Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
—Borowitz
—y luego dijo en voz alta—: Camarada general Gregor Borowitz, ¡viejo hijo de perra! ¡Mi Dios, qué tonto he sido!
Una de las fotografías era especialmente interesante, aunque más no fuera por el lugar donde había sido tomada: Wellesley y Borowitz estaban de pie en el patio de una vieja mansión o
château
, un lugar decadente en cuya construcción se mezclaban diversos estilos arquitectónicos. Tenía dos alminares que crecían como venenosas setas fálicas en los hastiales, y los desconchados arabescos que lo decoraban y ruinosos parapetos acentuaban la impresión de decadencia y abandono. Pero la verdad es que el
château
era cualquier cosa menos una ruina.
Wellesley nunca había estado en el interior, y cuando fue tomada la fotografía desconocía lo que había allí. Pero ahora lo sabía muy bien; aquél era el
château
Bronnitsy, la sede de los servicios secretos soviéticos especializados en espionaje mental, un lugar infame…, hasta que Harry Keogh lo hizo estallar. Era una pena que eso no hubiera sucedido dos años antes…
A la mañana siguiente, Darcy Clarke llegó tarde al trabajo. Primero un accidente de tráfico en la autopista, luego un semáforo que no funcionaba en el centro de la ciudad, y más tarde un idiota que había aparcado su desvencijado vehículo en la plaza reservada para Darcy. Estaba por quitarle el aire a las ruedas del intruso cuando éste regresó y con un «¡vete a hacer puñetas!» dirigido al furioso Darcy se marchó con su coche.
Clarke, todavía furioso, utilizó el ascensor situado en un discreto lugar en la parte trasera de un hotel de aspecto perfectamente corriente para subir a la última planta, que en su recinto insonorizado, blindado, a prueba de fallos mecánicos, físicos o metafísicos, albergaba a la Organización E, también conocida como INTPES. Mientras Clarke, después de entrar, se quitaba su abrigo, el oficial de guardia de la noche se preparaba para marcharse. Tras echarle una mirada, Abel Angstrom dijo:
—Buenos días, Darcy. Veo que estás un poco acalorado. Pues lo estarás más con lo que te espera…
Clarke hizo una mueca y colgó su abrigo.
—Hoy no es precisamente mi día. ¿Qué sucede aquí?
—El jefe está encerrado en su despacho con el expediente de Keogh desde las seis y media de la mañana. Eso es lo que sucede. Ha bebido litros de café. Y además estuvo vigilando el reloj y ha llamado al orden a todos los que llegaron después de las ocho. Quiere hablar contigo, y si yo estuviera en tu lugar, llevaría puesto el chaleco antibalas.
—Gracias por el consejo —respondió con aire de resignación Clarke, que luego se dirigió al lavabo de caballeros para arreglarse un poco.
Cuando se estaba arreglando el nudo de la corbata en el espejo, la furia que había experimentado antes volvió a apoderarse de él.
—¿Qué diablos estoy haciendo? —gruñó para sus adentros—. ¿Por qué te preocupas? ¡No seas estúpido, Clarke! De modo que el gran señor quiere verme, ¿no? ¡Mierda, es como cuando estaba en el maldito ejército! —Clarke torció deliberadamente su corbata, se desordenó el pelo y volvió a mirarse al espejo.
¡Así estaba mejor! Después de todo, ¿qué tenía que temer? Nada, porque Clarke tenía un don psíquico innominado aún que le protegía de cualquier dificultad, como una madre protege a su hijo. No era exactamente un deflector, si alguien disparaba un arma de fuego contra él, la bala no se desviaba, pero el disparo no daba en el blanco. O bien el percutor actuaba en el vacío. O Clarke tropezaba en el momento justo. El agente no era uno de esos individuos propensos a los accidentes, sino todo lo contrario.
Podía cruzar un campo de minas y salir ileso… ¡pero todavía desconectaba la corriente eléctrica para cambiar una bombilla! Esta mañana, sin embargo, no estaba de humor como para desconectar nada. «Que sea lo que Dios quiera», pensó Clarke mientras se dirigía al sanctasanctórum.
