor. De lo contrario, se quedarían atrapados en la torre.

Cuando el guía encendió la linterna, descubrió que la escalera estaba cerrada por rejas de finos barrotes, como una jaula del zoo. Sobre sus cabezas, una compleja estructura formada por vigas de hierro de todos los tamaños hizo que Andreas suspirara.

—Efectivamente, este es un buen lugar para ocultar la moneda. Mejor dicho, aquí hay un millón de sitios donde podría ocultarse un siclo de plata sin que nadie jamás lo viera. ¿Qué mejor lugar que un inmenso mecano para ocultar una pequeña pieza de metal?

—Entonces la clave está en el número de escalón —le susurró ella—. Es la única referencia posible para encontrar el escondrijo.

—Solo tenemos una cifra, 1652, que es el número total de escalones de la torre. Dudo mucho que el siclo se oculte en la viga sobre el último escalón. Demasiado cerca de la puerta, ¿no te parece?

—Pero teníamos otra cifra: la del cuadro de San José Carpintero que íbamos a ver en el Louvre antes de pensar en la torre. Puesto que el artista murió en 1652 y el cuadro de 1642 representa al padre de Jesús, quien fue traicionado por Judas, tiene mucho sentido que esa sea la pista definitiva.

Andreas caviló unos segundos antes de susurrar a su compañera:

—Es una buena posibilidad. Al menos no tendremos que matarnos a bajar escaleras.

Contaron los escalones que ya habían bajado para alejarse de la plataforma. El número 1642 quedaba a mitad de camino entre la puerta y el tramo de escaleras donde habían estado hablando.

Al llegar al peldaño exacto, Andreas iluminó el entramado de vigas a un metro escaso sobre su cabeza. Luego pidió a su acompañante:

—Hazme la silla con las manos.

Era chocante pedir algo así a una dama vestida con un elegante abrigo rojo, pero en cuanto Solstice entrecruzó sus largos y delicados dedos, el guía no tuvo inconveniente en plantar sobre ellos la suela de su zapato.

Se dio impulso hasta alcanzar con la mano derecha una gruesa viga, mientras lograba meter uno de sus pies sobre la cruz que formaban dos vigas más estrechas. Colgado en aquella estructura como una araña, encontró la manera de meterse en un estrecho hueco de aquel mecano.

Solstice sostenía ahora la linterna e iluminaba con su haz al esforzado guía.

Justamente sobre el peldaño 1642 solo había una fina plancha de hierro y dos vigas más altas que se cruzaban en forma de equis. Andreas se dijo que, si estaban en el punto correcto, la moneda debería hallarse sobre aquella intersección.

Esperanzado, hizo un último esfuerzo para agarrarse con la mano derecha a una de las vigas, mientras con la otra palpaba la parte superior del punto de cruce.

—Eureka —dijo.

Era medianoche cuando el guía acompañó a Solstice hasta el puente Mirabeau para cumplir con su promesa de arrojar la moneda al Sena.

Tras haber rescatado el segundo siclo de aquel laberinto de hierros —sin ninguna muerte esta vez—, Andreas se sentía eufórico. Había encontrado la moneda dentro de una sencilla caja hermética con base imantada, lo que la mantenía sujeta a la viga.

Casi le daba pena que la dama de rojo hundiera en las aguas lo que tanto había costado descubrir. Sin embargo, ella no parecía otorgarle ninguna mística al siclo, que reposó apenas unos segundos en su pálida mano antes de ser lanzado al Sena.

El guía siguió con la mirada la trayectoria elíptica de la moneda de plata, que penetró en las aguas negras con un pesado chasquido.

—Dos siclos en manos de Lebrun —recapituló Andreas—. Uno en poder de tu hermano y otro que reposa para siempre en el Sena. ¿Cómo queda el equilibrio de fuerzas?

—Aunque te cueste entenderlo, vamos empatados. Toda moneda que escapa de las manos de Fusang contrarresta su poder.

