El lenguaje de los muertos (15 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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—Vuelvo al barco —confirmó Armstrong.

¡Muy bien! Y asegúrate de que regresen los otros miembros de la tripulación que aún están en tierra
.

Él volvió a Jordan, que se había sentado en un banco bajo uno de los antiguos molinos de viento, y permanecía allí, a la luz de la luna. Jordan estaba exhausto, totalmente agotado por la batalla mental que había librado contra su desconocido adversario. El agente británico, a pesar de su cansancio, se daba cuenta de la clase de enemigo con que había topado.

La última vez que Jordan experimentó algo parecido fue en el otoño de 1977, en la casa Harkley de Devon. Yulian Bodescu. ¡Y había tenido que ir Harry Keogh a deshacer aquel entuerto! ¿Había sido como hoy?, se preguntó. ¿Habían percibido él y Ken Layard la presencia de…, de la criatura, antes de que se les revelara por completo? O que se le revelara a él. Ahora todas las piezas comenzaban a encajar, y la imagen que formaban era…, ¡era terrible! ¿Resina de cannabis, cocaína? Eso no era nada, era algo inofensivo comparado con esto.

¡La Organización E debía ser informada de inmediato! El pensamiento fue como una invocación.

¿ORGANIZACIÓN E? —La voz, profunda e insidiosa, estaba otra vez dentro de la cabeza de Jordan, y las mandíbulas mentales atenazaban la mente del inglés—. ¿QUÉ ES LA ORGANIZACIÓN E? —Y Jordan, atrapado por el peso del poder telepático del vampiro, tuvo que soportar que el monstruo comenzara un detallado y doloroso examen de sus pensamientos más íntimos…

Janos quizás hubiera examinado a Jordan toda la noche, pero le interrumpieron. Vio por la ventana que Pavlos Themelis, el capitán del
Samothraki
, venía hacia la taberna Dakaris. Acudía, aunque un poco tarde, a su cita con el hombre que él llamaba Jianni Lazarides, y Janos no podía seguir escarbando en la mente de Jordan y hablar con Themelis al mismo tiempo.

Esa misma mañana se había encontrado con un ladrón de pensamientos que escudriñaba su mente; Janos había lanzado su poder contra la mente del otro, y le había asestado un severo golpe. Fue una reacción instintiva que, de todas formas, le sirvió al vampiro para ganar tiempo y meditar sobre la estrategia a seguir. Jordan era vigoroso y se había recobrado, y ahora Janos debía atacar otra vez su mente, pero de tal manera que el espía inglés no pudiera recuperarse. O al menos, no pudiera hacerlo sin que le auxiliaran.

Janos, introduciéndose con sus sentidos en lo más profundo de la mente de Jordan, encontró la puerta de la salud mental, cerrada con doble llave para que no penetraran por allí los temores atávicos de la humanidad. Y el vampiro, riendo, arrancó los cerrojos y abrió la puerta.

Por ahora era suficiente, y así sabría dónde encontrar a Jordan cuando quisiera proseguir su examen.

Lo había hecho justo a tiempo, porque el capitán del
Samothraki
ya subía la escalera.

Cuando Pavlos Themelis y su primer oficial entraron en el salón, vieron a la prostituta griega que recogía los trozos de cristal, y le ofrecía a Janos su propia copa. Él la aceptó, con gesto distante, y le dijo:

—Ahora vete.

Cuando la mujer pasaba junto al corpulento traficante de drogas, Themelis la cogió por el brazo con su manaza, grande como un jamón, le rodeó la cintura con el otro brazo y la alzó en el aire. Luego la puso cabeza abajo, y la falda de la mujer le cubrió el furioso rostro. Themelis le olisqueó la entrepierna y exclamó:

—¡Bragas limpias! ¡Y con el chocho abierto! ¡Qué bien! Creo que iré a verte más tarde, Ellie.

—Ni se te ocurra —le escupió ella cuando el capitán la dejó en el suelo.