Cuando llamó a la puerta, una voz malhumorada preguntó:
—¿Quién es?
—Soy Darcy Clarke —respondió, aunque para sus adentros pensó: «¡Hijo de perra arrogante!».
—Adelante, Clarke —dijo la voz—. ¿Dónde diablos se había metido? ¿O es que ya no trabaja aquí? —Y antes de que Clarke pudiera responder, añadió—: Siéntese.
Pero Clarke permaneció de pie. No estaba dispuesto a soportarlo más. Ya había llegado al límite de lo que podía tolerar, tras seis meses con el nuevo jefe de la Organización E. Después de todo, había otros trabajos, y no tenía por qué seguir a las órdenes de este despótico hijo de perra. ¿Y dónde estaba la continuidad? Sir Keenan Gormley había sido un caballero; Alec Kyle, un amigo, y cuando él mismo dirigió la Organización, se había mostrado eficiente y amistoso. Pero este tipo era…, ¡era un patán! ¡Un grosero! ¡Un cavernícola! Al menos en lo que concernía a las relaciones internas de la Organización. En cuanto a sus facultades, no era telépata, ni vidente, ni tampoco un deflector o un localizador. No, su único talento era poseer una mente impenetrable. Los telépatas no podían tocarle. Algunos dirían que precisamente por esto era el hombre perfecto para ese puesto. Quizá lo era, pero sería agradable que se mostrara un poco más humano. Después de trabajar a las órdenes de hombres como Gormley o Kyle, trabajar con un jefe como Norman Harold Wellesley era…
Wellesley estaba sentado ante su mesa. Sin alzar la vista, suspiró profundamente y dijo:
—Le he dicho que…
—Sí, le he oído —interrumpió Clarke—. ¡Buenos días!
Wellesley levantó la cabeza y Clarke vio que estaba tan rubicundo como siempre. También vio el expediente de Harry Keogh disperso sobre la mesa. Y Clarke, por primera vez, se preguntó qué era lo que estaba sucediendo.
Wellesley percibió de inmediato la actitud de Clarke y se dio cuenta de que no le convenía mostrarse duro con él. Y también advirtió que se avecinaba una lucha de poderes, lucha que estaba latente desde que él se había hecho cargo de la dirección de la Organización. Pero por ahora no podía ocuparse de aquello, de modo que lo mejor era evitarla.
—Está bien, Darcy —dijo con su tono de voz más sereno—, creo que ambos tenemos una mala mañana. Usted es el subjefe, lo sé, y piensa que se le debe respetar. Estoy de acuerdo; pero cuando las cosas van mal, yo soy el responsable. Aunque a usted no le guste, yo soy el que tiene que dirigir este lugar. Y con esta clase de trabajo…, creo que no necesito disculparme por mis malos modales. Y usted, ¿qué razón tiene para su malhumor?
«¿Qué pasa?», pensó Clarke, «¿cuántos años hace que no me llama Darcy? ¿Intentará acaso mostrarse razonable?».
Clarke adoptó una actitud algo más conciliadora y se sentó.
—Hoy el tráfico estaba imposible y un idiota ocupó mi plaza de aparcamiento —respondió finalmente—. Eso por empezar. Además estoy esperando que Trevor Jordan y Ken Layard me llamen desde Rodas por aquel asunto de drogas; Aduanas, Hacienda y Scotland Yard quieren saber cómo sigue aquello. Añada a eso media docena de peticiones de nuestro ministro solicitando ayuda de agentes PES para resolver importantes delitos, más el papeleo de rutina, el trabajo en la embajada rusa que se supone debo supervisar yo y…
—Bueno, puede desentenderse del trabajo en la embajada —se apresuró a interrumpirlo Wellesley—. Es un asunto de rutina, no tiene importancia. ¿Que hay unos cuantos rusos más en nuestro país? ¿Toda una delegación? ¿Y qué? ¡Por Dios, tenemos demasiadas cosas de que ocuparnos para que además nos encarguemos de una vigilancia de rutina! Pero incluso si deja eso…, sí, ya veo que está completamente desbordado.