—Esa me parece una explicación demasiado esotérica.

—Te aseguro que el esoterismo no tiene nada que ver con todo esto. Pero para comprenderlo vas a tener que llegar al final del juego.

—Aún tengo que pensarlo. De momento, por haber logrado el empate me debes una botella de Moét Chandon y yo te debo un masaje. ¿Lo recuerdas?

—Perfectamente —sonrió ella con picardía—, pero antes tendrás que leerme un cuaderno más.

Testamento de Judas V/VII

Por aquellos días, en Jerusalén se respiraba el descontento por todas partes. Los romanos, en la persona de Pondo Pilatos, querían acceder a los tesoros del templo. El mismo gobernador estaba empeñado en la construcción de un acueducto que perpetuase su nombre.

Los zelotes sembraban casi a diario la brutalidad allí donde creían que existían intereses del invasor. Por su parte, el pueblo llano se agitaba con las noticias de la llegada de un libertador que, según las enseñanzas de Moisés, tenía que librar al pueblo judío de sus opresores.

Algunos de los nuestros comentaban todas estas cosas que sucedían a nuestro alrededor, pero a mí no me importaban en demasía, ya que prefería concentrarme en mis lecturas de la Torá.

En estos menesteres me encontraba cuando, pasados dos días, regresó nuestro rabí. Advertí gran alteración en su estado de ánimo, así como el sufrimiento en su mirada. En sus palabras había angustia, y una gran vacilación en su antes seguro proceder.

Llevándome aparte del resto, de esta forma me habló:

—Judas, llegaste a mí desde Keriot para que te enseñara a caminar por los senderos del Señor e interpretar su tradición según sus mandatos. Hoy mi corazón está atribulado no por una, sino por mil dudas, y ya no estoy seguro de que lo que te he estado enseñando sean los caminos del Señor.

Al oír aquello me quedé sin aliento, contemplando su palidez y el temblor de sus manos a la espera de escuchar cuáles eran sus cuitas. Dentro de mí renacía el desamparo de cuando había acudido a él, mientras crecía en mis entrañas el miedo a vivir otra vez en mi vorágine anterior.

—Judas, hemos perdido el hilo de la verdad y, como dijo Moisés, solo quien cree haber perdido el hilo que corre a través de los tiempos tiene la verdad en sus manos, y cuando encuentre su alma no la perderá.

Intenté rebelarme contra aquellas palabras, que destruían la placidez que mi ser había encontrado en los últimos tiempos, pero Nicodemo me interrumpió con firmeza, mandándome callar. Después me dijo unas palabras que llevaron el desasosiego a todo mi ser.

—Judas, hijo mío, apiádate de mí. Es necesario que me acompañes a ver al rabí de Nazaret. Él tiene el hilo de la verdad. El te llevará por los senderos del Señor, y no solo porque yo así lo creo, sino porque El así me lo ha pedido.

El corazón me estallaba de angustia mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. El miedo no me permitía moverme. El hombre en quien yo había depositado toda mi confianza y en cuyas enseñanzas había creído sin cuestionar nada, me estaba diciendo que no estaba seguro de su verdad. Y declaraba además que el rabí de Nazaret, aquel de quien se decía que expulsaba a los mercaderes del templo, perdonaba a las adúlteras y empujaba a amar a los enemigos, sí tenía la verdad que buscábamos. Por si esto fuera poco, le había hablado de mí sin conocerme. Aquello era más de lo que yo podía soportar.

Al ver el temor y la angustia que inundaban mi ser, el que todavía era mi maestro intentó disminuir mis cuitas poniendo sus manos sobre mi cabeza y diciendo:

—Nada temas, si has creído todo este tiempo ser feliz, a su lado verás multiplicada tu dicha. Recobrarás el hilo de tu vida y andarás los caminos que les son vedados a aquellos que se creen poseedores de la verdad. —Dicho esto, acercó su boca a mi oído y me susurró—: El tiene una misión para ti en el gran libro de la vida que debe escribir para todos los seres. No puedes fallarle.