La mujer salió disparada escaleras abajo, hacia la calle. Desde el salón de abajo llegó el vozarrón de Nichos Dakaris que le decía:

—¡Tráelos aquí, jovencita, para que yo pueda ver el color de su dinero! —y tras sus palabras, nuevas risotadas y la música del busuqui.

Pavlos Themelis se sentó a la mesa del hombre que conocía como Jianni Lazarides. La silla crujió cuando el capitán depositó en ella su mole, y apoyó los codos sobre la mesa. Llevaba la gorra ladeada, cosa que él suponía le daba una irresistible pinta de pirata. No era una mala idea: nadie iba a sospechar que alguien que tenía tal aspecto de truhán, lo fuera realmente.

—¿Por qué una sola copa, Jianni? —gruñó—. Prefiere beber solo, ¿no?

—¡Ha llegado tarde! —Janos no perdía el tiempo en charlas de circunstancias.

El primer oficial de Themelis, un hombre bajo, corpulento y muy fuerte, se había quedado junto a la escalera, para vigilar el salón. Desde allí ordenó a Dakaris, que estaba en la planta baja:

—¡Trae copas, Nichos, y una botella de brandy! ¡Del bueno,
parakalo
! —después cogió una silla, la llevó hasta la mesa junto a la ventana, donde estaban los otros dos, y se sentó. Luego le preguntó a Themelis—: ¿Ya te ha explicado por qué lo hizo?

—¿Qué dice? ¿Hay algo que yo deba explicar? —preguntó Janos entrecerrando los ojos tras las oscuras gafas.

—¡Vamos, vamos, Jianni! —le reprendió Themelis—. Esta mañana usted tenía que subir a nuestro barco, y no escapar en su bonito crucero blanco como si alguien lo estuviera pinchando en el trasero, o algo por el estilo. Nosotros nos íbamos a poner a la par y usted iba a subir a bordo a ver el material (un kilo es para usted, dicho sea de paso), y luego nosotros, en nombre de nuestro patrocinador, íbamos a recoger su valiosa contribución. Iba a ser una muestra de buena fe por ambas partes. Ese era el plan, y usted lo conocía. Sólo que… ¡no sucedió nada de eso! —La expresión amistosa del capitán se volvió torva, y su tono de voz se endureció—. Y más tarde, cuando echamos el ancla del viejo
Samothraki
, y yo me preguntaba qué diablos habría sucedido, recibí su mensaje diciéndome que nos encontraríamos aquí esta noche. ¿Y todavía piensa que no tiene nada que explicar?

—La explicación es muy sencilla —replicó ásperamente Janos—. Nada sucedió como estaba planeado porque unos hombres con prismáticos nos estaban vigilando. ¡Eran de la policía!

Themelis y su primer oficial se miraron, y luego volvieron a dirigir su atención a Janos.

—¿De la policía, Jianni? —repitió Themelis arqueando sus pobladas cejas—. ¿Lo sabe a ciencia cierta?

—Sí —respondió Janos—. Estoy seguro. Y debo recordarle que yo he exigido desde el comienzo de este asunto el más completo anonimato, y permanecer absolutamente ajeno a las operaciones concretas de esta empresa. No puedo exponerme a ninguna investigación, a ningún proceso judicial. Pensaba que esto había quedado bien claro.

Themelis entrecerró los ojos y en su boca apareció una sonrisa sarcástica…, y luego se volvió cuando oyó que Nikos Dakaris subía respirando trabajosamente por la escalera.

—¿Qué pasó, Nick? —preguntó el primer oficial cuando el tabernero depositó la botella y las copas en la mesa—. ¿Has tenido que enviar a alguien a comprarla?

—¡Muy gracioso! —respondió Dakaris mientras se retiraba—. Aunque a mí no me lo parece tanto cuando pienso que algunos de mis parroquianos me pagan. No me importa que los amigos beban a mi costa, pero los clientes que no me pagan y encima me insultan…

Themelis había tenido unos instantes para tranquilizarse. Ahora dijo:

—No es la primera vez que la policía nos vigila. ¡Vigilan a todo el mundo! Hay que mantener la calma, eso es todo, y no asustarse.