—¡Ya lo creo que sí! —respondió Clarke—. Si ahora me dijera que dejara de perder el tiempo y me fuera a trabajar de inmediato, yo no pensaría que usted es descortés. Por el contrario, creo que incluso se lo agradecería. Pero estoy seguro de que me ha llamado por alguna razón de peso, no para que charlemos sobre el exceso de trabajo…
—Bueno, nadie podría acusarle de irse por las ramas —observó Wellesley, y en esta ocasión sus ojos, que estudiaban atentamente a Clarke, no eran hostiles ni parpadeaban continuamente.
Y así era el hombre que Wellesley estaba viendo:
No era guapo ni su presencia era imponente, y viéndole nadie diría que alguna vez había sido el director del más secreto de los servicios secretos británicos. Su aspecto era el de un don nadie, el prototipo del hombre medio, poco más o menos. Bueno, tal vez no
tan
indiferenciado, pero le faltaba muy poco para conseguirlo. Mediana estatura, pelo de color castaño, levemente encorvado y con un poco de tripa, y de mediana edad; Clarke era mediano en todo. Sus ojos eran pardos, su rostro no muy dado a la risa, y con un aire por lo general de tristeza. Y todo lo demás en él, incluido vestuario, era término medio.
Pero había dirigido la Organización E, sobrevivido a acontecimientos muy duros, y conocido a Harry Keogh.
—Keogh —dijo Wellesley, pronunciando el nombre como si tuviera un sabor amargo—. Es en eso en lo que estaba pensando.
Había dicho «eso», como si Keogh fuera un artefacto, o una cosa, y no una persona. Clarke arqueó las cejas.
—¿Hay alguna novedad con respecto a Harry? —Wellesley escuchaba los informes de Bettley, y no hablaba con nadie de su contenido.
—Puede que sí, puede que no —respondió Wellesley, y añadió rápidamente, como para no darle tiempo a Clarke a pensar—: ¿Sabe lo que ocurriría si recuperara sus facultades?
—Sí —respondió Clarke, y aunque tuvo tiempo de meditar su respuesta, habló francamente—: Usted se quedaría sin trabajo.
Wellesley, inesperadamente, sonrió. Pero fue una sonrisa fugaz, que se desvaneció rápidamente de su cara.
—Siempre es bueno saber lo que los demás piensan de uno —observó—. ¿Y usted cree que Keogh se haría con la dirección de la Organización E?
—¡Con sus increíbles facultades, él
sería
la Organización! —respondió Clarke. Y de repente, su rostro se iluminó—. ¿Me está diciendo que Harry ha recuperado su don?
Wellesley demoró en contestar.
—Usted era su amigo, ¿verdad? —dijo por fin.
—¿Su amigo? —repitió Clarke, frunciendo el entrecejo. No, honestamente no podía decir que lo había sido, ni siquiera que hubiera querido serlo. En una época, sin embargo, había visto en acción a algunos de los amigos de Harry, ¡y todavía aparecían en sus pesadillas! Pero por fin respondió—: Éramos conocidos, nada más. Los amigos de Harry… casi todos eran…; bueno, estaban muertos. Por eso eran sus amigos.
Wellesley le miró fijamente.
—¿Y realmente hacía lo que le atribuyen esos documentos? ¿Hablaba con los muertos? ¿Hacía que se levantaran de sus tumbas? Quiero decir, yo creo en la telepatía. La he visto funcionar en nuestras cabinas de prueba, y en todos los casos de asesinato que ha investigado la Organización en los últimos seis meses. Y creo también en el peculiar talento de usted, Darcy, que está bien documentado, aun cuando yo no lo he visto en acción. ¿Pero esto? —y Wellesley arrugó su prominente nariz—. ¿Un maldito… nigromante?