Estas palabras acabaron de sembrar de zozobra mi existencia, y la negrura de una cueva lejana en la memoria volvió a mi mente junto a unas palabras no olvidadas: «Tendrás dos rabinos que traicionarás sin traicionar».

Seguí a mi rabí hasta las afueras de Jerusalén. Marchábamos en silencio, pues ya nos lo habíamos dicho todo.

No tardamos en encontrar a mucha gente que, sentada en el suelo o de pie a la sombra de alguna palmera, prestaban gran atención a un hombre que les hablaba en medio de ellos. Su voz todavía no llegaba a nosotros, pero sin embargo fue como si una brisa entrara en nuestros corazones, inundándolos de paz.

Al acercarnos a las gentes más alejadas de quien hablaba, pude ver a hombres y mujeres de toda clase. Corros de fariseos murmurando en voz baja, madres con sus hijos en brazos, pobre'; y ricos que por sus vestimentas se daban a conocer. Todos ellos se mezclaban entre sí y escuchaban las palabras de aquel hombre, del que emanaba algo que aún hoy no puedo explicar con palabras, pero que llenaba mi corazón con un sosiego que ni en los días más felices con mi rabí Nicodemo había sentido.

No sabría decir el tiempo que permanecimos de pie oyéndole, ya que yo estaba como hechizado. Cuando la muchedumbre se levantó para irse, entonces vi cómo, con paso seguro, el hombre que hasta hacía unos instantes había sido el centro de atención de todas aquellas gentes venía hacia nosotros, seguido aún por algunos que se resistían a alejarse de él.

Nicodemo tenía su mano posada en mi hombro, lo que me confortaba y me hacía sentir seguro. Sin embargo, cuando el rabí de Nazaret hubo llegado hasta nosotros, noté que me apretaba afectuosamente antes de soltarme. Entonces él me miró y solamente me dijo:

—Vienes conmigo.

No fue ni una orden ni una pregunta, pero sin más palabras le seguí.

Lo que desde aquel momento viví junto a Jesús de Nazaret podría llenar cien libros tan gruesos como la Torá, pero mi tiempo se agota y todavía no he llegado a los hechos principales de mi testimonio.

Tras ser llamado por él, le seguí y anduvimos un tiempo en silencio. Luego me invitó a sentarme junto a él, los dos solos, bajo unas palmeras apartadas del camino. Entonces me habló así:

—Judas bien amado. Sé que grande es tu aflicción por dejar a Nicodemo, pero te necesito para cumplir la misión que se me ha encomendado, la cual te ha de traer mayores pesares y aflicción aún más grande. En verdad te digo que nadie comprenderá tus actos en toda la tierra, pero tus penalidades te serán recompensadas por mi padre y tu nombre bendecido en su reino. —La zozobra inundó mi corazón y ríos de lágrimas acudieron a mis ojos, pero nuevamente la calma que el nazareno emanaba me curó, y otra vez sus palabras fueron bálsamo para mis males— Ven, Judas, te mostraré a los que serán tus compañeros en el libro que se ha de escribir.

Dicho esto, me llevó donde estaban sus discípulos, todos ellos galileos. Desde el primer momento, y quizá por ser yo de Judea, me mostraron una desconfianza que a decir verdad no me importó, ya que estaba muy acostumbrado a sentirme solo, aun estando en compañía.

Allí recibí la primera sorpresa, de las muchas que me esperaban, al encontrar entre los seguidores más próximos a Jesús a Simón, el pescador galileo que me habían presentado en la posada en la reunión de los zelotes. Me reconoció al momento, pero nada dijo en principio.