—Yo siempre mantengo la calma —respondió Janos—. Pero, si no me equivoco, a bordo del
Samothraki
hay cocaína por valor de diez millones de libras esterlinas, o dos billones de dracmas. ¡O doscientos billones de leptas! Yo no sabía que existiera tanta riqueza. Vaya, si hace quinientos años un hombre podía comprar todo un reino por esa suma, y aún le quedaba bastante como para pagar a un ejército de mercenarios que le defendiera. ¿Y usted me dice que debo mantener la calma y no asustarme? Amigo, permítame que le diga algo: lo que distingue el valor de la cobardía es la discreción; la única diferencia entre un salteador y un rico es que a éste no le cogen, y entre la libertad y la mazmorra media sólo la habilidad para saber desentenderse a tiempo de un proyecto torpe.

A medida que Janos hablaba, la confusión y la incertidumbre se hicieron más evidentes en el rostro de sus interlocutores. A decir verdad, el capitán del
Samothraki
(cuyo temperamento criminal había triunfado siempre sobre la prudencia, acarreándole como consecuencia una serie de condenas) se preguntó de qué diablos hablaba aquel individuo. Themelis había coleccionado monedas cuando joven, pero jamás tuvo un lepta. Por lo que sabía, las últimas acuñaciones databan de 1976, y en monedas de veinte y de cincuenta, a causa del ínfimo valor de la unidad. ¡Calcular sumas modernas de dinero en leptas era signo seguro de demencia! ¡Si un solo cigarrillo costaría quinientos! Y en cuanto al uso que hacía Lazarides de palabras como «mazmorra» en lugar de «prisión»…, ¿qué otra cosa se podía pensar de ese hombre, sino que estaba loco? ¿Cómo podía alguien que parecía tan joven pensar de manera tan arcaica?

El primer oficial pensaba aproximadamente lo mismo que el capitán, pero había algo que destacaba por sobre todas las otras cosas que Lazarides había dicho, su última afirmación sobre el abandono de ciertos proyectos. ¿Quizá pensaba dejarlos en la estacada?

—Nada de amenazas, Jianni, o como quiera que se llame —gruñó el primer oficial—. A Pavlos y a mí no se nos amenaza impunemente. Y mejor no mencione siquiera la posibilidad de abandonarnos. A nosotros no nos deja nadie. Es difícil caminar con las piernas rotas, y más difícil aún si lo que está quebrado es la columna vertebral.

Janos apretaba la copa con sus largos dedos y miraba atentamente el rostro de Themelis. Pero cuando el primer oficial concluyó, volvió la cabeza y le miró fijamente a los ojos. Dio la impresión de que Janos se encogía un poco en el asiento —¿de miedo, o por alguna otra razón?—, luego retiró la mano izquierda de la mesa, en un movimiento casi reptante, y la dejó colgar a un lado. El primer oficial podía casi percibir la intensidad de la mirada de Janos atravesando las enigmáticas gafas oscuras.

—¿Me está acusando de haberlo amenazado? —habló por fin Janos, con una voz tan calma y profunda que más parecía una serie de gruñidos guturales que una voz humana—. ¿Tiene el atrevimiento de pensar que yo podría amenazar a alguien como usted? ¡Y como si eso no fuera bastante, luego me amenaza
usted
! ¡Se atreve… se atreve a amenazarme!

—¡Cuidado con lo que dice… o le romperé la cara! —dijo el otro, furioso, mientras echaba el cuerpo hacia adelante en un gesto de amenaza—. ¡Listillo de tres al cuarto, hijo de puta presumido!

Janos que tenía la mano y el brazo izquierdos ocultos bajo la mesa, se inclinó también hacia adelante. Y en un solo movimiento, con la velocidad y la fluidez del mercurio, su mano de afilados dedos salvó la distancia que le separaba de los genitales de su interlocutor, y apretó con fuerza sus testículos. Ahora, si lo deseaba, podía utilizar su enorme fuerza y sus afiladas uñas y en un instante castrar al primer oficial. Sí, podía hacerlo muy fácilmente, y su víctima lo sabía.