—Un necroscopio —aclaró Clarke—. A Harry no le gustaría que usted le llamara nigromante. Si ha leído todo su expediente, sabrá quién era Dragosani. Él sí que era un nigromante. Los muertos le temían, le odiaban. Pero a Harry lo amaban. Sí, él hablaba con ellos, y los llamaba para que se levantaran de sus tumbas cuando necesitaba su ayuda. Pero no los forzaba; para ellos era suficiente saber que él se hallaba en aprietos.
Wellesley percibió que la voz de Clarke era apenas audible, y que el agente estaba muy pálido. Pero aun así, le apremió para que siguiera hablando:
—Usted estaba en Hartlepool cuando el desenlace del asunto Bodescu. ¿Vio realmente a esa criatura?
Clarke se estremeció.
—Vi muchas…, vi muchas de esas criaturas. Y hasta las olí… —Clarke movió la cabeza, como si quisiera despejarla de recuerdos insoportables, e intentó recuperar la calma—: ¿Cuál es su problema, Norman? —continuó hablando luego—. Muy bien, durante su período al frente de la Organización nos hemos ocupado principalmente de asuntos mundanos. Por lo general, en eso consiste nuestro trabajo. En cuanto a aquello a lo que se enfrentaron Harry Keogh, Gormley, Kyle y todos los otros…, esperemos que esté acabado para siempre. ¡Y ruegue que así sea!
Wellesley no parecía muy convencido.
—¿No podría haber sido hipnotismo, o una ilusión colectiva, o algún fenómeno de ese tipo?
Clarke dijo que no con la cabeza.
—No olvide que yo poseo un peculiar mecanismo de defensa. Se me puede engañar a mí, pero no a este don mío, que actúa infundiéndome miedo sólo cuando realmente hay algo que temer. No se pone en funcionamiento ante ilusiones inofensivas: solamente lo hace ante los peligros reales. Y hace que me aleje de los muertos como alma que lleva el diablo, de los no-muertos y de todas las criaturas que podrían aniquilarme.
Por un instante, Wellesley no encontró respuesta para lo que había dicho Clarke, pero al cabo dijo:
—¿Le sorprendería saber que yo no era consciente de mi propio talento? No lo había percibido en toda mi vida, hasta que solicité entrar en la Organización. —Esto era mentira, pero Clarke no podía saberlo—. Quiero decir, ¿cómo puede uno descubrir que tiene un don
negativo
? Si en la vida cotidiana se pudiera leer el pensamiento de los demás (y viceversa), yo sería un caso raro, el único hombre que no podría leer el pensamiento de los otros, pero a quien tampoco podrían leérselo. Pero en la realidad casi nadie lee el pensamiento de otros, y yo no podía descubrir que mi mente era impenetrable. Sólo sabía que me interesaba la parapsicología, los dones metafísicos. Y por eso solicité que me transfirieran a este lugar. Y luego los expertos de la Organización me estudiaron y descubrieron que mi mente está blindada.
Clarke parecía desconcertado.
—¿Qué está tratando de decirme? —preguntó.
—Yo mismo no lo sé con certeza. Creo que intento explicarle por qué, aun siendo el director de la Organización E, me cuesta tanto creer en lo que hacemos. Y cuando usted me enfrenta con la existencia real de alguien como Harry Keogh… ¡La parapsicología es una cosa, pero eso es algo enteramente sobrenatural!
—Así que, después de todo, usted también es humano —dijo sonriendo Clarke—. ¿Piensa que es el único a quien estas cosas sumen en la confusión? No hay hombre o mujer que haya trabajado aquí y no haya experimentado las mismas dudas. Si yo tuviera una libra por cada ocasión en que pensé en estas cosas (en sus ambigüedades, sus inconsistencias, sus flagrantes contradicciones), sería rico. ¿Qué grupo hay más extraño que éste? ¿Ocupándose de telemetría, telepatía, evaluando mediante ordenadores modelos de probabilidad y de precognición? ¿Satélites espías y bloqueadores? ¡Claro que usted se siente confundido! ¿Y quién no? ¡Pero sólo se trata de artefactos y de fantasmas, nada más!