Más tarde, cuando ya me hube agregado al grupo, buscó la oportunidad de tenerme a solas para decirme que seguíamos siendo zelotes, tanto él como yo, y que la lucha contra el invasor romano y la recuperación de nuestra tierra debía ser nuestro objetivo. El pensaba que Jesús era el rey que el pueblo había esperado durante tantos años, el mismo que nuestros libros anunciaban. Por eso debíamos estar atentos a lo que de nosotros pediría en los tiempos actuales, pues la hora de la acción estaba próxima.

Día a día, el maestro me mostraba su afecto y una cierta predilección por mi compañía. Atendiendo a mi anterior instrucción, hizo que me encargara de la bolsa del grupo, cosa que no gustó al resto de los discípulos que llevaban más tiempo con él.

Muchos fueron los momentos que compartimos, junto a más gentes o en soledad. Era en estos últimos cuando más amor me mostraba, si bien he de decir que sus palabras solían ser misterios para mí. Cuando se lo hacía saber, él sonreía con todo su ser, y me respondía:

—Pronto entenderás lo que te digo y padecerás por el papel que te ha correspondido, pero recuerda que cuanto más pronto se realice lo que ha de ser, antes tendrás la recompensa de tu acto de amor supremo hacia mí.

Yo le amaba profundamente, ya que en él veía al padre y al amigo que nunca había tenido. No me importaba el trato que me daban mis otros compañeros, que o bien me evitaban, o me mostraban un lejano desprecio. En Jesús encontraba yo todo el calor y compañía que pudiera desear.

Pero las pruebas para mí no habían hecho más que empezar.

Marchábamos por ciudades y pueblos y cada vez era mayor el número de gentes que acudían a escuchar a Jesús. Tanto era así que el maestro decidió que ya estábamos preparados para ser nosotros mismos portadores de su palabra. De este modo, en grupos de dos nos separamos para predicar a lo largo y ancho del territorio.

En el reparto de rutas, a mí me asignó ir con Simón. Yo lo había estado evitando en lo posible, pues en su mirada encontraba recuerdos ya lejanos de aquella noche en la que, en un callejón, me había cruzado con Barrabás tras dar muerte a los dos romanos.

Nuestro destino fue Séforis, cuna de los abuelos y de la madre del propio Jesús. Al norte de Nazaret, entre Ptolemaida, Acre y Tiberíades, era un importante cruce de caminos y punto de reunión de gentes de distintos lugares.

A Simón no pareció gustarle la elección del lugar, por ser un nido de gentiles, según comentó. Pensé que tampoco debía de gustarle mi compañía, pero a esto no hizo ninguna objeción.

Partimos aquel mismo día y el galileo me indicó que, en lugar de ir por la ruta de las Decápolis a través de Hesbón, Gerasa y Pella, que por mi experiencia con las caravanas de mi padre yo juzgaba la mejor, iríamos por la costa para visitar a unos amigos en Cesárea. Desde allí bordearíamos el monte Carmelo hasta llegar a nuestro destino.

A pesar de que esta ruta añadía un par de jornadas a nuestro camino, nada dije y emprendimos la marcha. Caminamos en silencio mucho tiempo, hasta que Simón comenzó a conversar conmigo, primero de banalidades, pero pronto noté que deseaba llevarme a asuntos de su interés. Me preguntó:

—Ya llevas algún tiempo con nosotros, Judas. ¿No estás decepcionado? —Aquel comentario me extrañó grandemente, ya que no veía la razón del mismo. Pero Simón prosiguió—: Para un zelote, un guerrero contra el invasor, Jesús es quizá demasiado blando. Predica el perdón a los enemigos, y nunca ha hablado de lucha y de erigirse en el rey de su pueblo para devolverle su orgullo y su libertad. ¿No te parece extraña tanta mansedumbre? Tú eres de los nuestros y sabes que sin lucha nada conseguiremos del invasor. Nuestros hermanos están empezando a impacientarse, y ya quisieran haberse levantado en armas, ahora que las promesas de Moisés parecen haberse cumplido y ya disponemos del caudillo anunciado.