El hombre, mudo y con la boca abierta en un gesto de horror, se irguió en su silla. Estaba al borde mismo de convertirse en un eunuco, y no podía hacer nada. El menor gesto violento… ¡y Janos en una décima de segundo terminaría lo que había comenzado!

El vampiro aumentó la presión, movió su brazo debajo de la mesa, y su víctima se lanzó hacia adelante y se cogió al borde de la mesa con las dos manos para mantener el equilibrio y disminuir la tensión sobre sus cojones. Pero Janos no lo soltó, y lo miraba fijamente, sus ojos ahora a pocos centímetros de los del primer oficial. Y el rostro del vampiro, que minutos antes estaba pálido de furia, mostraba una sonrisa irónica.

Gimoteando, el rostro purpúreo surcado por lágrimas, el agonizante matón supo que estaba absolutamente indefenso y a merced del otro. Y de repente percibió con toda claridad que Janos podía hacer lo impensable, y muy probablemente lo haría.

—¡N… n… no! —consiguió susurrar con voz entrecortada.

Eso era lo que Janos estaba esperando; lo leyó en la mente del otro y en la expresión de su rostro; el vampiro reconoció y aceptó la sumisión del primer oficial. Y retorció y apretó por última vez los testículos del hombre, pero luego lo soltó, apartándolo de un empujón.

El matón cayó de espaldas en el suelo, la silla a un costado. Gimiendo, se encogió en una posición casi fetal, con las manos entre las piernas. Y así permaneció, balanceándose y gimiendo en su agonía.

Los parroquianos de la taberna no tenían la menor idea de lo que había sucedido en la planta alta, pues la música de la danza de Zorba y las palmadas de los bailarines no permitían oír ninguna otra cosa. Y los tres hombres de arriba tampoco habían hecho mucho ruido.

Pavlos Themelis estaba pálido, y su rostro se estremecía detrás de la poblada barba. Al principio no se había dado cuenta de lo que sucedía; y cuando lo advirtió, ya todo había terminado. Y entretanto, a Lazarides no se le había movido ni un pelo. Pero ahora se puso de pie con un movimiento sinuoso como el de una serpiente.

—Usted es un tonto, Themelis —dijo desde lo alto—, y este individuo lo es todavía más. Pero un trato es un trato, y yo he invertido demasiado en este negocio como para abandonarlo ahora. De manera que tendré que confiar en que llegue a buen fin. Pero permítame que le dé un consejo: en el futuro, sea más prudente.

Janos hizo un gesto como para marcharse, y Themelis, mientras se apartaba del paso, se apresuró a decir:

—¡Pero necesitamos su dinero, o al menos un poco de oro, para poder realizar este trabajo!

Janos se detuvo. Meditó durante un instante, y luego respondió:

—Levad el ancla a las tres de la mañana, cuando los guardacostas y demás autoridades estén dormidos, y reuníos conmigo en alta mar, a seis kilómetros al este de Mandraki. Cerraremos nuestro trato allí, lejos de ojos u oídos indiscretos. ¿De acuerdo?

Themelis hizo un gesto de asentimiento.

—Cuente con nosotros. El viejo
Samothraki
estará allí.

Su compañero continuaba retorciéndose y gimiendo tirado en el suelo, y Janos, que se dirigió a la planta baja, ni siquiera le miró al pasar…

Eran pasadas las once, y las calles de la ciudad antigua, cercana al puerto, estaban mucho más tranquilas. Janos caminaba procurando mantenerse en la oscuridad, y sus largos pasos, que le alejaban rápidamente de la taberna Dakaris, parecían las elásticas zancadas de un animal salvaje. Pero no pasó inadvertido. Unos policías griegos, con ropas de civil, y escondidos en una oscuridad aún más profunda, le vieron y decidieron ignorarle. No lo conocían; no era por él por quien estaban apostados allí. ¿Por qué habrían de interesarse por él? No, su presa era un tal Pavlos Themelis, que todavía estaba en la taberna.

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