Las palabras de Simón me sumieron en una tremenda confusión. Yo no consideraba a Jesús un guerrero que fuera a expulsar a los romanos de nuestra tierra, pero quizá mi postura era demasiado laxa y solo había buscado en el maestro mi propia paz, olvidándome de mi pueblo.

Le dije a Simón que debía meditar muy bien aquello que me había dicho, ya que no estaba seguro de nada. Mis palabras le sumieron nuevamente en el silencio.

Al llegar a Cesárea nos separamos, ya que no quiso que le acompañara a ver a sus amigos. Eran sin duda zelotes de la región que le harían conocer la situación del momento.

A su vuelta se mostró más reservado aún, y llevamos a cabo nuestra misión en Séforis con un profundo distanciamiento.

Cuando hubimos predicado a las gentes, que ya eran sabedoras de la existencia del rabí de Nazaret, al que algunos incluso conocían por haber trabajado durante algún tiempo en la población, iniciamos el regreso. Debíamos encontrarnos con Jesús y el resto de nuestros compañeros en Betania, donde el maestro tenía buenos amigos. Acostumbrábamos a reposar en la casa de Lázaro, que se unía a nosotros siempre que estábamos allí. Yo había estado en aquella casa un par de veces, pero en aquella ocasión me esperaba algo diferente y decisivo para los terribles acontecimientos que se produjeron más tarde.

Conforme nos acercábamos al lugar de encuentro con el grupo, el humor de Simón parecía agriarse. Desde que se había reunido en Cesárea con sus compañeros bien poco habíamos conversado, y estaba todo el tiempo con el ánimo sombrío.

En las afueras de Betania encontramos a su hermano Andrés, que había llegado con anterioridad procedente de Nazaret. Ambos se pusieron a hablar, ignorando mi presencia, si bien comprendí que Simón quería que me enterara de la conversación.

—¿Qué te han dicho en Cesárea? —preguntó Andrés.

—Los ánimos están muy revueltos —respondió su hermano—. Se comenta que los romanos quieren llevarse el oro del templo, y que Pilatos ya no sabe qué hacer para conseguir que Roma le reclame nuevamente y dejar nuestra tierra en manos de otro gobernador. Quiere construir un acueducto y ponerle el nombre del emperador, pero para ello cuenta solo con nuestras monedas y nuestro oro. Y lo peor es que el Sanedrín, sabiéndolo, no se atreve a enfrentarse a Pilatos. Incluso se dice que mientras salvaguarde sus puestos, no se opondrán ni de palabra ni de obra. Puedes figurarte cómo esperan nuestros compañeros los acontecimientos, y sus miradas están dirigidas a nosotros, esperando que Jesús se decida a la acción.

—Graves son tus palabras, hermano, pero pidamos que no sean más graves que la situación. Mientras todo esto ocurre, nos estamos perdiendo en buenas intenciones. Mientras los hermanos intentan luchar contra el opresor y sus amigos, nosotros caminamos por otra senda. Mateo está ocupado en recaudar fondos, pero no para la lucha, sino para la prédica. ¡Qué se puede esperar de un publicano! Ni Santiago ni Felipe están tampoco por la acción. De Tomás ni falta hace hablar, ya que solo formula preguntas sin dar ninguna respuesta. Y los mellizos Alfeo carecen de iniciativa propia. Solo Simón el Zelote desea la lucha tanto como nosotros, en eso lleváis el mismo nombre y el mismo afán os guía.

—¿Has hablado con Juan? Quizá podríamos contar con él —preguntó en este punto Simón.

—No me hagas reír, hermano. A ese solo le preocupa su aspecto y estar cerca del maestro. Es demasiado joven.

»Y tú, Judas, perteneces a los zelotes como mi hermano. ¿Estarás dispuesto a la lucha cuando llegue el momento?

Su pregunta no me tomó desprevenido, ya que desde el inicio me la esperaba, así que sin vacilar y mirándoles a los ojos contesté a ambos:

—Cuando llegue el momento, me encontrará preparado.

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